Como si hubiese estado durante mucho tiempo aturdido por la constante amenaza del aniquilamiento planetario; el individuo, al explorarse a sí mismo, habría descubierto a la vez su propia riqueza interior y su gran fragilidad, que imputa luego a los otros. Uno llega a convencerse de que la mayoría de esos otros ha dejado de ser amenazante, porque ellos ya no pueden alcanzarnos a lo recóndito de esa nueva profundidad. Que no inquieten más que los maníacos y los drogados, los locos y los dementes, los violadores y los asesinos, contra los que hay que proteger a los débiles y a los imprudentes. Habría allí en resumidas cuentas la unión de dos corrientes contrarias. En un sentido, está el alejamiento por aislamiento, y en el otro el acercamiento psicológico. Al tomar conciencia de todas nuestras diferencias nos pareceremos más. El ciudadano moderno sería más bien un ser más suave y apacible, una suerte de "jubilado" social, más sensible que nunca a todos esos otros con los que ya no tiene nada que ver. Un individuo que se siente silenciosamente solidario de todos esos extraños solitarios que cruza todos los días en la calle y de los que desconfía. La paradoja no es más que aparente: en la escena pública, los otros pueden ser una constante oportunidad de disgusto y un obstáculo para el desarrollo personal; es por el lo que hay que tomarse el trabajo de denunciar a los padres incestuosos, a los turistas groseros, a los analistas estúpidos, tanto como a los políticos turbios; por el contrario, al mismo tiempo estamos más que nunca convencidos de que detrás de cada una de esas fachadas imperfectas vive un ser humano entero y complejo que merecería ser amado.
Habría entonces un vínculo (aunque muy discutido)[216] entre el individualismo y la igualdad: cuánto más progresa el aislamiento, menos se confía en los discursos sagrados, en los movimientos de masa y en los valores superiores, que aquí son siempre jerárquicos y coercitivos, pero al mismo tiempo se vuelve importante para el individuo esperar que pronto ya no habrá desigualdades en el mundo o, por lo menos, estar seguros de que todos los humanos serán, a partir de algún momento, tratados equitativamente. Lo que equivale a decir que la persona moderna ya no quiere hacerle daño ni siquiera a una mosca y que ya no admite causas sociales más meritorias que la lucha incesante por el respeto de los derechos de las personas. El proyecto de la modernidad exige que se trabaje en la creación de una sociedad de extrema tolerancia, que se defienda a los indios tanto como a los cowboys, que se muestre tolerante tanto hacia el Papa como hacia el Dalai Lama, el buen sentido y la demencia marginal. Se la percibe con claridad, la modernidad propone modificar en profundidad lo que había sido siempre una de las funciones elementales de la sociedad humana. Para Huyghe y Barbès es claramente un complot político (que no durará): "se trata de prohibir todo lo que podría ser un obstáculo para el desarrollo de la sociedad de comunicación apolítica y a-histórica".[217]
Para Jean Baudrillard, que une con el tono sociología y humanismo, habríamos entrado en la fase terminal:
Es en esta perspectiva de gestión de residuos que lo social puede aparecer hoy por lo que es: un derecho, una necesidad, un servicio, un puro y simple valor de uso. (…) Una suerte de espacio fetal de seguridad que viene a atender en todas partes la dificultad de vivir, ofreciendo en todas partes la cualidad de vida, es decir, como el seguro contra todo riesgo, el equivalente de la vida perdida (forma degradada de la sociedad glorificante, aseguradora, pacificante y permisiva) forma más baja de energía social: la de una utilidad ambiental, comportamental, tal es para nosotros la figura de lo social, forma antrópica, otra figura de su muerte.