Cuando Rogelio descubre toda su vida arropada entre la espesa red de una mentira tejida bajo sus pies y enroscada entre su piel, siente que se abren las puertas del purgatorio, que un incendio devasta los montes y una espada de hielo le parte el corazón para siempre mientras el tiempo, agarrotado por el veneno de la araña, se lanza vertiginoso tras un grito ensordecedor sólo escuchado por los ángeles. Nada ha cambiado en el pazo, ni una llama ha prendido en el bosque, ni una hoja ha caído de su rama, apenas ha transcurrido un instante irrelevante. Sin embargo, todo ha sido transformado.
Se han abierto las puertas del infierno: si logra atravesarlo encontrará los amores robados.
La vida, tras el golpe recibido, jamás logrará recomponerse en los contornos conocidos. A Rogelio le han mutilado el corazón de un zarpazo. Pero ¿quién no resulta mutilado en la tarea de vivir?
Un tajo. La verdad es un tajo. Y duele.
No puede llorar, le pesan los pies como plomo y no encuentra voz ni palabras que calmen sus vísceras abrasadas por el veneno de una mentira capaz de derrotar al más avezado de los espadachines.
Pasan las horas como nubes de tormenta. Nadie se mueve en el pazo.
Leal fuma pitillos de picadura jurando contra los dioses que han abandonado a sus criaturas y recuerda al comandante Luis que salvó su vida en la triste batalla del Ebro, ese que ahora controla la furia de Palmira.
Cándida desgrana el maíz sintiendo en cada grano el peso de una oración.
El viejo Luis llora en silencio todas las lágrimas que se prohibió durante años de derrota.
Palmira saborea la acidez de una derrota sin posibilidad de clavar su odio sobre un nuevo corazón.
Alucinado y triste, herido por la verdad, Rogelio no sabe si sueña o anda despierto. La luna ha entrado por el balcón donde ya no se asomará Josefina, «mama», murmura todo el cuerpo del chico.
«Mama, mama».
Y no consigue deshacer el nudo que ata el rostro en sepia de Cristina y el de Josefina sobre su cama de fiebre, del mismo modo que se fundían, en la pesadilla, los rasgos de Lagardere y el capitán Teodoro. Ha de defenderlas, a las dos, de un rostro aterrador vigilando sus espaldas. También a su amada Lisseta. Entonces, sin más testigos que la luna, Rogelio va en busca de su espada de madera —que ahora brilla como acero forjado por titanes—, regresa al ventanal y asumiendo la responsabilidad del héroe, adopta ese tono autoritario del hombre que se enfrenta al Universo por defender la justicia.
—¿Quién eres?
El mutismo envuelve la estancia.
—¿Qué quieres?
La lechuza permanece muda.
Ha formulado ya las preguntas terribles, la falta de respuestas inunda como gelatina sus huesos. El lobo regresa al monte tras haber herido el frágil cuello del muchacho. Lo sostiene en pie, con la espada en alto hiriendo la redondez blanca de la luna, la estaca de la angustia. Si la luna no sangra atravesada por la pavura del niño que hoy nace hombre, es tan sólo porque está hecha de pan. Pan de trigo.
—Volverán —murmura.
Necesita gritar y aún no lo logra, buscar el eco de su voz, se niega a morir, como Rubén en África por no haber logrado encontrar palabras al desgarro. Aterido de impotencia, frente a la luna engarzada por su espada de madera, desea forjar un futuro diferente, libre de la gruesa red de mentiras.
—Volverán cuando la luna borre todas las mentiras —recita como en una oración.
En África se encontrarán, en ese continente dibujado con el rostro de Josefina, los besos de Lisseta; un continente cuyos caminos trazan los pasos de baile de su amada, donde Rubén encontrará la sonrisa de Imaina y el capitán Teodoro recobrará los brazos de Cristina.
«Si te pierdo, búscame en África».
Y para ese viaje no necesitará más cartas de navegación que esas palabras y los blancos pies de Lisseta bailando sobre las cartas marinas.
Antes de caer inconsciente y ser recogido por los brazos del abuelo, Rogelio lanza su único grito:
—¡Baila, Lisseta!
Luego murmura con la voz del niño que aún permanece en su interior: «Cuídala, mamá».