Han pasado tres semanas desde que las monjas llamaron alarmadas al obispo primero, al cuartelillo después, para anunciar la desaparición de una de sus recogidas. Mayo anda queriendo florear sin que lo permita esa lluvia fina y pertinaz como un velo de luto gris sobre todos. Los vecinos ya no salen en cuadrillas de hombres armados con hoces y palos; los guardias fingen continuar la búsqueda sin esperanza de hallar ni siquiera el cuerpo de la niña y han soltado a Rubén, con las barbas y las greñas del pelo tan afeitadas que el frío ha inundado su cerebro y sus miedos. Dijeron que no valía ni el rancho de harinas que le daban a comer.
Todos han decidido que María Auxiliadora no regresará al cuarto colectivo del Beaterio, a las clases de religión, a la larga fila de niñas paseando por el acantilado. «Tira al monte, como su madre», sentenció una de las monjas y las más jóvenes se hacían cruces sobre los hábitos. No se equivocan, ahora Lisseta ha renacido y permanece larvada en un desván, a la espera del momento en que desplegará sus alas bailarinas de mariposa.
Aunque tenga que buscar otra tierra, aunque tenga que separarse de su primer beso.
Mientras, Rogelio y Andrés regresan a la escuela, preparando ya los días de vacaciones, cuando el maestro artrítico, mal vestido y gruñón, tomará vacaciones oficiales y regresará a una aldea desconocida. Andrés no se separa de su peonza, único tesoro real de toda su vida y Rogelio continúa compartiendo pan, membrillo y chorizos robados con el niño de permanentes mocos, con la lavandera, también con Rubén.
—No les dije nada.
Dice el loco que murió en África; lo repite cada tarde, cuando siente sobre sus manos el breve peso del pan blanco.
—Eres un valiente.
Contesta Rogelio sintiendo una extraña calma en su interior imitando los cielos plomizos, densos y sin brisas, mientras se empapa, como todo y como todos, con esa lluvia casi invisible, de mortaja. Ya no lo estremece el miedo, aguarda un combate sin fechas con la espada de madera presta a defender el beso recibido de Lisseta.
Las tardes se van alargando, aumentan los días y, pese a la mollizna, se anuncia el verano, tiempo de recoger patata: la diosa capaz de decidir si el próximo invierno serán muchos quienes mueran de hambre, quienes emigren con maletas de cartón desde el puerto coruñés. Patata y centeno que con tanto chubasco saldrá envenado de cornezuelo. Hambre para niños como Andrés, hambre como una maldición que no logran remitir las procesiones ni los rosarios. Rogelio lleva toda su vida con hambre de cariño, de abrazos y de besos.
Aquellas tierras cultivan hambre como otras cultivan alegría y risas.
Cuando las primeras sombras protegen a los muertos del cementerio, Rogelio regresa al pazo y trata de no mostrar la impaciencia de las horas que restan hasta que pueda subir al desván.
—¡Hoy hemos hablado!
Las mejillas de Lisseta andan incendiadas de impaciencia.
—¿Quién?
Rogelio pregunta como si fuera posible entablar conversación con los viejos trastos, con los embutidos, con los arcones del desván. Tal vez existan fantasmas sólo visibles para la bailarina.
—Con tu tía, tonto.
Toma impaciente su brazo y lo lleva hasta un rincón porque para las conversaciones importantes siempre se buscan lugares protegidos de todas las miradas, también de la curiosidad de los fantasmas y los espíritus.
—Esperó a que tu abuela saliera del pazo, se subió a la silla y acercó todo lo que pudo su boca hasta la rendija…
El pañuelo de flores y el aliento envuelven a Rogelio, lo acunan y lo transforman mientras lo transportan al limbo de los cielos sin peligro donde andan siempre vigilando los rostros de las madres para evitar las heridas a sus hijos.
—Me dijo que hablaría con don Tirso.
Se tensa el cuerpo del chico presintiendo ausencias y recibe el abrazo de Lisseta y un beso en la mejilla. La piel se quema bajo aquella caricia, imagina que Lagardere sintió lo mismo cuando Aurora lo premió con sus besos.
—No te preocupes, es de fiar. Él también fue rojo, como tu tía…
«¿Dónde llevarán la marca “los rojos”?», se pregunta Rogelio incapaz de distinguirlos por más que el cura, desde el púlpito, hable de ellos como de diablos con rabo, cuernos y rodeados por un intenso perfume azufrado.
—Yo le conté que me había escapado del Beaterío porque pensaban ponerme a servir en la casa de algún rico. Le dije que tu ayuda fue decisiva, ¿sabes qué dijo?
Lisseta hace una pausa y busca los ojos brillantes de Rogelio antes de proseguir.
—Sonrió, dijo que eras un gran chico, que serías un gran hombre… Como tu padre.
Rogelio recuerda la cara triste del capitán Teodoro, su cuerpo quebrado por la falta del brazo izquierdo, sus escasas palabras, sus ausencias… No se reconoce en el capitán. No entiende las palabras de tía Josefina.
—Creí que mi tía no respetaba a mi padre, que prefería no verlo.
—Bueno —la chica se encoge de hombros—, los adultos son muy raros, supongo que por haber vivido mucho y guardar muchos secretos, pero te aseguro que no había ni rabia ni odio en esa comparación.
Lisseta no le cuenta que había amor y nostalgia en los ojos de la prisionera para evitar que el recuerdo de la madre muerta enturbie su cariño por Josefina. Tal vez toda la sombra que pulula por el pazo se esconda en esa mirada de amor.
—¿Qué vais a hacer?
—No lo sé, pero algo se nos ocurrirá. Y será pronto.
Se levanta y no logra evitar que sus pies descalzos dibujen pasos de baile. Rogelio la siente inquieta como un gorrión a punto de remontar desde el nido su primer vuelo.
—Vais a marchar.
No es una pregunta. Tan sólo la constatación triste de un huérfano a punto de regresar al viejo desamparo. Lisseta presiente a su espalda toda la tristeza de su amigo y se acerca de puntillas, toma sus manos, ardiendo por la fiebre, acerca su boca hasta casi rozar el rosado pabellón de su oreja.
—No temas, no te dejaremos.
—Sí, es necesario que marchéis lejos —el valor de Lagardere se ha impuesto—, tan lejos como sea posible, hasta un lugar donde no alcance el bastón de Palmira… Hasta un lugar donde tú puedas bailar.
Ella lo mira sorprendida, como si no fuera el mismo Rogelio que llevaba pan y membrillo al cementerio, como si, de golpe y en un segundo, se hubiera transformado en un hombre, uno de aquellos heroicos y arrojados que poblaban las novelas rosas leídas por las mayores bajo las sábanas de sus camas en alargadas hileras, allá en el Beaterío. Nota los latidos nuevos y fuertes de su corazón, el rubor en sus mejillas y recuerda en ella los mismos síntomas de las compañeras cuando imaginaban a esos personajes convertidos en carne y a su lado.
—¿Y tú?
Pregunta ella temiendo, por primera vez, perderlo en algún recodo de su futuro exilio.
—Cubriré vuestras espaldas.
Lo hará, con su espada de madera, con los puños, con los dientes… Con ayuda o sin ella. Y Lisseta lo sabe, con la certeza de las niñas que ya son mujeres. Se siente segura a su lado. Mucho tiempo más tarde, se preguntará si no fue todo aquel batiburrillo de sensaciones en el rincón del desván lo más parecido al amor descrito por los novelistas.
En cambio, Rogelio ya puede deletrear esa palabra con la absoluta certeza con que los marinos recuerdan la ruta de regreso a casa. La ama. Guardará, durante el resto de su vida, la certeza de haberla amado.