Rogelio sospecha que su familia guarda un secreto. Un secreto oscuro, capaz de volver mudos a quienes podrían contarlo. A los nueve años, diez dentro de apenas unos días, el mundo de los adultos puede resultar tan confuso como un libro escrito en otro idioma. Todo lo arropa el silencio como una segunda piel y todos viven su propia pesadilla sin apenas rozarse: la tía Josefina encerrada en el cuarto; un padre casi prófugo en su cuartel; un abuelo inmóvil y mudo como un lagarto seco; las confusas explicaciones de Cándida o Leal junto con las miradas hoscas y huidizas de los vecinos… Pistas que no logra descifrar.
Habita un jardín donde se siente atrapado. Un jardín donde agoniza de tristeza una princesa cuyo rostro pocas veces ha entrevisto. Un jardín donde apenas se escuchan risas y hasta los gorriones se sienten cohibidos.
La tía Josefina, encerrada tras los ventanales de dos balcones, canta extrañas canciones los domingos por la mañana; la abuela aprieta los labios y maldice entre oraciones a la hija descarriada que trata de profanar la santa misa dominical. La tía también escucha ópera en una vieja gramola y llora. Sobre todo llora y mira hacia los brumosos cielos como si esperara la llegada de alguien capaz de romper los candados de su encierro.
—¡Pobre loca! —murmura Cándida, la vieja criada, mientras le sirve la merienda—. Pobrecita —añade.
—¿La locura es contagiosa? —pregunta Rogelio.
—¡Ojalá!, que mejor loca que reseca en odios y venganzas —contesta. Después aprieta los dientes arrepentida de sus palabras porque los muros también espían.
Un nuevo enigma para Rogelio, una pista sin salida. Apenas esbozan una explicación, los adultos se esconden y hasta se santiguan como si el diablo vigilara.
—Entonces, ¿por qué no me dejan verla?
—¡Chitón!
Y no habrá más respuestas. Cándida presiente la vigilancia de la abuela a sus espaldas aun cuando escuche sus pasos y los golpes de su bastón en las habitaciones superiores. Rogelio recoge su pan con dulce de membrillo y decide compartirlo con los gorriones.
Cuando sale al patio de la casa, sobre su espalda cuelga una mirada conocida. Desde sus balcones, la tía Josefina vigila al niño que realiza dos carambolas de payaso para mantener la sonrisa de aquella loca inofensiva. Desde que tiene memoria la recuerda, gruesa pared por medio, hablándole durante largas horas de insomnio aquellas noches intranquilas de fría soledad para tranquilizar sus pesadillas, tarareándole nanas o canciones sin letra hasta saberlo dormido… Josefina es su ángel de la guarda particular, un ángel condenado a esa cárcel tan cercana.
—Desde que murió la hermana. Tu madre.
Confirma Leal, criado de espaldas cargadas, pobladas cejas que impiden ver sus ojos, tan cojo que se balancea como una lancha en mitad de la tormenta, con los pulmones atragantados y los restos de un cigarro apagado siempre pegado en el labio inferior. Acarrea estiércol en la carretilla que mantiene un extraño equilibrio entre la cojera del conductor y sus tres ruedas, mientras el calor de la carga despide un ligero vaho como aliento de vaca.
—Mi madre —murmura en letanía de oración Rogelio.
No la recuerda; nada de aquel rostro fotografiado junto a su padre el día de la boda ha permanecido grabado en su retina, en su piel… La madre, muerta por su culpa, no le ha dejado ni un resto de su perfume ni un eco de su voz.
—¡Una señora! Tan buena, tan guapa… —Y el cigarrillo de Leal tiembla un poco más.
—Cristina —murmura el chico tratando de recobrar algún sabor en su nombre.
—Como la princesa —responde Leal.
Rogelio ignora si habla de princesas reales o de alguna dibujada en los cuentos, con la mirada y la corona perdida entre las brumas de una fotografía.
—Cristina —repite Rogelio.
Se le atraganta el dulce de membrillo, por el recuerdo de la muerta y por la cercanía del regreso paterno. Apenas unos días, justo cuando cumpla diez años, el 19 de febrero —¡unos días!—, volverá al pazo, vestido de militar, con las botas relucientes, la ausencia del brazo izquierdo y la mirada perdida en un recuerdo desconocido para Rogelio.
—¡Un héroe! —repite la abuela incansable—. Ese brazo se lo dio a la patria para limpiarla de rojos y ateos. —Los ojos metálicos de la vieja miran al techo donde permanece encerrada y ajena la tía Josefina.
Y él no puede quejarse ni decir que preferiría un padre a un héroe remoto que apenas le habla pero lo mira como si no lograra distinguir el rencor de la ternura entre los sentimientos frente al hijo.
—¿Me quiere? —ha preguntado tantas veces que carece de sentido.
—Un santo, eso es tu padre. Mejor le guardas respeto y te dejas de andar con zarandajas. —Ha escuchado como respuesta inmutable cada vez a través de los labios finos y resecos de Palmira, su abuela.
Para esa mujer arropada en lutos y rosarios, los asuntos del corazón son tonterías, guijarros peligrosos en el recto camino de la vida. Intenta adivinar, mientras sigue los pasos escorados de Leal sin escuchar sus palabras, qué sentirá la abuela por aquella hija encerrada en el cuarto, condenada a vivir tras los visillos y cuya única visita permitida es la del médico, don Tirso, una vez al mes, porque al cura se niega a recibirlo la desvaída princesa enceldada. Antes, gritaba hasta perder la voz cuando olía la sotana tras su puerta, ahora se limita a callar.
Rogelio teme que tía Josefina pierda, uno a uno, todos los sentidos, que deje de tararear canciones los domingos, de escuchar el gramófono que tanto le gusta al niño, que se vuelva ciega para no ver las paredes repetidas del cuarto… Antes, alguna vez, la escuchaba reírse, sobre todo en compañía de don Tirso; pero la alegría se ha fugado de su cuerpo escuálido.
El cura hace varias veces la señal de la cruz, en su pecho y sobre la puerta del cuarto, aunque los demonios se le resisten y por más que Rogelio ha esperado ver salir colas de dragón o llamaradas de fuego impío, nada sino el silencio responde a sus cruces sobre la madera.
Siente que le pueden resbalar las lágrimas y Rogelio no desea llorar, al menos no ante Leal, porque luego habrá de soportar las preguntas de Cándida y hasta puede que la abuela vea en él a otro loco necesitado de encierro; prefiere compartir el dulce de membrillo, amargo a estas alturas, con la joven lavandera de manos rojas y tronante risa.
Leal continúa hablando sin enterarse de su escapada, balanceando su cuerpo torpe y perfumando el camino con los excrementos de la cuadra; seguirá así hasta el huerto de berzas porque, según afirma, ningún otro abono las deja más lustrosas. Rogelio huye de Leal, de la sombra del pazo y de sus miedos buscando el lavadero de ladrillo y teja negra.
—Hola —saluda el niño ante la soledad de la mujer en el lavadero húmedo y frío—. ¿Estás sola?
—En días como hoy, sólo venimos las pobres. —Y se seca las manos en la falda oscura. A veces le sangran.
—¿Quieres? —pregunta Rogelio extendiendo el manjar ante los ojos brillantes de la lavandera.
Desaparece el pan, vigilado hasta la última migaja, el membrillo amarillo que se pega a los dedos torpes, rojos y doloridos de la mujer.
—¡Buena suerte tienes, rapaz! —pregona Lola, la lavandera, siempre hambrienta y siempre lavando ropa de la gran casona.
—Pan de trigo y membrillo… ¡Qué bueno debe de ser nadar entre dineros! —afirma Lola mientras golpea las sábanas contra la piedra del lavadero.
—Te puedo traer más.
—¿Cuándo?
—Voy a buscarlo.
Rogelio quisiera comprar afectos con pan y membrillo, pero sólo le sirve con Lola o con los niños de la escuela, aunque va poco a la escuela, que siempre encuentra excusas su abuela para impedirle el descanso de jugar con otros chicos.
—Tu padre te llevará pronto a un buen colegio, allá en La Coruña, un colegio para hijos de militares. Allí aprenderás a ser un hombre de bien, que con los piojosos de la escuela nada bueno habrás de aprender.
Retumban las palabras de la abuela como amenazas inaplazables, como piedras contra el frágil cristal de su corazón. La sombra de Palmira y su bastón vigila incluso las piedras del camino. No quiere irse. Por eso, cada vez que se anuncia el regreso del padre, teme que Cándida prepare su maleta y lo alejen de la tía Josefina, aunque ya no hable a través de la pared, aunque cada vez sean menos frecuentes sus locas canciones de los domingos y el gramófono no cuente con la compañía de su voz. Al menos ella lo acariciaba con sus palabras.
Corre de vuelta al pazo con la urgencia de una caricia sobre su rostro para no morirse de ausencias.
Antes de entrar, se apoya contra el pozo e intenta recuperar el aliento. Cándida parlotea con las gallinas: es la hora de alimentar a los cerdos, las gallinas y los conejos, uno de los momentos más agradables para la criada; rodeada de animales se siente en lugar propio, aunque no podría hablarse de afecto, ni compasión: cuando les retuerce el pescuezo y las despluma para guisar mantiene el mismo gesto feliz. El hambre no permite lujos de sensibilidad, las alimenta para que le sirvan como pitanza.
—Pita, pita, pita…, bonitas, bonitas.
Rogelio ha decidido rastrear en la despensa para ofrecer un suculento regalo a Lola. Ha visto cómo la propia Cándida, cuando recoge los pesados hatillos de ropa lavada, añade a los céntimos del salario algún extra de alimento: tocino, patatas, pan…
—¡Ay, pobres, cuánta desgracia! —suspira la criada cuando ve a la muchacha alejarse contenta con la comida y los céntimos tintineando en el bolsillo de su delantal.
Rogelio nunca tiene muy claras las desgracias. Lo mismo sirven para hablar de hambres que de muertes o enfermedades, como para referirse a terribles secretos de familia, conocidos y silenciados en igual medida. La desgracia se parece al aire, está por todas partes y sólo se percibe cuando arrastra los cuerpos o levanta hojas caídas. En la casa rica donde vive todo resulta negro excepto el pan, pan amasado con esa harina blanca que llega desde el poder de su padre: el heroico capitán cuyos servicios se pagan con el maíz requisado en otros campos.
Recoge, sin reparar demasiado, todo cuanto puede caberle entre los brazos, mientras continúa la llamada de Cándida a los animales y el resto de la casa vive en el pesado mutismo siempre obligatorio a esas horas del rosario impuesto por Palmira, obsesionada con las cuentas de azabache que resbalan por sus dedos finos y engarfiados. Rogelio ha aprendido a descifrar las diferencias de los silencios: el de su abuelo es de piedra, sin asomo de vida; el de su tía, de miedo cansado, como quien ha luchado hasta perder todas las fuerzas; el de Cándida, de temeroso respeto, de animal presintiendo los palos sobre sus espaldas; el suyo, de pánico ante la posibilidad de que le arrebaten los escasos afectos, casi más inventados que reales, cedidos a cambio de pan con membrillo. El de Palmira es un mutismo de tumba.
Y de nuevo corre al lavadero, en busca de una sonrisa, con suerte, de una caricia, puede que de un beso fugaz; Lola se los da alguna vez. Llega sin aliento, feliz y con las mejillas ardiendo. Tal vez pueda comprarse el cariño con pan.
—¿Te lo ha dado Cándida? —pregunta Lola con los ojos desmesurados, limpiando en la falda la humedad de las manos para no estropear la comida.
Rogelio niega con la cabeza; los pulmones, a punto de reventar, no llevan aire a las palabras.
—Pero —Lola se tapa la boca—, bueno, no creo que tu abuela te riña por algo que a ella le sobra. —Repasa con las puntas de los dedos el trozo de hogaza, la grasa del tocino…—. ¡Ay, cómo te pareces a tu madre!
El rojo de las mejillas y la culpa brillando en los ojos de la lavandera impiden a Rogelio preguntar por aquella desconocida, su madre, cuya bondad anda en boca de todos. Luego, Lola le repasa la barbilla con sus manos torpes y deposita un beso con sabor a humedad en su mejilla derecha.
—¡Anda, vete, que tengo mucha tarea! —Y finge un enfado para evitar la emoción de algún recuerdo—. Y gracias.
Al chico le tortura la certeza de que nadie puede quererlo por haber sido quien arrojó a su madre al pozo de la muerte; tan sólo su tía mantiene gestos clandestinos de cariño, como si hasta el suyo estuviera prohibido. Coloca su mano en la mejilla para retener el calor de aquel beso y luego finge una tos áspera porque los hombres no deben emocionarse. Su abuela lo repite a diario.
Camina despacio por el sendero del monte, le corren silenciosas las lágrimas. Inevitables. De pronto, se las seca con la manga de la chaqueta, ha escuchado un llanto sin vergüenzas, sin esconderse y busca entre la maleza… Andrés llora sin recato, sorbiendo lágrimas y mocos, encogido sobre sí mismo.
—Andresiño —murmura Rogelio poniendo una mano sobre los hombros temblones—. ¿Qué pasa?
Andrés vuelve sus ojos hinchados hacia el chico de la casa grande, ese que come todos los días y tiene botas y va a la escuela cuando quiere…
—El cerdo —intenta recomponerse, tal vez si cuenta su desgracia al chico rico pueda evitar el desastre…—. El maldito cerdo…
—¿Qué?
—Que se ha comido el muro de barro y ha escapado…
Regresan los temblores y el llanto. Rogelio no entiende; los cerdos de su casa viven en un cubil de piedra…
—¿Por qué?
Andrés encoge los hombros, ¿cómo se explica la miseria a quien come a diario?
—¿Por qué se fue? —repite el chico de la casa grande, tal vez el marrano tampoco se sintiera querido.
—Por hambre, claro. —Andrés suspira—. Se come el barro del adobe por hambre y se fue para buscar algo en el monte… Pero mi madre me mata…
Regresa al llanto desolado porque ni siquiera el niño rico podrá evitar la bronca desesperada de su madre.
—No, hombre; las madres no matan. —Tan sólo se mueren, piensa, pero no lo dice.
—La mía sí —afirma contundente Andrés.
—Podemos buscarlo —propone el niño rico.
Andrés mira las botas de Rogelio, luego sus pies arañados y descalzos, que las alpargatas se ponen el día que toca ir a la iglesia.
—Bueno, tal vez tú puedas.
Y deja el destino de su futuro en otras manos.
—Anda, vamos. —Y le pasa el brazo por el hombro descarnado.
Rogelio se siente extraño frente al resto de los niños, alguien desconocido, tal vez la larga sombra de su casona ha pintado un muro entre ellos y él. Se mira las botas sintiendo algo parecido a la culpa; calla porque lleva toda su vida sin derecho a preguntar.
—Lo mejor —trata de recuperar el aplomo frente a los lagrimones de Andrés— será volver a la pocilga y ver adonde llevan las huellas.
Como lo haría un buscador de malvados en el lejano Oeste, lo ha leído en alguna parte. Andrés calla y obedece. Ya tiene garantizado el disgusto de su madre y los empellones. La probable amenaza del hambre no logra asustarlo; no se recuerda jamás con el estómago lleno. Pero su madre tenía sueños con la venta de aquel cerdo, hablaba de un billete y un pasaje en barco, de abandonar la destartalada casa por donde los vientos cruzaban a su antojo… Le duele romper el hechizo de aquel sueño.
Caminan en silencio con la concentración exclusiva de los niños sin infancia. Viven en un país donde todo, excepto el dolor y la culpa, anda prohibido.
A pocos pasos del muro destrozado, el hambriento cerdo dormita satisfecho: la excursión ha servido para esquilmar tubérculos en algún campo de ricos y ahora regresa al lugar conocido porque desconoce su futuro.
Andrés olvida el susto, la ayuda de Rogelio, los lagrimones moqueados y hace saltar su miedo, su rabia, su propia hambruna, entre insultos al marrano y patadas en su vientre satisfecho. Después, busca una cuerda y lo ata al limonero moribundo por falta de sol, por añoranza de una primavera imposible entre aquellas brumas.
—¡Ya verás cuando venga madre!
Recrimina al cochino señalando su hocico con la uña renegrida de su dedo índice, convencido de que también el animal teme las iras de la pobre viuda con las manos enrojecidas y el alma rota.
—Me voy —decide Rogelio.
—Vale.
Andrés prefiere que su madre no lo encuentre en compañía del chico del pazo, «nada bueno trae la compañía de los ricos», suele repetir a modo de amenaza soterrada.
Con la punta de sus buenas botas, Rogelio golpea piedras y raíces. En el fondo, quisiera romper aquel hechizo donde se sabe apresado, pero ni tan sólo encuentra palabras para nombrarlo.
Faltan tres días para su décimo cumpleaños. ¿Será ya la edad de ingresar en aquel colegio para hijos de militares?
—Si ella pudiera… —musita levantando la vista hasta la ventana de tía Josefina. Alguna vez escuchó sus gritos contra la abuela, «¡a él no me lo quitarás! Quieres alejarlo para que me muera, pero seguiré viva, viva y llena de odio. No consentiré que a mi niño lo lleves a ese lugar donde lo envenenarán hasta verlo como uno de los vuestros».
Lo llama «mi niño» y la escucha hablarle por las noches, con la boca apretada contra la pared que los separa, apenas si logra entender sus palabras, pero resbalan como miel sobre su soledad; sin ellas se hubiera muerto de puro desaliento. Continúa sin entender quiénes son «los vuestros», como si pertenecieran a familias diferentes, como si aquella letanía de los bandos se repitiera en su casa. Tal vez en todas las casas.
El calendario de la cocina, amarillento por los humos, señala 1947, Octavo Año Triunfal. Sobre los números un aguerrido requeté de camisa azul y boina escarlata ondea una bandera roja y amarilla. Quisiera ser ese hombre fuerte y seguro, con la mirada perdida en alguna remota batalla, las botas relucientes y la sonrisa serena. Quisiera que el 19 de ese mes fuera suprimido… Quisiera.
—Ya estás de nuevas viviendo entre musarañas. —La voz de Cándida lo sobresalta—. No, si ya lo decía mi madre: tanto lujo y tanto folgar no trae nada bueno.
Rogelio sube las escaleras, necesita abrazar la almohada, tal vez contarle lo que nadie quiere escuchar. Ante la puerta de tía Josefina se frena y acerca su frente a la madera oscura. Ignora que, en ese mismo segundo, la mujer escribe una nueva carta, de número imposible de cifrar:
Queridísimo Juan: ¡cuánto te sigo extrañando! Que los años me van poniendo enferma de soledad y habría muerto sin ti de no existir este pobre ángel desvalido que pronto cumplirá diez años. Tantos, amor mío, como los que llevo guardando tu luto…
Rogelio no percibe los silentes pasos del abuelo que, a sus espaldas, contempla la escena del niño enfebrecido y triste, apoyado sobre la puerta donde Palmira condenó a la mayor de sus hijas a la más espantosa de las muertes. Aprieta los puños y las uñas dejan marcas de sangre en las palmas de sus manos.
Los secretos dejan restos de sangre. Las mentiras pueden ser mortales.