Durante días el paisaje habitual cambia y se cierra aún más la cadena que aprieta las gargantas. Todo se agudiza: el miedo secular al destino incierto de los niños, esos que mueren de tisis, de hambre, de abandono; las delicadas víctimas de adultos enfermos de desesperación; la ferocidad desatada capaz de anunciar demonios tan sólo dormidos y que golpea las puertas con la culata de los fusiles en busca de culpables; los sermones apocalípticos del cura amenazando con pestes y castigos por los pecados cometidos… ¡Siempre pecan los pobres!

Han cerrado la escuela y los niños tratan de no ser vistos para evitar represalias: de sus padres, de los poderosos, de los monstruos ocultos en el monte y en la memoria… Del poderoso destino sin forma ni rostro aleteando siempre como una bandada de cuervos.

Rogelio se siente fuerte, de su fortaleza depende el destino de Lisseta; así que ha de aprender a resistir, como el caballero Lagardere, todos los envites. Andrés comienza a mirar al niño rico del pazo con ojos nuevos, con el respeto que le merecen los marinos que faenan en mares remotos, helados, para regresar curtidos de sal y aventuras, con la mirada añorante y algas en los labios.

—No diré nada.

Le confiesa una tarde, sentados al borde del acantilado por donde ya no pasean las internas del Beaterío encerradas ahora bajo todos los candados. Rogelio sabe que ni siquiera será necesario pagar con pan su lealtad, por eso llena sus manos de comida, a él y a Lola, mientras procura permanecer en el pazo el menor tiempo posible porque teme que sus ojos, sus gestos o su nerviosismo puedan delatar la presencia de Lisseta en el desván.

—Yo también quiero marchar —decide Andrés.

—¿Adónde? —pregunta Rogelio.

—Eso no importa siempre que sea bien lejos.

Cabecea afirmando y recuerda las manos agrietadas de su madre y sus deseos de comprar un pasaje en cualquier barco. Las gaviotas revolotean ajenas sobre sus cabezas.

—¿Tú sabes adónde van los barcos?

—Eso depende.

—No todos, hombre —a veces a los niños ricos es necesario explicarlo todo—, digo los que van llenos de gallegos y salen de La Coruña.

—América.

Y Rogelio encuentra un extraño parecido con el otro nombre: África. Tal vez todos los lugares sean el mismo, un trozo del mismo paraíso roto en trocitos jugando al escondite entre las olas de los océanos.

—¿Allí hay pan para todos? —Teme que su madre ande equivocada.

—Claro.

Lo dice para consolar al niño de mocos permanentes que patea al cerdo cuando decide comerse la pared y buscar patatas en huertas prohibidas. Sonríe Andrés imaginando una tierra donde las calles sean de pan y pueden ir arrancándose trozos de las aceras para no sentir nunca el afilado mordisco de una víbora en el estómago. Rogelio no le cuenta que Rubén encontró la muerte en África ni le recuerda que algunos regresaron de América enfermos, más pobres y definitivamente derrotados. Se lo ha contado Leal, como si fuera uno de los vencidos por esa tierra cuyo nombre esconde sabor a pan.

Entonces, cuando Andrés ya no supone un peligro porque no los traicionará, Rogelio siente un pinchazo a través del bolsillo del pantalón. Aquella mañana la vieja y olvidada peonza apareció en el fondo del armario con la insistencia de los objetos que buscan reaparecer en la vida y los juegos olvidados, rodó hasta sus pies como un gato desamparado. Tenía pintadas rayas verdes y amarillas y la punta sobre la cual giraba como una bailarina enloquecida, brillaba negra y redondeada, gastada de tanto rodar buscándose en cada giro. Rogelio enroscó con mimo la cuerda y la lanzó al suelo con un golpe seco y preciso. La peonza dio tres saltos secos y exactos buscando el mejor acomodo antes de lanzarse, feliz, a un giro frenético que mezcló los verdes y amarillos en un arco iris bicolor.

«Así baila Lisseta», había dicho para sí Rogelio sintiendo que ya nunca sería el niño solitario que hizo danzar la misma peonza en decenas de solitarias tardes. Ahora la extrajo del bolsillo y se la ofreció a la mirada atónita de Andrés.

—Te la regalo.

Los ojos del niño se abrieron como lagos recién descubiertos. Jamás había poseído otra cosa que su hambre. ¡Una peonza!

—Así es como si vieras bailar a Lisseta también.

—¿Baila?

—Como una mariposa.

Y de nuevo quedaron quietos, envueltos en sus propios sueños, Andrés acariciando la madera brillante de su nuevo tesoro; Rogelio con los ojos verdes y la roja melena de su dama bailando eternamente.

—Mañana te traeré membrillo y un chorizo para tu madre.

—Mi madre tiene señalado el calendario —arrastra la confesión sabiendo que la traiciona—; cuando lleva el pescado a La Coruña, recoge información de los barcos…

—¿Los que cruzan el océano?

—Sí, porque vienen cargados de trigo que regalan de no sé dónde y las mujeres esperan a que terminen de descargarlo porque siempre caen granos, a veces incluso algún marinero finge tropezar con un saco para que caiga la carga en el muelle. Cuando terminan la descarga, permiten que las mujeres recojan los granos… ¡Pan blanco! Claro que mi madre nunca trae el grano a casa, que prefiere venderlo por unos céntimos.

—¿Para qué?

—Por eso señala el calendario —ahora Andrés se siente importante, dueño de un secreto desconocido por el niño rico—; faltan seis días para que llegue el próximo barco, que tendrá nombre de mujer como casi todos y que volverá a zarpar cargado de gallegos una semana más tarde. Por si ése no fuera posible, anotó la fecha de otro, dos semanas más tarde… Mi madre siempre anota las fechas y cuenta los dineros para ver si alcanzan. Mi madre quiere marchar a ese lugar.

Se despiden al borde del acantilado donde ya no pasean las niñas del Beaterío. Andrés soñará esa noche con un trozo de sol azucarado sobre pan, con la peonza abrazada a su pecho. Rogelio temerá, sin sospechar en el acierto de sus miedos, esa fecha que señala la partida del barco.

Cuando mira el calendario de la cocina le bailan los negros números una danza terrible que amenaza la escasa felicidad escondida en el desván.