Toda la casa anda revuelta. Todos atareados y mirando el final del camino empedrado. Todos excepto el abuelo, siempre sentado en el butacón de piel, quieto como fabricado en cera, diríase muerto si, de vez en cuando, no se levantara hasta la mesa del saloncito lindante con su cuarto para comer, si en un segundo robado a su mutismo no le hubiera sonreído. La tía Josefina ha puesto a mayor volumen aquella ópera capaz de enloquecer a la abuela y que tanto le gusta a Rogelio. De alguna manera, cuando la ópera de tía Josefina suena en el gramófono, los dos, tía y sobrino, lanzan sus quejas contra el hechizo sin nombre que los aprisiona en el pazo.
Tardará años en saber que se trata de Lakmé y que el dúo entre la princesa Lakmé y la esclava Malika servía como contraseña de amor entre la señorita Josefina y el maestro de escuela Juan. Pero eso lo sabrá en otro lugar, en otro tiempo, en otro jardín.
Después de que los colmillos del lobo marquen su corazón. Después de conocer el amor.
Aquella música es la única protesta contra la cual nada pueden los deseos de Palmira. Una extraña alegría penetra con sus notas en el estómago del chico. Estallan como pompas en su interior y rompen el dique de su encierro.
—¡Que suene, que suene muy alto! —murmura Rogelio deseando que no termine nunca, y todo se paralice entre las arias.
Hoy regresa el capitán Teodoro para cumplir con el ritual de asistir a todos los cumpleaños del hijo.
¿Cómo se consigue una caricia, un abrazo, un beso, del padre remoto que lo mira, revuelve su flequillo con su única mano y calla? Rogelio cambiaría cualquier cosa: el pan blanco, las botas…, incluso los murmullos nocturnos de tía Josefina, por un abrazo del padre.
Luego mira la foto de su madre y comprende que jamás podrá ser querido por el hermoso capitán, más apuesto para las mujeres, que lo miran entre suspiros, por la falta de aquel brazo regalado a la patria. Él fue la causa de su muerte. Cristina se desvaneció y la princesa olvidó la cuna del infante huérfano. Su padre no podrá perdonárselo jamás.
Tropieza con su figura en el gran espejo del armario. Esta vez no huye, como otras, de esa estampa que se supone le pertenece. Tal vez la clave se agazapa en ella. Se mira intentando descubrir su parte monstruosa, asesina y odiosa. No encuentra la culpable deformidad, ni siquiera su rostro podría asustar a nadie.
—No soy un hombre lobo.
Rebota contra la figura del chico tembloroso la comparación. El hombre lobo, nacido humano pero condenado a ser bestia, resulta lo más parecido al diablo; vestido de andrajos y espanto, huido por los montes en busca de almas que robar después de comerse la carne de los niños. Sale a cazar insensatos en noches sin luna, cuando nadie se aventura a profanar los misterios de los robledales.
Ahora, Rogelio hace muecas a ese rostro tan hermoso para la tía Josefina, achica los ojos enormes y dorados, «como los de tu tía», afirma Cándida los días que no teme demasiado los pasos de Palmira a su espalda mientras amasa pan en la gran mesa de la cocina. ¿Quién define la fealdad capaz de convertirnos en quimeras?
Nadie le ha dicho que sólo la ausencia de amor convierte en horribles a los hombres y dibuja cicatrices en el corazón más estremecedoras que aquellas tatuadas por los tajos de una navaja.
El ruido del coche crispa la última mueca. Rogelio tiembla como el condenado ante la llegada del juez. Se acurruca en la cama deseando desaparecer.
Escucha la voz de Palmira, cantarina y autoritaria, feliz por recibir al heroico capitán, sus frases aparecen y reaparecen por entre las pausas del aria que protesta en la habitación de tía Josefina —siempre Lakmé para recibir al capitán—. Seguro que los ojos color plomo de la abuela andan iluminados ante la presencia de un hombre colmado de medallas, viudo de su hija pequeña, luminaria del pazo, consuelo de dolores… Teodoro, su padre, no deja oír su voz. El chico se ovilla un poco más en la cama.
—¿Estás enfermo? —Cándida abre la puerta del cuarto; hoy huele a limones y lavanda, el último regalo del héroe—. Tu padre te espera.
«Mentira», piensa Rogelio, pero se desenrosca con la cautela de un polluelo recién nacido y se levanta.
—Anda, ven, desastre. —Y las manos ásperas de Cándida recomponen la camisa arrugada—. A ver. —Y se aleja para comprobar que todo anda en orden—. ¡Hala, baja!
Y el chico encamina su tristeza hasta el gran comedor de la planta baja con la mirada vacía de un cordero.
En el frío comedor, Palmira, encajes negros y bastón con mango de plata, enhiesta como una lanza, vigila el encuentro. Rogelio camina hasta su padre y le sorprende descubrir una sonrisa.
—¡Cuánto has crecido! —Y se levanta para palmear, con el brazo salvado, la espalda del hijo.
—Un poco de cintura necesita…
El brazo en la espalda del muchacho lo empuja levemente hasta la salida. Rogelio no termina de creérselo, están saliendo del círculo de reproches iniciado por Palmira, que ahora calla, asombrada y vencida. Salen del pazo, reciben la inclinación de Leal cerca de la cuadra y siguen avanzando, sin palabras, siguiendo el sendero que lleva hasta el cementerio.
Como en un ritual, el capitán Teodoro visita la tumba de Cristina y el chico ve aumentar la distancia entre ellos; un abismo superior a aquel que separa del mundo a los muertos. La tumba está reluciente y Rogelio necesita llorar.
—Deberías haberla conocido…
El chico intenta acallar el tamborileo de su corazón para empaparse con aquellas palabras. Y aún continúa el capitán hablando, para él, para la muerta, para nadie.
—Cuando la perdí, sentí que me amputaban las ganas de vivir… Lo siento por ti —Rogelio no se atreve a levantar la mirada para no romper el hechizo de las palabras—, creo que todos hemos sido injustos contigo…
Corren los segundos y el silencio se apodera de todo, pero el chico necesita más palabras.
—¿Me llevarás a ese colegio?
—¿Quieres ir?
—No.
—Pensé que deseabas huir de tu abuela.
—Sí, pero aquí también está tía Josefina…
Se muerde el labio. Nadie habla de ella cuando el capitán los visita. Un ligero temblor recorre el brazo inexistente del héroe que se da la vuelta y se aleja de la muerta, esta vez sin despedirse. El chico queda clavado, como si a las botas les hubieran crecido anclas. De nuevo abandonado.
—Anda, ven…
Su padre se ha dado la vuelta y lo reclama. Tal vez… Avanza hasta colocarse al lado del brazo salvado esperando sentirlo posado sobre sus hombros, pero sólo el aire flota sobre su espalda como ala invisible de plomo.
—Vamos hasta la playa —propone el padre y un baile de gaviotas penetra en el estómago del chico.
No hubo más palabras hasta llegar a los guijarros grises de la abrupta cala, pero Rogelio mastica lentamente el desgarro de su padre cuando ella decidió morirse. Tal vez él no fuera responsable de su despedida, tal vez, siguiendo los incomprensibles designios adultos, ella decidió dormirse para siempre.
El mar rompe contra las rocas dejando flecos blancos que el aire lleva hasta los rostros de las dos figuras inmóviles, cada uno encerrado en su propio mutismo, en su propio dolor desesperanzado, sin lograr alcanzarse. Pasan los minutos, el tiempo sin medida.
—Bueno —Rogelio se sobresalta como si las sílabas fueran cristales rotos—, tendremos que irnos, nos esperan para comer y hoy es tu cumpleaños. Te he traído un regalo.
El regalo es un libro. El juramento de Lagardere, en una edición argentina. Aquel espadachín cambiará la vida de Rogelio, pero aún no lo sabe, como tampoco imagina las veces que repasará sus páginas hasta repetirlas de memoria.
El chico murmura unas gracias que se pierden entre el rugido del mar. En años anteriores los regalos se entregaban a los postres, bajo la mirada de Palmira; en cambio, hoy se lo ha entregado a solas. Parece no culparlo de aquella muerte.
Hoy el abuelo está sentado en la gran mesa del comedor. Permanece quieto y mudo, pero ha bajado, incluso sonríe cuando Rogelio lo mira. Cándida se ha puesto delantal blanco y duda con la vajilla de Santa Clara entre sus manos temiendo romperla entre su torpeza y sus nervios.
Tras el café, el heroico capitán Teodoro sube al coche y desaparece de nuevo.
A Palmira le dijo que aún era pronto para llevar al chico al internado de La Coruña.