VII

El retorno hacia la luz fue un calvario para Lorrain. Tenía el hombro abierto y sangraba de la cabeza por un desgarro del cuero cabelludo. Dex había podido encontrar un trozo de cable viejo con el cual había atado el cadáver de Barranger, sacándolo a sacudidas del túnel.

Surgieron, agotados, a la luz del día. El sol empezaba ya a declinar.

Un helicóptero se acercó todo lo posible a la pared rocosa, pero les resultó imposible hacerse entender. Sin embargo, el piloto debió percibir el cadáver del técnico suizo. Unos minutos después vieron que unas siluetas trepaban por las escaleras, subiendo a su encuentro.

Eran cerca de las cinco cuando levantaron el pie del último barrote. Lorrain tenía el rostro terroso. Una ambulancia se lo llevó inmediatamente, mientras cargaban una masa informe cubierta con una lona en un half-track.

McLiffeal apoyó una mano en el brazo de Dex, observando su aire sombrío, vacilando en hablar.

—El jefe de centro ha dicho que les propondría a los dos para una condecoración francesa, Dex. La Legión de Honor, o algo por el estilo.

—¿Por haber liquidado a ese individuo?

Se instalaron en un jeep. Dex conservaba las mandíbulas crispadas, mirando fijamente delante de él. Había visto la trayectoria del último martillazo: Lorrain lo habría recibido en pleno cráneo. Pero, a pesar de todo, le dolía terriblemente no haber tenido el reflejo de apuntar al brazo o a la muñeca.

—Hubiese tenido una muerte mucho más indigna —dijo McLiffeal, sacudiendo la cabeza—. Un pelotón de ejecución al amanecer… Ha sido mejor para él.

Milicci iba en la parte delantera del jeep, pero tenía la cabeza vuelta hacia ellos.

—El coronel me ha encargado que le dé las gracias.

—No hay de qué —gruñó Dex—. Dígame… ¿de veras estalla con tanta facilidad, su bomba? ¡Barranger la golpeaba como si fuera un yunque!

—El choque de un martillo contra una masa inerte que protege al plutonio no ha hecho estallar nunca nada —dijo Milicci, irritado—. No tiene nada que ver con la nitroglicerina… Pero hubiera podido establecer accidentalmente el contacto. En tal caso…

—En tal caso, nos concederían la Legión de Honor a título póstumo —dijo Marston saltando al suelo, mientras el jeep se detenía.

Encontraron a Lorrain en medio de nubes de éter, blanco como un sudario y rodeado de enfermeros, pero con el teléfono en la mano.

—Marchand ha salido hace dos horas —anunció, entregándole el receptor a un enfermero—. Ninguna novedad. Imposible establecer contacto con Mers-el-Kébir. ¿Terminará pronto? —añadió, dirigiéndose al teniente médico que le atendía.

—Tendrá que guardar varios días de reposo…

—Imposible.

A media noche, se unieron a Saskia Arndt en uno de los barracones. Estaba postrada en la penumbra delante de un ataúd de madera blanca adosado a la boca del compresor de un cooler. En el interior de la habitación reinaba una temperatura polar.

Con el brazo enyesado y en cabestrillo, Lorrain avanzó el primero. Edna levantó los ojos hacia ellos, y leyeron una muda súplica en su mirada.

Volvieron a salir.

—Mañana —decidió Lorrain.

—De todos modos, la pequeña contará todo lo que se quiera —dijo Marston—. Y no es tan difícil de imaginar.

Lorrain frunció los labios con disgusto. Dos técnicos norteamericanos ex alemanes ante los cuales se había hecho brillar una vida de las Mil y Una Noches. Sus esposas debieron influir lo suyo para que aceptaran… Se habían encontrado en una planta atómica egipcia dirigida por otros alemanes. Habían comprendido rápidamente, quisieron huir. Los Toller habían pagado aquella fuga con la vida. En cuanto a los Arndt, debieron considerarles demasiado útiles. Lo que el ingeniero sabía acerca de los trabajos nucleares franceses era mucho más interesante que su muerte.

—Debió meter el dedo en el engranaje para ganar tiempo, y luego se encontró arrastrado, sin duda —dijo Marston pensativamente—. Los egipcios debieron amenazarle con exterminar a las generaciones presentes y futuras si no obedecía.

Golpeó la arena con la punta del pie.

—La gente de El Cairo debe tener prisa en conseguir algún resultado positivo —continuó—. Es una lucha de velocidad entre ellos y la famosa… planta textil del Néguev israelita. Curioso, ¿no? Los ex nazis del valle del Nilo enfrente de los franceses que ayudan a Ben Gurion a trabajar el átomo, al sur de Beer-Sheba.

Lorrain trató de distinguir el rostro de Dex en medio de la penumbra. Ignoraba que la C. I. A. estuviera ya al corriente. Los americanos habían sido alertados, sin duda, por la torpeza del S. B. [5], tratando de eliminar la mayor cantidad posible de técnicos alemanes que trabajaban para Egipto, en Suiza o en otras partes.

—En todo caso, estoy seguro de que Arndt trató in extremis de limitar los daños un poco antes de la prueba —dijo Lorrain—. Y los egipcios no se lo perdonaron.

Un helicóptero se posó en la pista de hormigón brillantemente iluminada por los faros. Un instante después apareció Marchand, llevando un paquete al brazo. Comprobaron con estupor que se trataba de un niño. Edna salió a la puerta del barracón al oír el llanto.

—El hijo de Barranger —explicó Marchand con aire sombrío—. Liquidaron a su madre mientras dos miembros de la A. P. se las entendían con unos egipcios en una villa aislada. Abierta de oreja a oreja…

Edna tomó al niño en brazos. Unas lágrimas temblaban en las cejas rubias, finas y transparentes. La joven trató de calmarle, meciéndole.

—Me ocuparé de él, si me lo permiten. Saskia aceptará también, seguramente.

Lorrain prefirió guardar silencio. No se lo permitirían, indudablemente… En cuanto a la tía, era probable que pasara mucho tiempo en la cárcel, antes de regresar a los Estados Unidos.

—¿Como les han atrapado? —preguntó Marston.

—Un buen jaleo… Los chicos de la Acción Psicológica conocen su oficio. Asustaron un poco a los vecinos… Unos franceses que todavía no se han marchado y que viven llenos de temor: la cosa resultó fácil. Hablaron de un automóvil americano negro, último modelo. No resultó difícil localizarla. El automóvil les condujo al lugar que les servía de P. C. ¿Y aquí?

—Luz y sonido, como siempre —resumió Marston, señalando los proyectores de nuevo enfocados.


Kemal Haj y sus guardaespaldas llegaron a Reggane en el curso de la noche siguiente. Temblaban de miedo. Un hombre de paisano les conducía por el brazo sin miramientos.

Lorrain habló un par de minutos con él sin asombrarse de su acento. Un ex alemán. Uno más… Oficial de la Legión, había conseguido hacerse trasladar a una unidad de Kabylia.

—Gracias, teniente.

—El placer ha sido nuestro —dijo el hombre de la A. P. con una voz de acento gutural—. Para atrapar a tipos semejantes, puede venirse de lejos y de rodillas…

—Nos ocuparemos de ellos —prometió gravemente Lorrain.

El interrogatorio de Haj y de Amin se desarrolló en plena noche y a puerta cerrada en el Tanezrouft barrido por el viento de arena.

A las tres de la mañana, Dex sabía lo suficiente acerca de los contactos de los Hermanos musulmanes, de los Mohber y del Baas en los Estados Unidos y en las fábricas especiales, y dejó que Marchand y Lorrain continuaran la conversación a sus anchas.

Los dos franceses regresaron al amanecer, solos.

Nadie, ni en Egipto ni en parte alguna, volvió a oír hablar de Kemal Haj y del degollador Amin.

Aquella misma tarde, dos técnicos subalternos franceses fueron detenidos en Im-Amguel.


Un mes más tarde, en el Hoggar, al final del countdown, la montaña color ceniza empezó a temblar. Millares de piedras se desprendieron en medio de una barahúnda infernal, y los arbustos se estremecieron en un radio de centenares de kilómetros cuadrados, en tanto que los buitres se alejaban precipitadamente y enormes torbellinos de polvo ascendían al cielo, velando la luz del sol. Setecientas mil toneladas de rocas arrancadas de golpe por una onda de choque se transformaron en el corazón del djebel en una masa supercomprimida pastosa semejante a lava, al mismo tiempo que la colosal energía de los átomos en fisión provocaba el hundimiento interior del macizo, impidiendo así la expansión de los gases letales.

Una hora después, el jefe de centro telefoneaba, radiante, a la Defensa nacional. El experimento podía ser catalogado eficacia 1. Todos los registros habían funcionado, los sondeos demostraban que el volumen de plutonio desintegrado con relación a la masa total era «considerable». Por otra parte, ningún gamma nocivo había contaminado la atmósfera, y el coronel se reservó el resto de sus agrias reflexiones relativas a Ghana, a Marruecos y a los otros estados árabes.

Marston, Lorrain, Frank y Anne-Marie estaban reunidos en la avenida Doumer alrededor de una mesa atractivamente puesta, en compañía de Edna Toller, que residía «provisionalmente» en París, cuando oyeron la noticia por la radio.

Lorrain, con el brazo todavía vendado, recomendó silencio.

La voz del locutor era solemne y grave:

Según comentarios no oficiales, el experimento ha sido un completo éxito y significará una fuente de enseñanzas para la orientación de los futuros trabajos relacionados con la fuerza nacional de disuasión francesa. Pero no hay que perder de vista que las pruebas subterráneas pueden tener también un valor incalculable para la utilización pacifica del átomo. La superdinamita nuclear abrirá nuevos caminos al progreso. Algún día, los megatones trabajarán para abrir fosas más profundas para la búsqueda de petróleo; algún día, esa gigantesca energía de las rocas del subsuelo artificialmente conducidas al punto de fusión será captada por unas centrales térmicas, al mismo tiempo que en las enormes cámaras subterráneas abiertas por el nuevo explosivo nacerán los miles de millones de quilovatios de los sulfatos radioactivos; algún día, surgirán lagos donde hoy no hay más que arena; algún día, unos túneles bajo los océanos y bajo las mayores montañas del planeta serán el lazo de unión de los hombres; algún día…

Anne-Marie apagó la radio con un gesto autoritario, sirvió champaña a todos y levantó su copa, sonriendo:

—¡Por la bomba!

—¡Por la bomba! —repitió dócilmente Frank, mirando tiernamente a Edna.

Lorrain mantuvo su copa alzada delante de él unos instantes, observando con aire soñador la sonrisa de Marston a través del burbujeante champán.

—Tal vez hemos hecho un buen trabajo, después de todo…

Luego bebió de un solo trago.

—¡Por la bomba! —dijo.