VI
Se inclinó, respirando ruidosamente, los ojos llenos de lágrimas, irritados por la arena. Abajo, vio el jeep semejante a un modelo reducido Dinky-Toys, las siluetas grandes como marionetas que empezaban a escalar los peldaños.
«¡La muy zorra! —pensó, rabioso—. Ha debido de hablar».
Se volvió por última vez hacia la parrilla ardiente del sol que continuaba ascendiendo, implacable, centelleante. Se preguntó si volvería a verlo y luego entró resueltamente en la caverna.
El frío del subterráneo le sobrecogió y se detuvo, con la respiración sibilante, mirando a su alrededor: todo eran cables entrecruzados, hilos eléctricos y de teléfono. Había también un tubo de acero muy brillante fijado de trecho en trecho sobre la roca: la envoltura de protección del cable de cebamiento.
Pensó súbitamente que aserrando el tubo en aquel lugar todo iría quizá más aprisa. Establecería un circuito directo. En su saco llevaba unas baterías secas de cien voltios, destinadas a hacer funcionar los taladros y las sierras eléctricas. Una atención de Faure… No se había fijado en aquella coincidencia: la tensión de cebo del cohete era asimismo de cien voltios.
«… no hay que correr el riesgo… pueden cortocircuitar en el tercer codo… sería una pérdida de tiempo».
Se hundió en el túnel, anonadado. Era burlesco y trágico, un donquijotismo a escala cósmica: estaba allí, en aquel agujero, para hacer estallar una bomba atómica.
Un poco más lejos, se vio obligado a avanzar encorvado. Allí, los puntales habían sido ya sacados. Sólo quedaban algunos tubos de presión hidráulica que no habían podido ser arrancados. Era normal: convenía que las paredes se aplastaran al máximo en el momento de la explosión, a fin de aprisionar mejor la onda expansiva y los gases mortales.
«Bernard…»
El niño empezaba a hablar. Hélène se sentía orgullosa de ello. Pero Amin no había bromeado. Barranger les conocía demasiado y sabía que eran implacables.
Encendió un fósforo para consultar su reloj: las ocho cincuenta. Le parecía haber tardado muchas horas en llegar al túnel. Los otros no podrían atraparle. Conservó el fósforo en la mano y encendió un cigarrillo. Pero lo tiró inmediatamente: estaba empapado en sudor, infumable.
Volvió a ponerse en marcha, repentinamente convencido de que en medio de su desgracia no tenía motivo para quejarse: de todos modos, su final estaba marcado. Doce balas en una fosa francesa, en Ivry o en Vicennes. Y hubiera muerto como un perro, ajusticiado por traidor. En tanto que ahora podía hacer estallar unos hermosos fuegos artificiales, sin peligro para nadie, excepto para él. Solamente unos miles de millones convertidos en humo.
¡Las alas de los pájaros contaminadas! ¡Era ridículo! De todos modos, a él le tenía sin cuidado.
Podía salvar a Hélène y a Bernard.
«Estoy seguro de que si cumplo mi tarea se portarán bien con ellos», se repitió, tratando de convencerse a sí mismo.
Se detuvo un instante pensando en los hombres que le perseguían. Tampoco ellos escaparían.
Dos asquerosos polizontes.
Uno de ellos era americano. Sin duda, uno de los que habían localizado a la hija de Toller. Tal vez fue ella, a fin de cuentas, la que había hablado. «¿Fue usted el asesino de sus padres?», le había preguntado la imbécil de su tía.
Se encogió furiosamente de hombros, secándose los húmedos ojos con el dorso de la mano. Roland Barranger, obrero modelo en Ouchy. Madre empleada modelo, padre funcionario modelo. Un poco de dinero fácil, unos años insólitos, y al final le habían endosado la etiqueta de asesino: como en el cine.
Notó que el suelo ascendía y dirigió el haz de su linterna directamente frente a él: el primer codo. A unos cuantos metros, la pared se elevaba, vertical, en la oscuridad. Hundió la lámpara eléctrica en uno de sus bolsillos y empuñó el primer escalón.
El esfuerzo le resultó todavía peor que a pleno sol. Cada barrote parecía encontrarse a varios metros de distancia. Súbitamente comprendió el motivo: la pared tenía una inclinación de treinta a cuarenta grados en sentido contrario. Sin duda para resistir mejor la onda expansiva.
Tuvo que ascender por espacio de un centenar de metros, abrumado por la fatiga, respirando penosamente. Cada roce de los barrotes contra sus dedos ensangrentados era un verdadero suplicio.
Le invadió una ola de terror. Se esforzó inmediatamente en escapar a la obsesión que acababa de nacer, taladrando su cerebro, endureciendo sus músculos y esparciéndose en ondas concéntricas heladas por sus arterias.
Un hedor… Lejano… Una mendiga muerta que había descubierto antaño con una pandilla de muchachos. El hedor de la muerte.
In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti. Amén.
Se hundía uno bajo unos vapores mefíticos, lívido y frío: estaba muerto.
Se habían terminado para siempre las playas ardientes de sol, y el patín deslizándose por las aguas azules, y el pez dorado coleteando aún al extremo del hilo.
Habían terminado para siempre el sol y la luz.
Sólo aquella tumba abominable que se aplastaría sobre él en un aniquilamiento de cataclismo.
No cabía ya pensar en retroceder…
«Todo es preferible a los jueces burlones que te insultarían sin comprender nada, antes de volver en busca de sus zapatillas de burgueses hipócritas. Todo es preferible a esos Bidasse que dispararían temblando, sin darse cuenta de lo que estaban haciendo…»
Se tranquilizó un poco y avanzó de nuevo, ora trepando, ora semiencorvado. Esta vez marchaba en dirección opuesta a la de la primera galería, pero treinta metros más arriba, en el corazón mismo de la roca. Sus temores a propósito de Hélène y de Bernard se desvanecían lentamente. Las consecuencias y los motivos se disolvían en medio de aquella fatiga que aplastaba sus sienes. Sólo quedaba el objetivo. Una especie de duelo consigo mismo que había entablado y que tendría que ganar a cualquier precio.
«A fin de cuentas, será una hermosa muerte —se dijo, paradójicamente tranquilizado—. Una muerte que ningún ser humano habrá obtenido aún por su propia voluntad.»
No tendrán más hambre, no tendrán más sed,
Ni el sol ni el ardiente calor les herirán.
Tened piedad, Señor: un hombre se ofrece a Vos.
Conducidle hasta las aguas vivas.
La plegaria había ascendido maquinalmente a sus labios, surgida del fondo de los tiempos, de la lejanía de su memoria. Veía de nuevo el pequeño templo y el Pórtico de los Apóstoles, todos los chiquillos reunidos con sobrepelliza a cada entierro. Se miraban con risas secretas…
Notó un soplo más cálido delante de él y enfocó la linterna: el tercer codo. Esta vez, tendría que bajar.
Colocó el pie sobre el primer peldaño de hierro, luego sobre el segundo, y no tardó en tocar el suelo, ahora distante apenas cinco o seis metros. El círculo se cerraba: en el extremo de aquella especie de escalera de caracol se encontraba sin duda el bloque de expansión…
Casi inmediatamente vio las primeras planchas de acero brillantes fijadas al suelo de hormigón. La reja que le habían anunciado en el P. C. de Operaciones surgió delante de él. Tenía las llaves y la abrió con gestos febriles, haciendo saltar el engaste de los plomos con un golpe de sierra.
Avanzó, con el corazón palpitante, pasando por encima de montones de cables.
Había visto ya diez veces la bomba cuando los aviones la habían traído en diversos fragmentos de Bruyères-le-Châtel y de Pierrelatte, pero a pesar de todo se inmovilizó, poseído de un terror animal, los ojos desorbitados: el cilindro negro brillaba delante de él bajo el cono tembloroso de la linterna; cebado, esta vez. Estaba erizado de antenas con los extremos recubiertos de caucho, e innumerables cables desembocaban en él.
Un artefacto de aspecto vulgar, pero capaz de fundir cien mil toneladas de roca de una vez, de borrar de la superficie de la tierra un paisaje con todos sus habitantes…
En uno de los lados del cilindro veíanse tres puntos rojos; encima y debajo, una sencilla inscripción:
¡ATENCIÓN!
RADIACIONES
Sacó rápidamente sus herramientas y las baterías secas, colocando la linterna en una grieta de la pared. Había recobrado un poco de sangre fría y reconocido, mientras vaciaba el saco, el paralelepípedo amarillo, con las siglas del alto comisariado para la energía atómica, en el cual había trabajado. El propio Arndt había señalado con lápiz indeleble la fecha de llegada, debajo de «U. P. Pierrelatte»: el crono-contacto electrónico.
Unos golpes sordos continuaban retumbando en su cráneo, pero se sentía un poco más lúcido. Decidió atacar primero los tornillos que sujetaban la arandela principal, y juró entre dientes al ver la danza violenta del destornillador sobre la hendidura en forma de cruz.
Retrocedió un poco, masajeándose suavemente el antebrazo para desentumecerlo. Hizo un falso movimiento y la punta del destornillador rozó el cuerpo del cilindro: dio un respingo, aterrorizado, la frente empapada en sudor.
Reanudó furiosamente su tarea hasta conseguir levantar la arandela. Le dolían los ojos. Se interrumpió de nuevo, apretándose los párpados.
¡Atención! Radiaciones… Las letras danzaron locamente en su retina, anclándose en él. Una campana que tocaba a rebato resonó en alguna parte de su cerebro.
Atacó la segunda arandela. Cada vuelta del destornillador parecía desmesuradamente amplificada en el silencio del subterráneo.
Trató de no pensar más que en técnico, como si se encontrara aún en el laboratorio electrónico de «l’Abbaye» o de Bruyères. La voz de Arndt flotó a su alrededor, amistosa, el acento gutural suavizado por la bondad.
Es necesario estudiar los elementos del circuito primario de contacto, Roland.
Pronunciaba Roland y Barranger cargando el acento sobre las erres.
El cohete penetra en el corazón del cilindro. El percutor actúa sobre la carga explosiva, y un turboproyectil de plutonio es impulsado hacia la cavidad abierta en el resto del plutonio: masa crítica instantáneamente realizada…
Súbitamente le pareció oír unos crujidos lejanos, rumores de voces. Fue como una borrasca que le precipitara hacia el cilindro, y quiso trabajar más aprisa, el sudor chorreando hasta sus labios, llenándole de sal y de hiel: había subido, había recorrido todos aquellos kilómetros con cuarenta kilos a la espalda y deteniéndose continuamente; ellos llegaban con las manos vacías.
Un reflejo de luz sobre el cilindro le petrificó. Se volvió, el rostro alucinado, distinguiendo unas sombras al pie de la escalera. Enloquecido, agarró el mango del martillo de cabeza puntiaguda.
—¡Barranger!
El grito penetró hasta sus huesos. Blandió el martillo, golpeando a ciegas delante de él, sin mirar dónde.
—¡No se mueva!
Vio al hombre precipitarse contra él, sintió el choque en el fondo de su vientre, al tiempo que se lanzaba contra el cilindro. Golpeó de nuevo, detrás, delante, desencadenado, bestial, ciego, los labios espumeantes, comprendió que el hombre había sido alcanzado y le soltó.
—¡Barranger! ¡Quieto!
La punta de un cono de luz se pegó a sus ojos, redoblando su furor. Adivinó la silueta tendida en el suelo y alzó otra vez el martillo.
Dos agujas de fuego le golpearon, exactamente en el lugar de la frente donde se había fijado el cono cegador; parecieron hundirse en su cráneo, destilando plomo fundido.
Trató de levantar la cabeza, no sabiendo cómo había podido caer, cubierto de sangre, sin darse apenas cuenta de que aquella sangre era la suya. Bajo su nariz, la tierra polvorienta se convertía en barro, exhalando, mezclada con el líquido caliente que brotaba de él, un hedor atroz y paralizante, el veredicto mismo de su derrota.
Hélène… Desvanecida para siempre… los sueños, la noche… su juventud… y sus brazos… y sus labios…
Volvió a caer, boca abajo, y la sangre manchó las herramientas.