Capítulo XI

Eran las 9:35 cuando el Hillman de Coplan abordó la última cuesta que conducía a la villa.

A pesar de lo instructivo de su entrevista con los americanos, le había hecho perder un tiempo precioso y ahora ignoraba las intenciones de Yau Sang en lo que a él respecta.

Los chinos respetan los términos de un trato y son puntuales. Si, a la hora prevista, la bengala había proyectado su resplandor sobre los macizos del jardín, Francis podía caer acribillado en cualquier momento.

De modo que Francis redobló sus precauciones al acercarse a la propiedad. Especialmente cuando sobrepasó un automóvil aparentemente desierto, estacionado en un aparcamiento improvisado en un paraje desde el cual se divisaba un pintoresco panorama.

No obstante, Francis llegó sin dificultades a la villa. Penetró en el jardín, se detuvo delante mismo de la escalinata… y arqueó las cejas al ver al Mercedes aparcado al lado izquierdo, cerca de un macizo de cactus.

El ritmo de los latidos de su corazón se aceleró ligeramente. La presencia de aquel vehículo revestía un extraño carácter, muy difícil de interpretar.

Nadie estaba sentado en su interior, al parecer.

Coplan se apeó de su Hillman por la portezuela opuesta. Sin dejar de mirar el Mercedes, subió los peldaños de la escalinata.

La cerradura había sido forzada en su ausencia; no necesitó la llave para abrir la puerta. Pasó un brazo por la abertura y palpó a lo largo del marco a fin de encender la luz antes de franquear el umbral del vestíbulo.

Pensando en la ráfaga que había liquidado a los tres agentes del contraespionaje chino a raíz de su entrada en el estudio de Lu Peng Yu, empuñó su pistola y entró rápidamente en la morada.

Del mismo modo que por la mañana había tenido el presentimiento de que estaba solo, ahora tuvo la convicción de no estarlo. Inmediatamente pudo comprobar que no se equivocaba.

Pai Yen apareció en el rellano del piso.

—Suba —dijo, con cierta sequedad—. ¿Por qué no estaba aquí a las nueve?

Francis, relajado, respondió:

—He tenido dificultades por causa suya, ya le explicaré. Prepáreme un gran vaso de agua con un poco de whisky

Pai Yen se deslizó hacia el living antes de que Francis hubiera alcanzado el rellano. Su rostro cambió al ver a los dos hombres sentados en unos sillones, con una metralleta sobre las rodillas.

Eran los individuos que habían salido del inmueble de Hollywood Road con Pai Yen. Francis interrogó a la joven con la mirada.

—Yau Sang me ha escuchado —dijo Pai Yen—. Ha llegado a la conclusión de que podía dejarle con vida, pero no en libertad.

Coplan se rascó la sien.

—¿Cuántas semanas o meses piensa retenerme su Yau Sang? —inquirió, sarcásticamente.

Pai Yen le sirvió un vaso de whisky con soda.

—Lo ignoro —respondió—. Quiere verle, hablar con usted. Está en juego su seguridad, tanto como la nuestra. Corre usted más peligros de lo que cree.

Los dos asesinos, impenetrables, no perdían de vista a Coplan.

—Francis bebió ávidamente.

—¿Entienden el inglés sus protectores? —inquirió, señalándolos con la barbilla.

—No. ¿Qué importancia tiene?

—Cuando salieron de la Ladder Street, ¿por dónde lo hicieron?

Pai Yen hizo una mueca de impaciencia.

—Por la parte alta —dijo—. ¿Adónde quiere ir a parar?

—A esto: usted corre más peligros de lo que cree. Sus guardaespaldas tendrán trabajo cuando salgamos de la villa. Apuesto mil contra uno a que los han seguido hasta aquí.

La joven escrutó el rostro de Coplan como si temiera un nuevo ejemplo de su maquiavelismo. ¿Estaría inventándose una historia para escapar a la detención?

Francis le explicó el motivo de su retraso y la conversación que había sostenido con los agentes de la C. I. A., sin concretar dónde se había desarrollado.

—Según ellos, estuvo usted en contacto con un terrorista vietnamita, hace ochos meses —citó, a título de referencia—. No puedo haberme sacado de la manga esa información… ¿Me cree ahora?

Preocupada, la china habló en cantonés con sus acólitos. Éstos asumieron una expresión furiosa y, de cuando en cuando, pronunciaron cortas frases a las cuales Pai Yen respondió.

Volviéndose hacia Coplan, la joven dijo:

—Kee y Tzu sugieren que utilicemos los dos automóviles, el de usted y el Mercedes. Usted y yo iremos en el primero, y ellos nos cubrirán en el segundo. ¿Le parece bien?

Francis asintió:

—Es una buena fórmula. Pero tendrá que tenderse en el suelo. Así, los americanos no sabrán si va conmigo o con el Mercedes, como en el viaje de ida. Quieren cogerla viva, de modo que no dispararán.

Pai Yen hizo un gesto de aprobación y luego tradujo la sugerencia de Francis a sus acólitos, los cuales manifestaron también su conformidad con aquella táctica. Era evidente que deseaban marcharse de allí lo antes posible.

Dejando a propósito las luces encendidas, Francis bajó con el trío.

Cuando todo el mundo se hubo instalado, el Hillman se puso en marcha. Los ocupantes de la berlina alemana esperaron casi un minuto antes de partir, a fin de dejar un adecuado intervalo entre los dos automóviles.

Hicieron bien, ya que casi inmediatamente un vehículo pasó por delante del portal. ¿Coincidencia? Era imposible saberlo, de momento.

Coplan no tardó en observar los dos faros en su retrovisor. Al ver que la forma de vehículo no era la del Mercedes, recurrió al truco clásico: una aceleración prolongada. Dado que la carretera tenía muchas sinuosidades, otro conductor no habría adoptado una velocidad análoga por simple espíritu de imitación.

Los faros continuaron a la misma distancia.

—Nos están siguiendo —anunció tranquilamente Francis a su compañera.

Pai Yen, devorada por la curiosidad, se irguió sobre el asiento y miró, con los ojos al nivel del cristal posterior.

—Baje de ahí —ordenó Coplan—. Si nos enfocan con los faros largos, la verán.

Aminoró la marcha hasta la velocidad autorizada, acechando con el rabillo del ojo la reacción de sus perseguidores. El intervalo disminuyó, y luego volvió a estabilizarse.

Kee y Tzu debían de estar ya sobre aviso. Y a menos que estuvieran ciegos, los americanos que ejercían la vigilancia tenían que haberse dado cuenta, también, de que el Mercedes se adoptaba fielmente a sus cambios de velocidad.

Bruscamente, el Mercedes dio señales de vida: de su ventanilla izquierda brotaron una serie de fogonazos, al tiempo que resonaban las secas detonaciones de un arma automática.

Los cristales del vehículo perseguidor volaron en pedazos y el automóvil, súbitamente privado de dirección, se salió de la carretera y fue a estrellarse contra el fondo del barranco después de haber rebotado espantosamente en la rocosa pared.

El Mercedes, lanzado a todo gas, pidió paso con una vehemente llamada de su claxon. Adelantó al Hillman y continuó disparado, con un agudo rechinar de neumáticos en cada curva.

Coplan, estupefacto ante aquella expeditiva liquidación de los americanos, exclamó:

—¡Sus compañeros están locos! ¡Van a poner en pie de guerra a toda la policía de la Colonia!

Pai Yen, que se había incorporado al oír la ráfaga, respondió con una fría sobriedad:

—Yau Sang les había dado la orden formal de eliminar toda amenaza dirigida contra nosotros. Lo han hecho en el momento más favorable…

Efectivamente, aunque algún testigo hubiese asistido de lejos al ametrallamiento y la caída del vehículo, le hubiera sido materialmente imposible evitar la huida de los agresores. El sinuoso trazado de la carretera, sus cruces con otros caminos que serpenteaban entre los montes de aquel distrito, no permitían adivinar qué dirección iban a tomar los bandidos.

El propio Coplan, espectador de primera fila, no veía ya el Mercedes y se preguntaba dónde se habría metido. En cambio, vio subir un autobús de los transportes públicos, que iba desde el muelle de los ferries hasta el Peak, y cuyo chófer no daba la menor señal de agitación.

Francis inquirió:

—Bueno, ¿adónde vamos?

—En primer lugar a Kowloon, luego a los New Territories —respondió Pai Yen—. Baje hacia Aberdeen. Allí encontraremos a Kee y a Tzu. Una canoa a motor nos llevará a todos al otro lado de la bahía.


El programa había sido minuciosamente estudiado.

El jefe de Pai Yen sabía que la joven corría un serio peligro al volver a casa del europeo. Le había proporcionado una escolta dispuesta a todo, y había elaborado un itinerario evitándole volver a pasar por Victoria City y utilizar una de las diez líneas de ferry-boats que unen Hong-Kong al continente. Todo ello resultaba bastante normal.

Pero cuando, alrededor de medianoche, Coplan desembarcó en el muelle del puerto de Yaumati, tuvo la sensación de que las medidas adoptadas por Yau San le afectaban principalmente a él.

Aquel refugio de los juncos en épocas de tifones se encontraba en la costa oeste de la ciudad de Kowloon, y las calles que desembocaban en la faja de agua conducían directamente al centro de la villa.

Unos miembros de la organización esperaban a los recién llegados. Éstos sólo tuvieron que andar un corto trecho para subir a otros automóviles, en número de tres. Coplan y Pai Yen se instalaron en el del medio, Kee y Tzu en el que iba en cabeza, y el último quedó reservado para tres chinos mudos, de semblantes falsamente adormilados.

Uno a uno, los vehículos se pusieron en marcha. Cuando viraron en Nathan Road, su separación era suficiente para que no pudiera adivinarse que iban juntos.

—Me parece que me hacen mucho honor —bromeó Francis—. Si hubiese querido largarme, hubiera aprovechado la ocasión antes de Aberdeen…

Sentada a su lado, Pai Yen sacudió la cabeza.

—Estas precauciones no tienden a impedir que huya. En la Colonia, no podría escapar de nosotros. Nuestro servicio de información y nuestra policía son más eficaces que los de los ingleses, puede creerlo. Entre los cuatro millones de chinos que viven en el territorio, el reclutamiento resulta fácil.

—Entonces, ¿por qué este cortejo? —interrogó Coplan.

—Más tarde lo sabrá —dijo Pai Yen.

Se produjo un silencio. Al cabo de unos instantes, Coplan preguntó:

—¿Puede decirme adónde vamos?

—A una vieja aldea. Debe de conocerla, ya que la mayor parte de los turistas la visitan…

A sus labios asomó una sonrisa sibilina, y rectificó:

—… o creen visitarla. No ven más que el decorado exterior. Es Kam Tin.

Coplan enarcó las cejas.

—¿Allí piensan guardarme? ¿En aquella horrible pocilga maloliente y sin luz?

La sonrisa de Pai Yen se acentuó.

—Tranquilícese —dijo—. Lo encontrará muy cómodo.

Llegaron a su destino al cabo de media hora.

De noche, el aspecto de Kam Tin era más lúgubre aún que durante el día. Consistía en una recia muralla de ladrillo, de cuatro a cinco metros de altura, delimitando un cuadrilátero provisto, en cada uno de los ángulos, de una torre cuadrada de vigilancia. Una sola puerta, no mayor que la de una habitación, permitía el acceso al interior de aquel recinto.

¡Como prisión, no estaba mal escogido!

Cargado con su maleta y su abrigo, Copian siguió a Pai Yen por el terreno fangoso que rodeaba la aldea. La verja de hierro forjado, irrevocablemente cerrada todas las noches a las 10, se abrió ante la joven.

Pequeñas casas, todas idénticas, sucias, de fachadas vetustas, formaban unos islotes de medio centenar de metros de lado, separados por unos pasillos que se cortaban en ángulo recto. Albergaban a una comunidad cuyos miembros eran todos descendientes del clan de Tang, el constructor que había edificado aquella localidad fortificada en el siglo XVII.

En virtud de un antiguo privilegio, el orden era mantenido en la aldea por sus propios alguaciles, y la policía inglesa no tenía derecho a penetrar en ella[9].

Un silencio de tumba, apenas desflorado por los pasos furtivos de Pai Yen y de sus compañeros, hubiera podido hacer creer a Francis, si no hubiese visitado Kam Tin unos años antes, que no había un alma detrás de aquellos muros sin ventanas.

Después de algunos rodeos, la china empujó un batiente de aspecto tan deplorable como todos los otros. Francis tuvo que encorvarse para entrar detrás de ella en una pequeña estancia mal iluminada por una polvorienta bombilla eléctrica.

Aquel tugurio no contenía más que una mesa patizamba, un taburete, un catre, ropas viejas colgadas de unos clavos y unas desconchadas piezas de vajilla.

Francis tenía un concepto bastante distinto del confort; se disponía a decirlo cuando vio que Pai Yen desplazaba el catre, dejando al descubierto la tapa de una trampilla, que la joven levantó.

—Cuidado al bajar —advirtió—. Los peldaños son muy estrechos y altos…

A pesar de la confianza que tenía en sí mismo y de la que concedía a la palabra de los hijos del Celeste Imperio, Coplan pensó que tal vez había ido un poco lejos; la cosa tenía todo el aspecto de una trampa…

A pesar de todo, se deslizó por la abertura, ayudándose con una mano, su maleta en la otra. La excavación era profunda. Los guardaespaldas no les siguieron: volvieron a cerrar la trampilla.

Cuando Francis hubo descendido la escalera, Pai Yen se adentró por un túnel semejante, por su anchura, a las callejas del exterior. Veinte metros más lejos, la joven abrió un batiente metálico y una cálida luz la envolvió.

—Hemos llegado —dijo, señalando el interior del local—. Tal vez esto no le parezca tan desagradable.

Coplan pasó delante de ella. Desconcertado, se detuvo en el umbral de la estancia.

Era una habitación muy amplia y amueblada con un gusto refinado. Varios faroles difundían una claridad rosa-anaranjada sobre una cómoda de ébano con incrustaciones de nácar, sobre unos veladores finamente esculpidos, una mesita cuyas patas estaban talladas en forma de garras de tigre, y sobre un inmenso diván cubierto con una lujosa piel blanca. Unos artísticos jarrones, unas pinturas sobre seda y una magnífica alfombra realzaban con sus colores la opulenta intimidad de aquel salón. En un ángulo, sobre un zócalo, una estatua de Buda de bronce dorado ponía en el ambiente una nota de inmutable serenidad.

—¿Le gusta? —inquirió la joven.

—Sí —admitió Coplan—. Como cárcel, no está mal…

—No permanecerá mucho tiempo aquí —dijo Pai Yen, preocupada—. Creo que van a encargarle una misión para nosotros.

Francis, con los puños en las caderas, la contempló con aire pensativo.

—Entonces, ¿no se trataba únicamente de retirarme de la circulación? —murmuró.

Detrás de él, unos cortinajes se apartaron.

Un hombre embutido en un quimono de mangas muy anchas, calzado con zapatillas de fieltro, entró como una sombra y articuló:

—No, mister Coplan. No se trataba únicamente de eso…