Capítulo IX

Hacía dos días que duraba la cosa. Sí, desde hacía cuarenta y ocho horas, le había sido imposible hablar con Ilse por teléfono. Por dos veces se había presentado en su apartamento, pero la muchacha no estaba allí.

Calone no había querido ponerse en ridículo, yendo al Barrio Latino. Efectuó una nueva tentativa que tampoco tuvo éxito, y colgó el receptor.

Se sirvió un whisky doble, sin hielo, y se instaló en una butaca, bebiendo con aire pensativo.

Estaba preocupado. Hasta cierto punto, por Ilse, pero de un modo especial por la importancia que atribuía a aquel encuentro.

Se había producido en un momento de su vida en el cual estaba disponible. ¿Cuántos años hacía que no había conocido semejante situación? Siempre había considerado que pertenecía al Servicio las veinticuatro horas del día.

Salvo durante la última quincena. Y no podía decir que aquella disponibilidad le satisficiera. Desde que Costes le había dado la baja, no se sentía en paz consigo mismo.

¿Qué es lo que había cambiado? ¿Él? ¿Cuándo? Lo ignoraba. Tampoco con Ilse le habían salido bien las cosas. No era ya un colegial para sentirse profundamente afectado en el plano sentimental, pero más allá de aquel aspecto del problema, todo parecía tambalearse a su alrededor.

Vació la mitad de su vaso, se puso en pie y fue a situarse delante de un espejo. No, él no había cambiado. Pero ¿podía ser él mismo un buen juez en la materia? Tuvo miedo de no ser ya lo bastante lúcido.

Sin embargo, la decisión de Costes había sido arbitraria. El resultado de sus últimas misiones no justificaba semejante actitud.

Pero, existía Ilse… Ilse, a la cual había sentido varias veces a punto de abandonarse, pero que no se decidía a dar el paso definitivo. Porque no creía en él, porque imaginaba que era un ocioso con dinero, preocupado únicamente por sus conquistas femeninas. ¿Podía contarle lo que había sido su vida en los últimos años? Un reflejo de prudencia le había impedido decir una sola palabra.

Tanto peor para Ilse.

Desgraciadamente, aquello no cambiaba en nada el problema, su problema personal. Calone sacudió la cabeza y volvió a sentarse. ¿Se notaba acaso que no era más que un simple desocupado?

Sonó el teléfono. Calone se puso en pie, sin prisa, y descolgó el receptor.

—¿Nicolás? ¿Cómo le van las cosas?

Era Costes. Calone respondió, en tono indiferente:

—Muy bien. Es la primera vez, desde hace años, que puedo acostarme sin mirar si debajo de mi cama hay un hombre dispuesto a estrangularme.

—Me alegro mucho. Temí que…

—No se preocupe por mí —le interrumpió Calone—. Siempre he sabido adaptarme a todo.

—¿Continúa sin hacer nada?

—Sí. Me estoy tomando unas vacaciones. Me había olvidado de que existían, y eso ocupa todo mi tiempo. ¿Por qué?

—Era a propósito de mi ofrecimiento. Tiene que tomar una decisión. Aunque sólo sea para normalizar su situación. Si acepta…

—Costes… —dijo Calone suavemente—. ¡Pueden irse al cuerno, usted y su Servicio!

Y colgó.

Mientras se servía otro vaso, se preguntó una vez más qué juego se traía Costes entre manos. Aquel encarnizamiento en perseguirle, en fastidiarle…

«Soy una máquina desprovista de corriente —pensó—. No sirvo para nada. Para nada. Un satélite que ha abandonado su órbita. Un cuerpo sin alma.»

Furioso, vació su vaso, haciendo un esfuerzo para no estrellarlo contra la pared de enfrente. Estaba decidido. Al día siguiente iría a ver a Costes. Le obligaría a explicarse. Llegaría hasta el escándalo, si era preciso. Aquella noche sentía de un modo especial lo injusto de su expulsión.

Se sirvió otro vaso, y otro más. Había practicado ya la evasión por medio del alcohol. Después de una misión especialmente penosa, por ejemplo. Era un modo de desintoxicar la mente.

Alrededor de las once llamaron a la puerta. Tras una breve vacilación, Calone fue a abrir. Pero, antes de hacerlo, atisbo por la mirilla. Vio a un hombre en el rellano, un desconocido.

Desconfiado, fue en busca de su pistola polaca. Luego abrió la puerta.

El hombre sonreía. Simpático a priori. Alto, como el propio Calone, con aquel aire especial de los que no han aprendido a vivir en los libros o en los despachos. Calone reconoció en él a la clase de individuo que había encontrado a través del mundo en situaciones muy particulares.

—¿El señor Nicolás Calone?

Hablaba un francés sin acento.

—Sí…

Calone tenía la mano en el bolsillo, con los dedos cerrados alrededor de su arma.

—Me llamo Claude Hoffner. ¿Podría hablar un momento con usted?

—¿A propósito de qué?

La sonrisa de Claude Hoffner se acentuó.

—Bueno…, me he enterado de que estaba usted… ¿cómo diría yo?… disponible. Y es posible que pueda ofrecerle un empleo… si está usted de acuerdo, desde luego.

—Lo siento, pero no busco empleo.

—Estoy convencido de ello, pero lo que quiero proponerle no es un empleo corriente.

Calone vaciló un instante. Luego, intrigado, dijo:

—Pase.

—Gracias.

Claude Hoffner entró en el apartamento. Calone le señaló un asiento y le ofreció un whisky, que el otro aceptó.

—Le escucho —dijo Calone.

—Verá… La sociedad a la cual represento, por medios que desconozco, sabe cuáles habían sido sus actividades hasta hace poco tiempo. Sabe también, como ya le he dicho, que actualmente se encuentra usted disponible. Interesada en sus cualidades, le gustaría que aceptara usted un empleo en ella.

—Creo que pierde usted el tiempo. Yo no…

—¡Un momento! —le interrumpió Claude Hoffner—. A fin de cuentas, el escuchar mi propuesta no le compromete en absoluto.

—Si eso le divierte…

—Opino sobre todo que el beneficio sería mutuo. Es usted un hombre de acción, monsieur Calone, y estoy seguro de que estas prolongadas vacaciones no son de su agrado. Lo que vengo a ofrecerle es acción, precisamente.

—¿Qué clase de acción?

—Verá… La sociedad en cuestión es de emanación europea. Se dedica a estudios de mercados, muy confidenciales, lo cual quiere decir que los elementos básicos de esos estudios son a menudo secretos. Los resultados repercuten inmediatamente en las naciones europeas adheridas a nuestra organización.

—¿Dónde se efectúan esos estudios?

—Muy a menudo en el seno mismo de esos países.

—No acabo de entenderlo… ¿Dónde está el secreto en todo eso?

—Lo comprenderá en seguida. Ocurre que ciertos miembros de las industrias privadas e incluso de los organismos oficiales no juegan siempre limpio. Hay que acabar con ese clima de desconfianza y de engaño. De modo que esos estudios tienden a hacer inútiles las jugarretas de algunos. En cuanto esos clientes recalcitrantes hayan comprendido que nadie se deja engañar y que su actitud es completamente inútil, habremos dado un gran paso en dirección a la Europa unida. Además…

—¿Además?

—… No se excluye la posibilidad de que esos estudios desborden el marco de Europa y se efectúen en otras partes, más lejos… Al otro lado del océano. Pero ésa es otra historia.

—¿Y cuál sería mi papel?

—Sería usted uno de nuestros investigadores.

—Investigador… ¿No tiene usted una palabra más concreta para definir esa clase de actividad?

—¿Qué palabra?

—Espía, por ejemplo.

—Bromea usted… No se trata de copiar los planos del último Vostok, o de provocar una revolución en África. Nosotros no estamos politizados, sólo nos ocupamos de informaciones comerciales.

Calone vació su vaso y volvió a llenarlo.

—¿Cómo es que han pensado en mí?

—Lo ignoro, ya se lo he dicho… Tal vez sus anteriores patronos le han recomendado a nuestra sociedad… Pero esto no es más que una afirmación gratuita.

Calone hizo una mueca.

—Todo eso no parece demasiado excitante.

—No se fíe de las apariencias, monsieur Calone. Ciertas informaciones no resultan tan fáciles de obtener. El conseguirlas requiere habilidad, decisión… y a veces buenos reflejos. Algunos industriales tienen un temperamento nervioso y suspicaz. Desde luego, su sueldo estará en consonancia con la tarea a realizar.

—¿Qué nombre tiene esa sociedad?

Hoffner sonrió.

—Permítame que sea discreto, de momento. No nos interesa que el gran público se entere de la existencia de esa sociedad.

—¿Y yo formo parte del gran público?

—De momento, sí. Desde luego, si acepta usted mi propuesta, conocerá a los responsables y concretaremos todos los detalles. ¿Qué dice usted?

Calone lamentó haber bebido más de la cuenta. Encendió un cigarrillo y se hundió en su butaca. Claude Hoffner le observaba. Calone le era decididamente simpático. Aquella simpatía había sido en él una reacción espontánea, que descubría al hombre.

Calone, por su parte, era mucho más desconfiado. Todo aquello resultaba muy raro, a pesar de las plausibles explicaciones de Hoffner. Era demasiado sencillo. ¿Por qué venían a ofrecérselo todo en bandeja?

Sin embargo, era posible que los largos años pasados en el Servicio hubieran deformado su visión de las cosas. Tal vez Hoffner decía la verdad… De todos modos, un detalle intrigaba a Calone. ¿Cómo se habían enterado de su actual situación?

Conocía muy bien el Servicio y la discreción de Costes, el cual no era capaz de ir contando por ahí que Calone no pertenecía ya al Servicio.

A menos…, a menos que lo hiciera a propósito.

Calone no se movió, pero si Hoffner le hubiese conocido mejor hubiera desconfiado del breve resplandor que acababa de cruzar por la mirada de Calone.

Súbitamente, Calone se sintió mucho mejor, casi relajado. Encendió otro cigarrillo, dejando que transcurriera un poco más de tiempo. La situación continuaba siendo rara, pero ahora empezaba a gustarle.

A pesar de la aparente tranquilidad de Hoffner, Calone le sabía atento, casi en tensión.

—¿Y usted? —preguntó Calone—. ¿Qué cargo ocupa en esa sociedad?

—El de simple investigador. Me encantaría tenerle como camarada. ¿No cree usted que por encima de los mezquinos conceptos de las nacionalidades existe una fraternidad de individuos de nuestra clase?

—Sí, desde luego —dijo Calone, ausente.

—¿Entonces?

—Bueno, si he de serle franco, me ha cogido usted de sorpresa y la cosa no me entusiasma demasiado.

Claude Hoffner se inclinó hacia adelante.

—¿Por qué?

—El trabajo no parece muy interesante… Además, desconfío.

—¿De qué?

—No me gustaría ir contra unos intereses que he defendido durante años.

—En lo que respecta a ese último extremo, puedo tranquilizarle. Yo mismo soy francés —alsaciano—, y por nada del mundo le causaría dificultades a mi patria. Por el contrario, sé que al obrar así le presto un servicio.

Hoffner hizo una breve pausa, y luego continuó, en tono más apremiante:

—Piénselo bien, monsieur Calone. Le ofrezco la posibilidad de reencontrarse a sí mismo, de actuar de nuevo. Un hombre como usted no puede retirarse tan joven. Sería como enterrarse en vida. Durante todos esos días de inactividad, seguramente ha encontrado a faltar algo…

—Es posible —dijo Calone—, es posible.

Pensaba en Ilse. Claude Hoffner vació su vaso y se puso en pie, diciendo:

—Comprendo perfectamente que no se decida usted en el plazo de una hora. Es natural que desee reflexionar. Tómese todo el tiempo que quiera para estudiar mi propuesta, y volveremos a hablar de ella. ¿Le parece bien pasado mañana?

—De acuerdo.

—Bien. Le llamaré por teléfono, para concretar la hora. Calone asintió.

Acompañó a su visitante hasta la puerta. Hoffner le tendió la mano, sonriendo amistosamente.

—Creo que nos entenderemos muy bien.

—¿Por qué no? —dijo Calone— ¿Qué podría impedirlo? Volvió a cerrar la puerta y escuchó los pasos de su visitante mientras bajaba la escalera. Luego se acercó a una ventana y vio a Hoffner subir a un Simca 1500. Iba solo. El automóvil se puso en marcha.

Calone volvió a la sala de estar y contempló pensativamente el teléfono. Descolgó el receptor. Permaneció inmóvil unos instantes, sin marcar ningún número. Luego volvió a colgar el aparato.

Tenía algo mejor que hacer.