Capítulo VII

Manejada por un amarillo de una delgadez esquelética, la embarcación tocó un pequeño pontón del puerto de los sampanes, al fondo del golfo.

Los cuatro hombres cruzaron silenciosamente el suelo de tablas del desembarcadero y alcanzaron tierra firme.

—Por allí —indicó Lu.

Se adentraron por un camino fangoso. Al cabo de unos instantes, Coplan vio dos vehículos estacionados. Estaban junto a la carretera asfaltada que rodea la isla y que por tal motivo es conocido con el nombre de Island Road.

En menos de media hora llegarían a Victoria City.

En su fuero interno, Coplan ardía de rabia. Sus posibilidades de escapar en campo raso eran casi nulas. Rechazaba la idea de conducir a Lu a casa de Jackie Fay, pero no conseguía descubrir otro destino donde pudiera burlar a sus guardianes, poniéndoles en una situación tal que se vieran obligados a batirse en retirada.

—Subirá usted al Mercedes —dijo Lu—. Irá en la parte de atrás, naturalmente.

El consejero se dirigió hacia su Austin, mientras daba instrucciones a sus esbirros.

En aquel preciso instante ocurrió algo insólito: las portezuelas de los dos vehículos se abrieron como por arte de magia.

Francis fue el primero en advertirlo. Desconcertado, vio surgir unas formas negras, no sólo del interior de los vehículos, sino también de detrás de las carrocerías. Instintivamente, asumió una actitud defensiva. Pero los desconocidos cargaron con una rapidez fulgurante contra los tres chinos.

La embestida fue tan súbita que cogió desprevenidos a Lu y a sus dos acólitos: antes de que pudieran darse cuenta de lo que ocurría, habían recibido un doloroso golpe en un punto sensible de su anatomía.

Aprovechando aquella confusión, Coplan echó a correr hacia el Mercedes. Pero fue derribado al suelo cuando apenas había recorrido un par de metros. Dando una vuelta completa sobre sí mismo, consiguió proyectar su pie contra el rostro del hombre que le había atacado.

Mientras recuperaba la vertical, Francis se dijo súbitamente que un ataque lanzado contra Lu Peng Yu y sus acólitos podía resultar ventajoso para él si determinaba su derrota.

Cambiándose el fusil de hombro, se precipitó contra Hong, que acababa de hacer morder el polvo a uno de los asaltantes. Agarró a tiempo el brazo del especialista de la porra: Hong hundía la mano en el bolsillo interior, donde había guardado su pistola. Una llave, con la cadera como punto de apoyo, y el chino voló por el aire. Cayó como una masa, con un ruido sordo, sin que Coplan hubiera soltado su muñeca.

Thank you —articuló una voz muy cercana.

Francis volvió la cabeza.

El individuo que le había dirigido la palabra era un asiático. Tenía una sonrisa cortés, pero apuntaba a Coplan con un arma.

En aquel preciso instante resonó una leve detonación.

Lu Peng Yu, doblando las rodillas porque su adversario le retorcía un brazo para desviar el cañón de su pistola, acababa de dispararse un tiro en pleno rostro. Desconcertado, el atacante continuó sosteniéndole mientras se desplomaba.

Todo el mundo quedó inmóvil, con la mirada fija en el rostro espantosamente destrozado del muerto, sin comprender de pronto que se trataba de un suicidio.

Woo, capturado por dos de los agresores, aprovechó su distracción. Se desasió brutalmente de ellos y huyó. Sus enemigos se lanzaron en su persecución mientras Woo hundía, sin dejar de correr, una mano en el bolsillo de su pantalón.

Iban a saltarle encima cuando una ahogada explosión interrumpió su carrera, aunque, llevado de su impulso, Woo rodó sobre sí mismo y quedó súbitamente rodeado de llamas.

La claridad de aquel brasero adquirió una intensidad cegadora. Mudos de estupor, repentinamente envueltos por un insoportable calor, los perseguidores saltaron de costado protegiéndose los ojos.

El vivo resplandor no duró más que un segundo, pero el cuerpo continuó ardiendo: sus miembros se contraían y se distendían de un modo horrible.

Siguieron unos momentos de confusión.

El jefe del grupo de los asaltantes dominó el vértigo que se apoderó de él. Con voz aterrada, gritó unas órdenes a sus compañeros y luego le dijo a Francis:

—Marchémonos de aquí, los pescadores van a presentarse de un momento a otro para ver lo que ocurre.

La siniestra fogata había cegado a todos los presentes y la oscuridad, más densa ahora, hacía su marcha insegura. Obedeciendo las instrucciones, unos se dirigieron hacia el Austin o el Mercedes, otros se dispusieron a alcanzar los vehículos que les habían traído hasta allí, estacionados al borde de la carretera, a la salida de una curva.

—¿Y el otro? —recordó Francis—. ¿Le abandona usted?

El desconocido se paró en seco. Inquirió:

—¿Dónde está?

Coplan no tuvo necesidad de responder, ya que una segunda detonación les informó. Otro haz de llamas brotó del cuerpo de Hong, sembrando el pánico entre los supervivientes. El propio Coplan notó que un estremecimiento recorría su nuca.

Unas voces alteradas gritaron del lado de los sampanes. Luego, unos motores de auto rugieron.

—¡Sígame! —ordenó el hombre de la pistola—. De prisa…

Francis partió al trote con él, mientras las municiones almacenadas en el arma de Hong estallaban bajo los efectos del calor y acababan de destrozar su cadáver.

En el recodo de la carretera, el jefe, uno de sus tenientes y Francis subieron a un viejo Vauxhall. El automóvil se puso en marcha, siguiendo a los otros dos vehículos, en dirección a Victoria City.


Durante los primeros minutos, los pasajeros del Vauxhall se vieron acosados por el recuerdo de los cuerpos carbonizados. Pero Coplan no tardó en experimentar el deseo de aclarar la situación.

—Me parece que hace unos instantes me llamó usted por mi nombre —le dijo a su vecino—. ¿Le habían encargado que velara por mí?

—No —respondió el interesado, lacónico.

Llevaba un pantalón de sarga y una camisa de cuello abierto. Su rostro redondo y achatado expresaba una sombría reflexión.

No miraba a Coplan, y, sin embargo, este último se sentía espiado.

—De todos modos, gracias por haberme liberado —dijo Francis—. Me encontraba en una situación muy comprometida.

El chino le miró.

—¿Está usted seguro? —inquirió, con aire escéptico.

—¿Cómo? —se extrañó Francis—. ¿Imagina que estaba allí por mi gusto? Aquellos tipos me habían raptado…

—Y cuando atacan a sus raptores, su primer movimiento es el de largarse. Una rara actitud, mister Coplan.

—Es un impulso normal cuando sólo se piensa en huir —replicó Francis—. Después, me puse de su parte contra ellos.

—Para despistarnos, tal vez —sugirió su interlocutor—. Por lo que vi, andaba usted libremente.

Coplan se encogió de hombros.

—Si me conociera, sabría por qué había entrado en contacto con Lu Peng Yu —gruñó—. Pongamos las cartas boca arriba, ¿quiere? Pekín les ha movilizado sobre la misma pista y con idéntico objetivo: hacer hablar a ese traidor. ¿No es eso?

—Efectivamente. Pero, ahora que ha muerto, me gustaría saber en qué desembocó su entrevista.

Francis comprendió que debía algunas explicaciones a aquel emisario de la policía secreta china. Relató, pues, cómo había obtenido un medio de presión contra Lu Peng Yu, con el fin de obligarle a confesar, y en qué circunstancias había caído después en manos de los guardaespaldas del abogado.

—La cosa se presentaba muy mal porque, en realidad, yo no había confiado la cámara fotográfica al organizador de aquella reunión-sorpresa —confesó—. La cámara continúa en la villa. Empecé engañándole para ganar tiempo, y luego tuve que continuar haciéndolo para salvar el pellejo. Cuando usted intervino, había accedido a acompañar a Lu a la dirección del individuo. Por eso me habían desatado.

El enigmático chino mantenía un rostro impenetrable, sin mirar a Francis. Finalmente, accedió a revelar:

—Seguíamos a Lu Peng Yu desde hace dos días, y nos habían advertido que se encontraba usted en Hong-Kong, probablemente para interrogarle. Sus pistas se cruzaron cuando les vimos juntos en el Hilton y en el Crystal Palace. Pero, estando oculto a cierta distancia del bungalow de usted, uno de mis colaboradores no pudo decir si usted había subido a bordo del junco de grado o por fuerza. Estableció contacto conmigo desde la bahía de Tai Tam, y me presenté allí con mis hombres. ¿Qué le había contado Lu Peng Yu en la villa?

Una vez más, mostraba una incredulidad sistemática que enervó a Coplan.

—Reconoció que había comprometido a Tang ocultando unos planos en su maletín, y que le había denunciado para entorpecer nuestros intercambios comerciales —declaró Francis, de mala gana—. Para mí, aquello era suficiente.

El automóvil contorneaba una montaña y no tardaría en llegar a los suburbios de la ciudad. Eran las cinco de la mañana; las primeras claridades del alba asomaban por el este, sobre el mar.

En una recta de la carretera reaparecieron el Austin y el Mercedes.

El desconocido habló en chino con el conductor. Éste aceleró, al parecer con la intención de alcanzar a los dos vehículos que iban en cabeza.

Un bocinazo del Vauxhall indujo al Austin y al Mercedes a cerrarse a la izquierda. El Vauxhall les adelantó y luego se detuvo. Un cuarto vehículo vino a pararse detrás del Austin.

—Baje conmigo —le ordenó el jefe del grupo a Coplan, en tono conminatorio.

Cuando todos los miembros de la expedición se hubieron reunido alrededor de su jefe, se celebró un conciliábulo al borde de la carretera. Las directrices distribuidas por el chino fueron bastante largas.

Incapaz de seguir aquellas palabras, Coplan se preguntó si el agente comunista pensaba devolverle la libertad. Visiblemente, no le perdían de vista, y Dios sabe qué oscuras combinaciones podía urdir aquel amarillo.

La reunión se disgregó, dando lugar a un reparto distinto, de los hombres en los automóviles. El Austin fue abandonado. Coplan, su robusto guardián, el chófer del Vauxhall y un cuarto pasajero subieron al Mercedes, que fue el primero en ponerse en marcha.

Tanteando el terreno, Francis dijo:

—Bueno, tengo la impresión de que esto ha terminado… Por mi parte, el asunto está archivado. En adelante, nuestros caminos se separan. Déjeme junto a la estación de los ferries.

Su interlocutor movió negativamente la cabeza.

—No puedo soltarle, ahora. Después de lo que ha ocurrido en la bahía de Tai Tam, los amigos de Lu Peng Yu le impedirán abandonar Hong-Kong. Querrán saber lo que ha pasado, y si le capturan les dirá usted que el contraespionaje de su país está a sus alcances. Prefiero que crean en la ofensiva de una red europea.

Las aprensiones de Coplan estaban justificadas: aquellos tipos pensaban retenerle cautivo hasta el final de sus ajustes de cuentas, con el pretexto de protegerle.

Recordó, no obstante, unas palabras de Lu Peng Yu, en la villa: «… denunciarme a los agentes de Pekín significaría para usted firmar su sentencia de muerte».

Los marineros del junco debían de estar convencidos de que el blanco era responsable de la muerte de Lu y de sus acólitos. En consecuencia, Hong-Kong iba a convertirse en un lugar realmente malsano para Francis.

—Si no me dejo ver por mi hotel, mi desaparición será notificada a la policía inglesa —observó—. Estoy inscrito en el hotel Victoria. Alquilé la villa de un modo provisional…

—Más tarde arreglaremos esos detalles —replicó el chino—. De momento, se trata de actuar lo más rápidamente posible: tenemos que registrar la oficina de Lu Peng Yu antes de que se haya dado la alarma.