III
Técnicos del alto comisariado para la energía atómica y militar de la Defensa nacional formaban una compacta barrera alrededor de un tablero de dibujo cuando Lorrain entró en el barracón.
Roland Barranger se volvió. Le habían anunciado la llegada del agente de Matignon a Im-Amguel.
—¿Fue usted quien tuvo la idea del fumífeno? —sonrió tendiéndole la mano—. Encantado de conocerle.
Lorrain quedó sorprendido por su juventud. Tenía apenas treinta años, era atlético e inspiraba simpatía.
—¿Ha avanzado su trabajo?
—Primero intentamos reconstituir el esquema de montaje —intervino Milicci—. Y debo decir que estoy mucho más tranquilo.
—¿Similar a lo que usted pensaba?
—Bastante parecido, en todo caso —dijo el jefe del servicio de detonadores, mirando de soslayo al coronel Charmon—. Según todas las probabilidades, hubiéramos podido desencebar ya sin demasiado riesgo.
Lorrain se inclinó sobre el dibujo. Reconoció vagamente unos pequeños arcos de círculo que debían ser transistores o cristales de germanio, dos barras negras enmarcando a otra blanca que podían representar un cristal de cuarzo, unos zig-zags que parecían ser resistencias.
—¿Y eso es lo que les ha detenido hasta ahora?
—No sea tan desdeñoso, inspector —dijo el coronel Charmon, con una forzada sonrisa—. Existen una infinidad de combinaciones para montar un crono-contacto electrónico. Y usted sabe que los dos ingenieros principales no estaban aquí, que el esquema había sido quemado. ¿Ha oído hablar de la ley de las probabilidades?
—También he oído hablar de responsables cuya imprudencia bordeaba la estupidez —dijo brutalmente Lorrain—. Ignoro aún quién es el culpable directo. Sé únicamente que debió preverse un duplicado del esquema para guardarlo en Reggane o enviarlo a París, y que así lo señalaré en mi informe.
Roland Barranger le miró de soslayo. Charmon y Milicci habían palidecido.
—¿Cómo podía pensarse que una caja de tan mínima importancia resultaría tan vital? —se lamentó Harlin.
Lorrain se limitó a encogerse de hombros. O el representante del centro interejércitos era un ingenuo, o preparaba ya su defensa ante la comisión de encuesta.
—Les dejo trabajar —dijo Lorrain, saliendo.
Fuera, el calor era espantoso. El polígono continuaba desierto. Hacía una semana que el personal no evacuado permanecía en los refugios, por orden superior. El roquedal en forma de diente careado bajo el cual se encontraba la bomba se erguía lleno de amenaza en un cielo de un azul crudo. Unos buitres revoloteaban por el cielo como la primera mañana.
Un jeep viró a treinta metros y Lorrain corrió hacia él, agitando el brazo. Un joven gendarme, al cual no conocía, iba al volante.
—A la central de radio —dijo, trepando al asiento delantero.
—¿Cree que terminarán pronto? —preguntó tímidamente el gendarme.
Le había visto salir del barracón de montaje y debió suponer que pertenecía al alto comisariado o a la D. N.
—Desde luego —dijo Lorrain lacónicamente.
—El ambiente se ha hecho insoportable. No puede usted imaginarlo: nadie duerme. Hace una semana que todo el mundo vive con una bomba en el vientre, como si fuera a estallar de un momento a otro. Cuando esto termine, va a parecernos que hemos regresado de la guerra.
En el momento en que Lorrain se apeaba del jeep delante del centro de los enlaces hertzianos, apareció Pietri.
—Buenos días, inspector. De modo que han acabado por localizar a ese individuo, ¿eh? Poco corriente, ¿no le parece? Un tipo que pensaba en la pesca de la dorada, en tanto que aquí ardíamos a fuego lento…
El gendarme les miraba con estupor. Al ver que el teniente fruncía el ceño volvió a poner el jeep en marcha.
—No sabe quién es usted —creyó comprender Pietri—. Dígame, ¿cómo se las ha arreglado?
Entró detrás de él en la central. Lorrain intuyó que no podría quitárselo de encima.
—No fui yo, sino los americanos, Pietri. Humo en el cielo. Póngame con Reggane.
Poco después, el capitán Marchand estaba al otro extremo del hilo.
—¿Y bien?
—He hecho circular discretamente a la pequeña. Al parecer, no ha reconocido a nadie… Pero, si quiere saber lo que opino, creo que la muchacha no pone el menor interés. La culpa es de la idiota de su tía. Se pasa el tiempo lloriqueando. ¿Qué hay de nuevo por ahí?
—La cosa se va arreglando. Barranger parece conocer su oficio.
—¿Será él quien entre en el túnel?
—Todavía no se sabe… Dígame, Marchand, hay algo que debe comprobarse inmediatamente. Hace mucho tiempo que debieron hacerlo, pero hasta ayer no pensé en ello.
Era cierto. En el preciso instante en que Saskia Arndt había dicho, en tono de desprecio: «¿Cree usted que reconocerá a los asesinos de sus padres en Im-Amguel?»
—Eso puede requerir un poco de tiempo, pero hay que intentarlo —continuó—. Es preciso comprobar con toda urgencia si alguno de los técnicos de los cuatro polígonos, Reggane, Hamoudia, Im-Ekker y éste, se encontraba en los Estados Unidos a finales de abril de 1958. ¿Comprendido?
—Es una tarea de romanos —gruñó Marchand—. Pero voy a comunicar con la Defensa nacional. ¡Oh! A propósito de la D. N., sus dos americanos están aquí en una situación un poco ilegal. ¡Sólo tienen un vago documento de la S. H. A. P. E., y a mí, la S. H. A. P. E. me importa un comino!
—Yo asumo toda la responsabilidad —se apresuró a decir Lorrain—. Cuando termine el control en Reggane, envíeme a todo el mundo aquí. También en el Punto Cero puede haber sorpresas.
Era noche oscura cuando el helicóptero de enlace interpolígonos se posó en la pista de hormigón de Im-Amguel. Marston y McLiffeal iban delante, mirando con curiosidad a su alrededor. Era la primera vez que tenían ocasión de acercarse a un polígono de pruebas secreto francés. Aquello se parecía muy poco al Nevada Range, al perímetro de Yucca Flat o a Alamogordo, pero a pesar de todo era mucho más impresionante de lo que habían creído.
—¿Sonido y luz? —inquirió Dex, saltando al suelo y señalando los proyectores enfocados sobre la montaña.
—Hace ocho días que arden —dijo Lorrain.
Frank y Dex comprendieron que algo iba mal.
—¿Cómo van las cosas por aquí? —preguntó Dex.
—Peor de lo que pensaba. París ha telefoneado hace diez minutos; sin esa llamada, les habría dejado a ustedes en Reggane: no quieren a nadie ajeno al polígono a ningún precio.
—¿Entonces?
—He podido arreglar las cosas provisionalmente con el jefe de centro. Ustedes dos no tienen que dejarse ver. Y lo mismo digo de las mujeres. Les han preparado un refugio lo más lejos posible del P. C. de Operaciones.
Edna y la esposa del ingeniero Arndt descendieron, muy pálidas: lo habían oído todo.
—Van a mostrarles un montón de fotografías —continuó Lorrain, en tono irritado—. Pudieron habérselas mostrado en Reggane…
Subieron a un half-track de la gendarmería, que se puso en marcha inmediatamente. El diente careado se acercó, más alucinante todavía bajo la violenta luz.
Una hora más tarde, Lorrain sintió que su desaliento se trocaba en profundo disgusto. Había sido una absurda pérdida de tiempo haber hecho venir a las dos mujeres a Im-Amguel, sin contar con las eventuales dificultades que el hecho podía provocar.
—De modo que no reconoce usted a nadie… —dijo Lorrain, barriendo furiosamente las fotografías con la mano.
—A nadie —dijo Saskia Arndt, mirando a su sobrina.
—La cosa no iba con usted —gruñó Lorrain.
Dex le contempló, asombrado: en tal caso, debió de interrogar a Edna sin que su tía estuviera presente. Tal vez Lorrain había tenido sus motivos.
En plena noche, Saskia Arndt despertó del pesado sopor en el cual la habían sumido dos píldoras tranquilizantes; se irguió en su asiento, aterrorizada, buscó el interruptor a tientas, no lo encontró.
—Edna…
Se puso en pie de un salto y comprobó inmediatamente que el catre de su sobrina estaba vacío. Se precipitaba hacia la puerta cuando una sombra se enmarcó en la ventana.
—No haga ruido.
Saskia Arndt se pegó a la pared, recorrida por insoportables descargas, convencida de que si el hombre se acercaba no podría sostenerse en pie.
—La han hecho venir, le han mostrado unas fotografías —dijo el hombre—. ¿Por qué no me ha denunciado?
Barranger avanzó en la penumbra, lentamente, la voz llena de amargura.
—Está en lo cierto al temer por él. A la menor imprudencia le liquidarán. Y a usted también. Y a todos los de El Cairo y Alejandría, y a sus padres que viven en Port Said… A todos. Sin compasión.
—Márchese —balbució Saskia, temblando de pies a cabeza—. ¿Por qué ha venido?
—Para explicarle el motivo por el cual sería implacable, en caso de imprudencia, madame Arndt. Mi mujer y mi hijo están en sus manos. Si la cosa sale mal les degollarán. Procure que todo salga bien. Tenga mucho cuidado…
—¿Dónde está él?
—En un lugar seguro. Ahora me marcho. Sólo quería decirle esto.
Retrocedió en dirección a la ventana. La cortinilla se movió, permitiendo ver unas manchas de luna sobre la arena, la sombra de los roquedales en el reflejo de un proyector.
Saskia se despegó de la pared; su corazón latía ahora con menos violencia.
—¿Fue usted quien disparó contra los Toller, en 1958?
—No sea ridícula. ¿Por qué iba a decirle eso? Y si hubiese disparado, ¿qué? Eso no cambiaría las cosas, madame Arndt.
McLiffeal oyó un ruido sospechoso. Se levantó precipitadamente y salió al exterior. Vio una silueta que corría en medio de la oscuridad.
—¡Alto!
Disparó al aire y echó a correr, tropezó contra un chasis de jeep abandonado y juró entre dientes. Cuando volvió a incorporarse, la silueta había desaparecido.
Unos instantes después, Lorrain estaba despierto. Comprendió inmediatamente.
—No he visto a nadie —repitió Saskia Arndt, lívida—. ¡Es ridículo! Estaba durmiendo…
Las patrullas se desplegaron. Pero los gendarmes no esperaban encontrar nada. Pietri regresó al cabo de una hora, soñoliento y con aire de fastidio.
—No quisiera molestar a nadie, inspector —dijo—. Pero su amigo americano ha debido ver un chacal… o un ave de rapiña. De noche suelen merodear por estos alrededores.
A las cinco de la mañana estaban de nuevo en pie. La Defensa nacional acababa de transmitir un mensaje por radio y Marchand había advertido inmediatamente a Lorrain. Éste le entregó el texto mecanografiado a Marston sin pronunciar una sola palabra.
«Comité de enlace HCEA y DN, con ampliación al ministerio de los Ejércitos, al centro de las armas especiales y al grupo mixto de preparación de las pruebas, a elementos militares del centro sahariana de las armas especiales y a jefe del centro:
»Felicitamos al técnico Barranger por haberse prestado voluntario. Desencebamiento oficialmente confirmado.»
—¿Se ha deshinchado Milicci? —preguntó Lorrain, dirigiéndose a Marchand.
—No —dijo el capitán de la seguridad con aire grave—. Por el contrario, ha insistido hasta el último momento en querer entrar en el túnel. Pero Faure y Charmon han apoyado la candidatura de Barranger cerca del ministro y del alto comisariado. Debido, al parecer, a su conocimiento más profundo del sistema de cebo en contacto con la bomba.
—Es un tipo valiente —dijo Dex, con aire pensativo.
McLiffeal llegó, parpadeando. Les vio en slip, y comprendió.
—¿Es para hoy?
Dex apartó un visillo y todos se inmovilizaron, vueltos hacia la ventana. Iluminados por los proyectores, unos soldados subían ya por las escaleras metálicas pegadas al flanco de la montaña; iban atados con cuerdas, subían material.
—Van a limpiar la abertura del túnel —dijo Marchand—. Barranger entrará al amanecer.