Capítulo XIII

—Pase, Nicolás.

Calone siguió a Hoffner hasta un amplio estudio, muy moderno. Hoffner se volvió hacia él.

—¿Cómo ha conseguido usted mi dirección?

—Parece usted olvidar que me he dedicado al espionaje durante muchos años.

Hoffner le observaba atentamente.

—Explíquese.

—Su historia era una hermosa historia. Pero da la casualidad de que un montón de personas han tratado de hacerme tragar unas historias tan hermosas como la suya. Eso me ha permitido adquirir cierta experiencia acerca de los embusteros.

Sonrió, antes de añadir:

—Es usted un asqueroso embustero, Claude.

Hoffner estaba bastante relajado. Cogió un cigarrillo de una caja colocada encima de una mesita y lo encendió. Sacudió el fósforo, diciendo:

—¿En qué cambia eso los términos del problema?

—Me inclino por la sinceridad —dijo Calone, muy serio—. Me gusta saber dónde pongo los pies. Hasta ahora, la táctica me ha dado buen resultado.

—Es usted terrible… Desde luego, en su lugar yo hubiera reaccionado igual, seguramente. ¿De modo que no cree usted en mi historia de una sociedad europea?

—En absoluto.

—¿En qué se basa?

—Es usted un tipo como yo, Claude: alguien a quien se envía temporalmente a alguna parte para una misión concreta. Es usted un espía.

—Continúe.

—Por lo tanto, hablamos el mismo idioma y entre nosotros no caben las jugarretas. Le han enviado a reclutarme, porque se habían enterado de que me habían expulsado del Servicio. ¿Con qué objeto?

—Puede usted sernos muy útil. Sabe un montón de cosas que todavía no nos ha dicho.

Calone encendió un cigarrillo.

—¿Está seguro de que voy a decir algo más?

—¿Acaso puede elegir?

—Ahora le toca a usted explicarse.

—Le han expulsado del Servicio y está resentido. Es lógico. Nuestra profesión, a la larga, se convierte en una droga: no podemos pasarnos sin ella. Imposible dedicarse a otra cosa. Lo sé. Incluso cuando empezó a dar informaciones acerca de su Servicio, estaba usted sobre aviso. ¿Me engaño?

—No, no… Continúe.

—Finalmente, como muchos de nosotros, ha perdido de vista su ideología de base. Ahora hace esto por placer, casi por vicio.

Calone permaneció en silencio. Hoffner añadió:

—Yo le proporciono los medios para satisfacer este vicio. Y usted no los rechazará, seguramente.

—¿Está seguro?

—Sí. Por dos motivos. El primero, porque lo necesita usted; el segundo, porque ahora no puede hacer otra cosa. ¿Quiere usted las cartas sobre la mesa? Bien, pongámoslas. Ahora está en nuestro poder. Ha ido demasiado lejos, y podemos crearle dificultades de todas clases.

—¿Por ejemplo?

—Podemos eliminarle, sencillamente. O, peor aún, hacer saber que está a punto de pasarse al otro bando.

—Eso podría ser una situación embarazosa para mí —admitió Calone.

—Efectivamente, Nicolás…

Hoffner apoyó una mano en el hombro de Calone, amistosamente.

—Puede creer que me apena sinceramente colocar a un tipo como usted en semejante situación. Pero es la regla del juego. Tal vez algún día me suceda a mí otro tanto…

—¿Y qué hará usted ese día?

—No lo sé, Nicolás, sinceramente, no lo sé… También yo hago ahora esto por placer, y me pregunto si un cambio de ideología tendría importancia… Para mí, la verdadera traición estriba en traicionarse a sí mismo.

Se acercó a la mesita, llenó dos vasos y tendió uno de ellos a Calone.

—¿Por nuestra colaboración?

—Un momento —dijo Calone, cogiendo su vaso—. No nos lo hemos dicho todo.

—¿Por ejemplo?

—¿Para quién voy a trabajar?

Hoffner vaciló. Calone no era Weber. Por varios motivos. En primer lugar, en Calone había cierta voluntad de cooperar; además, se habían tomado las necesarias precauciones para que el incidente Weber no se repitiera.

Dentro de veinticuatro horas, Calone saldría para Ginebra en compañía de Hoffner, y una vez allí… Hoffner no estaba muy orgulloso del papel que iba a desempeñar. Empujaría deliberadamente a Calone a una trampa, y la idea le disgustaba. La teoría es perfecta. Todos los medios son buenos, sólo cuenta el resultado. Pero la teoría no tiene en cuenta el factor humano.

Hoffner se preguntó si no se humanizaba demasiado a medida que transcurría el tiempo. No, era únicamente una cuestión de método. Hubiera preferido liquidar a Calone ofreciéndole una posibilidad de defenderse.

Hoffner decidió proporcionarle aquella pequeña satisfacción.

—Para una red de la Alemania del Este.

—Lo sospechaba.

Calone bebió la mitad del contenido de su vaso y continuó:

—Verá, Claude, desde que vino usted a verme por primera vez he reflexionado mucho. No me gusta dejar unas preguntas sin respuesta.

—Creo que he dado pruebas de buena voluntad.

—Es cierto. De todos modos, he encontrado la respuesta a las otras preguntas por mí mismo. Razonando.

—Muy interesante. ¿Tiene usted algún ejemplo?

—Desde luego. Me he preguntado cómo había podido enterarse usted con tanta rapidez de que me habían expulsado del Servicio.

—¿Y… tiene usted una respuesta?

—Sí. Se lo había dicho alguien que estaba enterado del hecho. Pero ¿quién? Forzosamente, alguien que pertenecía al Servicio. Por lo tanto, tienen ustedes una antena en el interior del Servicio. Por eso sabía usted perfectamente que el responsable de la sección Documentación-Archivos tenía una mano de menos y no una pierna de madera.

Calone vació su vaso y continuó:

—Por eso no me hice rogar cuando usted me pidió que hablara. La cosa no era grave: usted sabía ya lo que iba a decirle.

Dejó su vaso sobre la mesita, se volvió hacia Hoffner.

—Estoy seguro de que a Costes le apasionaría enterarse de eso. Un agente doble en su Servicio…

Hoffner replicó:

—Suponiendo que diga usted la verdad, ¿qué le demostraría que ese agente no es usted, precisamente?

—¡Oh! Le llevaría una prueba de mi buena fe.

—¿Qué clase de prueba?

—Usted, Claude.

Hubo un silencio. Hoffner contemplaba su vaso. ¿No habría sido demasiado sutil el coronel? Calone razonaba bien, demasiado bien. Le habían tildado de peligroso, y lo era. Afortunadamente, Hoffner tenía la seguridad de que Calone no había mantenido ningún contacto con el exterior desde hacía unos días. Por otra parte, estaba sometido a una vigilancia continua, y en aquel momento, los dos hombres que le seguían estarían en la calle, esperándole.

Además, Ilse se lo había dicho. Calone había hecho alusión a un asunto que le proponían, un asunto peligroso. Y estaba decidido a aceptar.

De todos modos, Hoffner preguntó:

—¿Qué piensa usted hacer?

—¿Qué haría usted en mi lugar?

—No correría riesgos absurdos, Nicolás. Por otra parte, salimos mañana por la mañana.

—¿Hacia dónde?

—Lo sabrá a su debido tiempo.

Hoffner, como medida de precaución, acababa de decidir el adelantamiento del viaje. El coronel lo comprendería perfectamente.

—De acuerdo. Pero, antes de partir, me gustaría saber una cosa. A título informativo.

—¿Cuál?

—El nombre del agente francés que les informa.

—Lo ignoro.

—Vamos, Claude, confiese que desconfía de mí… Lo que me propone es una colaboración unilateral. Si quisiera, podría crearle dificultades…

—Sea razonable. Aunque conociera ese nombre, no se lo diría.

—¿Y si yo insistiera?

—Sería un error, Nicolás. Ya conoce el sistema de separación de una red. Yo sólo estoy aquí de paso. Probablemente hay un agente fijo en París que está en contacto con ese hombre y que transmite directamente las informaciones a la sede. Las personas como usted y como yo son demasiado vulnerables para detentar unas informaciones tan importantes.

—¿Y el agente fijo? ¿Le conoce usted?

Se callaron unos instantes. Hoffner se movió para ir a servirse otro vaso. Dijo, con voz seca:

—Esta discusión es inútil, Nicolás. De momento, sabe usted lo suficiente. Mañana partiremos y entonces sabrá algo más. Por otra parte, lo mejor será que le ofrezca mi hospitalidad esta noche.

—No, Claude, no hemos terminado aún…

Hoffner soltó su vaso. Cogió un cigarrillo y se acercó a Calone.

—Deme fuego, Nicolás.

Calone se llevó la mano al bolsillo e inmediatamente comprendió su error. Hoffner le golpeó. Un golpe seco, duro, que le alcanzó a la altura del hígado. Calone retrocedió un par de pasos. Ni siquiera tuvo tiempo de ponerse en guardia o de replicar. Hoffner era de una rapidez increíble. Acababa de propinarle dos ganchos a la mandíbula. Calone acusó el impacto y estuvo a punto de caer, derribando una butaca.

Bloqueó el siguiente golpe y replicó torpemente, alcanzando a Hoffner en el hombro. Hoffner continuó avanzando sobre él.

Calone abrió la mano y apuntó a la base de la nariz de su adversario. Pero el otro estaba al corriente y la parada fue impecable. El boxeo derivó al karate, y unos instantes después el simétrico ordenamiento de la estancia no era más que un recuerdo.

Un vecino golpeó la pared, pero habría hecho falta algo más para detener a los dos hombres, absolutamente desencadenados. La lucha era incierta, con una leve ventaja para Hoffner. Calone acusaba los primeros golpes recibidos en frío. Le faltaba el aliento.

Hoffner le golpeó súbitamente en la base del cuello, y Calone notó que su brazo izquierdo quedaba paralizado. Su adversario aprovechó la ocasión y le golpeó nuevamente. Calone rodó por el suelo. Hoffner marcó un breve compás de espera. Fue su único error. Calone, considerando que la broma había durado bastante, hundió su mano en el bolsillo de la americana y sacó su automática.

—Ya está bien, Hoffner —jadeó—. Las patas al aire.

Hoffner se inmovilizó. Obedeció maquinalmente, contemplando el arma de Calone. Éste se puso en pie, apoyándose en un brazo de un sillón. Su brazo izquierdo pesaba una tonelada y sus pulmones no absorbían más que unos miligramos de aire a cada inspiración.

—Retroceda hasta la pared. Vuélvase. Apóyese contra ella… Los pies más apartados… De acuerdo.

Hoffner no iba armado. De todos modos, Calone le vació los bolsillos. Había aprendido a desconfiar de los objetos más anodinos.

—Puede usted volverse.

Hoffner obedeció, bajó los brazos. También él respiraba trabajosamente. A pesar de todo, sonreía.

—Un poco de ejercicio, de cuando en cuando, no sienta mal, ¿eh, Nicolás?

—No. Le felicito por sus reflejos. Sin mi juguete…

—Ha sido un truco poco leal.

—¿Quién puede permitirse el lujo de ser leal? —suspiró Calone.

Lentamente, volvía a recobrar el uso de su brazo. Lo aprovechó para ir a servirse un vaso. Llenó también el de Hoffner y se lo entregó, retrocediendo prudentemente con su propio vaso. Hoffner sonrió y bebió a su vez. Calone estaba a tres metros de distancia de él, apoyado en un cofre.

Hoffner dijo:

—Bueno, esta pequeña diversión no ha cambiado en nada nuestro problema. Ahora va usted a acostarse. En su casa, si lo prefiere. Mañana por la mañana, a las diez, pasaré a recogerle.

Calone permaneció silencioso unos instantes. Hoffner no parecía afectado por la situación. Imaginaba tener todavía un montón de triunfos en las manos. Y Calone no tenía el menor interés en descubrirse. Por encima de todo, era necesario ganar tiempo.

Seguramente, Hoffner no había mentido. No debía conocer al agente doble francés. Bastaría con adormecerle el tiempo suficiente para actuar en otra parte. Unas horas tan sólo.

Calone volvió a meterse el arma en el bolsillo.

—Tiene usted razón, Claude. Nos hemos portado como un par de chiquillos.

—Tal vez era necesario que nos midiéramos también físicamente… No le guardo rencor por ello, todo lo contrario.

—Entonces, hasta mañana —dijo Calone.

—A las diez en punto —confirmó Hoffner.

Al ver que se levantaba, Calone dijo:

—No, no me acompañe. Conozco el camino.

—Es usted demasiado desconfiado, Nicolás.

—Es posible. Engañado, pero vivo. Medite esta fórmula, Claude. ¿Quién sabe lo que nos reserva el futuro?

Hoffner le dejó marchar sin moverse. Cuando la puerta estuvo cerrada, se sirvió otro vaso. Estaba preocupado. La actitud de Calone le inquietaba. Consultó su reloj. Faltaba poco para la una. De acuerdo con lo convenido, los hombres que seguían a Calone iban a llamarle para dar su posición exacta.

Entonces entraría en acción, precipitaría el movimiento. Con un hombre como Calone, los riesgos eran demasiado grandes.

Haría conducir inmediatamente a Calone a Suiza. Una vez allí… Hoffner suspiró, cerró los ojos. La pelea le había fatigado.

A la una en punto sonó el teléfono. Hoffner descolgó el receptor. Era uno de sus hombres.

—Muller.

—Bien. Cambio de programa. Enviaremos la mercancía inmediatamente.

—¿Hay que sacarla de su domicilio?

—Desde luego. ¿Ha regresado directamente?

—Sí. No se ha movido desde…

—¿No se ha movido? No ha tenido tiempo de hacerlo.

—¿Desde las ocho de la noche?

La mano de Hoffner se cerró un poco más sobre el receptor. Su garganta se había secado repentinamente.

—Repita eso… ¿Cuándo ha regresado a su casa?

—Alrededor de las ocho. Desde entonces no se ha movido.

La luz continúa brillando en su casa…

—¡Bravo! Les felicito. Acaba de salir de aquí. ¿Comprende lo que significa eso? Que le han perdido de vista desde las ocho… Hay que localizarle inmediatamente, ¿comprende? ¡Inmediatamente!

—De acuerdo. Pero, me pregunto…

—¡Luego se hará todas las preguntas que quiera! —gritó Hoffner—. Localícele y vuelva a llamarme.

—Muy bien.

Hoffner colgó. Estaba empapado en sudor. ¿Dónde había pasado Calone todas aquellas horas?

Hoffner se acercó a la ventana. El boulevard Montparnasse estaba prácticamente desierto. Circulaban muy pocos automóviles. Hoffner contempló los vehículos aparcados.

No debía perder la cabeza. Tenía que razonar fríamente, hacer frente a aquella situación nueva, imprevista. Tal vez no estaba todo perdido…

Volvió al teléfono. Poner todas las fuerzas en movimiento. Había que localizar a Calone a toda costa. ¡Y pensar que hacía menos de veinte minutos estaba aquí, en esta misma habitación!

Marcó el número de teléfono de Ludovic Kimski. Dejó sonar el timbre un momento, colgó. Volvió a llamar. Inútilmente. Kimski no contestaba. Tampoco esto era normal. Kimski estaba siempre allí, entre medianoche y las dos. Era el momento en que recibía o enviaba sus mensajes por radio.

Hoffner marcó el número de Ilse. Se disponía a colgar cuando la joven contestó.

—¿Ilse? Hoffner al aparato.

—¿Hoffner? ¿Qué sucede?

—¿Ha visto a nuestro amigo?

—Esta tarde, sí. Y le he llamado a usted por teléfono para informarle. ¿Lo ha olvidado?

—No es el momento de bromear, Ilse… Calone se nos ha escapado y todo es posible. Sabe donde vivo, y tal vez estoy vigilado ya.

—Pero ¿cómo…?

—La única que puede actuar es usted, Ilse. Nuestro corresponsal en París no contesta. Mis hombres están tratando de localizar a Calone, y yo no puedo descubrirme.

—¿Qué tengo que hacer?

—Encontrarle, Ilse. No creo que desconfíe de usted. Trate de neutralizarle, y llámeme.

—¿Qué harán con él?

—Enviarle inmediatamente a Suiza.

—No me gusta la improvisación. ¿Quién ha cometido un error?

—Si lo supiera… De momento, Calone ha descubierto una pequeña parte de la verdad. Pero es el único que la conoce. ¿Comprende?

—Perfectamente. Pero hay que prever todas las posibilidades. Supongamos por un momento que Calone se muestra difícilmente manejable. ¿Qué hay que hacer con él?

Hoffner permaneció silencioso unos segundos. Era una pesada responsabilidad. ¿Lo apreciaría así el coronel? Si su misión estaba comprometida hasta tal punto, lo único que podía hacer era limitar los daños, salvar los muebles.

—Ilse… Habrá que eliminarlo.

Oyó la respiración de la joven. Continuó:

—¿Se siente usted capaz de hacerlo?

—Si es necesario… —dijo Ilse finalmente.

—Entonces, buena suerte, Ilse. Yo no me moveré de aquí.

Colgó el receptor, volvió a coger su vaso, se hundió en el sillón. Hoffner pensaba en una de las frases de Calone: Engañado, pero vivo… ¿Quién sabe lo que nos reserva el futuro?

En aquel momento, Hoffner lo ignoraba.