Capítulo II

Para Marc Weber, la felicidad, cuando estaba en París, era el pabellón que alquilaba sobre las alturas de St. Cloud. Era el minúsculo jardín que le aislaba de sus vecinos, era el rosal que cada año trepaba un poco más a lo largo de la fachada. Era todo lo que no tenía relación con Georges-Henri Costes lo que permitía olvidarse de él.

Aunque fuera invierno, Weber encontraba encantador su jardín. La luz del atardecer prestaba un inesperado relieve a las ramas negras del tilo. Más allá, se concretaba una claridad rosácea: París. Weber imaginaba la curva del Sena, el desfilar de los inmuebles con sus múltiples rectángulos luminosos, aquella vida cuyo ruido y cuyo movimiento no le alcanzaban.

Dejó caer el visillo de la ventana del salón y fue a encender las luces. Llevaba un pantalón tejano y una camisa a cuadros. No se había afeitado, no había salido. Había pasado todo el día en casa, preguntándose si Martine llamaría o no.

A fin de cuentas, no tenía importancia. Martine era una costumbre. Una mala costumbre. Si venía, tendría que cambiarse, sacar el automóvil, bajar por los Campos Elíseos y cenar en Pub Renault, lo cual, para Martine, era «estar al día».

Con lo fácil que era sacar una lata de conservas y una botella de vino, y comer en cualquier rincón, leyendo una novela barata.

Marc Weber no tenía el menor parecido con la imagen que suele atribuirse a un agente secreto. En realidad, no tenía nada de aquellos héroes de la sombra. Ni el aspecto, ni el comportamiento. No era muy alto, ni robusto; más bien flaco, tirando a rubio, con un rostro incoloro y vulgar. Vestía de confección, sin rebuscamiento ni descuido, siempre en tonos grises, con corbatas discretas. Era una de esas personas a las que nunca se reconoce y a las que siempre se confunde con otras.

A pesar de ello, un melancólico día de octubre de 1959, cuando llevaba tres años en Francia, dos caballeros habían llamado a la puerta de su casa y le habían rogado cortésmente que les acompañara. Poco después, oficialmente muerto, se había encontrado provisto de una nueva identidad bajo la cual había reanudado sus actividades. Únicamente había cambiado de amo.

Weber era el agente ideal para determinadas misiones secundarias de enlace o de seguimiento de un individuo. Podía ser marinero entre los marineros, empleado entre los empleados, con aquella misma facultad de hacerse olvidar en unos minutos.

A pesar de todo, de su paso por la C. I. A., había conservado algunas pequeñas costumbres, como la de matar con no importa qué: un manojo de llaves, un periódico enrollado, un bastón corriente y otros objetos cotidianos.

Nunca iba armado, y cuando el accesorio le fallaba, le quedaban aún sus manos. Eran lo único notable en su persona. Fuertes, grandes, con unos dedos cortos que tenían prácticamente la misma longitud.

Un severo entrenamiento le había permitido convertirlas en dos armas temibles que podía llevar continuamente encima sin que nadie desconfiara.

Había oscurecido casi por completo. Weber puso en marcha el televisor y entró en la cocina. Abrió el refrigerador, lo examinó. Sacó de él una lata de raviolis, otra de foie-gras y un yogourt. Abrió las dos latas y las colocó en una cacerola medio llena de agua que puso al fuego.

Sonrió. En una noche tan tranquila como aquélla los franceses le habían caído encima. Ignoraba cómo consiguieron localizarle. Georges-Henri Costes no quiso decírselo nunca.

Weber volvió al salón y se acercó a un montón de libros. Ahora se había acostumbrado a leer en francés, idioma en el cual leía incluso traducciones americanas. Escogió un volumen que hablaba del Tercer Reich. A Weber le gustaban los relatos personales, los testimonios, la historia contemporánea.

En la cocina, el agua empezó a hervir. Weber se disponía a dirigirse hacia allí, cuando llamaron a la puerta. Por un instante, pensó en hacerse el sordo, pero los postigos de sus ventanas no estaban cerrados y le sería imposible hacer creer en su ausencia. ¿Quién podía ser? ¿Martine?

Soltó el libro y fue a abrir la puerta. No era Martine. Weber no conocía al hombre que le miraba sonriendo. Un tipo alto, bien vestido.

—Buenas noches, monsieur Weber.

—¿Nos hemos encontrado ya en alguna parte?

—No… Antes de esta noche, no.

—¿Qué desea?

—Vengo de parte de Georges-Henri Costes. ¿Puedo entrar?

De hecho, había entrado ya. Se quitó el sombrero, el abrigo, y los tiró sobre una butaca.

—Se está bien aquí… Un perro invierno, ¿verdad? Poco frío, pero muy húmedo.

Weber siguió al hombre que penetraba en el salón. Repitió:

—¿Qué desea?

El hombre se volvió y dijo:

—Me llamo Claude Leroy. ¿Puedo sentarme?

Acababa de hacerlo. Sacó un paquete de Gitanes, encendió uno y añadió:

—¿No se le estará quemando algo, por casualidad?

Weber dio un respingo y se dirigió precipitadamente a la cocina para apagar el gas. Regresó, pero se detuvo en la puerta, desconfiado.

—No conozco a ningún Georges-Henri Costes —dijo.

—¿De veras? ¿No conoce a las personas a cuyas órdenes trabaja?

—Soy inspector de ventas, y trabajo para una casa que fabrica instrumentos quirúrgicos.

—Sí, sí, lo sé. La casa Legendre, fundada en 1882. Pero eso es la tapadera. Yo también tengo una, desde luego. Soy representante de una fábrica de productos de belleza.

Weber avanzó un par de pasos.

—Creo que debería usted marcharse, caballero. Se ha equivocado de dirección.

—No, no… Marc Weber, nacido en Estrasburgo, el 5 de enero de 1930. ¿No es usted?

—¿Qué quiere de mí?

—Hablarle.

—No tengo el menor deseo de hablar con usted.

—Comete un error al desconfiar de mí…

Weber permaneció un instante silencioso, luego se decidió. Cruzó el salón, descolgó el teléfono. A su espalda, la voz de Leroy restalló:

—En su lugar, yo soltaría ese aparato… monsieur Mark Warren.

Weber se inmovilizó, soltó el auricular. Se volvió, lentamente.

—¿Qué nombre ha dicho?

—Mark Warren… Sí, ya sé que figura como muerto desde hace algunos años. Desde octubre de 1959, para ser exacto. Incluso tiene una tumba en Burdeos. Pero, si se abriera aquella tumba, la sorpresa sería de órdago.

Weber se esforzaba en permanecer tranquilo. Dijo:

—¿Adónde quiere usted ir a parar? ¿Por qué ha citado el nombre de Costes?

—¡Vaya! Entonces, ¿le conoce?

—Tal vez… ¿Le ha enviado él?

—Podría contestarle que sí, pero prefiero decirle la verdad: no, no me ha enviado él.

—¿Quién?

—¿No lo adivina?

—¿Los americanos?

—No, no, monsieur Weber… Afortunadamente para usted, ya que entonces estaría a punto de ser enterrado por segunda vez. Por otra parte, no importa de dónde vengo. Da la casualidad de que sé algo que le interesa, en el momento en que necesito de usted. Una buena oportunidad para proceder a un pequeño intercambio, ¿no?

La cosa se iba aclarando. Weber se dejó caer en un sillón, encendió un cigarrillo. ¿Cómo habían podido localizarle con tanta precisión?

—¿Qué clase de intercambio?

—Nuestro silencio a cambio de su… cooperación.

—¿Y si me niego?

—Mañana por la mañana, los servicios americanos sabrán lo que le ocurrió realmente a Mark Warren. Y le advierto que no tendrá ninguna posibilidad de tratar con ellos, ya que al mismo tiempo los servicios franceses sabrán que los americanos van por usted. Una situación fastidiosa, ¿no?

Weber sacudió la cabeza, contempló su cigarrillo.

—¿No tiene usted la impresión de haber aceptado un riesgo al venir a contarme todo eso?

—Sí, pero muy pequeño… Le conocemos, Weber. Sabemos lo que es capaz de hacer con sus manos. Pero no se le ocurra ensayar ese truco conmigo. Yo también tengo mis armas secretas…

Leroy sonrió, y continuó:

—Bueno, ahora que nos hemos asustado mutuamente, hablemos como personas adultas. Está atrapado, Weber, no se haga ilusiones. Por otra parte, estoy convencido de que se ha dado cuenta desde el primer momento. En realidad, el problema es sencillo: o se niega usted y Warren-Weber desaparece para siempre, o bien acepta y…, y… no le prometo nada, ya que no ejercemos una profesión basada en el futuro. Es posible que le dejen vivir en paz el resto de su vida, y es posible que le envenenen para obtener otra cosa… Si lo convierte usted en una cuestión de dinero, creo también que llegaremos a entendernos.

—¿Y si lo convierto en una cuestión de principios?

—Vamos, Weber… Eso, no. A no ser que haya encontrado usted principios después de 1959, porque en aquella época no tenía usted ninguno. Y no me diga que en seis años los ha adquirido…

—De acuerdo. Supongamos que acepto. ¿Qué tendré que hacer? ¿Facilitarle informaciones sobre el Servicio?

—No. No las necesitamos. En primer lugar, queremos someterle a una prueba.

—¿Qué clase de prueba?

—Se lo explicaré cuando me haya dado su asentimiento.

—¿En qué cambia eso las cosas?

—Si dice usted que sí, partiremos inmediatamente. Sabemos que goza de una especie de vacaciones desde hace quince días. Desde que regresó de un viaje a España. De Barcelona, exactamente.

Por un instante, Weber se preguntó si le estaban tendiendo una trampa. Tratándose de Costes, no sería de extrañar. Pero, por otra parte, Costes no hacía nunca nada a título gratuito, y Weber no acertaba a ver lo que habría podido motivar semejante actitud.

Entonces, ¿cómo podía estar tan bien informado aquel individuo?

—Usted dirá, Weber.

—Creo que no me deja usted ninguna opción para elegir.

—Lo admito. Admito que tengo cierta ventaja sobre usted.

—¿Para quién trabaja?

—¡Qué importa eso! De momento, cuanto menos sepa mejor para usted.

—De acuerdo. ¿Vamos muy lejos?

—Bastante. Llévese alguna ropa de recambio.

—Voy a vestirme.

—Le acompaño. Su habitación está en el primer piso, ¿no es cierto? Pase delante. Vamos, vamos, yo le seguiré.

Leroy se encontraba a dos metros de distancia. Weber se encogió de hombros, diciendo:

—No soy tan idiota. Eliminarle a usted no me serviría de nada.

—Exactamente.

Subieron, uno detrás de otro. Weber entró en su dormitorio, escogió cuidadosamente un traje, una corbata, calcetines y zapatos.

—Un momento —dijo Leroy—. Permítame revisar todo eso antes de ponérselo.

Se sentó en el borde de la cama y examinó minuciosamente cada una de las prendas, especialmente las costuras y los botones. Apartó la camisa a un lado, sonriendo.

—Ésta, no. Las puntas del cuello me parecen… ¿cómo diría yo?… demasiado almidonadas.

Se puso en pie, descolgó otra camisa del armario y la palpó antes de entregársela a Weber.

—Vamos. Puede usted vestirse.

Mientras Weber se preparaba, Leroy llenó una maleta después de haberla examinado atentamente. La conservó en su mano, y cuando Weber hubo terminado bajó detrás de él.

—Iremos en mi automóvil —dijo Leroy—. Usted conducirá y yo le indicaré el camino.

Cuando cruzaban el salón, Weber preguntó:

—¿Y si Costes me necesita mañana?

Leroy sonrió.

—Costes no le necesitará mañana, ni pasado mañana. Luego… eso no tendrá ninguna importancia.

—¿Por qué?

—Porque habrá cumplido usted su misión y estará de regreso. Por favor…

Weber salió el primero. Delante de la verja de su jardín había un 404 negro. Leroy le hizo una seña para que subiera y tomara el volante, mientras él se instalaba en el asiento trasero.

Era un hombre que no dejaba nada al azar.

—¿Adónde vamos? —preguntó Weber.

—De momento, al distrito XVI. Una vez allí recibirá instrucciones.

Weber se encogió de hombros y puso el motor en marcha. A pesar de su aparente docilidad, no dejaba de buscar un medio de salirse de aquel embrollo.