Capítulo VI
En la sala de estar remaba cierto desorden. Desde el balcón, Francis dirigió un último saludo con la mano a Jackie Fay y a sus artistas, antes de que montaran en su automóvil.
A continuación, sediento, envió un chorro de sifón a un vaso en el fondo del cual sólo había un poco de whisky.
Bebía a grandes sorbos cuando Lu Peng Yu, que había procedido a unas abluciones en el cuarto de baño, vino a reunirse con él.
—También yo me muero de sed —confesó—. ¿Me permite?
—Desde luego —asintió alegremente Francis—. ¿Qué me dice de ese número?
Lu exhibió una ambigua sonrisa, teñida de confusión.
—En mi vida había visto nada semejante —afirmó—. Esa pequeña Fong Sin… ¡Qué asombroso combinado de vicio y de ingenuidad! Se deja arrastrar por su propio juego —suspiró—. Me gustaría volver a verla. Supongo que podrá usted obtener su dirección…
—Lo siento, Lu, pero es imposible.
—¿Por qué? —inquirió el abogado.
Francis le miró al blanco de los ojos.
—Porque toda la banda forma parte de mis amigos, y no estoy dispuesto a facilitarle sus coordenadas —dijo secamente Coplan.
Asombrado por aquel brusco cambio de tono, Lu Peng Yu miró a su anfitrión con las cejas fruncidas.
—¿Acaso está celoso de esa joven?
Los rasgos de Coplan se distendieron.
—No. Tengo otros motivos. Lo que un chino teme por encima de todo es perder la cara, ¿no es cierto?
Lu lo reconoció con un aletear de los párpados.
—Pues a eso se expone usted si no contesta con la mayor sinceridad a las preguntas que voy a formularle.
La máscara de Lu Peng Yu se inmovilizó. Maquinalmente, llevó la mano a su bolsillo interior para sacar su pitillera.
—Explíquese —dijo, fríamente, mientras insertaba un Craven A en la comisura de su boca.
—El individuo que se acaba de marchar con nuestros acróbatas se ha llevado una máquina de fotografiar, la cual contiene seis clichés de usted, tomados hace unos instantes. Esas imágenes producirían muy mal efecto a la dirección del Banco de China y a la Comisión de Import-Export de Pekín, ¿no? No me gustaría utilizarlas, pero quiero la verdad sobre la historia de las fotocopias.
Se produjo un silencio. Coplan miraba fijamente a su interlocutor, para observar la expresión de su rostro y para anticiparse a un eventual ataque.
Lu Peng Yu no pudo reprimir un estremecimiento de la piel de sus mejillas. Aplicó la llama de su encendedor a la punta de su cigarrillo, aspiró lentamente, expelió el humo.
—Discutamos como hombres de mundo —continuó Francis con un leve sarcasmo—. Mi intención no es la de perjudicarle. Si habla, no arriesga usted nada, se lo garantizo. En caso contrario, la puerta está allí; puede salir libremente, pero cuidado con lo que va a seguir.
El mutismo, la reflexión a que se entregaba el chino, significaban que sabía perfectamente de qué le hablaban y que sopesaba los peligros de la alternativa.
Coplan, que se aventuraba por un terreno poco seguro, se abstuvo de acosarle. El abogado no se movió, a pesar de que podía dar media vuelta y abandonar la villa.
No pertenecía, pues, al Servicio de Información de la República Popular China.
En caso afirmativo, se hubiera reído de semejante chantaje.
Lu Peng Yu pareció reaccionar.
—Me ha engañado usted bien —murmuró—. Supongo que es un investigador especial enviado por París…
—Exactamente.
—Tiene usted que saber que los planos procedían de los Estados Unidos. ¿Por qué se mezcla en el asunto? Deje que se encargue de él el F. B. I.
Coplan respiró. La cosa empezaba a marchar.
—No nos quedemos plantados aquí —sugirió—. Sentémonos y bebamos otro trago. El contraespionaje en América es una cosa, y mi problema, otra: no las mezclemos.
Se instaló enfrente de Lu, con las piernas cruzadas, su vaso en la mano.
—El individuo que le jugó una mala pasada a Tang Lien Chi, en el restaurante Lasserre, fue usted —continuó—. Y la llamada telefónica a la policía procedía también de usted, ¿no es cierto?
El abogado asintió con un gesto.
—¿Contra quién iba dirigida aquella maniobra?
—Esencialmente, era un golpe montado contra la China Popular —confesó Lu Peng Yu, flemático—. Ahora comprenderá usted por qué mis funciones de consejero jurídico acreditado revisten una importancia considerable… para mis jefes ocultos.
—De acuerdo. Pero precise mejor sus objetivos, ya que Francia hubiese salido también perjudicada con aquella maquinación, si hubiésemos detenido al ingeniero Tang.
—Sí —convino Lu en tono desenvuelto—. Todo lo que pueda retrasar, sabotear o impedir los suministros de mercancías a la República de Mao es para nosotros pan bendito. Ustedes, los blancos, engordan al gigante que les partirá la cara. En el asunto de las fotocopias, queríamos matar dos pájaros de un tiro: provocar un enfriamiento entre París y Pekín, y suscitar un nuevo acceso de cólera en los americanos, para que apretaran todavía más su bloqueo económico. ¿Desea usted traicionar la alianza occidental denunciándome a los comunistas?
Coplan se frotó la barbilla.
Lu Peng Yu era un hábil dialéctico: manejaba el sofisma a la perfección, y dejaba en la sombra extremos importantes, mientras afectaba desvelar sin restricción los móviles de la organización que le utilizaba.
—Son ustedes adversarios de la China roja, pero tienen espías en los Estados Unidos —objetó Francis—. El equipo electrónico del Caravelle no es el único secreto industrial que han robado allí, evidentemente. ¿En beneficio de quién?
El chino sacó de su pitillera un segundo cigarrillo que encendió con la colilla del anterior, la cual aplastó seguidamente en un cenicero.
—Para evitar un conflicto que nos perjudicaría a los dos, estoy dispuesto a aclararle el asunto de Orly, pero no iré más allá —advirtió—. En su lugar, yo no insistiría.
Su tono reflejaba un firme determinación.
Considerándolo bien, Coplan poseía los elementos reclamados por el Viejo: la inocencia de Tang Lien Chi quedaba perfectamente establecida, el objetivo, el mecanismo de la maniobra y la identidad del denunciante estaban revelados.
En consecuencia, no se imponía el empujar a Lu Peng Yu hasta sus últimos reductos.
Pero la curiosidad personal de Coplan no se avenía a una solución a medias.
Muy incidentalmente, preguntó:
—¿Por qué ha sido liquidado el estudiante Ling?
El abogado se puso en pie. Con una mano hundida en el bolsillo de su pantalón, dio algunos pasos por la estancia.
—No tengo la menor idea —aseguró—. En todo caso, retenga esto: denunciarme a las gentes de Pekín sería firmar su sentencia de muerte. Dondequiera que fuese, sería liquidado. Respete, pues, su compromiso: recupere lo antes posible esas fotografías, para destruirlas.
Se acercó al ventanal y tiró la punta de su cigarrillo sobre la grava del jardín. Poco después, la colilla proyectó una breve claridad rojiza: la pequeña bengala inserta en el filtro se había encendido. Lu regresó al centro de la habitación y concluyó:
—Lo mejor es enemigo de lo bueno, mister Cadouin. Dese por satisfecho con lo que le he dicho y no quiera llegar más lejos. Es mi último consejo. Buenas noches.
Coplan se puso en pie.
—Le acompañaré…
Bajaron la escalera en silencio.
Francis precedió al agente secreto, abriendo la puerta. Lu Peng Yu pasó por delante de él con los labios fruncidos en una forzada sonrisa, vagamente irónica.
—La velada ha sido excelente —declaró, prosiguiendo su camino hacia el Austin—. Pero no sé quién de los dos guardará mejor recuerdo de ella…
Coplan avanzó unos pasos para ser testigo de la partida del abogado.
Sus brazos fueron violentamente agarrados, retorcidos, empujados hacia su espalda. El ataque lanzado por dos asaltantes adosados a una y otra parte de la fachada se había producido con una rapidez meteórica, cogiendo a Francis completamente desprevenido.
Con el busto doblado por la brutal elevación de sus muñecas hasta sus omoplatos, reaccionó con un golpe de talón en la tibia de uno de sus agresores, el cual le soltó profiriendo una exclamación de dolor.
Dejando caer hacia atrás su mano libre, Coplan agarró el tejido de la americana de su segundo adversario, cerca del hombro, bloqueó con su pierna izquierda la derecha del individuo y, con una tracción irresistible acompañada de un golpe de riñones, le hizo volar por encima de su cabeza. El tipo quedó tendido sobre la grava, dos metros más allá. Pero antes de que Coplan se hubiera erguido por completo, el primer asaltante blandió una porra y la dejó caer salvajemente sobre su occipucio.
Francis cayó hacia adelante; retenido al nivel de la cintura por la balaustrada, se dobló en dos sobre ella antes de caer al suelo.
Lu Peng Yu, con el rostro crispado por un rictus sardónico, permanecía en pie cerca de su Austin. Con voz monótona, interpeló al hombre que se levantaba trabajosamente a dos pasos de él:
—Trae el automóvil aquí, Woo. Vamos a llevarnos ese paquete.
Luego, al que había acabado magistralmente con la resistencia del europeo:
—Tú, Hong Fai, entra en la casa, cierra la ventana, apaga las luces. Pero antes déjame tu automática…
El interesado le entregó su pistola y a continuación penetró en la vivienda. Una a una, las ventanas quedaron sumidas en la oscuridad.
Un Mercedes negro vino a colocarse al lado del Austin. Woo, dolorido aún, se apeó del coche frotándose los brazos.
—Había acabado por creer que mis sospechas no eran fundadas —gruñó Lu Peng Yu, rencoroso—. Ese blanco casi había conseguido adormecerme…
—¿Le liquidamos ahora mismo? —inquirió Woo.
—No. Ponle el capuchón y las esposas. No le liquidaremos hasta que me haya facilitado una información capital.
Hong Fai, terminada su tarea, cerró la puerta de entrada, se unió a sus compañeros y ayudó a Woo a colocar el prisionero en el portaequipajes del Mercedes.
—¿Adónde le llevamos? —preguntó.
—Al junco —dijo Lu—. Está en el muelle, al abrigo de los tifones, en la bahía de Tam Tai. Yo me adelantaré y os esperaré cerca del sampán de Nip Wonk.
Un farol iluminaba pobremente la mesa y los bancos de madera toscamente tallada del camarote. Unos vestidos colgaban de unos clavos sujetos a los tabiques. En un rincón, sobre el suelo de tablas, se amontonaban unos sombreros de paja redondos, muy anchos.
Sobre aquel decorado miserable se abrieron los ojos de Coplan cuando recobró el conocimiento. Otro bofetón, chasqueando secamente en su mejilla, apresuró su despertar propagando unas dolorosas repercusiones en su cráneo. Un hedor nauseabundo, acre, en el cual se mezclaban emanaciones de gas-oil, de salmuera y de carne de pescado podrido invadió sus fosas nasales.
Unas sombras estaban inclinadas sobre él. Recibió otra bofetada y oyó una voz que decía:
—Vamos, Cadouin, un poco de energía… Tenemos prisa.
Escrutando la penumbra, distinguió el rostro de Lu Peng Yu, y luego los de sus acólitos.
—Ponedle en pie, está recobrando el conocimiento —ordenó el abogado.
Francis, tendido en el suelo, fue agarrado bruscamente, izado, sentado en un banco. Sus miembros estaban extrañamente anquilosados.
—Ahora me toca a mí ofrecerle un trato —dijo Lu—. Deme la dirección del individuo al cual entregó las fotografías. En cuanto la película esté en mis manos, será usted puesto en libertad.
Coplan, con la cabeza hecha un hervidero, recobró el sentido de la realidad. Un leve balanceo le hizo comprender que se encontraba a bordo de una embarcación.
—No sea estúpido —murmuró—. Sabe usted perfectamente que no puedo vender a un compañero. Además, no hay motivo: puede usted confiar en mí, esos clichés no serán enviados… a condición de que yo tome posesión de ellos.
Lu Peng Yu retrocedió y apoyó una nalga en la mesa.
—Fiarse de la palabra de un contraespía sería ingenuo y peligroso —replicó—. Está usted de acuerdo con la policía china…
—No es cierto. Actúo por cuenta de mi gobierno, sencillamente.
—Entonces, ¿cómo se enteró de que Ligg había muerto asesinado? El hecho de que lo sepa demuestra que viene usted de Pekín, y no de Europa.
—Había ido a interrogar a Tang Lien Chi. Fue él quien me lo dijo. No tuve ningún contacto con la policía.
—Desde luego —ironizó Lu—. También en eso tengo que creerle bajo palabra, ¿verdad? No estamos de acuerdo. ¿La dirección? ¿El nombre del individuo?
Francis inspiró profundamente, a pesar del infecto hedor que remaba en el camarote.
—¿No se da cuenta de que con esa actitud va a estropearlo todo? —gruñó—. Al retenerme prisionero, está pulsando el botón que desencadenará el jaleo… Ese hombre me espera. No es tonto. Si no me presento, adivinará que nuestra entrevista ha terminado mal y tomará sus precauciones.
Lu Peng Yu, fastidiado, sopesó aquellos argumentos. Tal vez contenían una parte de bluff, pero él no podía saberlo a ciencia cierta.
Le tenía sin cuidado que la desaparición de Cadouin fuera señalada a la Criminal Investigation Branch. Lo que de veras le preocupaba eran las fotografías.
—No hay más que una solución —dijo súbitamente—. Nos acompañará usted a casa de su amigo, le pedirá la película y me la entregará. ¿Le parece bien?
—De acuerdo —aceptó Coplan, deseoso de abandonar aquel junco.
—Desde luego —continuó Lu—, a la menor tentativa de fuga o de rebelión, recibirá como mínimo una bala en la cabeza. Seremos tres a vigilarle, armados hasta los dientes.
—El inconveniente será después —subrayó Francis, únicamente para enmascarar sus intenciones—. Cuando tenga usted las fotografías, sentirá el deseo de eliminarme, seguramente… Le conozco demasiado.
Lu Peng Yu asintió.
—Es cierto. Pero tendrá que correr el riesgo. Una negativa por su parte me hubiera obligado a liquidarle inmediatamente. Por lo tanto, tendrá que confiar en la simpatía que me inspira.
La siniestra sonrisa que acompañó a sus palabras no era de buen augurio. De todos modos, Coplan pareció dispuesto a aceptar la buena fe de su adversario.
—De acuerdo —confirmó—. Quíteme estos brazaletes, es ridículo. Con lo numerosos que son, ¿qué tienen que temer de mí, que estoy desarmado?
Lu habló en chino con uno de sus compinches, el cual libró de las esposas al prisionero.
Coplan se frotó las muñecas, se puso en pie y palpó sus bolsillos, en busca de sus Gitanes. Esto le permitió comprobar que no le habían quitado la cartera ni los cigarrillos. Encendió uno.
Woo subió los peldaños de la escalera de bambú, apartó los paneles del techo y pisó el puente. Hong trepó detrás de él.
—Ahora usted —dijo el abogado.
Coplan subió. Al llegar al puente, se llenó los pulmones de aire fresco mientras miraba a su alrededor.
El junco estaba anclado en un golfo rodeado de colinas, con una anchura de casi dos kilómetros. No había ninguna aglomeración urbana a la vista, pero, sobre uno de los dos cabos que cerraban la bahía, Coplan distinguió un edificio característico: la penitenciaría de Stanley.
Sabiendo que los centinelas vigilaban constantemente los alrededores de la prisión y las aguas vecinas, Francis estudió la posibilidad de echarse al agua.
El cañón de la pistola de Lu Peng Yu se hundió en sus riñones.
—No oirían el disparo —murmuró el chino—. Sería un error intentarlo. Un bote nos conducirá a tierra.