Aunque terminada la guerra conseguí superar las barreras de las depuraciones, envidias de compañeros ruines y las demás miserias que sacudidas semejantes acarrean, mi situación dentro del Cuerpo Superior de Policía distaba de acomodarse a las ilusiones que me llevaron a presentarme a la convocatoria de 1932, oposiciones que gané con cierta brillantez. Una de las faenas que me hicieron a mediados de 1940, fue destinarme a la plantilla de Barcelona, ciudad en la cual los problemas derivados de la situación política eran agudos, complicados y penosos. Los jefes, a quienes la superioridad debía haberme señalado como sospechoso de desafecto al nuevo régimen, me encargaban servicios de escasa entidad y lucimiento, muy por debajo de las posibilidades que había demostrado. Sin embargo, a esos recelos que recaían sobre mi persona tendría que agradecerles que se me mantuviera al margen de actuaciones que se relacionaran en forma directa con las consecuencias de la guerra y la política. Era joven entonces, pero cualquier ilusión profesional que pudiera haber concebido, decayó hasta casi extinguirse. Los tiempos se presentaban duros y me aferré a mi empleo pues tampoco veía manera de conseguir otro mejor, y la perspectiva de padecer hambre y privaciones me horrorizaba. Cada fin de mes cobraba mis haberes y por añadidura disfrutaba de las pequeñas ventajas que otorga la profesión, míseros gajes que me permitían ir tirando: espectáculos gratis, algunas copas y cafés a que solían invitarme en los establecimientos del distrito, tabaco que no me faltaba en medio de aquellas escaseces y un trato preferente en la pensión que me había resignado a considerar mi hogar a falta de otro mejor. Añadamos ciertas facilidades para resolver entre profesionales del amor problemas de esos que a cualquier joven soltero suelen acuciarle, y la seguridad de que al llegar la vejez, que ya ha llegado, no quedaría en el desamparo, como así ha ocurrido.

* * *

Durante la primavera del año cincuenta y dos o cincuenta y tres se produjo un crimen que conmovió a la ciudad y que muchos aún recordarán: un industrial de mediana edad y familia bien relacionada fue hallado muerto en una calle a medio urbanizar de Pedralbes, que todavía no era entonces lo que ha sido después. El cadáver presentaba una sola herida punzante, con entrada en forma de cruz, que le había alcanzado el corazón. De los detalles del suceso me enteré por los comentarios de los compañeros y después por las noticias que daban los periódicos. Nada llegó a averiguarse del asesino y por haberle despojado al muerto de la cartera y el reloj se suponía, con manifiesta ingenuidad, que el móvil pudiera ser el robo, a pesar de que ni familiares ni amigos, ni siquiera la policía, y no digamos los periodistas metidos a Sherlock Holmes fueron capaces de explicar cómo y porqué el interfecto transitaba de noche por tan apartados lugares. El caso hubiese ido olvidándose a no ser porque unos meses después «el asesino de la cruz», que así empezó a llamársele a partir de su segunda actuación, causó una nueva víctima; esta vez un joven de poco más de veinte años, gamberro sin oficio ni beneficio, hallado por la mañana en la playa de la Barceloneta con idéntica herida. En esta ocasión me fueron encomendados algunos servicios de poca monta y la vigilancia de unos sospechosos. Ni el criminal fue descubierto, ni nada de interés se averiguó tampoco; y si los periodistas destacaron la noticia, pasados los primeros días fueron olvidándola atraídos por otras que consideraban de mayor actualidad y resonancia como los conflictos internacionales, cuestiones políticas y discursos del Jefe del Estado y sus ministros.

El tercero de los casos ocurrió dos años después y dio origen a críticas encubiertas como entonces se estilaba; también fue causa de un par de traslados, pues los jefazos andaban a ciegas y no acertaron ni con una pista válida. En la prensa, y más en privado, se hablaba de un sádico y se establecían exageradas comparaciones con Jack el Destripador y otros criminales de fuste, en una palabra, literatura barata con toques de zafiedad informativa acentuada en las revistas especializadas en esta clase de temas. Se murmuraba de un loco, de un homosexual, de una dama de la alta sociedad, de un misterioso personaje con decisivas influencias políticas, de un sacerdote; las mismas murmuraciones llevaban de cabeza a las autoridades por las intenciones políticas que algunas de ellas transparentaban, y estas autoridades presionaban por arriba y eran causa de que se multiplicara nuestro trabajo sin resultados prácticos. La víctima de este tercer asesinato había sido un perista con largo historial, metido en compraventas de todo lo compravendible sin importarle su origen si no era para rebajar el precio a los rateros y ladrones que combinaban su desconocimiento de los géneros con una indudable audacia. Se le sabía adicto a la cocaína si bien no aparecía fichado como traficante. Era hombre con relaciones entre mujeres de la vida y aún entre mediasvirtudes que alternaban a cierto nivel social y parecía más que probable que practicara en forma discontinua la alcahuetería. La herida era idéntica a la de los casos anteriores: una puñalada única y certera, y en cuanto al arma homicida tampoco fue descubierta. Se sospechó que el «asesino de la cruz» pudiera ser matarife de oficio y durante varios días me encargaron frecuentar bares y casas de comidas próximas al Matadero Municipal por si llegaba a mis oídos alguna noticia reveladora. Recordé que entre los empleados de la calle Vilamarí había un paisano mío y, tras de invitarle a beber y tirarle de la lengua, deduje que andábamos siguiendo pistas falsas y que el instrumento que empleaba el asesino no era herramienta profesional y que tampoco necesitaba ser un especialista puesto que el golpe era lineal y directo y cualquier hijo de vecino sabe donde tenemos situado el corazón. En este sentido informé con razonada amplitud a mis superiores que ni me lo agradecieron ni lo tomaron en consideración pues me enteré de que encargaron a un compañero continuar las informaciones en el mismo sentido. La incapacidad de los superiores se enmascara haciendo trabajar en balde a los subordinados.

Las incógnitas que rodeaban aquel caso y la incompetencia de mis jefes y compañeros para resolverlo, acuciaron mi amor propio que aunque anduviera un tanto quebrantado no se había extinguido del todo, y ese impulso me sugirió la idea de visitar a don Wifredo d’Anglés, quien además del nombrecito era barón de algo, circunstancia de la cual me enteré más adelante. Vivía en el barrio antiguo en un edificio cuidadosa y artísticamente reconstruido; dueño de una rica colección de obras de arte, lo mismo cuadros de otros siglos que esculturas, tapices que piezas de cerámica, y una completa serie de armas en desuso por vetustas, gustaba de mostrarlas a quienes le visitaban, y era conversador de mérito versado en arte e historia. Hacia 1947 había sido víctima de un hurto: seis piezas de terracota que él estimaba mucho y, en consecuencia, presentó la oportuna denuncia. Las puertas no habían sido forzadas y de la inspección no se deducía que pudiera cargársele en cuenta a ninguno de los malhechores que teníamos fichados. Se sospechó de los sirvientes, de algunos visitantes de la casa, de desaprensivos conocedores del género que después lo vendían a bajo precio a anticuarios de Madrid, Valencia o Sevilla. En varias ocasiones me mandaron a casa del señor d’Anglés a inspeccionar puertas y ventanas, las cerraduras y unos tragaluces de las bohardillas; y de pasada averiguar con tacto antecedentes y relaciones del cocinero y más aún del ayuda de cámara. Tendría entonces don Wifredo poco más de cuarenta años que soportaba con arrogancia aunque el cabello andaba ya más próximo al blanco que al gris. Dada su posición y fortuna sorprendía descubrir en él leves señales de timidez y desaplomo. Se mostraba afable conmigo y acabó franqueándose: me ofrecía una importante cantidad de dinero (importante para la época, se sobrentiende) si me comprometía a realizar una gestión por su cuenta desprovista de cualquier carácter oficial: lo único que deseaba era recuperar aquellas piezas. Cuando acepté, cosa que no debía haber hecho aunque en ello tampoco había ningún mal ni se irrogaba perjuicio a inocentes, me facilitó el nombre y dirección de la persona en cuyo poder creía él se hallaba el producto de la sustracción. La gestión resultó fácil: cuatro mamporros aplicados a tiempo y apoyarle en la frente el cañón de la pistola fueron más que bastante. Aquel tipo resultó ser un blando disfrazado de matón, poca cosa. Abandoné el piso, donde al parecer vivía con una fulana, llevándome la maleta con las seis piezas envueltas en hojas de La Vanguardia. Porque me pareció que aquel mangante me miraba con hostilidad, al salir le arreé un sopapo de propina. Trabajaba por mi cuenta y riesgo, y a mi estilo. Ni mis jefes ni mis compañeros supieron nunca quién era el ladrón, que las piezas se habían recuperado, ni nada de nada; tampoco don Wifredo se mostró propicio a darme explicaciones. Percibí mis honorarios a tocateja y las atenciones del caballero d’Anglés (lo del apostrofe me pareció cursi y afrancesado, o tal vez catalanista), se prodigaron durante algún tiempo; más adelante fueron reduciéndose a un artístico christmas de esos por Navidades y en un par de ocasiones a unas botellas de buen vino.

Como tenía la convicción de que me quedó agradecido a pesar de haberme remunerado con largueza, se me ocurrió recurrir a él y a su hondo conocimiento de las armas antiguas. Me proponía tomar la iniciativa, resolver el caso por mi cuenta, y dar así una severa lección a mis jefes cuya incapacidad pondría aún más en evidencia. D’Anglés me recibió con su acostumbrada afabilidad de cortesía, me mostró de nuevo sus colecciones y disipó mis sospechas dándome seguridades sobre la no existencia, que él supiera y sabía mucho, de armas de cuatro filos. Lo que aconsejaba es que dirigiera las indagaciones en otro sentido pues el criminal demostraba ser un maníaco cuyas habilidades artesanales le habían permitido fabricarse él mismo tan singular instrumento. Añadió que podía tratarse del dueño de algún taller de cerrajería, herrería u oficio semejante, y que la disimilitud de las víctimas, elegidas probablemente al azar, permitía conjeturar que se trataba de un perturbado mental.

De que el «asesino de la cruz» se había cargado al empleado de una gasolinera situada en una de las salidas de la ciudad, me enteré por casualidad en Jefatura al cuarto de hora de descubrirse el cadáver, y al acordarme de que a uno de los empleados del depósito judicial le saqué de apuros en ocasión que le inculpaban de la violación de una enfermera del Clínico (lo que no era cierto, y demostré que ella le había delatado por despecho al enterarse de que estaba casado), cogí un taxi y me trasladé al Hospital. En el depósito tuve ocasión de examinar el orificio de entrada que, limpiado con alcohol, quedaba claro y nítidamente dibujado. El arma tenía que ser fina, de buen acero y afilada, y el pulso que la manejaba firme, seguro. El empleado de la gasolinera, un cuarentón fornido según comprobé de vistu, estaba casado y tenía no sé si dos o tres hijos; andaba en apuros monetarios por mantener un segundo hogar, un pisito en el cual tenía retirada a una menor. Ni el salario era mísero ni poco lo que el occiso sacaba de propinas, y en horas libres se dedicaba, con el consiguiente sobresueldo, a encerado de pisos de madera. Cabía deducir que de no mediar el lío de faldas su situación hubiese sido holgada. Nos fijaron un plazo perentorio para averiguar quién era el asesino y para detenerle; y, como consecuencia, malos humores y peores maneras circulaban de arriba a abajo y de abajo a arriba, porque de nuevo se rumoreó de traslados en la plantilla.

Por aquellos días se recibió una denuncia de que en un bar discreto de la parte alta de la ciudad se despachaba tanta mandanga como cubaslibres o martinis, y me encomendaron establecer una disimulada vigilancia con objeto de pescar in fraganti a los presuntos culpables. Con mi traje dominguero me sentaba junto a una de aquellas mesitas cubiertas con manteles oscuros y desde allí podía mantener controlado al barman y observar si entraban sospechosos a los servicios. Mataba el tiempo hojeando revistras ilustradas y algo más tarde venía a reunirse conmigo una funcionaría de la Delegación de Hacienda que paraba en la misma pensión que yo, y a quien sólo a medias revelé los motivos de mi presencia en aquel bar y de que fumara tabaco rubio en sustitución de la habitual picadura. Ella, que era frívola de carácter y me tenía alguna afición, se prestó al juego y se emperifollaba para acudir a la fingida cita sentimental; todos supondrían que se trataba de una entrevista semiclandestina entre dos malcasados maduros y que ella, como suele ocurrir, me obligaba a esperar una hora o más. Conseguí una pequeña subvención para sufragar aquellos gastos extra, y el trabajo era descansado; requería disimulo y mantener el ojo abierto.

Sea que alguien les pasara el chivatazo o que la distribución se efectuara por medios que escapaban a mi perspicacia, nada logré descubrir salvo, y eso no me afectaba ni como agente ni como particular, que el nivel moral de la parroquia dejaba bastante que desear. Al cuarto día de mi infructuoso acecho hice por casualidad un descubrimiento que me turbó y que provocaba en mi interior unas ganas de reír locas y desproporcionadas, y ello por un doble motivo, por el descubrimiento en sí mismo y porque venía a evidenciar mi carencia de sagacidad en determinados aspectos y ocasiones; y es que a fuerza de desconfiar de todos llega uno a confiar en quien no debiera. Hacia la media tarde entraron en el bar dos hombres de condición tan distinta que al momento fijé en ellos la atención: el de mayor edad me reconoció y durante un brevísimo instante estuvo a punto de dar media vuelta y abandonar el local, pero una reacción súbita le llevó a avanzar con resolución y sentarse con su compañero —su pareja, pensé para mis adentros— en un lugar apartado del que yo ocupaba, a mi espalda y al fondo de la sala. Fingí no haber advertido aquella vacilación y no giré el rostro ni una sola vez, como si no hubiese reparado en su presencia; al poco salí con el fin de hacerle creer al sospechoso que, ni le había reconocido ni aún parado mientes en su persona. Era un hombre de buena talla y compostura regular, elegante y juvenilmente ataviado. El cabello oscuro, algo rizado y largo según la moda que empezaba a imponerse. Usaba gafas de sol de gruesa montura y cristales color verdoso; no se los quitó y la luz del atardecer de otoño en la calle tampoco justificaba aquella precaución, salvo si se trataba de un camuflaje. El acompañante era un personajillo sin interés: unos treinta o treinta y cinco años, cuya modesta extracción social acentuaba su manera de vestir y la falta de acomodación entre su cuerpo y la ropa demasiado nueva por recién comprada. La identificación del caballero de la peluca rizosa y las gafas fue instantánea: don Wifredo d’Anglés. Había trocado sus ternos oscuros y sus corbatas severas por aquella indumentaria de colores claros y hasta chillona y un alocado foulard, y sus zapatos clásicos por otros deportivos y juveniles. Los motivos de lo que no dudo en calificar de disfraz y de su presencia en aquel bar tan poco frecuentado por personas de su mundo resultaba de fácil deducción; y nuevamente me reí para mis adentros por no haber imaginado antes sus debilidades, y hasta me regocijaba recordando las atenciones que tuvo hacia mí, nuestras charlas mano a mano en su casa y el haberme exhibido con él más de una vez en bares y restaurantes. Mientras telefoneaba a mi pensión —la misma de antaño— para que no pasara a recogerme por el bar la complaciente funcionaría de Hacienda, establecí dos principios: primero, que él me había reconocido, y segundo, que no advirtió que yo le identificaba.

* * *

En qué momento y por qué motivo comenzaron mis otras sospechas no sabría precisarlo con certeza de no errar. Nuestra profesión tiene algo de arte, y como el poeta, el músico o el pintor trabajan bajo influencia de la inspiración, a los policías pudiera ocurrimos algo semejante, salvando las distancias.

En quien primero pensé, y no sabría explicar por qué oscuras razones, fue en el descuidero de las terracotas cuyo nombre había olvidado. Me esforcé en avivar la memoria y comencé por recordar la calle; transitando por ella pronto identifiqué el portal de la casa donde años atrás estuve. Sin poner de manifiesto mi calidad de agente hablé con la portera y utilicé el pretexto de que el antiguo inquilino se largó sin saldar una deuda pendiente y dejando entrever que estaba dispuesto a recompensar a quien me ayudara a localizarle y presentar la factura. No conseguí su nueva dirección que ignoraba la portera y sí, en cambio, informes desfavorables sobre su vida y milagros, costumbre y amistades, y desde las primeras de cambio, su nombre y apellido. Como sospechaba, en la Dirección General tenía ficha abierta de homosexual y, recorriendo a mis soplones pronto supe dónde podía hallarle. El pájaro no me había olvidado y de nuevo, interpelándole con autoridad mientras le trincaba por las solapas con una sola mano, se derrumbó. Cantó las cuarenta y «Luisa Fernanda» por añadidura; nada retuvo en el buche y consiguió por tan sencillo procedimiento que en vez de golpearle, como fueron mi primera intención y continuo deseo, le convidara a unas cervezas. Sobre las torcidas inclinaciones del tal d’Anglés hubiese disipado mis últimas dudas de haberlas tenido, a pesar de que según el pajarraco juraba y perjuraba, con él no pasó de insinuaciones leves y medidas, y ni siquiera mencionó posibles compensaciones monetarias y fue esa demora en hablar claro lo que le hizo cortar por lo sano y arramblar con las terracotas, cuyo elevado precio el propio d’Anglés le había ponderado.

Con cautela y paciencia fui investigando sobre las cuatro víctimas del «asesino de la cruz» y repasé en la Hemeroteca Municipal cuanto en su día fue publicado en la prensa barcelonesa. Valiéndome de amenazas, pequeños sobornos, y promesas de hacer la vista gorda si llegaba el caso, anduve reconstruyendo la vida y hábitos de cada uno de los muertos.

El xava de la Barceloneta era un vulgar golfante y aunque blanco en cuanto a antecedentes, llegué al convencimiento de que ejercía una prostitución de doble filo; y me informaron de que extorsionó en cantidades modestas y utilizando el chantage como arma, a una joven casada del barrio que había tenido la debilidad de rendirse a sus aparentes solicitudes apasionadas en una caseta de los baños de El Astillero. Recurriendo a los compañeros de trabajo averigüé asimismo que el empleado de la gasolinera estaba dispuesto a sacar dinero de donde y de quien fuera, y que se había vanagloriado de recibirlo de mujeres, y según un empleado a quien hice beber en abundancia, si se terciaba, de hombres. Cavilando conseguí acordarme de que el salón de la casa de don Wifredo y quizá el gabinete y la alcoba estaban entarimados y relucientes cuando los pisos de madera no eran todavía corrientes en Barcelona.

Dadas mis relaciones en los bajos fondos, las noticias que recogí sobre el perista fueron copiosas: un delincuente desaprensivo, amoral y campechano. Su dependencia de la cocaína hizo que mis investigaciones derivaran hacia falsas pistas lo que me hizo perder tiempo, hasta que deseché relacionar los asesinatos con las drogas y su tráfico. Las víctimas, todas ellas de distintas edades y condiciones, eran hombres de buen aspecto, simpáticos en su trato, desvergonzados y, por gastar más de lo que ingresaban todos ellos, se veían acorralados por acreedores o por urgentes necesidades de numerario. Al de la gasolinera —fue la viuda quien me informó— le vencía una letra en los días de su fallecimiento, y de la primera de las víctimas, el industrial de familia conocida cuya cartera y reloj desaparecieron, supe que la industria de la cual era propietario y gerente se hallaba al borde de la suspensión de pagos y que por aquellas fechas él andaba de un lado a otro esforzándose por reunir fondos. Y, elemental querido Watson, lo que hizo la noche de autos fue acudir a una cita con alguien de quien esperaba le entregara una suma de dinero; y en aquel apartado lugar de Pedralbes halló la muerte. El que le despojaran de la cartera y el reloj era ingenuo truco para despistarnos. De sus costumbres íntimas poco conseguí averiguar: que se hallaba distanciado de su esposa y que dormían en alcobas distintas desde años atrás. Poco era, pero algo era, sin embargo, y el hilo de mis sospechas no se rompía tampoco por ahí.

Cerca de año y medio empleé en reunir prontuarios bastante completos; tenía ordenados en carpetas los resultados de mis observaciones y los antecedentes, y cuando abandonaba la pasión dejaba los papeles bajo doble llave. Algunos compañeros a quienes había interrogado sobre diversos aspectos y detalles o solicitado que me mostraran documentos, se guaseaban del interés que me tomaba en unos casos en los cuales sólo muy tangencialmente había intervenido. El próximo paso podía dar al traste con los resultados de mis pacientes pesquisas que a fin de cuentas se guiaban sólo por una vaga intuición. Comencé por visitar durante mis horas libres una biblioteca pública y me limité primero a consultar la Enciclopedia Espasa en los apartados, daga, estilete, estoque, puñal, cuchillo… Interrogando más adelante a la bibliotecaria tuve acceso a unos magníficos volúmenes ingleses con lucidas ilustraciones y reveladores detalles. En cuatro o cinco sesiones topé con lo que buscaba a tientas: un arma fina, precisa, de cincelada empuñadura, y aunque no dominaba el inglés y no quería hacer a nadie partícipe del descubrimiento, y menos a la amable bibliotecaria, comprendí que se trataba de un puñal florentino del siglo xvi, cuya hoja era cuádruple, o si se prefiere, dos hojas que se cruzaban a todo lo largo de su eje longitudinal y, por tanto, de cuatro filos. Medía unas once pulgadas, algo así como veintiocho centímetros y era muy afilada y puntiaguda.

El hallazgo me produjo una viva excitación y mi primer arranque, y una vez que hube apuntado los datos para localizar de nuevo el libro inglés, fue presentarme ante mi jefe y exponerle el resultado de mis estudios e investigaciones al tiempo que solicitar de él una orden de registro domiciliario. Mientras andaba por la calle fui calmándome y con la calma vino la reflexión. ¿Qué pruebas irrefutables había reunido para el caso en que el arma no fuera encontrada en el registro? Un paso en falso podía llevarme a fracaso y en lugar de la admiración ganarme la repulsa y ser objeto perpetuo de las burlas de mis compañeros. Encadenando razonamientos llegué a conclusiones definitivas: nada iba a decir, porque ¿cómo podía yo justificar el hecho de haber interrogado extraoficialmente años atrás al mísero ladronzuelo de las figurillas. Y aún en el caso de que el puñal apareciera, que era más aleatorio, y la prueba judicial resultara terminante ¿cómo podía evitar que d’Anglés, estrechado a preguntas, cantara sobre la gestión que me encomendó, el dinero que me pagó por ella y varios etcéteras que justificarían sanciones graves?

Recurrí a una estratagema; tuve que esperar la llegada de la canícula, y comprobar, por medio de reiteradas llamadas telefónicas y muy discreta vigilancia, que Wifredo d’Anglés se había trasladado a una finca de su propiedad en la Costa Brava y que el servicio, o disfrutaba de permiso o le acompañaba durante el veraneo. Guardaba en la memoria la disposición de la casa, porque fijamos en determinados detalles y retenerlos en la cabeza, forma parte de la rutina de nuestra profesión. Opté por la puerta de servicio, con cerradura sencilla a menos que la hubiese sustituido, que daba a una escalera secundaria poco vigilada por los porteros y más descuidada aún durante el aplastante verano. Conseguido el molde de cera me dirigí a un viejo cerrajero a quien, en cumplimiento de mi obligación, tuve que detener hace años, y no sin culpa por su parte. Me confeccionó en pocos días una pulida y ajustada llave, ignorando por supuesto, cuáles eran mis propósitos. A última hora de la tarde me introduje subrepticiamente en la casa y para trabajar sin prisas ni sobresaltos esperé que dieran las diez y cerraran los portales. Casi dos horas tardé en encontrar el puñal florentino, cuya inconfundible hoja se hallaba disimulada por delicada funda de cuero repujado. No estaba junto a las demás armas sino en el propio dormitorio del sueño, colocada como al desgaire entre relojes y bibelots. En mi poder estaba la prueba; nadie me había visto, nadie podía sospechar de mí.

Por medio de una serie de llamadas telefónicas, alterando la voz, fingiéndome equivocado, o dando nombres falsos, supe del regreso a Barcelona del señor d’Anglés, quien por cierto tampoco tenía nada que ver con Inglaterra sino que por línea paterna procedía de un pueblo de ese nombre de la provincia de Gerona.

Lo demás ocurrió con sencillez. El sabía que el puñal había sido sustraído de su habitación, y sabía también que esa pieza podía ser prueba suficiente; lo lógico pues es que estuviera inquieto. Durante un mes le dejé cocerse en su propia salsa y debatirse en sus agonías. Imaginé un pretexto cualquiera —informes reservadísimos que necesitaba sobre un amigo suyo— y convinimos una cita por teléfono; le rogué que, dado lo delicado del caso, prefería que no me vieran los sirvientes ni se enteraran que iba a entrevistarme con él. Me abrió personalmente la puerta y le advertí envejecido y receloso. Tras circunloquios e invenciones que me llevaban a hurgar en la vida de un pariente suyo que no me interesaba, comenté lo mal pagados que estábamos los agentes, la precariedad de nuestros sueldos ante la constante subida de los precios, lo menguado de nuestro retiro; farfullando casi, me dijo que si le prestaba un nuevo servicio, esta ocasión de carácter muy delicado, estaba dispuesto a sacarme de apuros para el resto de mi vida. Confesó que había sido objeto de un robo abominable que le convertía en posible víctima de un tremendo chantage; se quejaba de que siempre había sido víctima de astutos y despiadados chantagistas y añadió en voz queda, que, acorralado, se había visto forzado a defenderse. Estaba a punto de confesarlo todo, pero por mi parte no necesitaba más confesión. Acababa de atar el último cabo. Comprendí los motivos, pero cuatro muertos tampoco podían quedar impunes.

El quinto crimen del misterioso «asesino de la cruz» mereció los honores de ser publicado en primera página y en lugar preferente en las revistras gráficas; en aquellas épocas de censura política las noticias relacionadas con asesinatos cobraban mayor relieve y eran leídas con fruición por amplios sectores del público. Los compañeros bromeando me interrogaban sobre si había descubierto alguna pista esclarecedora, y mi jefe llegó a encomendarme pequeños servicios relacionados con el caso; cuando esto ocurría, mataba el tiempo en los cines o echándoles migas de pan a los gorriones del Parque de la Ciudadela.

Como ocurrió en los casos anteriores, nada llegó a averiguarse; las pistas se perdían en la confusión. Nadie fue capaz de descubrir el hilo que sirviera para hilvanar aquellos cinco casos tan dispares; y eso que presumían de linces.

Con el tiempo dejó de hablarse del «criminal de la cruz»; aquel fue el último de los asesinatos que le atribuyeron.