«El cerebro soluciona los problemas efectuando una evaluación matemática.»
(Bernard Hassenstein, Cibernética y biología)
Ironías del destino. A Facundo Miramón se le dieron siempre muy mal las matemáticas. No las comprendía, y acabó el bachillerato a trompicones, gracias al hartazgo de su profesor de la citada ciencia exacta, hastiado de ver día tras día el rostro hermético de aquel alumno cerril, continente de un cerebro incapaz de aprehender el menor concepto abstracto. Al cura que le daba religión le hizo llevarse las manos a la cabeza cuando, progresista él, quiso introducir en los sesos de Miramón lo que era el infinito con símiles poético-infantiles.
—Mira —le había dicho una vez, tiza en mano, mientras trazaba una línea recta horizontal—: esta serie de puntos es infinita. ¿De acuerdo?
Facundo había asentido con la cabeza. Y el sacerdote, muy orgulloso de sus dotes simbólicas, había trazado otra línea de arriba a abajo.
—Esta serie de puntos también lo es, ¿no?
Nuevo asentimiento tácito.
—Y ¿qué forman?
—Una cruz —había repuesto Miramón al cura, que jubilaba.
—¡Pues eso es Dios! ¡El infinito en forma de cruz, Facundo!
Miramón se había quedado mirando el simple dibujo, y, tras cavilar unos segundos, había afirmado:
—Pues no hay Dios, entonces.
—¡Qué dices, hereje! —le cayó la tiza de la trémula mano al cura.
—Que si prolongamos las líneas de la cruz, se terminarán donde termina la pizarra; y la pizarra no es infinita.
Ironías del destino, dije antes: y es que Facundo, que era torpe, pero no tonto, y que veía compensadas sus escasas facultades para el cálculo con una intuición prodigiosa, había renegado de las matemáticas, renunciado a los estudios universitarios, y se había empleado en un banco. ¿Para qué gastar más dinero en matrículas y en libros que le eran inútiles?, fue su argumento ante su madre, desilusionada, que veía, con esa ceguera que procura la sangre común, a su Facundín graduado en exactas, en química o en geología.
—Además, cobraré un sueldo que irá aumentando —insistió Miramón—. Eso me dejará la conciencia tranquila, porque podré compensar todos los sacrificios que hiciste, y que no pude aprovechar. Has estirado al máximo la pensión de mi difunto tío, que no es gran cosa. Y has tenido que tragarte durante todos mis estudios el amargo desengaño de mis suspensos y de las filípicas de mis profesores… No: no es justo. Yo tengo que aportar algo a esta casa, y, ya que se me ofrece la ocasión de entrar de contable en la Mutual Ibérica gracias a que nuestro amigo Cendrón me ha recomendado, no voy a desperdiciarla.
—Pero, si dices que eres tan negado para el cálculo, ¿cómo vas a trabajar de contable? —se extrañó su madre—. No durarás allí ni un día. Te equivocarás; harás balances cojos. ¡Qué digo cojos! ¡Cojos, mancos y tuertos! ¡Y no es eso lo peor! ¡Lo peor es que te pueden tomar por ladrón, que pueden creer que te haces el tonto para apandar lo que te cosquillee bajo los dedos! Pero ¡allá tú! ¡Nunca tuve, ni quise tenerte, dominado, y menos ahora, que eres un hombre! En cuanto a lo que ganes, no quiero nada de ello: será para ti. Nos sobra, aunque te parezca mentira, con la pensión. Tenemos el cocido garantizado, y con qué vestirnos.
—Te pongas como te pongas —rió Facundo—, te entregaré lo que gane menos lo que me haga falta para tomar unas cervezas y tabaco.
La madre se le quedó mirando, con el gesto un tanto extraño. Después le señaló con un dedo huesudo, amenazador, y acabó por proponer:
—Y para salir con una chica, ¿no?
Facundo Miramón se ruborizó. No era guapo chico, y, además, su timidez rozaba lo patológico. Se quedaba pensativo frecuentemente ante las fanfarronadas de sus compañeros; ante aquellos alardes de virilidad —estigma indeleble del celtiberismo— que se sucedían en el ágora del patio del colegio antes de que la campanilla sonara llamando al desasne los lunes por la mañana. Todo había sido para sus amigos reuniones sabáticas y magreos dominicales. Para él, paseos taciturnos que abarcaban toda la capital. Y unos esfuerzos que le ponían al borde del llanto cuando llegaba, agotado, con las pantorrillas doloridas, y se ponía frente a su pupitre de trabajo para tratar de conjugar y poner en orden aquellos abstrusos teoremas; aquellos silogismos garrapateados de números que tenían premisas sólo, ya que la consecuencia lógica y perfecta tenía que lograrla su inteligencia.
Y no podía. En las carpetas de sus compañeros de aula, que habían bailado, bebido, fumado, ido al cine con una muchacha de escasos prejuicios a la «fila de los mancos», los silogismos matemáticos, más o menos estaban resueltos, hechos de forma que el dómine comprendiese que el muchacho había llegado al cogollo del asunto, y que, hubiese o no acertado, había comprendido: un cinco, un seis, les esperaba. En la carpeta de Miramón, cuyo único esparcimiento solía ser contemplar el manar de las fuentes municipales; la observación de los tipos que se le cruzaban con ese rictus de día de fiesta del que nadie se desprende; el estudio de la expresión melancólica de los bichos presos del zoo o la meditación al tiempo que vagaba por las sacramentales de San Isidro y San Justo después de haberse parado ante la tumba donde su padre, el coronel de Intendencia Miramón, o lo que había sido ello, yacía, los problemas estaban mal, rematadísimamente mal resueltos o sin resolver. Sólo había gozado de su soledad, del cine íntimo que es la memoria, la retrospectiva, la prolongación de su inteligencia que, si no nula, no era aplicable a los algoritmos de Euclides ni de Arquímedes. Su madre, un día, le había preguntado que si quería ser cura, al ver su condición solitaria y contemplativa.
—Tu padre murió en el primer bombardeo de Madrid. Y yo soy liberal —le había dicho—. Con él se fue su dogma: «No quiero que en mi casa huela a incienso o a sotana agria».
—Tenía razón —fue la respuesta de Facundo—: los curas huelen a agrio, y no tengo la menor vocación de engarzacredos. Nunca rezo. Me gusta la soledad, y eso es todo. Si no me has visto salir con chicas, ni ir a bailes ni reuniones es porque los espejos no mienten y no quiero que me den con él en las narices. No poseo talento que compense mi insipidez física, y prefiero los conciertos a la música estruendosa. Me dan asco los rebaños apiñados en las salas que dicen de juventud, y, además, no soy muy hablador. Soy huraño, y me gusta hablar conmigo mismo. ¿Cura yo? Mal ojo de madre tienes. Y, si has tenido algún pensamiento equívoco —ya apunté que la intuición de Facundo era extraordinaria— te diré que soy un hombre completamente normal que sabe admitir sus deficiencias y el alcance de sus posibilidades.
Era verdad que nunca rezaba. Iba a ver la tumba de su padre por inercia, y por gozar después del vagabundeo entre losas antiguas con vello de hiedra y musgo, caóticamente dispuestas en muchos patios, encabezadas por cruces de mármol o de hierro de forja que el orín carcomía. Ante la losa que cubría la sepultura del coronel republicano Miramón se paraba, no a encomendarle al Supremo Ser, sino a intentar saber cómo había sido. Cómo había andado, qué gesto ponía al gustar un buen vino; cuál era su expresión cuando se encolerizaba o cuando se divertía; qué problemas habían medrado en la estructura ósea que ahora estaba bajo tierra era lo que realmente le interesaba. Y después, haciendo crujir la gravilla del abandonado camposanto, se perdía por aquellos vericuetos, laberintos de la muerte, queriendo re-crear el carácter de un padre al que sólo conoció cuando no tenía uso de razón.
Aquella curiosidad por los espíritus muertos había aumentado, y muchos días de fiesta, a veces al salir del colegio, algo le atraía a las Sacramentales: el deseo de adivinar la idiosincrasia de cada fallecido, allí puesto bajo la tierra húmeda. Leía los nombres, y, como un hábil pintor esboza con trazos ágiles la figura de un modelo, su imaginación dibujaba tendencias, manías, tics, vicios, virtudes, aficiones y personalidades ya esfumadas, confundidas con la nada eterna. ¿Por qué aquel paso por la Tierra? ¿Por qué aquel capricho de la Naturaleza, que creaba un ser para después destruirlo tras haberle obligado a crearse más obligaciones y a sobrevivir sabiendo que no había salida ni solución, y empujando la carga de sus prejuicios e instintos con la tenacidad de un escarabajo pelotero haciendo rodar su carga? El misterio de la vida siempre le había intrigado a Facundo, y también su falta de sentido y su gratuita discriminación. Trató de escribir algo sobre el tema, pero no tenía grandes dotes para la sintaxis, que al fin y al cabo es la matematización de un texto. Ya lo ha dicho Pierre Bertaux en su ensayo: «El concepto lógico de la cibernética» —e insisto en esta ciencia durante el relato porque en ella se van a basar muy pronto no sólo la medicina, la biología y la astronomía, sino también la psicología y la sociología—: «La palabra escrita es el fundamento imprescindible de un pensamiento preciso y progresista». Facundo tenía mucho de progresista, pero nada de preciso. No era, además, diestro en metáforas, paralelismos, símiles o apuntes irónicos. Y, pese a que toda su persona rezumaba abulia y nihilismo, Miramón era un personaje activo hacia lo íntimo; un ejemplo del superhombre encadenado que definió Nietzsche, que no se enganchaba a sistemas definidos, que era incapaz de concentrarse. Releyó sus insulsos textos y decidió, con aquella su gran dote de aceptar los defectos propios, dejar también la filosofía como proyecto futuro.
—¿No me has oído? El dinero que ganes no va a ser todo para cervezas, tabaco, periódicos y cine —insistía su madre—: ha de servir también para que salgas con una chica. Podemos defendernos con la pensión de tu tío Simón, y además se habla de que próximamente las viudas de oficiales republicanos muertos en la guerra civil cobrarán pensiones como las otras.
—Nos alimentaremos de cadáveres, pues, como las hienas —fue el comentario irónico y macabro de Facundo—. Y, además, ¿con qué chavala quieres que salga? Conozco un par de ellas, pero son amigas para dar un breve paseo o sentarse en una terraza a plantear temas sin interés; a fomentar la trivialidad. Y yo detesto la trivialidad y la rutina.
—Pues eso es, ni más ni menos, lo que te espera en el banco: rutina —sentenció la viuda de Miramón.
—Te equivocas. Esos trabajos acaban convirtiéndose en mecánica, y el hombre, entonces, es más capaz que nunca de autodividirse, de dialogar consigo mismo sin dejar que su cáscara material siga funcionando. Algunos científicos lo llaman retroactividad, frente a los que se oponen a tales facultades limitando la acción impensada al ya arcaico concepto de «reflejo condicionado» —las pupilas le brillaban, con un desusado entusiasmo, a Facundo—. Nuestro sistema de neuronas es mucho más complicado que todo eso, y tiene un terreno intensísimo de actuación. Piensa en un hombre que escribe a máquina, o maneja un «telex»: al tiempo que toda su mente se concentra en cómo va a desarrollar la idea, se evade del sistema que le está ayudando a perpetuarla en el papel. Y además, tengo mis paseos. Mi libertad de tomar un autobús al azar y bajarme en la parada que me apetezca para examinar el barrio donde esté; perderme entre sus callejas y encontrar una intención, un trasfondo, a los rostros desconocidos que voy viendo desfilar y que no volveré a ver más porque, aunque se reproduzca el encuentro, no nos reconoceremos… Y es lo que voy a hacer ahora mismo. Vagabundear. Hasta la semana próxima no ocuparé el puesto vacante, y voy a aprovechar el tiempo.
Dejando a una viuda de Miramón atónita, desconcertada, que nos respondió a la perorata más que con un suspiro y un meneo de cabeza, Facundo fue a peinarse, se puso el gabán y salió a la calle.
Era una tarde de invierno iluminada por un sol ya en estado de coma, redondo y cobrizo. Soplaban rachas de viento helado, como bofetadas. Eran los parques viñas gigantes. Pisaba fuerte la gente, con la nariz enrojecida. La tarde aquella, limpia de nubes, hubiera hecho trabajar a Velázquez.
Bajó Facundo por la calle de Bailén. Se sentía contento y libre. Los jardines de Sabatini estaban desiertos, dejando aparte a dos o tres viejos que miraban sin mirar, ya tan enjutos que el cierzo no hacía mella en ellos.
Subió la escalinata, pasó revista a los reyes godos, y después fuese hacia San Francisco, no sin antes meditar un rato ante el busto de Larra, el sarcástico suicida. Llegó al paseo de los Melancólicos después de atravesar el puente de Segovia, gigantesco ciempiés gris sobre un Manzanares macilento y opaco. Subió la cuesta que llevaba a las Sacramentales. Los cipreses le daban pinceladas al vacío a cada golpe de viento, capuchinos de chafado capirote verdusco. Facundo subía a zancadas, contento porque iba a visitar a sus seres sacados de la fosa a base de imaginación: allí estaría don Adrián Jiménez y Jiménez, notario, fallecido cristianamente a los cincuenta y siete años de edad (¡cuántos primos se sacaban por conveniencia familiar en mil ochocientos sesenta y tantos!) Miramón se imaginaba al difunto vestido de levita con tono oscuro, corbataza aplastonada surgiendo de una barba apostólica con la coquetería de dos terminales engomadas y en punta, pantalón estrechado a partir de la rodilla, de petimetre, botines flamantes y pelo entrecano. No le faltaban los guantes de cabritilla ni el bastón-estoque con puño de plata, ni la chistera en forma de chimenea. Le concedía buena memoria, genio vivo, carácter estricto y cariño a la buena mesa y a las mozas de mesón. Liberal, independiente, guapo hombre de renta holgada, no se había casado, porque, al contrario de lo que sucedía en la mayoría de las lápidas, no había venido a reunirse con él viuda alguna. Su nombre figuraba, solitario, sobre el mármol. Estaría Bernardina Villarreal Gámez, enterrada en 1877 a los veinticuatro años de edad. Otra soltera galdosiana, menuda, pálida, tímida, de familia venida a menos tras haber conocido el más. Nunca fue pretendida, ni pretendió que la pretendiesen por la razón lejana que diera Facundo a su madre: los espejos no mienten, y los afeites ridiculizan y destruyen. Había leído —o pasado por el texto la vista— a los clásicos. No había muerto de tisis, ni de garrotillo. Un día, con la mejilla sostenida por la palma de la mano y un libro sobre la falda, se había muerto de aburrimiento, contra el cual el único antibiótico es la imaginación. Y carecía de aquel recurso. No faltaría el gobernador Ruiz de Allende, longevo que había hecho traer de sus Canarias gobernadas las cenizas de su cuerpo falto de halo, vestidas con el traje de gala de general de división. Había llegado a la increíble edad, en 1868, de setenta y cinco años. Facundo le imaginaba chillón, muy repeinado, adicto a la ópera, sobre todo a los entreactos, porque durante los actos se dormía. Conspirador de boquilla, con ideas poco concretas (aparte de las ordenanzas militares edictadas por Carlos III) acerca de lo que era realmente la política, se sentía subrayado por la idea de salir de noche con camuflaje de embozo y sumergirse en la neblina de denuestos, proyectos y «estohadeterminarse» de cualquier bodeguilla oculta a la que el acetileno concedía aspecto fantasmal y lóbrego, estirando las sombras de los conjurados que no sabían qué querían, pero que no conocían aún el fútbol.
Le habría encargado su busto en bajorrelieve, el que montaba guardia en ángulo recto con la losa, a Bartolozzi, en vida. Se había casado, y tenido tres hijos. Todos habían sido oficiales. «¡Qué tentación para un coleccionista de armas! —solía pensar Miramón—. Ahí dentro debe de estar todo plagado de sables.»
Había llegado. El ordenanza, un hombre ratonil, portador de lentes de marco redondo, hirsuto de pelo y sumido de mejillas, escribía algo en un papel de barba con una pluma de manguillero.
—Vamos a cerrar muy pronto —le advirtió.
—Con media hora me basta —repuso Facundo—. Daré el paseo en seguida —el ordenanza le miró, frunciendo una ceja, y le dijo:
—¿Quiere usted decir que no tiene usted ahí dentro a ningún allegado?
—No. Tengo a mi padre en la Sacramental contigua.
—¡Y viene aquí sólo a pasear! —dejó el otro el manguillero, con cuidado, en su soporte.
—¿Por qué no? Esto es un jardín como otro cualquiera: un parque. Contiene cadáveres, pero también los contiene todo terreno fuera de estos límites. Cadáveres de hombres de Cromagnon y de Neanderthal que fueron nuestros antecesores en la prehistoria y que, como dice el texto bíblico, y ese simpático cartelito colocado ahí en latín con letras doradas: «in pulverem reverteris». ¡Vuelve el polvo al polvo, simpático ordenanza!
—¡Yo no soy un ordenanza! —se indignó el otro—. ¡Soy el encargado! ¡Y ya me está mosqueando tanta visita al recinto sin tener en él allegado alguno! ¡Daré parte a mis superiores de que un excéntrico ha tomado esto por el parque de la Fuente del Berro!
—Dé parte. Como ciudadano, tengo derecho a entrar aquí cuando me plazca. Y no me haga perder más el tiempo. Hasta ahora.
Una vez franqueado el atrio, deambuló por entre las malas hierbas y las tumbas, «cazando duendes», como solía decir. Ya no sólo se dedicaba a crearle una existencia a aquellos sepultados, sino que luego, cuando saliese, haría lo propio con la gente viva, desconocida, que encontrara. Hallaría alguna taberna fétida donde no le faltarían personajes que computar, ordenar y colocar en el tipo de reacción que tendrían dado determinado caso. Sin darse cuenta, se estaba convirtiendo en aprendiz de brujo en el terreno de la psicología. Y lo malo era que estaba totalmente convencido de sus deducciones. Y ya hemos dicho que Miramón era meticuloso en lo referente a corregir sus errores y reconocerlos.
Iba sintiendo, al par que los días pasaban, que se le había concedido una facultad ilimitada al nacer. Una dosis de electricidad superior en sus procesos intuitivos.
La conexión de las neuronas en conjuntos neuronales nos lleva a un estado funcional basado en las actividades superiores, en el hombre y en el animal. Pero existía en la organización neurótica de Facundo una clase superior de principios de función de los que depende la consciencia de la información exterior que se recibe y almacena en el sistema nervioso. Como un acumulador de enorme capacidad, la retroconciencia de Miramón era un auténtico aparato de rayos X psíquico. Bastaba el contorno de una figura para que le atribuyese una personalidad que sabía exacta. Y que sabía que sabía, además de saber cómo, cuándo y por qué corregir los errores que se producieran. Todo empezó como un juego misantrópico de dotar los cuerpos imaginarios a los esqueletos que yacían en San Justo y San Isidro, y continuó con la observación discreta de entes vivos, a los que diseccionaba las intenciones y los diversos estados de ánimo con unos segundos de concentración. Hubiesen hecho de él un gran escritor si sus dotes para el vuelapluma sin incurrir en consonancias involuntarias no se lo hubiese impedido. «Es curioso —solía decirse, cuando se empeñaba en sus tareas literarias—: si trato de hacer en verso, no hallo la rima; y basta con que quiera hacer prosa para que la rima surja por sí sola».
Tras una corta visita a sus muertos, viendo que el cielo se ponía cárdeno y que el sol le hacía un último guiño de ojo a la ciudad, cómplice de futuras oscuridades, fuese hacia la salida llevando a rastras su sombra alargada. No quería enojar más al funcionario. Hinchaba el ceño, más meditabundo que nunca. Había tenido la fugaz idea de hacer un curso de psicología, pero fue una ilusión breve. Se paró ante un nido donde alguna madre había hecho colocar ál marmolista un hiperhistérico: «¡¡Hijo mío!!», se rascó la nuca, y dijo, en voz alta:
—Tienes razón, chaval: para eso hay que estudiar. Y yo no sirvo. Es más: me estropearía la intuición.
El encargado seguía rascando el papel de barba con gesto hondo y concentrado. Facundo le soltó a bocajarro:
—¿Por qué ha llamado usted a la policía?
—¿Yo? ¡Está usted chiflado! ¡O borracho!
—Sí, hombre, sí —sonrió Miramón, el hombre-computadora—: les ha dicho que por aquí viene un joven a pasear sin tener ningún allegado, y se ha llevado una gran desilusión cuando le han respondido que tengo perfecto derecho a ello, y que no puede impedir mis vagabundeos por entre las tumbas mientras no las profane, ni le robe mármol o hierro de forja.
—Pero ¿cómo?…
—Para mí, amigo, su intención era tan transparente cuando le dejé al entrar, que mi inteligencia no ha sufrido el menor desgaste. Y me alegro, porque no tengo mucha. Suplique bien al Ayuntamiento para que dote de nuevo material de oficina, sobre todo una máquina de escribir, a la administración de este camposanto, y que tenga usted muy buenas tardes.
Cruzó el umbral, y se dirigió a la cuesta que llevaba a la Avenida de los Melancólicos. Para ello tomó un atajo por un desmonte donde se acumulaban carrocerías calcinadas, neumáticos viejo, recipientes de plástico, latas de conserva, harapos y zapatos o botas de pocero bostezantes. Una bombilla agónica lucía ya al fondo, en el interior de una chabola construida con paneles, «tablex», planchas de metal seguramente afanadas y un techo de Uralita. La puerta de entrada era simple: cuatro harpilleras cosidas. De aquella tierra áspera, sucia, surgían aquí y allá abrojos, malas hierbas hirsutas y charcos fétidos donde abrevarían las ratas. Miramón no se sentía impresionado por aquella patente esterilidad. Le hallaba su encanto, y prefería mil veces su aspecto crudo y auténtico a los paisajes relamidos de Watteau. «¿Cómo voy a salir con una chica, si acabaría, por inercia, trayéndola aquí, y diciéndole que esta desolación penetra más en mi sensibilidad que unos sauces llorones reflejados en un estanque o una pradera con amapolas?» —meditada.
Caminaba a lo largo de un Manzanares color chocolate claro. Las personas que le cruzaban iban convirtiéndose ya en siluetas móviles y, sin embargo, el sistema neuronal de Facundo captaba sus estados de ánimo, sus intenciones, y, hasta llegar al puente, se divirtió adivinando qué siluetas iban alegres, y cuáles tristes; sobre todo, a cuáles cuajaba más el nombre de la Avenida de los Melancólicos.
Arriba, en el despacho del cementerio, el funcionario había cerrado la verja, todo recelo. Porque lo que había escrito en el papel de barba era exactamente lo que el muchacho chiflado había dicho: nuevo material burocrático, y sobre todo una máquina de escribir, para el despacho del camposanto.
Facundo Miramón cruzaba el puente con intenciones de llegarse a la Plaza de la Cebada, en busca de tugurios no adulterados para un turismo papanatas: de auténticos chiribitiles donde, no muy atrás en el tiempo, su amigo el gobernador Ruiz de Allende, que no era ahora sino un batiburrillo de huesos mezclados con un sable comido por la roña, habría, sin duda, conspirado. Metiéndose por una callejuela mal empedrada, halló un figón que ostentaba en el rótulo el original título de «VINOS». Allí se entró, y pidió un vaso. Sólo había un parroquiano, sentado en una banqueta, con una pierna estirada, frente a una mesa redonda de gruesa madera con resquebrajaduras que sustentaba un cuartillo; o, mejor dicho, lo que quedaba de él.
El dueño, provisto de un delantal preñado de lamparones, le sirvió de una frasca con agilidad concedida por el oficio. Llevaba una barba de dos días que le azuleaba el rostro estólico.
—No, no —le dijo Miramón—: yo no quiero de ese vino. Quiero del que le está sirviendo a aquel señor.
—Pero ¡si no lo ha probado usted! ¡Es el mismo!
—No —negó Facundo—: me ha servido usted de la frasca que reserva para los clientes de paso incautos. Lo ha pensado nada más verle entrar. Ese señor, en cambio, viene todos los días y le pone usted mejor calidad, con el fin de que medite, a lo largo de horas y horas, acerca de la pierna que se dejó en el Ebro.
El viejo miró a aquel muchachuelo, atónito.
—¿Cómo lo sabe? —inquirió con voz áspera.
—¿Lo del vino o lo del casco de metralla? —se guaseó Facundo.
—Las dos cosas. Porque ambas ciertas son. Amalio echa mano del vino parroquial, con parte de bautismo, cuando ve una cara nueva. Y a mí se me llevó un zancajo un casco de metralla en el cacao del Ebro. ¿Está seguro de que no nos conoce?
—En absoluto.
—Pues ya es rato, ya. ¡Bueno, tú, Amalio! —se dirigió al tabernero. ¡Sírvele de lo moro al señorito, que merecido se lo tiene por su pesquis!
Facundo dio las gracias, bebió, puso una moneda sobre el mostrador y Amalio se la rechazó.
—Aquí, el Cojo, le invita.
—Para otro cuartillo, a ver si se le alivia el muñón —sonrió el fenómeno. Y se despidió de los efluvios de fritura fría, del olor a serrín húmedo y pez, mezclado con otro harto familiar que surgía de la puerta entreabierta de un lugar titulado «Servicios».
Era ya la hora de cenar cuando llegó a casa. Abrió, y se sorprendió al oír una voz de hombre que dialogaba con su madre. Colgó el abrigo, y entró en la sala de estar. La viuda de Miramón estaba con un señor ya de edad, con fiero bigote algo a lo kaiser, traje de corte y matiz severo y amplia frente sonrosada. Tenía los ojos muy claros, acuosos, y una generosa napia con paisaje lunar de viruela.
—¡Vaya! ¡Ya estás aquí! —dijo la viuda—. ¡Mira! ¡Este es el señor Andía! Fue muy amigo de tu padre, pero no nos visita a menudo porque trabaja en Navarra.
—Encantado, doctor —estrechó la mano del visitante Facundo. Aquél, alzadas las cejas, abrió la boca, estupefacto.
—No sirves para mentir, madre, y menos a mí. ¿Por qué has convocado a este señor psiquiatra, a quien, por otra parte, tengo mucho gusto en tener bajo nuestro techo? —reconvino Facundo a su madre—. Y bien, ya que está aquí, utilicémosle. Empiece cuando quiera.
El psiquiatra parecía pasmado.
—¿Cómo lo ha sabido? Por fino que tenga el oído, no ha podido oímos a su madre ni a mí. Además, si ha llegado ahora, es imposible que le haya dado nada una pista: no se ha pronunciado para nada la palabra «doctor».
—Pues no puedo responderle —se sentó Facundo—: sólo sé que sé. Y que éste es mi sexto sentido, este aumento de electricidad en mi sistema neuronal ha venido desarrollándose a lo largo de mi pubertad sin que yo hiciese nada ni por impedirlo, ni por estimularlo. Escuche: soy un pésimo estudiante, porque soy incapaz de realizar una deducción lógica, una definición o un postulado coherente. He sido la desesperación de mis profesores, porque algo íntimo me prohibía entrar en el sistema. Mi inteligencia pertenece a uno de esos vacíos que existen en el terreno deductivo de cualquier ciencia, y se cierra automáticamente por retroalimentación cuando intuye que está dedicando su esfuerzo a algo inútil. Mi mente es pragmática, primitiva. Es escéptica, desconfiada, y posee el más ortodoxo de los agnosticismos. Citándole a Norbert Wiener y a Bigelow, puedo establecer un símil: usted, como médico, es capaz de distinguir entre una enfermedad de Parkinson y un temblor voluntario. Mi diagnóstico es psíquico, pero enormemente, infinitamente superior, y de una potencia hiperdesarrollada, que me permite darle un significado íntimo a una expresión.
—¿Ha estudiado cibernética?
—No he «estudiado». Me he informado sobre ella. Porque precisamente mi similitud con una máquina computadora es terriblemente exacta: recibo información, y mi complejo de neuronas deduce y dibuja la consecuencia de forma precisa. Otra de las cosas que me llevaron a informarme sobre la semejanza entre mi ser y un aparato ha sido siempre el no obcecarme en una idea errada, sino admitir el fallo y corregirlo con la mayor de las frialdades. Y no es lo que puede llamarse «voluntad», o «nobleza». Es un proceso matemático llevado a cabo en un cerebro que rechaza toda ciencia exacta en la medida que la información recibida es considerada inútil. ¿Me sigue?
—Sí, sí: trato de comprender, aunque no niego que es un fenómeno increíble —asintió el doctor.
—Voy a darle un ejemplo práctico: si me exponen un problema tal y como un bloque de hierro cae desde una altura de 60 metros. Calcule cuánto tiempo tarda en llegar al suelo. «El bloque pesa una tonelada y un quintal», no lo resuelvo. Mi retroalimentación se niega a abastecerme. Pero si me lo plantean así: «Un bloque de hierro de tonelada y un quintal cae desde una altura de sesenta metros sobre usted, y va a aplastarle. ¿Cuánto tiempo tiene usted para ponerse a salvo?», mi mecanismo de intuición funciona, y doy el resultado exacto. Eso era lo que hacía en los exámenes, pero como eran escritos, y yo no planteaba lógica alguna, sino que me limitaba a dar el resultado, siempre sospechaban que lo había copiado de un compañero: Nada más entrar aquí, he captado que usted era psiquiatra, y, como siempre he sido contrario a los tratamientos mentales», que rechazo porque impugnan sólo coacción y encierro, y en ningún caso ayuda, por ser una de las ciencias más subdesarrolladas en el país, y perdone mi franqueza, la intuición que poseo ha querido funcionar y le ha etiquetado usted al punto.
—¿Por qué no ayuda usted, pues, a esa ciencia que considera subdesarrollada, con esas dotes maravillosas?
—¿Cómo?
—Estudiándola.
—No podría. Me sucedería lo mismo que en el caso del bloque de hierro. Tendrían que existir motivos pragmáticos, no teóricos, para que mi cerebro aprehendiese las lecciones superfluas: lo que en el colegio se suele llamar «paja». Voy a ser contable de banco, tengo ya el puesto, y con ello me contentaré. Mi madre le ha llamado, alarmada, porque no tengo ningún asuntillo con mujeres ¿no?
—¡Para qué negar! —se resignó el doctor Andía.
—Ahora está pensando: «quiero un nieto». Lo tendrás, madre. Lo tendrás cuando una estructura femenina no reaccione a mi paso, o ante mi presencia, con un piropo parecido al de «¡Ahí está ese larguirucho soso que no tiene el menor porvenir y que por no ser, no es ni rico ni guapo!» Ese día mi extraña facultad funcionará, y algo parecido a una luz verde de paso y esperanza se encenderá en mi cerebro. Cuando una figura del otro sexo piense al mirarme: «Es innegable que posee rasgos de ingenio; ironía; corazón dispuesto a amar y bondad. No me engañaría nunca: su expresión lo dice. Además, es honrado y se le nota falta de cariño», mi misoginia se desvanecerá y tenderé las dos manos. La electricidad contenida en mis neuronas se encarnará de encender ese semáforo simbólico.
—Insisto en que asista a cursillos, al menos como oyente —dijo el doctor.
—Es inútil —repuso Facundo Miramón—: en cuanto ha dicho eso, se ha encendido en mi cerebro una luz roja. El estudio no está hecho para mí.
Y se despidieron cordialmente.
Un día, recién salido de su trabajo en la Mutual Ibérica, estaba tomando una cerveza cuando una jovencita que estaba a su lado, menuda, morena, de ojos negros y largas pestañas, se ruborizó de pronto mientras hurgada en su bolso, y le dijo al barman:
—¡Ay! ¡Qué apuro, señor! ¡No he cogido dinero al salir de casa!
Facundo le sonrió, y le dijo:
—No se apure. Le invito con mucho gusto.
La joven aumentó su rubor, y la máquina interna misteriosa del hombre-computadora funcionó inmediatamente.
—¡Por Dios, señor!… ¡No haga eso! ¡Qué vergüenza! ¡Qué vergüenza! ¡Soy un puro despiste!
—Eso es lógico. Suele pasar cuando se rompen unas relaciones mantenidas durante mucho tiempo. Cuando se da uno cuenta de que se ha estado perdiendo parte de la vida convirtiendo el amor en rutina, en un agradable trabajo forzoso.
La muchacha le miraba sorprendida, sin reaccionar.
—¿Es usted amigo de Juan? —preguntó al fin.
—¡Ah! ¿Se llamaba Juan? Pues no: no soy amigo de Juan. Pero como los amigos de mis amigos son mis amigos, permítame presentarme. Yo soy Facundo Miramón, empleado en la Mutual Ibérica —le tendió la mano, que la otra estrechó mecánicamente—. ¿Y usted?
—Agueda. Me llamo Agueda.
—Pues mucho gusto. Y ahora, tómese otro vermut para celebrar nuestras relaciones.
—Pero ¿qué dice usted?
—Lo que oye: que le gusto, que le atraigo, que me quiere… Que a partir de hoy va a olvidar a su Juan gracias a mi compañía. No… no empiece a establecer comparaciones. Son odiosas. Sí… Es un tópico, y lo sé: los tópicos no son sino verdades infinitamente repetidas, pero verdades al fin y al cabo. Y ahora, no sujete más esa carcajada que está pugnando por salir de esa su linda boca, y ría con toda su alma… Camarero: otra cerveza y otro vermut.
El empleado, que creía estar viendo visiones cuando Agueda rompió a reír francamente, se llegó al frigorífico, al otro lado de la barra, y le dijo a un compañero que allí laboraba:
—Es increíble: ¿Ves a aquel tipo con cara de cenizo, flacucho y pálido? Pues acababa de batir el récord de «ligue» de la presente temporada. Le han bastado dos frases y treinta segundos.
Una vez en la calle, cogidos de la mano, Agueda y Facundo paseaban, sonrientes.
—Jamás pensé que me pudiese ocurrir una cosa así —dijo ella—. ¿De verdad que no eres amigo de Juan?
—Palabra.
—Es que todo lo que me has dicho es cierto, y, además, sin titubear. Cierto es que lo de Juan y yo era un cariño insulso que nos estaba haciendo perder la esperanza de la búsqueda de nuevos derroteros. Eran las mismas palabras, el mismo beso; el sempiterno comentario mil veces pronunciado. De haber llegado al matrimonio, la catástrofe no hubiese tardado en producirse. Y, en cuanto a lo otro, confieso que me dejó completamente desarmada. Sí: me gustas. Me gusta tu decisión, tu forma de ser, hasta tu falta de belleza —que es lo que estaba comparando, pensando en Juan, cuando lo adivinaste—; tu falta de belleza, insisto, que no implica fealdad. Tienes un atractivo oculto que se multiplica cada vez que hablas. Siempre me han gustado los cínicos.
—Yo no soy cínico: soy sincero —protestó Facundo.
—Mejor me lo pones —le sonrió Agueda—. ¿Cómo así estás de empleado de banco, y no has aprovechado tus dotes para más altos vuelos? No, no es que te esté empujando a cambiar de posición… Es mera curiosidad.
—Lo sé. Eres incapaz de mentirme. Pues, te diré: soy un negado para el estudio. Sólo persigo fines prácticos, y, además, no soy ambicioso. Bueno: ahora que te quiero, sí que lo soy. Diré, con el poeta Ornar Khayyan, en su «Rubayath»:
«Unas gotas de vino del color del rubí,
un pedazo de pan;
un buen libro de versos, y mi amada
en un lugar solitario,
suponen más para mí
que los imperios de todos los sultanes.»
—Para eso sí tienes dotes de estudioso ¿eh? —comentó Agueda.
—Efectivamente. Me llamó la atención ese libro porque su tesis me va a ser en un futuro próximo muy útil. Mi retroactividad funcionó cuando conocí estas estrofas del epicúreo persa, y supe que la mayor ambición del hombre es lograr el estado en que se carece de ella.
Mezclados con el enjambre humano, pero en un estado de aislamiento total, Facundo y Agueda volaban sobre el asfalto. La viuda de Miramón no tardaría en acunar a su deseado nieto.
Una mañana, la madre de Facundo vio que éste estaba hurgando en el cuarto trastero, repleto de baúles y armarios llenos de objetos inútiles y heterogéneos.
—¿Qué andas ahí? —le dijo—. Vas a llegar tarde.
—¡Ah! Aquí está… —Facundo extrajo de una pequeña arqueta una pistola automática de reglamento—. ¡Y con tres cargadores!
—Pero ¿qué haces con la pistola de tu padre? ¡Deja eso inmediatamente! —intentó apoderarse del arma la viuda de Miramón, pero Facundo la mantuvo en alto y la pobre anciana no alcanzaba.
—Madre, yo sé lo que me hago. Házme el desayuno. Me quedo con esta pistola a título de herencia.
—¿Se puede saber qué barbaridad tramas, ahora que eres más responsable que nunca, porque nos tienes a Agueda y a mí? —graznó a madre—. ¡Deja eso donde estaba!
—Madre: me conoces, y sabes muy bien que nunca doy marcha atrás en mis decisiones. Me llevo esta pistola. Hazme el desayuno.
La anciana encendió el gas mascullando por lo bajini, mientras que Facundo, provisto de un líquido que había adquirido el día anterior, engrasaba el arma. Parecía en condiciones de funcionar. O, al menos, de amedrentar. El aspecto, no podía negarse, era imponente.
Comió, se puso la gabardina, y se fue al trabajo con la pistola del difunto coronel Miramón, que tal vez no la había utilizado nunca, en el bolsillo. Una vez en el mostrador, ocultó el arma bajo el periódico que había comprado y empezó a hacer balances y a atender a clientes que se acercaban a la ventanilla.
Agueda llegó a eso de las nueve y media. Venía pálida. Se acercó a Facundo con un taconeo decidido y cierto gesto de determinación en el semblante.
—Hola —le dijo—; perdona que te interrumpa, pero quiero enseñarte algo… —hurgó en el bolso, y cuando alzó la mirada halló, a tres dedos de su nariz, la negra boca del cañón de la automática del coronel Miramón.
—Si echas mano del revólver que guardas en el bolso —decía el hijo de éste— te vuelo los sesos. Estáte quieta hasta que llegue el policía.
Agueda echó a correr hacia la salida. No había nadie en el establecimiento, y Facundo no titubeó: apuntó a las piernas. Su novia se desplomó sobre el flamante piso.
Los demás se le echaron encima y le sujetaron. Un compañero le desarmó sin que Miramón, que estaba como ausente, hipnotizado por la sangre de su prometida, que ya formaba un gran charco, se resistiese:
—¿Estás loco? —le dijo su jefe inmediato—. ¡Tus asuntos sentimentales los resuelves en la calle, y no aquí! ¡Qué desprestigio para la firma! ¡A ver: llamen a una ambulancia y a la Policía!
Facundo Miramón vio cómo sus compañeros de plantilla trasladaban a Agueda, que se había desmayado, a una estancia interior. Sintió un nudo en la garganta, y suspiró hondo antes de decirle a su jefe:
—Nunca fue mi novia: su única intención era trabar relaciones conmigo para saber qué días habría más botín. Regístrenle le bolso.
—¡Cállese usted ahora, y dígale todo eso a la Policía!
Esta no tardó en aparecer, al mando del comisario González, que le dijo al subdirector al ver el rastro de sangre:
—¿Muerta?
—No —repuso el aludido—: una rodilla destrozada. Ha sido su novio, que hasta ahora ha sido mi empleado más eficaz y ejemplar.
—¿Celos, joven? —inquirió el comisario, mirando duramente a Facundo.
—Venía a robar. Tiene un revólver en el bolso. Pueden comprobarlo.
Facundo fue esposado antes de que registrasen el bolso de Agueda, de grandes dimensiones. Allí había, efectivamente, un nueve corto cargado. Pero cuando examinaron la documentación de la herida, se encontraron con que tenía un permiso de armas perfectamente en regla.
—No le dió opción para defenderse. ¿Cómo sabía que se trataba de un atraco? No me diga que es por intuición —rezongaba el comisario González— porque eso no se lo traga ni el juez más chocho del país. La chica no llegó a sacar el revólver… Y tiene permiso de armas. ¿Lo tiene usted?
—No. Vamos cuanto antes. Y procúreme un abogado. No conozco a ninguno. Se esclarecerá el hecho. Avise también al doctor Andía, psiquiatra; y déle el disgusto a mi madre de la forma menos brutal que pueda, por favor.
Una vez en el despacho del comisario, en la Dirección General de Seguridad, éste le dijo a Miramón:
—¡A cacarear, majo! ¡Estos son mis dominios! ¿Por qué le pegaste el tiro a tu amiguita? ¿Te los ponía aquí? —se llevó un índice a la frente—. ¡Eso no es motivo! ¡No merece la pena el lío en que te has metido! ¡No se lo merece ninguna!
—Sí se merece el tiro en la rodilla. Me buscó para ganarse mi confianza, y, sobre todo, para saber cuándo estaba mi departamento de pagos más nutrido. Con gran habilidad, eso no se lo niego, fue enterándose de los días en que venían los ordenanzas de las tres fábricas y las cinco empresas que hacen la nómina de sus empleados a través de nuestra firma. ¿Se ha fijado usted en que hoy es fin de mes? Suelen venir sobre las once, o así.
—Pero yo insisto en un detalle —le encañonó el comisario a Facundo con un índice peludo, amarillo de nicotina—: tú la amenazaste antes que ella echase mano de su arma. Y me has dicho que era el primer día que llevabas ese trabuco al banco ¿no? ¿Qué te hizo supone que tu novia venía a atracarte? —ahora, González golpeaba el secante con el grueso solitario que llevaba en el anular—. ¿Tan claras se le veían las ideas desde el día anterior?
—Desde varios días atrás. Pero lo había decidido la tarde de ayer. Intentó lo contrario: mostrarse más cariñosa que nunca. Pero su disimulo se estrellaba contra mi raro poder de retroalimentación neuronal. Yo podía leer en lo hondo de sus intenciones como en un libro abierto. Necesitaba fondos para marcharse al extranjero. Es ambiciosa, está acostumbrada a una vida de lujo y comodidades, y, por si fuera poco, le gusta el juego. Su antiguo amante la dejó plantada y sin un duro…
—¿Retroalimentación neuronal? —frunció el comisario las espesas cejas—: mira, chico, no me vengas con latines, que no estoy para que me tomen el pelo. Otra cosa: lo lógico es que, queriéndola, la hubieses dejado escapar ¿no? No había logrado su propósito. ¿Por qué, entonces, disparaste, sabiendo el follón que te esperaba, en vez de dejarla huir?
Facundo sonrió entre, irónico y triste:
—Lo que no resulta lógico es que, siendo usted un policía de alta graduación, no considere que hay que eliminar a todo posible delincuente en potencia. Lo que, gracias a mi especial estructura de la mente, no ha podido llevar a cabo conmigo, lo habría conseguido con otro incauto. Sepa que mis dotes de intuición… Bueno: no sigo. Va a creer que intento tomarle el pelo. Cuando llegue el psiquiatra, doctor Andía, le explicará la deformación, para bien o para mal, que posee mi sistema nervioso. Confirmará, además, en el juicio, esa dotes de que ha sido testigo. Sé que la ley está contra mí, pero puedo aportar pruebas de peso capaces de rebatir todos los argumentos fiscales que me presenten. Mi deber, como empleado de una firma bancaria celoso del dinero que me encomiendan, como ciudadano convencido de que quienes quieren aprovecharse de la confianza ajena sean detenidos, y como hombre digno que, como usted, no consiente que le tomen el pelo, es desenmascarar a esa mosquita muerta que, pese a mis facultades de percepción, ha estado a punto de dármelas con queso. No: no piense que terminaré en un asilo para chalados, que en ello está ocupado su pensamiento. Espere a que llegue el doctor Andía. Eso sí: puede retenerme por tenencia ilícita de armas. Ahí sí que tiene razón. ¿No estaba pensando ahora mismo en ello?
El comisario González había cambiado de expresión. Miraba a Facundo con extrañeza, un tanto perplejo:
—¿Sabes una cosa, chaval? Que me has adivinado el pensamiento dos veces seguidas, y ello dice mucho en tu favor. No es raro que alguien tenga la intuición superior a la de otros semejantes. Pero eso es poco ante la ley. Has disparado sobre una mujer indefensa, que a lo mejor sólo huía por miedo a ese mataperros, y no me extraña, porque hasta a mí me produce escalofríos, sin otra razón que un sexto sentido.
—El juez tendrá que rendirse a la evidencia —afirmó Facundo—: ya lo verá usted.
El comisario González paseó, manos a la espalda, cuerpecillo vencido, colilla en comisura y nariz ratonil en ristre por el despacho. Tras un rato de meditación, se sentó a la mesa, cogió la cartera de Facundo y se la tendió:
—Te concedo la libertad provisional. Pero no me falles.
—No es preciso. Además, espero al doctor Andía. Muchas gracias, de todas formas.
—No hay de qué darlas. El psiquiatra no llegará hasta la una y media. Date una vuelta. Confío en ti. Pero no me hagas una faena, porque me la cargo; y no quiero decirte lo que te ocurrirá si, después de cargármela, te echo el guante, que te lo echaré —dijo, severo, el policía—. Te acompañaré para que te dejen salir.
—Una cosa quería pedirle… —aventuró Facundo.
—¿Qué es?
—El parte médico.
—¡Lo que me faltaba por oír! —miró al techo, trágico, el comisario González—. ¡Primero le dispara con ese mortero de bolsillo, y después quiere saber qué tal se encuentra de salud! ¡Bien, bien! ¡Por costarme, no me cuesta nada!
Hizo la llamada requerida, y después le miró a Facundo muy pálido y con cara de circunstancias. Iba a hablar, pero Miramón se le anticipó:
—No hace falta que me diga nada. Ya ha funcionado mi facultad. Han tenido que amputar ¿no?
El comisario asintió con el gesto, muy serio.
Eran las dos menos cuarto. En el despacho del comisario González se hallaban cuatro personas: Facundo Miramón, ceniciento y pensativo, el doctor psiquiatra Andía; un abogado joven, de aspecto deportivo y dinámico, que se había presentado, destrozando metacarpos, como Julián Bergareche, traído por el médico, y el policía, que acusaba desconcierto y fumaba el enésimo cigarro liado, grueso como una breva. El cenicero rebosaba.
—Lo que quiero que usted comprenda, señor comisario, y sobre todo tú, Bergareche, es que el cuerpo lleva a cabo cantidad de actividades completamente ajenas a su voluntad. Este muchacho, acusado de agresión a mano armada, supo, por alguna conexión interna cuya sistema desconocemos, aunque es patente, que los planes de la que era su novia eran aprovecharse de su confianza y de su cariño para ir conociendo poco a poco el mecanismo del banco. Se enteró de la costumbre de las empresas clientes de enviar al administrador los fines de mes para recoger las nóminas; supo la costumbre del policía de servicio de desayunar en una dependencia interior: los robos a bancos, y usted lo sabe bien, se suelen llevar a cabo a la hora de cierre, cuando la clientela es escasa. La intuición de Facundo adivinó el cambio operado en Agueda, y, para mayor seguridad, le dijo que estaba preocupado porque el sistema de alarma estaba estropeado, y, como siempre, el electricista no acudía. Medio en serio, medio en broma, lanzó su piedra de toque. ¡Dile a estos señores la frase exacta!
—Le dije, sonriendo: «¡Mira que si vienen mañana a atracarme, sin sistema de alarma y con la nómina de siete firmas en el cajón!» Y fue inmediato: el trueque de la indiferencia o la duda en la mente de Agueda se produjo de forma matemática, mecánica, como todos los procesos de voluntad en el cerebro. Desfilaron por su imaginación ruletas, joyas, alternes por todo lo alto, champán, y… triste es decirlo… hasta drogas. Llevó a cabo un duelo consigo misma tremendo, al que mi sexto sentido asistía lleno de angustia. Luego, a través de su expresión, desfilaron todos los objetos necesarios para el atraco: su revólver, que había adquirido porque muchas veces llegaba tarde a su casa, en un barrio apartado, y, además, vivía sola. La bolsa, esa bolsa grande de cuerda trenzada para ocultar todo el botín posible; la hora, y hasta la proposición de un soborno a este servidor. Creo que fue ese vil pensamiento la palanca que más me movió a utilizar, en vez del timbre de alarma, el pistolón de mi padre. Era llamarme vendido, muerto de hambre, fracasado, débil, don Nadie…
—Pero ¿no conocía ella su facultad? —le preguntó Bergareche.
—¡Qué va! Cuando la conocí en la barra de la cafetería creyó que había acertado de pura chamba, o que se trataba de un cínico ligón que pretendía utilizar la vía rápida. Estaba convencida de que yo era un gran intuitivo, pero nunca llegó a sospechar el alcance de mis facultades neuronales.
—Quiero seguir explicando aquí al comisario y a Bergareche lo que puede constituir tu sistema de axones hipertrofiados. Se investiga últimamente sobre lo que denominaremos «elaboración de la información». Hay modelos de neuronas que pueden conectarse, con fines informativos, con redes mayores de cien células. Esos son modelos de neurona ya poco corrientes. Facundo elabora su información con un sistema neuronal de combinaciones casi tan infinitas como las posibles formas de colocar las fichas de ajedrez sobre un tablero. No es un adivino: no predice el futuro; pero si quien está frente a él crea en su voluntad una intención determinada, él la recoge y capta de inmediato. Agueda cayó en la trampa del sistema de alarma averiado, anudó el concepto con la posesión de un revólver, la confianza que podía esperar de su novio, amén de su cariño, que le impediría llevar a cabo nada contra ella; la fecha de las nóminas y el deseo tremendo de volver a gustar de la vida plácida y muelle. Para Facundo debió ser un gran golpe, pero lo tomó con su habitual frialdad, no exenta de orgullo y de despecho, y se armó a su vez esta mañana, dispuesto a todo.
—Eso me parece muy bien —dijo el comisario—: pero aquí el jovencito —se refería a Bergareche— se las va a ver y desear para convencer al juez de instrucción de que Facundo sabe, o lee, el pensamiento del humano que tiene ante sí. Es un carca, un cascarrabias, y tiene el colmillo retorcido, por no decir los cuernos, que debería decirlo.
—¿Tienes testigos de tu facultad de retroalimentación? —preguntó el leguleyo.
—Sí: pero no sirven. Mi madre, que es mi madre. El doctor Andía, que es amigo de la familia. El comisario… a quien no conviene —ya veo el cariño fraternal —rió— que le tiene al juez de instrucción— apoyarme, porque se le puede meter más entre ojos aún al magistrado… ¡Esperen! —dió un bote en la silla—. ¡Ya los tengo! ¡Bergareche! ¡Busque la calle del Codillo, por los alrededores de la Cebada, donde hay un establecimiento que se llama «VINOS», y pregunte por un tal Amalio —es el barman-propietario de tan perfumado y elegante lugar—, y por «el Cojo», un borrachín que lleva prótesis en la pierna, aunque debería llevarla en el hígado. Le será difícil convencerles, porque, el uno por haber militado con los que perdieron en el Ebro, y el otro por excesos católicos al bautizar el morapio, y por echar líquido de garrafón a las botellas de marca, cruzan índice y anular al ver a un policía. Un verde a cada uno, y arreglado.
Iba a sacar la cartera, pero el comisario González le detuvo:
—Un verde, de acuerdo —dijo—: pero con tricornio, metralleta y mala 1… Tú no te gastas un duro. Además, has hablado delante de mí, y puedo considerarlo como soborno de testigos.
—Como usted quiera. El otro es el encargado de la administración del cementerio de San Justo, una de las Sacramentales que están cruzando el Manzanares, un viejo gruñón y cascarrabias, enlutado y con cara de tísico. Cuando se celebre el juicio, Bergareche, le preguntará a este último si no adiviné lo que estaba suplicando en un acta al ayuntamiento: renovación del material burocrático, y sobre todo una máquina de escribir. A la distancia que me encontraba, desde la cual nadie puede leer letra tan pequeña al revés. Al tabernero, le preguntarás —como asimismo al «Cojo»— si no supe, sin haberlo probado, que el vino que me servía era de inferior calidad por no ser yo parroquiano fijo del establecimiento, y sí que lo que pensó al verme entrar no fue: «un panoli». A éste, «gato por liebre». Al «Cojo» tienes que preguntarle si no es exacto que supe que, en el momento en que le eludí, sabía, sin conocerle de nada, que tenía una pierna de madera, y que la de verdad la había perdido en la batalla del Ebro por un casco de metralla.
Así se hizo. Fueron «amablemente» convocados los testigos, que contestaron todos lo mismo: que les había asombrado el que aquel chaval flacucho supiese lo que estaban haciendo o pensando, sin conocerle de nada. Cuando el juez de instrucción le preguntó a Facundo si tenía algo que decir, éste repuso:
—Sí, señor juez. Que está usted pensando que hoy las ciencias avanzan que es una barbaridad; que el otro día leyó en el «Reader’s Digest» un artículo de divulgación científica que escribió D. G. Fleming: «La elaboración en la información en los organismos vivos». En él cita a Einstein: «Cuando afirmamos que comprendemos un conjunto de fenómenos naturales, queremos decir que hemos hallado una teoría constructiva que los explica». Y que por eso, la explicación de un fenómeno físico —en éste caso mi facultad de penetrar en las intenciones ajenas— no es nada fácil de llevar a cabo. Está ahí porque está. Ahora su cerebro maquina algo: el disgusto que le da al comisario González cada vez que absuelve a un convicto detenido por él. Y por último, su intención de absolverme e ir a tomar el almuerzo, porque está muerto de hambre, lo puedo captar de forma clara, así como la cifra que tendré que pagar por tenencia ilícita de armas: diez mil quinientas ochenta pesetas.
El juez tenía sonrisa de conejo, pero en su fuero interno le daba hasta miedo seguir pensando cosas en presencia de Facundo Miramón. Podía desviarse la mente hacia terrenos escabrosos.
—¡Se levanta la sesión! —graznó—. ¡Dentro de cinco minutos, se dará la sentencia!
Sentencia que fue la adivinada por el hombre computadora, claro. Después de abrazarle, el doctor Andía le dijo:
—Una cosa no comprenderé nunca. ¿Cómo es que saliste con esa chica, sabiendo sus intenciones?
—Porque cuando el incidente de su olvido del bolsillo, era sincera. Cuando le dije que sabía que yo le gustaba, lo era también, y lo fue durante todo el tiempo en que estuvimos saliendo juntos hasta que una tarde, por uno de esos cambios de intención que a todos nos dominan, y que no comprendemos por qué, porque caen más allá de nuestras fuerzas intelectuales, Agueda añoró la vida con su amante. Añoró los viajes, las doncellas, los vestidos, las joyas, las fiestas, las veladas de ópera, los coches deportivos, el champán… y la droga, que el humilde contable Facundo Miramón no podría concederle nunca. ¡Pobre madre! ¡Se ha quedado sin nieto! ¡La luz verde que prometía uno se convirtió, dentro de mí, en roja! Agueda había tramado ya, no sin lucha contra su conciencia, el atraco a la Mu tal Ibérica. Por eso le puse el cebo de lo de la alarma. Fue cuatro días antes cuando empezó el debate entre sus sentimientos y su ambición. Mujer al cabo, pudo más su ambición la tarde anterior a la mañana de autos.
Lanzó un suspiro, y añadió:
—Debí haber apuntado más alto. Muerta, estaría más feliz que con media pierna, y además podría visitarla de tarde en tarde para tratar de adivinar qué era, quién era y cómo era, en realidad, Agueda Ramírez Bueno.
—Tal vez sea mejor la duda —sugirió Andía.
—Tal vez, es cierto —repuso Facundo—: mientras hay duda, hay esperanza. ¿Vamos?
—Vamos.
Y salieron del Palacio de Justicia.