MIENTRAS hay un árbol en un radio de distancia de veinte kilómetros la cosa en agosto tiene su pasar. Basta con colocarse bajo de su copa. El servicio es el mismo, pero al menos está uno cómodo, un poco más fresco…

Si resulta además que ese árbol está situado en la cima de una cuesta donde existe la raya continua, miel sobre hojuelas; se está fresco y al mismo tiempo puede vigilarse el punto más delicado de las carreteras españolas, aquel que, según las estadísticas, provocan el mayor número de accidentes, es decir, el adelanto prohibido por falta de visibilidad.

—Aunque alguien siempre dice que veía muy bien —dijo el guardia—, ¿no lo has oído?

—¡Hombre!, incluso me dicen que «en esta curva» es precisamente donde no hace falta la prohibición —contestó el cabo—. En cambio, en otros lugares de la carretera…

Sonrieron recordando las mil excusas que da siempre el automivilista cuando le acusan de una infracción a las reglas. La más típica es la negación absoluta: «No he cruzado la línea, guardia». Tras ésta y ante la insistencia de los vigilantes ceden un poco: «Bueno, quizás unos metros», y cuando les recuerdan que la infracción sigue siendo infracción por poca distancia que hayan cruzado, pasan de lo particular a lo universal. En lugar de negar la falta niegan su prioridad. «Mejor sería que vigilasen ustedes a los motoristas… a los extranjeros que van como locos… a los carros que van sin luces.» Y cuando se les decía que así se hacía, rezongaban que nunca habían visto poner una multa en ninguno de esos casos.

El cabo y el guardia llevaban muchos años en aquel trabajo para extrañarse demasiado ante las manifestaciones que oían. Lo normal, lo acostumbrado, eran las etapas de asombro (¿yo hacer eso?), luego las de extrañeza (no lo hago nunca), y por fin del resentimiento antes aludido. En términos generales comprendían la reacción del automivilista basada casi siempre en su soberbia. No es agradable quedar mal ante la familia o acompañantes y menos ante los otros automovilistas que al pasar lanzaban miradas irónicas, especialmente aquellos a quienes habían adelantado unos quilómetros antes; por ello los de Tráfico admitían el refunfuñar de las víctimas de su celo, fingiendo no oírlas. Aunque si precisaban una acusación o un insulto no tenían más remedio que tomar medidas más severas que la propia multa.

Aquel día de verano realmente no había demasiado jaleo. Unas diez contravenciones que, teniendo en cuenta la abundancia de vehículos de vuelta de la época estival, era realmente muy poco. Estaba ya anocheciendo y su jornada, como el día, estaba también terminando… dentro de poco sería la vuelta al cuartel; luego, tranquilamente, una ducha y a vestirse de paisano y salir a tomar unas copas.

Este era el programa que el cabo Juan García Oliveras y el guardia primero Antonio Ruiz Martos comentaban y ya casi paladeaban para aquella noche…

Y de pronto el enemigo de aquel proyecto apareció en el fondo del valle subiendo a toda velocidad hacia donde ellos estaban. El potente motor a más revoluciones de lo normal fue lo primero que alertó a los dos guardias. Interrumpieron la conversación y se acercaron al cambio de rasante. Entre las luces de los faros que subían emparejados en hileras por la cuesta vieron dos que en lugar de seguir lentamente su camino saltaban al lado opuesto, se disparaban cuesta arriba y luego obligados por los coches que llegaban, se intercalaban rápidamente entre otros pares de luces. Unos metros más adelante saltaban de nuevo fuera del carril, avanzaban otro poco y con un rechinar de frenos ante el nuevo obstáculo volvían de nuevo a su puesto.

—Vamos a tener trabajo…

Siguieron observando, los ojos fijos en el coche rebelde, midiendo con la vista la distancia que le separaba del principio de la línea continua. Era importante esa situación porque en la mente reglamentaria de los guardias hasta entonces el coche era culpable sólo de conducción errática y aun peligrosa, pero esa acusación —lo sabían por experiencia— era difícil de probar; ante un tribunal lo que constituye temeridad es arduo de definir. Como había hecho notar un brillante abogado ganándole el caso a la Dirección General de Tráfico, tan temerario puede ser un viejo conduciendo a cuarenta quilómetros por hora entorpeciendo el tránsito con un coche antiguo, como un joven llevando el nuevo modelo a ciento veinte y saltándoselo. Pero cuando cruzara la línea continua no habría dudas de ninguna clase; el delito estaría consumado.

Lo hizo. Desde la altura los guardias vieron perfectamente los focos alumbrando la raya seguida y el coche que segundos después la tapaba con su masa. Sin consultarse, repitiendo una maniobra realizada mil veces, el cabo se adelantó a un cuarto de la carretera, mientras el guardia se acercaba a su moto; una mano cogió el manillar y la otra se apoyó en la culata de la pistola. Nunca se sabía lo que podía traer un coche desbocado que se acercaba con fuerte ronroneo por la cuesta. El cabo se adelantó un poco más, dio paso con su mano izquierda a un coche pequeño que estaba coronando la cima en aquel momento —el conductor le miró nerviosamente antes de lanzar un suspiro de alivio, ¡no era él!— y se plantó erguido frente al automóvil que se acercaba a alta velocidad, con la mano derecha abierta y un poco separada del cuerpo. La señal internacional que desde siempre significa que el que se acerque, hombre, animal o vehículo, tiene que pararse.

Para pararse, un coche necesita usar de los frenos, pero los que en aquel momento y frente al cabo García sonaron con un chirrido escandaloso en la noche no indicaban que el conductor aceptase esa orden. Ese sonido de la presión sobre la zapata de la rueda indicaba solamente que el coche, en la brusca maniobra para evitar al guardia, se había acercado peligrosamente al abismo de la parte contraria de la carretera, siguió unos metros rozando el borde y tambaleándose, el pie del conductor saltó del freno al acelerador, el coche dio un breve salto hacia adelante y se disparó en la oscuridad de la noche.

Con el último petardeo que se oyó se mezclaron los primeros de la moto puesta en marcha por el guardia Ruiz. En el momento en que vio que el coche no disminuía su velocidad, saltó al sillín y al resbalarse por el arcén contrario el pie había caído sobre la palanca de puesta en marcha. Luego le bastó una mirada a su jefe para cerciorarse de que estaba ileso, mirada que el cabo devolvió con el gesto habitual, tantas veces visto y obedecido. El guardia Antonio Ruiz Martos estaba ya lanzado en la persecución cuando el cabo Juan García Oliveras se acercó lentamente a su moto y oprimió el botón de la radio. «Oiga, oiga… ¿cuartel? Aquí el puesto número veintidós, habla el cabo García…» Completó el mensaje con pocos datos. Por la velocidad con que había pasado el coche no había distinguido el número de la matrícula… de todas maneras el guardia Ruiz tenía tiempo para verlo porque había salido tras él. Iba a seguirle. «Corto y cambio.»

Puso en marcha la motocicleta y salió tras de su compañero.

No aceleró demasiado porque pensó que alcanzaría el cazador y a su presa a los pocos quilómetros. Se imaginaba ya la escena tantas veces vista; el coche en el arcén, la moto situada al lado, el guardia tomando calmosamente notas de la matrícula y de la documentación mientras un conductor muy nervioso agitaba en aspas los brazos: «Le juro a usted que no he visto la raya ni al guardia… yo jamás cometo una infracción, jamás, se lo aseguro», mientras en el interior del coche los familiares ponían cara preocupada y alguien (casi siempre era una señora, la mujer o la suegra), repetía en voz baja: «Se lo he dicho… se lo he estado diciendo todo el camino…».

La evocación de la familiar escena le obligó a sonreír. Y esa sonrisa es la que se heló de pronto al contraer todos sus músculos en el brusco frenazo. Allí, a los pocos quilómetros, estaba efectivamente el guardia Ruiz. Pero no estaba de pie, tomando notas, ni a su lado movía nadie las aspas de sus brazos para justificarse… El guardia Ruiz estaba tendido en el suelo junto a la cuneta, totalmente solo… y cuando el cabo saltó de su moto para acercarse a él se dio cuenta de que estaría solo para siempre. La soledad de los cadáveres.

Apretó los puños, vio la moto tirada en el centro de la carretera y su espíritu profesional reaccionó rápidamente. Con esfuerzo la arrastró al lado del camino, junto a su dueño, y al colocarla de pie se quedó absorto. La moto no tenía la rotura que esperaba encontrar, la de la barra protectora de un lado y de la parte del manillar, los daños normales cuando el vehículo derrapa y choca contra el suelo. Lo que estaba roto era la parte delantera, rueda, matrícula, guardabarros… el guardia Ruiz no había caído en la curva, el guardia Ruiz había chocado frontalmente con algo o alguien.

Un coche se detuvo a su altura y bajó un hombre… detrás otros se pararon también.

—¿Pasa algo, guardia? ¿Puedo ayudar?

¿Podía ayudar? ¿Había algo en que ayudar? El cabo hizo un gesto de espera con la mano, volvió al lado del compañero, le miró los ojos vidriosos, apoyó la cabeza en su pecho. Ni un latido… los coches seguían llegando, parándose, la gente bajaba y se acercaba… El sentido profesional volvió a acuciarle. Se levantó.

—No, por favor, circulen… aquí no tienen nada que hacer… si ha sido un accidente… ¿tienen ustedes… tienen ustedes una manta que pudieran prestarme?

«Una manta…» «una manta…» la petición corre de coche en coche, «necesitan una manta para abrigar al herido», «¿quién tiene una manta?»… Alguien se adelanta con timidez, se la entrega al cabo y rechaza las gracias, la petición de dirección. El cabo de todos modos toma nota mental de la matrícula, camina con la manta hacia su compañero. Le siguen todos a cierta distancia comentando en voz baja. Y de pronto todos se callan mirándose entre sí. Porque el cabo ha colocado la manta sobre el cuerpo tendido cubriéndole totalmente, cabeza incluida. Y eso no se hace nunca con un herido al que hay que dejarle siempre la vista del cielo; taparle los ojos es quitarle también la esperanza. Eso sólo se hace con los muertos…

La gente se vuelve lentamente a los coches. El cabo se endereza, toma el mando. «Por favor, circulen, circulen… sigan, sigan…» La caravana se pone lentamente en marcha. El cabo agarra de nuevo el aparato de radio.

—Oiga, oiga, ¿cuartel? Aquí el puesto número veintidós, habla el cabo García. Ha habido un accidente… el guardia Ruiz…

Dudó un momento. La referencia de antes bastaba, para la rutina, la persecución de un automóvil infractor del código de la circulación. Ahora en cambio había que completar la filiación como se llamaba en la jerga oficial. No podía haber error de persona.

—Repito, el guardia Antonio Ruiz Martos ha sufrido un accidente… esta muerto, sí, muerto. No, no ha sido una caída… (miró hacia la moto en el suelo), ha sido un asesinato.

Dio el lugar del suceso tras un pequeño cálculo de la distancia recorrida y de pronto, abruptamente, «Corto», y se dirigió hacia la dirección de donde procedía. A los pocos metros encontró lo que buscaba; unas huellas de neumáticos hundidas en el asfalto; el frenazo había sido tremendo, pero esas huellas estaban colocadas de través en la carretera. Era la primera mitad del enigma; caminó unos metros más. Las ruedas de la motocicleta habían dejado otro impacto también profundo pero en el camino normal de un vehículo que se desplaza a lo largo de la carretera. Ahí era donde el guardia Ruiz había hecho un último y desesperado esfuerzo para salvar su vida sin conseguirlo. El cabo puso la moto de lado en el arcén iluminando con sus faros la huella de ambos vehículos y después colocó con cuidado una señal de peligro. Cogió de nuevo la radio: «Cuartel, cuartel, aquí llamando el puesto veintidós, habla el cabo Juan García Oliveras (se estremeció. Daba su propia filiación entera)… sobre el accidente ya informado. El culpable del asesinato del guardia Ruiz Martos es un coche al que perseguía; se atravesó adrede en la carretera para que se estrellase contra él… no, sigo sin saber la matrícula, pero tiene que tener un impacto fuerte en el lado izquierdo, sí, en el izquierdo, por este lado se volvió. No puede estar a más de quince quilómetros de aquí. Gracias. Corto».

Un coche se acercaba frenando al llegar a la señal. El cabo se colocó junto a ella dentro del rayo de luz de sus faros y le indicó que pasara por el lado sin tocar las huellas del suelo. Siguieron otros coches, cada vez menos, porque la noche se echaba encima e iba metiendo a la gente en sus casas, en sus hoteles. El cabo los hacía pasar «sigan, sigan, no se detengan, sí, ha sido un accidente, ustedes sigan…» Cuando se quedaba solo miraba tristemente al bulto situado en el arcén.

* * *

No estaba a más de quince quilómetros, efectivamente. Para ser precisos estaba sólo a ocho, pero no en la carretera principal sino en una secundaria de pésimo piso; había rodado: por ella tinos cientos de metros y por fin se había salido de ella bamboleándose hasta colocarse tras unos arbustos. Los faros se apagaron. Pasaron unos minutos de silencio. Al comprobar que nadie les seguía el hombre bajó con una linterna. La encendió y dirigió el haz al lateral del coche.

—¡Mierda!

La fuerte luz destacaba la tremenda abolladura, seguía su borde, se metía en el agujero. El hombre pasó la mano por encima en un ridículo intento de alisarla, de borrar la cicatriz. Lanzó otra interjección.

Del interior del coche salió el rumor de unos sollozos.

—Cállate.

—Te lo dije, te lo dije… —era una voz femenina, convulsa—, no vayas tan de prisa… y ese pobre hombre, ese pobre hombre…

—¡Te digo que te calles! Es demasiado tarde. Y además probablemente habrá salido con una herida sin importancia.

—¡Pero si ha volado por encima de nosotros!, ¡ha volado! ¡Le has hecho volar tú al cruzarte en la carretera!

—¿Cómo: tengo que decirte que ha sido un accidente? Al intentar parar me han resbalado las ruedas y he perdido el control del coche; eso es todo, ¡qué culpa tengo!, ¡le puede pasar a cualquiera!

—No es cierto, Luis, no es cierto —la voz hipaba convulsivamente—; lo has hecho adrede, no podías consentirlo, tu soberbia no podía consentir que te detuviesen, que te riñesen; lo has dicho cuando veías que te iba a alcanzar: ¡Ahora verá lo que le espera ese hijo de puta!

El conductor dio con la linterna en la carrocería; el golpe resonó largamente en la noche tranquila.

—Y aunque así fuera, ¿qué más da? Ahora hay que escapar de eso, estarán furiosos (eso lo dijo en voz baja como si hablase consigo mismo), estarán furiosos si le ha… si le ha pasado algo grave.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué lo has hecho?

—¡Basta! ¿Me quieres ayudar sí o no? O prefieres —la voz se hizo sarcástica—, o prefieres ir a denunciarme?

—Ya sabes que no… ya sabes que no… —la voz se hizo apenas audible y los sollozos fueron también debilitándose. Sólo se mantuvo un temblor espasmódico tan fuerte que hacía vibrar el coche. El hombre entró de nuevo en el coche, abrió la guantera y sacó un mapa vial.

—Voy a ver dónde estamos.

La linterna fijó su rayo de luz sobre el entrelazado de carreteras. El hombre iba murmurando mientras las seguía con la luz.

—Habíamos pasado hace poco por Motilla del Palancar, ¿verdad? ¡Te pregunto! —del bulto a su lado salió un leve «sí»—. Entonces, si hemos tomado el primer camino a la izquierda debemos estar cerca de Tébar… Creo que hemos hecho bien en tomar el de la izquierda, lo lógico es que alguien que quiera salir de la carretera general se vaya por su derecha, nos buscarán por ahí, hacia el pantano de Alarcón… (en el recuerdo «sintió» de nuevo el fuerte golpe, «vio» de nuevo a un muñeco saltando en una pirueta trágica por encima del automóvil, «oyó» el otro golpe, este más sordo, del cuerpo contra el suelo) …nos buscarán —acabó desmayadamente—, por todas partes.

* * *

—La alarma se dio en el mismo momento de recibir su llamada con los datos, cabo —el capitán se acercó al mapa de la pared—. Pusimos inmediatamente parejas en Tarancón por el norte y en Requena por el sur. Hasta ahora no han detectado ningún coche con un golpe como el que ha tenido que recibir tras el choque. Naturalmente, si el conductor… —miró al cabo, que contraía los puños—, si ese asesino quiere evadirse, habrá tomado una carretera secundaria a derecha o a la izquierda de la general. A su favor está el hecho de que puede elegir libremente su camino al estar motorizado; nuestra ventaja es que lleva con él un lastre difícil de sacudirse; el coche que le sirve de medio de huida también va denunciando su culpa.

—Si no encuentra un taller antes que nosotros le encontremos a él, mi capitán.

—Efectivamente, cabo. Pero, fíjese; tiene que encontrar el taller de carrocería precisamente en esta zona, no hay tantos y sabemos cuáles son, que le arreglen inmediatamente la avería… además, además… tendría que silenciar de alguna forma a los que allí estuvieran porque si no la descripción del coche y de sus ocupantes estará en manos del primer guardia que pase por allí. Lo tiene muy difícil; aparte de los puntos fijos en la general peinaremos la zona totalmente en las próximas veinticuatro horas. —Tomó el puntero, se acercó de nuevo al mapa y trazó líneas imaginarias—. El coche tiene que estar dentro de un cuadrado limitado por los vértices de Requena, La Roda, Montalbo y Cuenca aproximadamente. Le cogeremos, cabo; no se preocupe. Y ahora es mejor que se retire a descansar. Mañana será usted el primero en la búsqueda, como imagino que desea.

—Así es, mi capitán. Gracias. Con su premiso, iré un momento a verle…

—Vaya, cabo. Buenas noches.

El guardia Antonio Ruiz Martos yacía en su cama de campaña, la misma que utilizaba en vida. Tenía una expresión afable; el golpe había sido en la parte de atrás del cráneo y la cara, bajo la gruesa venda, aparecía sin ninguna marca. El cabo García le miró unos momentos. Luego saludó torpemente y salió.

* * *

Empezaba el día; el hombre se despertó bruscamente como una fiera alertada por el peligro. Una bicicleta se acercaba por el camino y lo que había oído era el choque de sus hierros cada vez que su dueño pasaba por uno de los innumerables baches. El hombre salió del coche. Era imposible que no le viera y pensó que era mejor que el testigo se quedara lo más lejos posible de la carrocería abollada.

—Hola, buenos días.

El ciclista se detuvo en un cómico intento de aguantar el equilibrio y puso un pie en el suelo.

—Buenos días tenga usted.

Miró el coche y luego el camino hacia adelante.

—¿Han tenido una avería?

El hombre dudó un momento antes de contestar. Naturalmente, el campesino estaba extrañado de verles en aquel páramo. Pensó en decir que sí, pero eso representaba la oferta, de auxilio, la promesa de llamar desde el primer teléfono a un taller. Justamente lo que el hombre no quería.

—No… qué va… nos salimos anoche de la carretera general para descansar un poco; llevaba muchas horas de viaje y al menos pensé que aquí, un poco retirados, no oiríamos el paso de los coches. Y ya ve usted, nos hemos quedado dormidos toda la noche.

—Ya…

El campesino observaba con curiosidad el coche. Afortunadamente, pensó el hombre, el golpe está al lado contrario.

—Este camino lleva a Tébar, ¿verdad?

—Sí, señor —el ciclista accionaba indicando la dirección como si se pudiese ver el objetivo—, tras Casas de Guijarro sale a la Roda en la carretera nacional. ¿Van para allá?

—Pues sí… —el hombre hacía cálculos de lo que tardaría el campesino en comentar el encuentro—. En realidad, vamos a Quintanar a visitar a unos parientes. Pensábamos desviamos en La Almarcha y pasar por Belmonte, pero ya que estamos aquí… Desde La Roda también podemos ir, ¿verdad?

—Ya lo creo.

—¿Y cómo está el camino hasta allí?

—No está mal. Mejora después. Además, con un coche de estos…

—Pues lo vamos a hacer, así vemos otro paisaje, ¿eh, cariño? (Llegó una respuesta débil, apenas cumplidora, y el hombre se volvió sonriente al labriego.) Está medio dormida todavía. (Pero si seguía el camino anunciado tenía que alcanzar forzosamente al ciclista. A menos que…)

—¿Usted va a La Roda?

—No, señor. Voy a trabajar un pedazo de tierra que tengo aquí cerca, por el Picazo…

—Ya. Entonces no le digo hasta luego. Adiós y gracias por su información.

—De nada; a mandar. Quédense ustedes con Dios.

Se fue la bicicleta en zig-zag por la carretera. El hombre ahora hablaba aparentemente a su mujer pero en realidad estaba pensando en voz alta.

—Si están vigilando las carreteras de la zona, como imagino, ese hombre contará lo que ha visto. Toda nuestra oportunidad es evitar el cerco que hayan puesto y llegar a Madrid; allí buscaremos a algún carrocero que esté en paro, le pagaremos bien y no querrá meterse en líos… verás. Y ahora hay que marcharse de aquí… justamente en la dirección contraria en la que ese pueblerino indique. Saldremos al otro lado…

Miró otra vez el mapa.

—Maldita sea… hay que volver a la carretera nacional y retroceder hacia Motilla de Palancar hasta encontrar el cruce de Valverde del Júcar; menos mal que sólo son siete quilómetros…

Fueron los siete quilómetros más largos de su vida. Conducía a velocidad moderada para no atraer la atención por la prisa ni por su lentitud, pasaron a algunos coches y fueron pasados por más. El hombre estaba todo el rato pendiente del lado izquierdo del coche, quizá era mejor que estuviese el golpe en ese lado… así los únicos que lo podían ver eran los que se cruzaban o adelantaban y éstos generalmente iban muy rápidos. En el lado derecho en cambio había gente cansina a caballo o en carro, gente que tenía más tiempo de fijarse en el automóvil que los dejaba atrás.

Conducía tenso, los ojos fijos registrando las cunetas, las sombras de los árboles; a cada recodo esperaba y temía la aparición de una silueta en uniforme verdoso; «veía» la mano abierta hacia él, la orden brusca y dura de apearse, «veía» la metralleta apuntándole… «A Olmedilla».

Frenó con un suspiro de alivio. Tras la mirada hacia adelante y el retrovisor para comprobar que la calzada estaba despejada (no podía permitirse el menor incidente), dobló a su izquierda. La carretera comarcal estaba vacía.

—Fíjate en esto, creo que tenemos suerte. No puede haber bastante policía para poder controlar toda la zona, carretera tras carretera. Lo importante es que entremos en una ciudad importante (puede ser Cuenca) donde esperar a que pase la tormenta. Dentro de unos días dejarán de buscarnos. Creerán que hemos salido de los entornos y entonces nos deslizaremos hasta Madrid.

* * *

—Nada, mi capitán.

El capitán fruncía el ceño mirando el mapa. Unas banderitas rojas indicaban el lugar donde habían colocado efectivos, unas banderitas que rodeaban una zona donde estaba —debería estar, al menos— el homicida.

—Es seguro que no ha pasado por la carretera nacional o si lo ha hecho, ha sido por muy breve trecho.

Sonó el teléfono y el capitán lo cogió bruscamente, como si esa precipitación le acercara más al resultado que esperaba.

—¡Sí, dígame! Habla el capitán Jiménez, sí… cómo era el golpe… ¿un raspón?, no, tiene que ser un golpe profundo, unos diez centímetros al menos… espere —cogió el papel que le entregaba un guardia—, espere… me acaban de dar el resultado del análisis. Según los restos de pintura que había en el guardabarros de la moto… el coche era de color azul, azul oscuro… exacto. Sigan buscando.

Se volvió al guardia.

—Dígale a la centralilla que dé esta ampliación del informe. El coche que se busca es color azul oscuro.

Se sentó con gesto cansado. Al otro lado de la mesa el teniente Segovia le miraba en espera de la información que había oído a medias.

—Nada, teniente, muchas detenciones y muchas retenciones en la carretera por causa de eso… Es increíble la cantidad de coches que circulan con abolladuras en su exterior. Pero la mayoría son apenas rozaduras y el único coche con un golpe fuerte que paramos cerca de Utiel lo había recibido en accidente apenas unos quilómetros antes, en Requena, y tenía la copia del parte de Seguros redactado con el ocupante de otro coche. Desde ahora será más fácil porque sabemos que se trata de un coche azul…

—Y también más difícil, capitán. Ha tenido más tiempo para escaparse.

El capitán sacudió la cabeza mirando de nuevo el mapa.

—El tiempo no le servirá de nada si no ha conseguido salir de ahí. Esta zona, aunque no sea muy concurrida, tampoco es un desierto. Incluso por las carreteras secundarias y aunque ya se haya recogido la cosecha, pasa siempre un campesino que puede verle. Hemos lanzado un pregón al estilo antiguo por todos los pueblos pidiendo que den cuenta de cualquier coche visto en carreteras de segundo y tercer orden donde nosotros no hemos podido llegar.

Sonó de nuevo el teléfono.

—¿Sí? Capitán Jiménez al habla. Dígame, sargento. ¿Cuándo fue? ¿De qué color era? Un momento (tapó el auricular con la mano). Teniente, ¿tenemos a alguien en La Roda?… Sí, sargento, fue uno de los primeros cruces que se cubrió a la media hora del accidente. Gracias, volveré a llamarlo.

Se dirigió al teniente:

—Un coche azul parado con una pareja dentro. El campesino que lo encontró habló con el hombre un momento. Le dijeron que habían entrado en la carretera para descansar, que se dirigían a Quintana y preguntaron si se podía ir por La Roda. El campesino les dijo que sí y se despidió de ellos. Pero entonces… Oiga, póngame con el puesto de La Roda… ¿La Roda? Habla el capitán Jiménez. ¿Ha pasado un coche azul por el cruce? ¿No? ¿Está seguro? Gracias. —Colgó y miró al teniente—. Un conductor se desvía de su camino para descansar. Vale. Luego le dice al único que le encuentra que seguirá hacia La Roda y no ha pasado por allí. Sí, claro, puede ser una pareja que pueda tener motivos particulares para esconderse, pero es raro…, ¡diga!, sí, sargento. ¿Desde dónde me llaman?… ya… gracias.

Se volvió al mapa.

—El campesino acompañó a los guardias hasta donde vio el coche junto a unos arbustos. Hay huellas de un coche grande que retroceden y vuelven a la carretera principal. Allí se pierden.

—Es difícil que sea él, entonces —contestó el teniente—; el culpable no se arriesgaría a ir por donde habrá más guardias; es posible que, como decía usted, sea un asunto de faldas…

El capitán movió la cabeza.

—Es el único coche azul que tenemos detectado hasta el momento. Puede ser que volviera a la carretera principal sólo hasta encontrar otra desviación hacia la izquierda; a la derecha le tendrá miedo… Por el norte no tiene ninguna hasta La Almarcha después del pantano de Alarcón. Por el sur está la de Olmedilla, antes de llegar a Montilla del Palancar…

Silbó suavemente mientras miraba el mapa como si quisiera ver moverse entre las mínimas rayas paralelas un vehículo de juguete como los que usan los niños en sus juegos.

—Este hombre sabe que le persiguen. Y no tiene más que dos posibilidades. Desaparecer en el despoblado… esto le será cada vez más difícil, porque aparte de las patrullas he pedido un helicóptero que llegará mañana y el cielo está sin nubes. La otra posibilidad es meterse en una ciudad grande, donde el disimulo sea más fácil…

Su vista subió por la superficie del mapa. Reflexionó.

—¿Conoce usted Cuenca, teniente?

* * *

Valera de Abajo… Valera… Tórtola… El coche circulaba con precaución, en cada curva cerrada asomaba el morro despacio, el tiempo de que su conductor pudiese ver lo que había delante y si estaba libre el camino precipitaba la marcha… Ella, rígida como una estatua, tenía los ojos secos, pero la angustia se reflejaba en su boca fruncida. El hombre seguía hablando como antes, consigo mismo… pero en realidad lo hacía con alguien que estaba muy lejos y sin embargo sentía muy cerca. Alguien que le estaba persiguiendo ante un mapa y unos teléfonos, alguien con quien jugaba al ajedrez de la prisión y quizá de la muerte.

… Alguien que en esos momentos estaba tomando una decisión a la que había llegado tras mil dudas y vacilaciones, sin la menor seguridad del triunfo. Pero no podía esperar más…

(Yo no tengo hombres para cubrir tanto espacio, ahora mismo estoy descuidando muchos caminos; quién sabe cuántos accidentes provocarán esas ausencias en los cambios de rasante y entradas de túneles… puedo desparramar a la gente por veinte sitios abriendo la malla o cerrar ésta en puntos concretos. Si acierto en la dirección que emprendió el coche las posibilidades de capturarle son muchísimas, si me equivoco le dejo abierto el camino de la fuga con todas las ventajas por su parte. Pero no tengo más remedio que arriesgarlo todo a una intuición.)

—Teniente, concéntreme usted aquí todos los efectivos; ponga parejas en el cruce de la carretera de Villar del Saz y de la de Mohorte, en Villar de Olalla, en Cabrejas…

El teniente se sentó frente a la emisora y empezó a pulsar teclas… Las ondas salieron hacia el norte y al sur, hacia el este y el oeste. Al oírlas decenas de motocicletas se ponían en marcha, los hombres se desplazaban a toda velocidad, abandonaban unas posiciones para ocupar otras. Pero nadie se quejaba de esa misión contradictoria, del ir de un lado para otro. No había siquiera las típicas reacciones de los subordinados ante órdenes encontradas… el, «¡a ver si se aclaran!», el «no saben lo que se pescan». Oscuramente todos comprendían que en aquel tablero de juego era necesario jugárselo todo a una carta para arrinconar al fugitivo… Claramente todos deseaban ardientemente hacerlo. El choque de la moto en el flanco del coche parecía haber dejado huella en el flanco del cuerpo de cualquiera de los guardias. El concepto del deber pasaba a segundo término; antes estaba el deseo valioso de castigar la muerte del compañero.

* * *

«Aquello a lo lejos es ya Cuenca… allí estaremos a salvo.» La miró de reojo. No decía nada. ¿Estaba a su lado realmente o prefería que lo detuvieran y que pagase aquel error de un minuto con diez años de cárcel?… a lo mejor es lo que quería, librarse de él… pero no tenía que perder la serenidad. De eso hablarían más tarde, cuando estuviesen libres de la amenaza. Ahora lo importante era…

Pisó bruscamente el freno. Luego puso la marcha atrás y dio al acelerador con tal fuerza que el coche dio un salto y el motor se caló. Saltó del coche y se acercó a la curva. Desgraciadamente no se había equivocado. Estaba anocheciendo pero todavía se veía lo bastante. Allí en el cruce de la carretera que él llevaba con la que procedía de Mohorte, Fuentes y Reilla estaba la inconfundible silueta de la pareja; los dos guardias al lado de sus motos de pie miraban alternativamente hacia cada uno de los caminos que vigilaban. No le habían visto por su precaución de no encender las luces.

El hombre reflexionaba. Su enemigo había jugado sus peones con la seguridad total de que él podía pasar por allí. Sólo así se explicaba que hubiese puesto vigilancia en un cruce, de segundo orden en el lenguaje oficial, pero que en aquel momento para él revestía toda la importancia del mundo. Y el hecho de que le impidiesen llegar a la ciudad le acuciaba más a ello porque evidentemente su adversario comprendía la importancia que ello tendría para su fuga…

Se iba haciendo de noche. En la cara de uno de los guardias brilló un punto rojizo. Estaba fumando… y el hombre al verlo sintió el escalofrío de la idea salvadora. El fuego.

Volvió al coche, aprovechó la pequeña cuesta para deslizarlo hacia atrás, lo situó paralelo a la cuneta para que no llamase la atención de cualquier viajero, raro en aquella hora…

«No te muevas, vuelvo en seguida.»

Echó a correr campo a través tropezando en los pedruscos y en los tallos del trigo recién segado. Vio con satisfacción que había todavía paja esparcida esperando ser recogida para el ganado… Al llegar a la otra carretera, la de Mahorte, se asomó con precaución. Desde allí también se les divisaba. Volvió a ver la lumbre del cigarrillo en el oscuro rostro del guardia. Con la noche serena se oía aunque no se entendía la conversación de los dos.

Amontonó febrilmente paja hasta formar un pequeño montón y cuando lo tuvo pronto se detuvo… necesitaba gente porque gente significa alarma y alarma significa intervención de las fuerzas del orden. Pasó en cuclillas diez minutos que le parecieron horas. La charla de los guardias seguía tranquila, sin altibajos, aunque a veces el aire trajese más claramente sus palabras. Hablaban de permisos, de la familia, de los niños y el colegio.

Luego oyó el ruido de un carro que apareció a poco en el recodo. Venían dos campesinos dentro. El hombre sacó el encendedor y arrimó la llama al montón de paja por tres sitios. Se enderezó y se retiró unos metros. La llama se apoderó del material seco con un chisporroteo fortísimo y se elevó rápidamente en el aire. Oyó el relincho de la mula espantada, el grito de los hombres ¡Fuego!. ¡Fuego!, y se volvió corriendo al coche.

—¡Ya tenemos vía libre!

Lo puso en marcha y salió a toda velocidad. Como había esperado, al llegar al cruce no había nadie. A lo lejos vio la hoguera y a unos hombres que se agitaban a su alrededor golpeando el suelo con ramas. Y entre los hombres, dos llevaban un uniforme verdoso.

Aceleró. Enfrente, coronada de luces en la altura de la ciudad vieja, apareció Cuenca. Redujo la velocidad y se intercaló en la riada de coches que iban por la parte nueva; por vez primera en su vida el hombre no se quejaba del tráfico intenso, del paso lento, de la aglomeración, del embotellamiento. Por el contrario se sentía feliz entre la manada, tan pegado a los demás coches que nadie podía fijarse en cómo estaba su carrocería del lado izquierdo. Había pasado de la soledad, un punto en oscuro en el campo, a ser otro punto oscuro entre mil. Estaba a salvo.

* * *

En la Comandancia de la Guardia Civil de Cuenca, el capitán escuchaba la relación de novedades que le daba el teniente. Ningún coche azul había sido detectado en los accesos a la ciudad. Entonces no había entrado… entonces era posible que se hubiera equivocado totalmente al volcar toda la vigilancia en sus alrededores. Quizás en ese momento el asesino estaba riéndose de él en las cercanías de Madrid. Luego buscaría a un carrocero de pocos escrúpulos o de mucha hambre; ¡hay tanta gente en paro!, se haría arreglar la abolladura y pintar el coche de otro color. Y aquel hueco cerrado sería como la nueva tumba del guardia muerto, una tumba inviolable. Nadie sabría jamás quién había sido el culpable…

Siguió oyendo informes… llamadas telefónicas… como él temía la ausencia de los lugares habituales para concentración de los guardias había empezado a dejarse sentir en un mayor número de accidentes. Dos gobernadores civiles habían llamado ya al Ministerio quejándose del desamparo que súbitamente tenían las carreteras de sus provincias respectivas.

—Si no le encontramos hoy no habrá más remedio que rendirse a la evidencia —rehuyó la mirada del cabo García, fija en él—, el tipo se nos ha escapado.

De la calle llegaba el ruido del tráfico. De pronto arreció además de las bocinas se oían trompetas y tambores. El capitán levantó la cabeza.

—¿Qué es eso?

El teniente se asomó a la ventana.

—La cabalgata del Circo. Debutan mañana en las afueras y como de costumbre hacen un desfile hoy por el centro de la ciudad.

El capitán se acercó. Pasaban dos elefantes, una jaula con un león de aspecto famélico, una «roulotte» —a la gente le gustaba saber cómo vivían los artistas—, una banda de música con sus componentes con chaquetillas rojas; los payasos, los augustos, los clowns con sus caras pintarrajeadas iban de un lado para otro acariciando a los niños de ojos inmensos de asombro y dándoles caramelos; unos lo agradecían, los otros, más pequeños, se querían fundir en las faldas de su madre.

Un camión llevaba a lo largo de su caja una gran pancarta con el anuncio: «¡Gran Circo Mágico! ¡Fieras salvajes, payasos, malabaristas! ¡Acudan todos a presenciar la actuación del Gran Circo Mágico!».

Y las mismas palabras las repetían continuamente con un megáfono; el director del circo, de pie en la caja del camión, con su sombrero de copa y su frac gastado. Detrás del camión iban tres coches con otras tiras de tela anunciando el mismo mensaje. «¡Acudid todos al Gran Circo Mágico! ¡Diversión para chicos y grandes!»

Por vez primera en veinticuatro horas el capitán sonrió y la sonrisa le dolió, como si las comisuras del labio le hubieran quedado rígidas del dolor de antes. Volvió a la mesa como si con ello quisiera hacerse perdonar su debilidad, entregándose de nuevo a una tarea que consideraba ya inútil.

—¿Un fuego? ¿Cuándo ha ocurrido ese fuego?

Leyó detenidamente el parte. Había sido algo de poca importancia… unos montones de paja que habían ardido en pleno campo. Afortunadamente fue descubierto a tiempo por unos campesinos que pasaban en un carro y entre ellos y la pareja de la Guardia Civil que estaba cerca consiguieron sofocarlo usando unas ramas de árbol. Dado que el campo estaba segado no había podido cundir el fuego. Que parecía un incendio no provocado, porque no habían visto a nadie en las cercanías, aunque les extrañó que surgiera de pronto y por la noche en un campo recién segado.

El capitán preguntó al teniente quiénes eran los componentes de la pareja que habían ayudado a sofocar el incendio y dónde estaban situados, y el teniente se lo mostró en el mapa. El capitán volvió a repasar el informe. En él, como es costumbre en los partes de la Guardia Civil, se mencionaba la hora en que se había iniciado el servicio y la hora de terminarlo… aunque el guardia más antiguo firmante del parte especificaba que dada la urgencia con que habían sido solicitados no había podido registrar el minuto exacto de iniciar el trabajo, aunque sí había podido anotar su final. En todo caso no había sido más de diez minutos.

«¡No más de diez minutos!»

—Mire, teniente —señaló en el mapa el cruce de caminos—, ¡ese agujero en la red ha durado diez minutos! ¿Se da cuenta? ¡Diez minutos! ¿Cuántos se necesitan para colarse hacia la ciudad?

—Sí, mi capitán; pero sería mucha casualidad que justamente en ese intervalo hubiera pasado el coche que buscamos.

—Efectivamente, teniente. Pero esa casualidad podría haber sido ayudada por alguien. Resulta muy raro que, de noche, sin un sol que a través de una botella rota haga arder la paja, sin caminantes que puedan tirar una colilla encendida, arda de pronto el campo… Alguien prendió ese fuego para alejar a la pareja de ese cruce. Y sabemos quién puede ser. Este hombre está en la ciudad.

Quedaron en silencio. Se oía, ahora más lejano, el ruido de la cabalgata. Golpearon en la puerta.

—Pase.

Un guardia entró y se cuadró.

—A la orden de usted, mi capitán. Se presenta el guardia primero Roberto Antón Pérez. Hemos registrado toda la ciudad, la alta y la baja. En la alta hemos penetrado incluso en varios garajes que estaban cerrados; en algunos casos nos han puesto dificultades, pero al final los han abierto todos. Hemos mirado también en los callejones de la parte alta y por todos los rincones. Hemos encontrado tres —miró un papel que llevaba en la mano—, no, cuatro coches de color azul oscuro. Ninguno tenía la menor huella en su lateral izquierdo.

—¿Están seguros?

El teniente intervino.

—Cuenca no es muy grande, capitán. Y esos muchachos la conocen bien.

—Entonces…

Se volvió lentamente hacia la ventana. Se sentía de pronto inmensamente viejo. La charanga empezó de pronto a sonar más cerca y más alta. El teniente se acercó. Era mucho más joven que su jefe, pero en ese caso comprendía el desencanto del capitán y se sentía su protector y amigo. Le habló como se habla a un niño para distraerle…

—Dan siempre dos vueltas por las calles principales… quieren estar seguros de que nadie vaya a olvidar que están aquí, que a cada niño le quede grabado el espectáculo para que mañana temprano empiecen a dar la lata a sus padres…

El capitán oía a medias y a medias veía por la ventana acercarse de nuevo la cabalgata, el camión, los elefantes, la jaula con el triste león de poca melena, un león que como él se había quedado sin dientes. Y oía también la frase definitiva del guardia:

«Hemos buscado en todos los rincones.»

Todo había terminado. Fracaso absoluto. Había que dar la orden de retirada de las fuerzas a sus puestos. Normalidad absoluta para todos. Dentro de unas horas todo iba a ser igual que anteayer para los guardias y para los automovilistas que encontrarían en sus puestos a los vigilantes de la carretera. Para todos menos para uno.

«Acudan mañana a presenciar la actuación del Gran Circo Mágico… mañana sin falta a las cuatro de la tarde y a las diez de la noche.»

Miraba sin ver, un poco borrosamente, el desfile.

«Hemos buscado en todos los rincones…»

Y de pronto sus manos, que estaban aferradas al alféizar, se pusieron blancas de la presión. Su mirada se paseó inquisitiva por la caravana abajo mientras pensaba furiosamente: «Un alfiler se puede perder en un pajar, pero es mucho más fácil de perderse entre un montón de alfileres, siempre que su característica especial, lo que le hace distinto de los demás alfileres, pueda ocultarse.» Sacó el busto por la ventana y la voz que le salió casi fue un rugido:

«¡Teniente! ¡Cabo! ¡Vengan!»

* * *

Gumersindo Montes llevaba ya muchos años como propietario y director artístico del Gran Circo Mágico, es decir, que había recorrido varias veces la superficie de España, lo cual es decir igualmente que lo había visto prácticamente todo. Sabía lo que era el desastre meteorológico (que una tormenta se le llevara la carpa del circo por los aires), y mucho más conocía lo que era el desastre económico. Una retracción inesperada de espectadores, una falta total de «liquidez» y una desbandada de trabajadores, artistas incluidos, que se marchan hartos de no cobrar; luego la llamada desesperada a la Sociedad Protectora de Animales más cercana para que, al menos las fieras y los paquidermos puedan comer, ya que no lo hacían sus domadores. Había pasado en tantos años prácticamente por todo. Y sin embargo se le cortó la voz en el momento de repetir una vez más: «No se olviden, mañana a las cuatro y a las ocho actuación del…».

Porque lo que el señor Gumersindo no había visto nunca era abatirse sobre su circo a un destacamento de la Guardia Civil —eran diez hombres, pero a él le parecieron mil— tomando posiciones a lo largo de la calle, avanzando hacia la caravana pistola en mano. Uno de ellos detuvo al primer coche y con ello la caravana entera. La banda dejó bruscamente de tocar. Luego los demás se deslizaron a lo largo de la comitiva; un teniente se quedó a la altura y del camión y ante su cara de susto le indicó que estuviera tranquilo, que no pasaba nada. Cuando vio que los otros guardias seguían su camino pensó que buscarían droga en la roulotte, algo que en una ocasión ya le había causado un disgusto por causa de un malabarista propicio a usarla. Pero su asombro fue grande cuando vio que dos guardias (uno era capitán a juzgar por sus estrellas), metían sus pistolas por las ventanillas de uno de los automóviles. Tras unos segundos de silencio (que atrajo a las ventanas mayor número de personas que las que seguían el ruidoso desfile anterior), los dos ocupantes del coche, un hombre y una mujer, salieron muy pálidos con los brazos en alto.

—¡Teniente, teniente, por Dios! —El señor Gumersindo se volcaba desde lo alto para hacer llegar mejor su voz al oficial—, esa gente no ha hecho nada, no tienen nada que ver con nosotros! Ese señor vino a verme anoche y me dijo que era muy aficionado al circo, que quería ayudarnos los días que estuviéramos aquí a hacer propaganda, que desfilarían con nosotros todos los días y eso gratis. ¿Se da cuenta? Incluso me pidió esa pancarta que llevan para ponerla en el coche… Pero ¿qué hacen? ¿Por qué la arrancan? Me la van a romper y cuesta mucho dinero…

El capitán por un lado y el cabo por otro acabaron de tirar con fuerza de los dos extremos de la tira de tela. Debajo apareció un hueco. Era la marca que deja un choque, igual como tantas que ocurren todos los días, pero por el silencio dramático con que fue acogida parecía que en vez de una abolladura se tratara de una herida en un cuerpo humano; la mujer prorrumpió en sollozos, el hombre miró fijamente al suelo y el capitán dio un paso y se interpuso, sin decir una palabra, entre el hombre y el cabo. Luego recogió el largo pedazo de tela y lo enrolló.

—Cabo, entregue esto y el del otro lado al dueño del Circo. Luego preséntese usted en Requena. Ustedes, vengan conmigo. ¡Teniente! Que siga la caravana.

El señor Gumersindo recogió el fardo de tela y lo colocó en el fondo de la caja del camión. El coche azul, conducido por un guardia, empezó a separarse del camino, los músicos rompieron en el tatachín de antes, el león rugió, el director cogió de nuevo el megáfono:

—«Mañana a las cuatro de la tarde gran actuación del Gran Circo Mágico… no se olviden, señoras y señores…»

Había alguien que no lo iba a olvidar jamás.