Eran las doce de la mañana de un día del mes de febrero. Pedro, uno de los encargados de atender a los viajeros en la consigna de la estación de Atocha, en Madrid, saboreaba lentamente su café en amistosa charla con el hombre de la barra del snack-bar donde tomaba café todos los días, más o menos a la misma hora. El hombre del bar le decía:
—Hoy no tienes prisa.
—Sí, igual que todos los días. Y si tardo en volver Ramón se enfada.
—Ramón ha desayunado aquí como de costumbre.
—El es soltero. Yo prefiero desayunar en casa. Bueno, ¡adiós!, hasta mañana.
Pedro llegaba a la consigna. Ramón, su compañero, le gritaba:
—¡A ver si algún día te entretienes menos! ¡Media hora!
—No tanto, no tanto.
Pedro atendía a un viajero y al ver allí un gran baúl oscuro, gritaba:
—¿Otra vez este baúl?
—Sí; lo han devuelto, con algo escrito en el papel. ¡Míralo!
El baúl tenía pegado encima un papel con un nombre y una dirección: Eugenio Montejo - Calle Espronceda, N.º 7 - Guadalajara. Y debajo de esto alguien había escrito: «En Guadalajara no existe la calle de Espronceda».
—¿Qué hacemos?
—Pues… ¡yo qué sé! Lo dejamos aquí arrinconado y a ver si alguien lo reclama.
Entre los dos hombres arrinconaban el baúl, que pesaba lo suyo, y continuaban atendiendo a los clientes.
* * *
Unas semanas después el baúl continuaba allí. Nadie lo había reclamado.
Un día Pedro, mientras colocaba una maleta sobre el baúl, notaba algo extraño y le decía a su compañero:
—Acércate. ¿No notas nada?
—¿Qué? ¿Dónde?
—Un extraño olor, como a podrido.
Ramón se acercaba y olía fuerte en el aire.
—Pues sí. Y. yo diría que este mal olor sale del baúl.
—Lo mejor será decírselo al jefe de estación. Yo se lo digo. Vuelvo en seguida.
Media hora después entraba en la consigna el jefe de estación. Se acercaba al baúl oscuro y notaba el mismo mal olor. Decía:
—Habrá que dar parte a la policía. Yo me ocuparé.
Y el mismo día, unas horas más tarde, un inspector de policía después de notar el mal olor, preguntaba:
—¿Lleva mucho tiempo aquí este baúl?
Pedro le contestaba:
—Lo trajeron aquí hace cosa de un par de meses. Nos dijeron que lo mandáramos a Guadalajara, a la dirección que está en este papel pegado encima del baúl. Y nos dieron dinero para pagar el transporte. Y hace dos o tres semanas nos devolvieron el baúl con esta nota escrita en el papel.
El inspector leía la nota en voz alta:
—En Guadalajara no está la calle de Espronceda.
Pedro le decía al inspector:
—Entonces se empezó a notar este mal olor que, evidentemente, sale del baúl.
El inspector notaba el mal olor y preguntaba a los dos hombres de la consigna:
—¿Sabrían abrir el baúl?
—No tenemos herramientas.
—¿Hay algún cerrajero por aquí cerca?
—No sé; lo buscaremos.
Pedro salía en busca del cerrajero, encontraba uno y regresaba con él a la consigna. El inspector daba una orden al cerrajero:
—Abra este baúl.
El cerrajero no tardaba en levantar la tapa. Y dentro del baúl había un hombre muerto, un cadáver, con el rostro ya desfigurado por la descomposición. El inspector daba una orden:
—Que nadie lo toque. El juzgado se encargará del levantamiento.
Y dada la orden preguntaba:
—¿Quién lo dejó aquí?
Pedro y Ramón le contestaban las preguntas casi los dos a la vez:
—Dos hombres de una agencia de transportes. Por lo que decían parece que lo trajeron en una camioneta.
—¿No dijeron quién lo mandaba o de dónde venían? Quiero decir dónde cargaron el baúl.
—No. Sólo nos dieron dinero para mandarlo a Guadalajara. Y de allí lo han devuelto con esto escrito en el papel.
—Bien, bien. Veremos lo que se hace.
* * *
El mismo día unas horas después, ya levantado el cadáver y transportado el baúl, ya vacío, a la comisaría, el inspector lo ponía todo en conocimiento del comisario. Y el comisario le preguntaba:
—¿Puede usted ocuparse de este caso?
—Si usted lo manda… Pero ahora tengo pocas horas libres. Tal vez el inspector Ramírez que ascendió hace poco y está menos ocupado.
—Sí, me parece bien.
El comisario llamaba al inspector Gustavo Ramírez, le enseñaba el baúl, le explicaba el caso y le encargaba que descubriera la personalidad del muerto y el nombre del asesino. Le decía:
—No es un caso fácil, y si usted consigue enterarse de todo demostrará sus buenas condiciones como policía.
—¿Puedo disponer del tiempo que sea?
—Desde luego. Sólo le ruego que todos los días me informe de lo que vaya descubriendo.
—¿Se sacó una fotografía del baúl?
—No. Pero se puede sacar. El baúl está abajo, en el sótano.
—Yo me encargaré, con su permiso.
El inspector Ramírez llamaba al fotógrafo del que la policía se servía siempre que era necesario y le hacía sacar algunas buenas fotografías del baúl. Elegía las dos mejores, las guardaba y empezaba las gestiones.
Telefoneaba al Ayuntamiento de Guadalajara y les preguntaba si vivía allí alguien llamado Eugenio Montejo. Le decían que se informarían y que volviera a telefonearles el día siguiente. Así lo hacía el inspector y de Guadalajara le decían que ningún vecino de allí estaba inscrito con el nombre de Eugenio Montejo.
* * *
El inspector Ramírez hablaba con el forense que había hecho la autopsia al cadáver. Y por el forense sabía que el muerto era un hombre de alrededor los sesenta años, delgado, alto de sólo un metro sesenta y siete centímetros, con la dentadura postiza.
El mismo día interrogaba a Pedro y a Ramón, los dos encargados de la consigna. Ellos repetían que habían traído el baúl dos hombres de una agencia de transportes.
—¿Saben el nombre de la agencia?
—No. No vimos la camioneta. Llevaban el baúl entre los dos.
—¿Los reconocerían si les vieran?
Pedro decía que a uno sí, pues era un tipo gordinflón con la barba algo crecida.
—Bien. Mañana usted me acompañará a todas las agencias de transportes.
—¿A pie? Hay muchas.
—Veré si ponen un coche a mi disposición.
Y el día siguiente el inspector Ramírez y Pedro empezaban a visitar las agencias de transportes.
Tres días después habían visitado muchas y Pedro no había reconocido a nadie. En la última agencia visitada el dueño, al saber el objeto de la visita, les decía:
—Han de venir antes de las nueve de la mañana. Más tarde no encontrarán a casi nadie aquí. Todos los hombres están en las camionetas, ocupados en el transporte.
Otra vez en la calle el inspector Ramírez le decía a Pedro:
—Mañana le recogeré en la estación antes de las ocho. ¿A qué hora empieza usted?
—A las ocho.
—Bueno, pues a las ocho. Iremos en coche, como hoy. —Mejor será que le pida permiso al jefe de estación.
—Yo mismo se lo pediré. ¿Le llevo hasta Atocha?
—No hace falta. Iré andando.
—Pues hasta mañana.
* * *
El día siguiente el inspector Ramírez y Pedro continuaban la busca en las agencias de transporte. El inspector advertía a Pedro:
—Si en alguna agencia reconoce al tipo gordinflón hágame una señal, pero no lo diga delante de él, de modo que él se entere… Es mejor que él no sepa que le hemos reconocido.
A las nueve y cuarto entraban en una agencia de la calle del Pez. Algunos hombres empezaban a cargar una camioneta. Uno de los hombres era un tipo gordinflón con la barba algo crecida. Pedro hacía una señal al inspector y con el índice, disimuladamente, señalaba aquel hombre. El director de la agencia les preguntaba:
—¿Buscan algo ustedes aquí?
Contestaba el inspector:
—Nada. Nos hemos equivocado. Nos dieron el nombre de una agencia de transportes, pero no es ésta. Usted perdone.
—Perdonado va.
—¿Puedo preguntarle cómo se llama usted?
—Cecilio Jiménez, para servirle.
El inspector señalaba al gordinflón barbudo:
—Y éste, ¿cómo se llama?
—Esteban Morillo. Pero ¿quiénes son ustedes?
El inspector enseñaba su carnet de policía.
—¿Policías? ¿Buscan a alguien de aquí?
—No, no.
—¿Pues por qué preguntan los nombres?
—Por costumbre. Los policías somos así.
Y en seguida a Pedro:
—¡Vámonos!
Y en la calle, ya un poco lejos, le preguntaba a Pedro:
—¿Está seguro de que es éste?
—Sí, sí. Eran dos y el otro no lo he visto o no lo he reconocido. A éste sí, por el tipo y por la barba. Y éste es el que habló con nosotros.
* * *
Al día siguiente Esteban Morillo recibía una citación de la policía para que se presentara dos días después, a las diez de la mañana, en la comisaría. En la citación no se decía el motivo.
Esteban se presentaba en la comisaría y allí le interrogaban el comisario Juan García y el inspector Gustavo Ramírez. Empezaba el comisario:
—No se preocupe, no es nada contra usted… Es sólo para que nos facilite alguna información. Siéntese, siéntese.
Le ofrecía tabaco:
—¿Usted fuma?
—Sí, gracias.
Encendían los dos y después de las primeras chupadas empezaba el interrogatorio:
—En el mes de febrero usted llevó en la camioneta un baúl oscuro a la estación de Atocha y allí lo dejó en consigna. ¿Lo recuerda?
—Sí. Recuerdo que en la consigna el baúl ocupaba mucho sitio y no sabíamos dónde meterlo.
—¿Recuerda usted dónde recogió el baúl?
—Sí; en la calle de Villanueva.
—¿En qué número?
—En ninguna casa; en la misma calle. Nos esperaban en la calle con el baúl. Nos llamaron por teléfono que fuéramos a recoger el baúl en la calle.
—¿Les llamó una voz de hombre o una voz de mujer?
—Una voz de mujer.
—¿En dónde de la calle Villanueva les esperaban con el baúl?
—No muy lejos de Recoletos. Vi el número siete. Sería entre el número cinco y el número siete.
—¿Quién les entregó el baúl?
—Una mujer.
—¿La reconocería si la viera?
—Puede que sí, pero no estoy seguro. Sólo nos dijo que mandáramos el baúl a Guadalajara, a una dirección que estaba en un papel pegado sobre el baúl. Y nos dio dinero para pagar el transporte.
—¿Dinero suficiente?
—Más del suficiente. Sobró dinero. La mujer nos dijo que si sobraba nos lo quedáramos como propina.
—¿Cómo era la mujer?
—De media edad. Aparentaba alrededor de los cincuenta. No mal parecida y bien vestida. Tenía el cabello de un rubio fuerte, seguramente teñido.
—¿No recuerda ningún otro dato?
—Pues, no.
—Ya está bien. Puede marcharse. Si le necesitamos le volveremos a llamar. Pero no se preocupe, que no hay nada contra usted.
* * *
El comisario y el inspector llegaban a la conclusión de que tanto el nombre de la persona como la dirección escritos en el papel pegado al baúl eran falsos. Y entre los dos organizaban la investigación.
El inspector Ramírez llamaba por teléfono al transportista Esteban Morillo para que le acompañara a realizar una inspección. El transportista comparecía, siempre de mala gana y algo asustado. Le recibía el inspector Ramírez y le decía:
—Esta mañana tenemos bastante trabajo. Mejor que telefonee a la agencia diciéndoles que no volverá hasta la tarde. Si lo prefiere, telefonearé yo.
—No, no; prefiero llamar yo.
Llamaba a la agencia y contaba la verdad a su jefe, el director.
El inspector Ramírez y el transportista llegaban a la calle de Villanueva alrededor de las diez de la mañana. Y el inspector decía:
—Ahora llamaremos a todas las puertas de la casa número cinco y después a las del número siete. Preguntaremos por la dueña de la casa y yo me presentaré como vendedor de un detergente y les dejaré una muestra. Llevo treinta muestras en la cartera. Las he pedido a una empresa donde fabrican esos detergentes. Usted, en todos los pisos, fíjese en la mujer que nos reciba, si se trata de la dueña. Y si en alguna reconoce a la mujer que estaba junto al baúl me hace una señal.
Empezaban por el último piso de la casa número cinco. Es una casa antigua con dos puertas en cada rellano. Y sólo con siete pisos. A las once y media habían llamado a todos los pisos y en todos habían visto a la señora de la casa, menos en uno en que la criada les dijo que la señora no estaba en casa, que había ido a la compra como casi todos los días. Esteban Morillo no reconoció a ninguna de las mujeres.
Se trasladaban a la casa número siete y subían en el ascensor hasta el último piso, el noveno. Había tres puertas en cada rellano. Llamaban a cada una de las tres puertas y preguntaban por la señora de la casa. Y lo mismo en las tres puertas A, B, y C del piso octavo, del séptimo, del sexto, del quinto, del cuarto y del tercero. Y allí, en la puerta B del tercer piso, el transportista Esteban Morillo, al ver a la señora de la casa hacía una señal al inspector. Y el inspector preguntaba a la señora:
—¿Me dice su nombre, por favor? Es para mandarle muestras de otros productos de la misma marca.
—Anamaría Cagigal.
—¿Son muchos en la casa?
—No. Somos dos, yo y mi hija.
—¿Otra Anamaría?
—No; mi hija se llama Natalia.
—Pues les mandaré dos muestras de cada producto. Y muchas gracias.
El inspector y el transportista se despedían. Y en la portería, antes de salir a la calle, el inspector anotaba los nombres de Anamaría y de Natalia. Era hombre precavido y siempre lo iba anotando todo para evitar olvidos. Después, en la calle, le decía al transportista:
—Por ahora no le necesitaremos más. ¿Nos tomamos un café? Invito yo.
Entraban en una cafetería y pasaban un rato hablando de cosas indiferentes.
* * *
La misma tarde el inspector esperaba en la calle de Villanueva junto a la puerta del número siete. Alrededor de las cinco veía salir de la casa a Anamaría Cagigal y se ponía junto a un árbol de espaldas a la acera para evitar que ella le reconociera. Subía después al piso tercero y llamaba a la puerta B. Una muchacha joven le abría la puerta. El inspector le preguntaba:
—¿Es usted Natalia…? No sé el apellido.
—Ayuso; Natalia Ayuso.
—¿Hija de Anamaría Cagigal?
—Sí.
El inspector se daba a conocer como policía enseñando el carnet. Y entregaba a Natalia un comunicado de la policía por el que se ordenaba a Anamaría Cagigal que no saliera de Madrid en los diez días siguientes. Natalia, extrañada, preguntaba:
—¿Y esto por qué?
—No lo sé. Sólo me han encargado que entregara este comunicado. Aunque por cosas que he oído me parece que es por algo relativo a un baúl de color oscuro. ¿No supone usted a qué baúl me refiero?
—No. Aquí no tenemos ningún baúl ni oscuro ni de otro color.
—¿Ni lo han tenido nunca?
—No, no. No hay ningún baúl en la casa.
—¿Usted, en los últimos tiempos, ha vivido siempre aquí con su madre, sin ausentarse?
—Sí, siempre. Bueno, en febrero pasé unos días en Sigüenza, en casa de una amiga mía.
—¿Por qué?
—Por nada. Me había invitado varias veces y al fin acepté la invitación.
—¿Me puede dar el nombre y la dirección de su amiga?
—Sí. Eulalia Fuentes. Vive en la calle Manzanares número doce.
—¿Cuál es el nombre de su padre, el esposo de Anamaría Cagigal?
—Mi padre no es el esposo actual de mi madre. Mi padre se llamaba Félix Ayuso y murió en Méjico hace años.
—¿Y su madre se volvió a casar?
—Sí.
—¿Me da el nombre del segundo esposo de su madre?
—Gregorio Cifuentes.
—¿Viven aquí los tres, su madre, su padrastro y usted?
—Aquí vivíamos los tres. Ahora sólo vivimos mi madre y yo.
—¿Están separados su madre y su segundo esposo?
—No. Este señor desapareció en el mes de febrero. Desde entonces no hemos vuelto a saber nada. Mi madre denunció la desaparición a la policía. Pero ¿a qué vienen tantas preguntas? ¿Es que ha ocurrido algo?
—Nada, nada. Es sólo para completar una información. Y le pido perdón por la molestia. Usted lo pase bien.
Natalia quedaba muy aturdida. Anamaría llegaba a su casa a eso de las siete y se enteraba por su hija de la visita del policía. No parecía muy preocupada. Se limitaba a decir:
—Será por algo relacionado con nuestros intereses en Méjico. No te preocupes; no puede ser nada importante.
—¿Irás a la policía a saber de qué se trata?
—Sí, tal vez mañana. Ya te lo diré.
* * *
El día siguiente Anamaría recibía otro comunicado de la policía ordenándole su comparecencia para un interrogatorio. Anamaría rompía el papel sin decirle nada a su hija. Y no comparecía.
El comisario y el inspector Ramírez la estuvieron esperando durante casi una hora. Pasado este tiempo el comisario le decía al inspector:
—Esta mujer… Su actitud es sospechosa. Vuelva usted a su casa a interrogarla allí. Y con mucho cuidado, de forma que ella no piense que podemos suponerla culpable.
—¿No sería mejor detenerla?
—Esto no es posible mientras no tengamos pruebas evidentes contra ella.
El inspector Ramírez cumplía la orden. Eran las diez de la mañana cuando llamaba a la puerta B del piso tercero de Villanueva número 7. Anamaría le abría la puerta y reconocía al hombre que días antes le había regalado muestras de unos detergentes.
—¿Otra vez usted?
—Sí; pero hoy he venido a hacerle algunas preguntas. Lo de los detergentes fue sólo para identificarla a usted.
Y le enseñaba su carnet de policía. Anamaría, en apariencia muy tranquila, le decía:
—Pase, pase y pregunte todo lo que quiera.
—¿Está su hija en casa?
—¿Cómo sabe que tengo una hija?
—El caso es que lo sé.
—Pues no está. Hoy ha ido ella a la compra. ¿Le sirvo un café?
—No, gracias. Nunca tomamos nada cuando estamos investigando.
El inspector empezaba el interrogatorio como si no estuviera enterado de las declaraciones de Natalia, como si no supiera nada de nada.
—¿Está su esposo en casa?
—Mi esposo desapareció hace cosa de un par de meses, en febrero. Acudí entonces a la policía y les pedí ayuda para encontrarlo. Les di mi nombre y mi dirección. Pero no me han dicho nada.
—Sí, ya estoy informado.
El inspector consultaba su agenda de bolsillo donde tenía algunas anotaciones.
—Su esposo se llama Gregorio Cifuentes. Es un hombre no muy alto, delgado, con la dentadura postiza.
—Sí, sí.
—¿Es el padre de su hija?
—No. Este es mi segundo marido. Antes estuve casada con otro, con el padre de Natalia.
—¿Aquí, en Madrid?
—No; en Méjico.
—¿Cómo se llamaba su primer esposo?
—Félix Ayuso.
—¿Le conoció en Méjico?
—Sí. Y tuvimos dos hijas. Natalia es la mayor. La otra, Estefanía, nacida también en Méjico, se casó allí y allí vive.
—¿Ha vivido usted mucho tiempo en Méjico?
—Unos veinte años, en dos veces. Y se me ha pegado un poco el acento mejicano. ¿No lo ha notado?
—Sí, un poco. Notaba algo, pero no sabía que fuese el acento mejicano. ¿Era mejicano su primer marido?
—No; era gallego, pero tenía negocios en Méjico y allí vivía. Queríamos regresar a España, pero él murió y regresé yo con las dos niñas.
—¿Y por qué volvió a Méjico?
—Para liquidar los negocios de mi primer marido.
—Y su segundo esposo, ¿dónde lo conoció?
—También en Méjico. Era amigo de mi primer marido y estaban asociados en algunos negocios. Gallegos los dos. Allí, en Méjico, hay muchos gallegos.
—Muy bien, muy bien. Supongo que no le importará que la visite alguna otra vez para ponerlo todo en claro. Me refiero a… Bueno, ya se lo diré. Y le aconsejo que si recibe otro comunicado de la policía para una nueva comparecencia, no deje de acudir.
—Es que con la del otro día, yo no sabía…
—Pues ahora ya lo sabe. Pero tal vez es preferible que venga yo aquí.
—Por la mañana, a partir de las doce, siempre me encontrará en casa. Antes no es tan seguro, pues muchos días salgo a comprar.
—¿Y por la tarde?
—También; da igual, pero mejor a primera hora, antes de las cinco.
—Pues hasta otro día, si es que hace falta.
* * *
El inspector Ramírez, después de consultar todas las notas que había tomado, decidía interrogar otra vez a Natalia, a solas con ella. Se ponía en acecho en la calle de Villanueva hasta que una tarde veía salir de la casa a Anamaría sin Natalia. Otras veces salían juntas las dos mujeres. Pensó que Natalia estaría en su casa, subía al piso tercero y llamaba a la puerta B. Le abría la misma Natalia y le reconocía en seguida.
—¿Otra vez usted?
—Pues sí, otra vez. ¿Está en casa su señora madre?
—No; acaba de salir.
—Quería hablar con ella, pero si no está… Aprovecharé para charlar un rato con usted. ¿Dispone de tiempo ahora?
—Sí; no pensaba salir.
—No la entretendré mucho.
Tomaban asiento en el living y el inspector, como sin darle importancia, empezaba así:
—La otra vez que hablamos usted me dijo que había pasado unos días en Sigüenza, en casa de una amiga.
—Sí, de Eulalia Fuentes.
—¿Son muy amigas?
—Congeniamos. La conocí la primera vez que estuve aquí, en Madrid.
—¿Le gusta pasar días en casa de su amiga?
—Me da igual.
—Si es así, ¿por qué fue?
—Mi madre insistía y, al fin, para no contradecirla…
Hablaban un rato de cosas indiferentes y, de pronto, el inspector preguntaba:
—¿Vivían bien su madre y su…?
—¿Mi padrastro? Al principio sí. Ahora, últimamente, discutían mucho. Y gritaban a veces. Muy desagradable para mí.
—¿Le llamaba usted padre a su padrastro?
—No. Le llamaba por su nombre: Gregorio.
—Sí, Gregorio Cifuentes. Conozco el nombre. ¿Por qué discutían tanto? ¿Es que no se avenían?
—Gregorio tenía dinero, pero a mi madre le daba muy poco. Y a mi madre le gusta vivir bien y le pedía más. Y últimamente con lo del libro…
—¿Un libro?
—Sí, mi madre ha escrito un libro. Lo escribió en Méjico. Y se lo han editado aquí, en Madrid. Pero ella ha tenido que pagar la edición. No disponía de dinero, lo pedía a Gregorio y él no quería darlo.
—¿Tiene aquí algún ejemplar del libro?
—Muchos.
—¿Puedo ver uno?
—Sí, sí.
Natalia se levantaba, salía del living y regresaba en seguida con dos libros.
—Si quiere dos…
—No, no. Me basta con uno.
El inspector leía en voz alta el título del libro:
—Horas fugaces.
Y después leía el nombre del autor:
—Gloria de Sandoval… Pero su madre no se llama así.
—No; es un seudónimo. Gregorio le puso como condición, para pagarle la edición, que no lo publicara con su nombre. Esto también lo discutieron mucho, enfadados los dos. Mi madre quería poner su nombre y Gregorio, si el libro no se publicaba con seudónimo, no lo pagaba. No quería que figurara el nombre de mi madre.
—¿Por qué?
—Porque había leído trozos del libro y todo le pareció muy malo.
—¿Es malo?
—No lo sé. Yo no lo he leído.
—¿Se está vendiendo bien?
—No; ni bien ni mal. Nadie lo compra. Y no se recuperará el dinero invertido. Esto también era motivo de discusión entre los dos. Gregorio amenazó con marcharse de casa y a mí me dijo que tendría que ponerme a trabajar.
—¿No eran buenos amigos usted y Gregorio?
—No. Me caía muy mal. Y él se daba cuenta.
—Bueno, bueno… Sí; pasan esas cosas.
El inspector miraba la hora en su reloj.
—¡Oh, falta poco para las siete! Me voy. Y perdone la molestia.
* * *
El día siguiente el inspector Ramírez, a partir de las nueve de la mañana, empezaba a visitar las tiendas en las que se venden maletas y baúles. Había anotado la dirección de todas las que constaban en la guía de teléfonos y en un anuario. Cuarenta y dos. Las tenía ordenadas por calles y así había trazado un itinerario de muchos kilómetros. Iba en una vespa que le habían facilitado en la comisaría.
A las once de la mañana, después de visitar catorce tiendas, todavía no había encontrado lo que buscaba. Por fin, en una tienda de la calle de Lagasca, el encargado, al ver la fotografía del baúl, le decía:
—Sí, aquí teníamos un baúl como éste. Se vendió hace unos meses. No recuerdo la fecha exacta.
—¿En febrero, tal vez?
—Sí, en enero o febrero.
—¿Puede decirme la fecha exacta?
—Si no tiene prisa…
—No, no. Es para una investigación.
El inspector enseñaba su carnet de policía y el encargado de la tienda llamaba a las dos muchachas encargadas de la venta y les preguntaba:
—¿Alguna de ustedes recuerda cuándo se vendió un baúl oscuro que teníamos aquí?
Una de ellas contestaba:
—Sí; yo lo vendí.
—¿Recuerda a quién lo vendió?
—Sí; a una mujer.
—¿La conocería si la viera?
—Tal vez, pero no estoy segura. Después de tanto tiempo y con tantos clientes…
El encargado de la tienda buscaba en el talonario de ventas del mes de enero y no encontraba nada. Después en el del mes de febrero y, de pronto, exclamaba:
—¡Aquí está! Se vendió el día dos de febrero.
—¿Tiene anotado a dónde lo mandaron?
—Sí; a la calle de Villanueva, número siete.
Y el inspector añadía:
—Piso tercero, puerta B.
Y rogaba a la muchacha que había vendido el baúl que fuera ella sola, con cualquier excusa, a la dirección anotada, que preguntara por la señora de la casa y que la identificara. Le decía:
—Preséntese con cualquier motivo. Puede decir que ha sabido que buscan criada, que usted ha servido en otras casas y que si llegan a un acuerdo… Yo la acompañaré y la esperaré en la calle.
La muchacha preguntaba al encargado de la tienda:
—¿Puedo ir?
—Sí, sí.
Y el inspector, en seguida:
—Yo la llevo en la vespa. Dentro de una hora estamos otra vez aquí.
* * *
La muchacha obedecía; el inspector la dejaba frente a la puerta número siete y le decía:
—Yo la espero con la vespa en aquella esquina.
No tenía que esperar mucho rato. La muchacha regresaba y le decía que, en efecto, la señora del piso tercero, puerta B, era la que había comprado el baúl.
El inspector Ramírez llamaba por teléfono, desde la comisaría, a Anamaría y le preguntaba cuándo podría visitarla para hacerle algunas preguntas. Sostenían, por teléfono, este diálogo.
—Cuando usted quiera, siempre que yo lo sepa, para estar en casa.
—¿Le va bien ahora?
—A mí, sí.
—¿Aunque mi visita se alargue?
—¿Mucho tiempo?
—No lo sé. Tal vez una hora o dos.
—Si es así, mejor esta tarde, después de comer.
—De acuerdo; a las tres y media estaré en su casa.
* * *
Después de comer Anamaría decía a su hija:
—Esta tarde tengo una visita que puede durar mucho rato. Prefiero que tú no estés presente. Después te lo contaré todo. ¿No tienes nada que hacer en seguida después de comer?
—No; hoy después de comer no. A las cuatro sí o a las cuatro y media. Me he de comprar unos zapatos. ¿A qué hora abren las tiendas?
—A las cuatro y media.
—Miraré algunos escaparates y si veo unos zapatos que me gusten entraré a comprarlos.
—He visto zapatos muy bonitos en una zapatería de la Glorieta de Bilbao.
—Queda un poco lejos. En toda la calle de Fuencarral hay muchas zapaterías.
—No tengas prisa. Yo no saldré de casa.
* * *
A las tres en punto sonaba el timbre de la puerta. Anamaría y Natalia estaban todavía sentadas a la mesa. Anamaría se levantaba antes que su hija y decía:
—Abriré yo.
El recibidor queda bastante separado del comedor. Anamaría abría un poco la puerta, sólo un poco. Eran el comisario Juan García y el inspector Gustavo Ramírez. Anamaría, sin acabar de abrir, les decía:
—No puedo atenderles antes de las cuatro y media. Ahora, imposible. Vuelvan dentro de una hora y media.
—Verá usted, señora, es que…
Anamaría, sin esperar más, repetía:
—A las cuatro y media.
Y cerraba la puerta. En el comedor, Natalia preguntaba a su madre:
—¿Quién era?
—Nadie. Uno que se equivocaba.
* * *
La misma tarde a las cuatro y media el comisario y el inspector volvían a llamar a la puerta B del piso tercero. Les abría Anamaría que ya estaba sola en la casa. Hacía pasar a los dos policías al living-comedor y les ofrecía asiento.
—Ustedes dirán.
Empezaba el comisario con una pregunta:
—¿Tiene usted pasaporte?
—Sí.
—¿Me lo deja ver?
Anamaría buscaba el pasaporte, lo entregaba al comisario y éste lo abría y pasaba las hojas una a una. En la hoja tercera estaba el visado para Méjico. El comisario preguntaba:
—¿Pensaba usted ir a Méjico?
—Sí; he estado otras veces. Allí tengo amigos.
—¿Cuándo pensaba ir? ¿Pronto?
—No sé; no tengo todavía el pasaje. La semana próxima tal vez.
—¿Ha estado usted otras veces en Méjico?
—Sí; dos veces. La primera durante quince años. La segunda menos tiempo, nueve o diez años.
El comisario se guardaba el pasaporte en el bolsillo. Anamaría se lo reclamaba:
—¿No me lo devuelve?
—Por ahora, no.
—¿Por qué? ¿Y si lo necesito?
—No lo necesitará. Mientras no pongamos todo esto en claro mejor que no salga usted de Madrid. ¿Por qué fue usted a Méjico la primera vez?
—Es una larga historia.
—No tenemos ninguna prisa. Cuente, cuente.
* * *
Anamaría, sin perder la calma, contaba el motivo de su primer viaje a Méjico. Decía que su padre ganaba dinero, que ella es hija única y que en su casa vivían bien, que no les faltaba nada. Pero su padre murió, no tenía dinero ahorrado, y ella tuvo que ponerse a trabajar para mantener a su madre y mantenerse ella. Que gracias a una buena recomendación entró de azafata en Galerías Preciados. Que su trabajo allí consistía en orientar a los clientes y, si hacía falta, acompañarles a la sección donde se vendía lo que buscaban. Que le dieron aquel trabajo porque ella entonces tenía buena presencia y sabía tratar a la gente. Que su madre murió dos años después y que ella se encontró muy sola. Que tenía una prima casada en Méjico, que su prima se entero de que había quedado sola, y le escribió diciéndole que la invitaba a pasar una larga temporada en Méjico con ella, que allí no le faltaría nada, que lo pasaría bien. Y que si no disponía de dinero para el pasaje, ella se lo mandaría.
El comisario le preguntaba:
—¿Cómo se llama su prima de Méjico?
—Juana Mercadal.
—¿Y el nombre del marido?
—Mercadal es el apellido del marido. Ella se llama Cagigal, como yo. Somos primas hermanas.
—¿Y usted se fue a Méjico?
—Sí; en avión. Y llegué allí casi sin dinero.
—¿Y allí se casó?
—Sí; dos veces. Allí conocí a mi primer marido, Félix Ayuso, que era amigo del marido de mi prima Juana.
—Cuéntenos todo lo que recuerde de su primer matrimonio. Con calma, pues no tenemos prisa.
Anamaría contaba que Félix Ayuso era gallego y vivía en Méjico, donde tenía negocios de compraventa de terrenos. Que ella tenía entonces veinticinco años y Félix Ayuso cuarenta y cinco, veinte más que ella. Que Félix tenía un socio, también gallego: Gregorio Cifuentes. Que vivían bien porque Félix Ayuso ganaba bastante dinero y la complacía en todo. El comisario le preguntaba:
—¿Estaba usted enamorada de su primer marido?
—Muy enamorada, no. Y si me casé con él fue para no continuar siendo una carga para mis primos.
—Su primer marido, ¿es el padre de su hija?
—Sí; de mis dos hijas. Tuvimos dos. La mayor, Natalia, es la que ustedes conocen. La otra, Estefanía, se casó en Méjico todavía muy joven, a los diecisiete años.
—¿En todo este tiempo no regresó a España?
—Sí, una vez. Mi esposo quería liquidar sus negocios y regresar a España definitivamente. Vinimos a España hace unos doce años y estuvimos unos meses en Galicia. Después regresamos a Méjico. Y allí, dos años después, murió mi marido y tuve que liquidar su negocio para regresar a España con algún dinero. En todo esto me ayudó el socio de mi marido, también gallego, Gregorio Cifuentes.
—¿Su esposo actual?
—Sí.
—¿Cómo fue que se casó con él?
—Nos veíamos todos los días, él era soltero, yo viuda y necesitaba que alguien me ayudara económicamente para el bien de mis hijas. Estefanía, la más joven, ya tenía novio. Natalia, la mayor, se puso en relaciones con un empleado de Gregorio, un tal Enrique… No recuerdo el apellido.
—¿Y no se casaron?
—No; mi hija Natalia es soltera.
Después de un silencio bastante largo Anamaría, sin que le preguntaran, decía:
—Desde entonces estuvo siempre algo indispuesta con mi esposo, con Gregorio. No le perdonó que se hubiese opuesto a sus relaciones sentimentales con aquel hombre.
—¿Y regresaron todos a España?
—Sí. Y nos instalamos en este piso de la calle de Villanueva, número 7.
—¿Era feliz usted con su segundo esposo?
—Al principio sí. Nos aveníamos. Después no tanto y en algunas cosas no estábamos de acuerdo.
—¿Recuerda el motivo de sus discusiones?
—Al principio por dos motivos. Pero después fue peor.
—¿Cuáles eran esos dos motivos?
—Uno de ellos el dinero. Mi esposo era rico, pero me daba muy poco dinero. Yo había escrito un libro.
—Sí, nos lo dijo su hija. Aquí tengo anotado el título y el seudónimo que usted usó.
Anamaría, en voz baja, como no muy orgullosa de su libro, decía:
—Horas fugaces. Y el seudónimo Gloria de Sandoval. Tuvimos que pagar la edición y mi esposo se negaba a pagar. Al fin accedió. Del libro se vendieron muy pocos ejemplares y Gregorio me decía que pagar la edición había sido tirar el dinero.
—¿Y el otro motivo?
—La comida. Gregorio es gallego y prefiere los guisos gallegos. Yo estaba cansada de tanto pote y tanta caldeirada. ¿Han comido pote y caldeirada alguna vez?
El comisario y el inspector decía a la vez que no. Y Anamaría, aprisa:
—El pote es una mezcla de berzas, judías, patatas, carne, jamón, morcilla, chorizo y pan tostado, y la caldeirada es un guiso de pescado con rape, merluza, mero y algo de bacalao, aromatizado con laurel y perejil; es parecido a una bullabesa en la que también se mezcla pan tostado. ¡Y dos días a la semana pote y otros dos días caldeirada! Tanto llegamos a discutir y a enfadamos que Gregorio se marchó de casa y se fue a vivir a un hotel, nada menos que al Palace, que no es barato. Le gustaba pasar el rato en el bar y encontrarse allí con amigos.
—¿Cómo supo usted que estaba en el Palace?
—Acudí a la policía y les conté el caso. Les di el nombre de mi marido, de Gregorio Cifuentes, y lo localizaron. Fui a verle, le amenacé con organizar un escándalo si no regresaba a casa y el día siguiente regresó. Y entonces ocurrió lo peor. Le cepillaba un traje y en un bolsillo de la americana encontré una carta de otra mujer, de una tal Teresa. ¡Y qué carta! Bueno, que mi esposo tenía una amiga.
—¿Teresa qué? ¿Sabe el apellido?
—No; ni el apellido ni la dirección. Pero sé el teléfono. Encontré el número en la agenda de Gregorio.
—¿Lo recuerda?
—Lo tengo anotado.
Anamaría se levantaba, buscaba su billetero y en el billetero el número del teléfono. El inspector tomaba nota del número. Anamaría, ya sin hacerse rogar, decía:
—Y todavía no lo saben todo…
—Diga, diga.
—Gregorio había hecho testamento a favor de mi hija Natalia nombrándola heredera de todo. Y a mí ni me mencionaba.
—¿Tenía mucho dinero su esposo?
—Tenía terrenos en Méjico que, incluso mal vendidos, eran algunos millones de pesetas, no sé cuántos, pero bastantes.
—¿Cómo supo usted lo del testamento?
—Gregorio me lo dijo y no sólo me lo dijo sino que me leyó algunas cláusulas. Pero yo no dejé de insistir hasta que conseguí que hiciera otro testamento en el que nos nombraba heredas a mi hija y a mí en partes iguales, mitad y mitad.
—¿Ha visto usted este testamento?
—Tengo la copia. ¿La quieren ver?
—No hace falta.
Y el comisario, con mucha calma, añadía:
—Y usted, para disponer del dinero, mató a su esposo y…
Anamaría le interrumpía con un grito:
—¡No! Yo no le maté. Le encontré muerto aquí, en el suelo.
—Pero usted había comprado un baúl para esconder el cadáver.
—No para esto. Compré el baúl porque mi propósito era regresar a Méjico, llevármelo todo y no volver más a España.
—Pero usted, en vez de llamar a la policía, metió el cadáver en el baúl y telefoneó a los transportistas para que lo llevaran a la estación. ¿Por qué hizo todo esto?
—Para que no pensaran… Bueno, para despistar. Temí que si llamaba a la policía pensarían que lo había matado yo y me vería metida en un lío con la policía. Y esto es lo que quise evitar.
El comisario miraba la hora y decía:
—Falta poco para las siete. Volveremos mañana. ¿A qué hora le va bien?
—Por la tarde, como hoy, a partir de las cuatro y media. Y pueden preguntarme todo lo que quieran que de todo les diré la verdad, o lo que yo sé, sin ocultarles nada.
* * *
En la calle el inspector preguntaba al comisario:
—¿Qué le ha parecido?
—He observado su rostro mientras ella hablaba y por mi experiencia yo diría que esta mujer no miente.
—¿Cree usted que ella no mató a su marido?
—Creo que nos ha dicho la verdad.
—Pues, ¿quién le mató?
—Esto es lo que hemos de averiguar. Esta noche le daré vueltas al asunto y tal vez… A mí todas las posibilidades se me ocurren de noche, si me despierto. Si duermo toda la noche de un tirón, no.
* * *
La misma noche, a la hora de cenar, el comisario llamaba al número de teléfono de aquella Teresa cuya carta había encontrado Anamaría en un bolsillo de Gregorio. Le contestaba una voz de mujer. Y el comisario:
—¿Hablo con…? no recuerdo el apellido. El nombre sí: Teresa.
—Timonel; Teresa Timonel.
—Es para mandarle una cosa. ¿Me da su dirección?
—Para mandarme, ¿qué?
—Es una sorpresa. Ya lo verá.
—Es en Bravo Murillo, 27, quinto A.
—Muchas gracias.
—De nada, de nada.
El día siguiente por la mañana el comisario le decía al inspector:
—Ya sé el apellido y la dirección de la autora de la carta que estaba en el bolsillo de este Gregorio Cifuentes. Vive en Bravo Murillo, 27, quinto A. Acérquese esta mañana y pregunte en la portería.
—¿Voy ahora?
—Sí, sí. Le espero aquí.
* * *
Una hora después el inspector Ramírez daba este informe al comisario: que la llamada Teresa Timonel era una animadora que trabajaba en una sala de fiestas, joven, bonita y bastante habladora. Que su nombre auténtico era Teresa García, pero ella se anunciaba en los carteles como Teresa Timonel. Que todos los días se levantaba muy tarde. Que pocas veces cenaba en casa. Que la mejor hora para encontrarla era de una del mediodía a seis de la tarde. Y preguntaba:
—¿Vamos hoy a interrogarla?
—Mejor mañana. Antes quiero tener otra conversación con la otra, con la esposa del muerto. Iremos esta tarde a las cuatro y media.
* * *
Anamaría ya les esperaba, ella sola en la casa. Había rogado a Natalia que la dejara sola. Los dos policías le repetían muchas preguntas y ella las contestaba todas igual que la tarde anterior. Era un interrogatorio lento y más bien aburrido. Y, de pronto. Anamaría decía:
—En el baúl mi esposo estaba vestido. Un traje gris, casi nuevo. No me han dicho nada de este traje. ¿Dónde está?
—Lo tenemos en depósito en la comisaría.
—¿Lo han registrado?
Los dos policías se miraban. Contestaba el comisario.
—Pues, no, ¿para qué?
—Sólo para recuperar la cartera. Llevaba documentos y acostumbraba a llevar bastante dinero.
—Pronto lo sabremos. ¿Dónde está el teléfono?
—En mi habitación.
Anamaría le acompañaba hasta la puerta de la habitación. El comisario hacía una llamada no muy larga, regresaba al living y decía:
—Dentro de un rato traerán el vestido. Tal como estaba. No se ha tocado nada.
Pasaba el rato, llamaban a la puerta y era un policía con el traje gris. El comisario registraba los bolsillos y encontraba una cajetilla, un encendedor, un pañuelo, una agenda con direcciones y teléfonos y un reloj de pulsera. Nada más. Anamaría decía:
—El reloj no lo llevaba en el bolsillo.
—No, claro que no. Al levantar el cadáver lo metieron en un bolsillo.
—¿Y la cartera?
—No se encontró ninguna cartera.
—La llevaba siempre, y con bastante dinero. Seguro que se la quitaron, por el dinero.
—¿Quién? ¿Llevaba la cartera cuando usted lo encontró aquí muerto?
—No lo sé. Estaba aturdida y no lo miré.
El comisario tomaba unas notas, como tenía por costumbre. Después preguntaba:
—¿Cómo se las arregló usted para bajar el baúl a la calle con el muerto dentro?
—Me ayudaron los porteros. Son un matrimonio y estoy en buena relación con ellos. Les dije que tenía que mandar el baúl a Guadalajara, tal como estaba escrito en el papel.
—¿No le preguntaron lo que había en el baúl?
—Sin que me lo preguntaran les dije que estaba lleno de libros. Que los libros eran de una amiga mía que vivía en Guadalajara y se los devolvía. Que una camioneta recogería el baúl para llevarlo a la estación. Y no lo pusieron en duda.
—Usted con el baúl esperaba en la calle entre el número siete y el número cinco. ¿No les extrañó a los porteros que no esperara la camioneta delante de la puerta de esta casa, del número siete?
—Les dije que me ayudaran a llevarlo hasta allí porque allí había un sitio libre entre dos coches aparcados, y que sería más cómodo para cargarlo en la camioneta. Frente a mi casa habría sido más difícil.
El comisario tomaba más notas, hacía algunas preguntas sin importancia y se despedía. Ya en la puerta decía:
—Si hemos de venir otra vez la llamaré antes por teléfono. ¿Me da el número?
Anamaría le daba el número. El comiseario y el inspector lo anotaban y se despedían.
* * *
En la comisaría el inspector y el comisario leían detenidamente el dictamen del forense. En el dictamen se decía que el cadáver era de un hombre que había muerto asfixiado o estrangulado y que por haber muerto así los pulmones estaban todavía algo hinchados. El comisario decía:
—Cada vez estoy más desorientado.
—¿Sigue usted pensando que la esposa del muerto es inocente?
—Ya no sé qué pensar. Llamaré por teléfono a esta Teresa Timonel, y tal vez…
—¿Tiene el número de teléfono?
—Sí. Aunque me temo que a esta hora todavía esté durmiendo.
El comisario marcaba el número. Tardaban mucho en contestar. Al fin una voz soñolienta murmuraba:
—Diga…
—¿Es usted Teresa Timonel?
—Sí. ¿Qué desea usted?
—Entrevistarla. ¿Cuándo puede recibirme?
—Cuando usted quiera. Estaré en casa hasta las seis de la tarde.
—Dentro de media hora.
—Mejor de una hora. Todavía estoy en la cama y me he de bañar y vestir.
—Pues dentro de una hora.
—Muy bien; le espero.
El comisario le decía al inspector:
—Hemos quedado para dentro de una hora. No sé si es mejor que vayamos los dos o que vaya yo solo, o usted solo.
—Quizá mejor uno solo.
—¿Usted o yo?
—Lo que usted decida.
—Iré yo. Me gustará conocer a esta mujer. Usted quédese aquí y si le necesito le llamaré por teléfono. De todos modos tomaré nota de todo lo que esta mujer me diga y le pasaré la nota.
* * *
El comisario llegaba al número 25 de Bravo Murillo a la una y media. Subía hasta el piso quinto y llamaba a la puerta A. Pasaba mucho rato sin que nadie abriera la puerta. El comisario llamaba otra vez. Y otra. Al fin oía ruido de pasos. La puerta se abría y el comisario se encontraba ante una mujer joven, de muy buena apariencia, vestida sólo con un salto de cama. La mujer le preguntaba:
—¿Qué desea usted?
—La he llamado antes por teléfono.
—Ah, sí. Pase, pase.
Tomaban asiento en una pequeña habitación de estar cuyas paredes estaban llenas de fotografías. El comisario preguntaba:
—¿Conoce usted a un tal Gregorio Cifuentes?
—¿Ha venido para preguntarme esto? ¿Es usted periodista?
—No. Soy… No se alarme; soy policía.
Y el comisario enseñaba su carnet.
—Pues yo trabajo de animadora en una sala de fiestas.
—Lo sé, lo sé. Le he preguntado si conoce usted a un tal Gregorio Cifuentes.
—Sí; le conocí en la sala de fiestas hace ya bastante tiempo.
—¿Son muy amigos?
—Es uno de tantos. Allí van muchos hombres y les conozco a casi todos. Pero no soy amiga de ninguno. ¿Le ha pasado algo?
—No, no. Es decir, sí. Ha muerto.
—¿Cuándo?
—Hace ya un par de meses.
—Ahora me explico…
—¿Qué?
—Que hace bastante tiempo que no le veo. Claro, si h; muerto. ¿De qué?
—Le han asesinado.
—¿Quién?
—Es lo que tratamos de averiguar. Y tal vez usted podría darnos alguna pista. Usted le escribió una carta.
—Sí, a un hotel. Vivía en un hotel. Me había hablado de Méjico y le preguntaba si conocía a alguien que me recomendara para trabajar allí. Nunca he salido de España y una compañera mía que estuvo en Méjico me decía que allí se puede ganar mucho dinero.
Conversaban durante casi un par de horas y el comisario no sacaba nada en claro. Teresa decía no saber casi nada de Gregorio Cifuentes. Hablaba de él como de uno de tantos hombres que había conocido en la sala de fiestas. Al fin el comisario se despedía. Y preguntaba:
—Si necesito verla otra vez, ¿le va bien esta hora?
—Mejor a las tres de la tarde. O a las cuatro. Me levanto entre una y dos.
—Tal vez la visite el inspector Ramírez. En todo caso vendrá de mi parte.
* * *
El mismo día en la comisaría, a última hora de la tarde, el comisario decía al inspector:
—No he obtenido ningún-dato de interés. Esta Teresa Timonel o Teresa García no parece saber gran cosa del hombre del baúl. De todos modos…
—Puedo interrogarla yo y tal vez…
—Sí; de cuatro a seis de la tarde es la hora en que ella está más visible. Se levanta entre una y dos y sobre las seis ya se va a la sala de fiestas.
—¿Recibe visitas en su casa?
—No lo sé.
—Lo averiguaré.
* * *
El día siguiente a las cuatro de la tarde el inspector Ramírez llamaba a la puerta A del piso quinto de Bravo Murillo número 25. Le abría Teresa Timonel vestida con una bata de estar por casa. El inspector la saludaba y le decía:
—Soy inspector de policía y quisiera hacerle algunas preguntas.
—¿Otra vez? Ayer estuvo aquí uno de la policía.
—Sí, el comisario, mi jefe.
—¿Y qué desea usted saber? Todo lo que sé de este señor que murió se lo dije ayer al comisario éste que estuvo aquí.
—No importa. Puede repetírmelas a mí.
—Sólo tengo tiempo hasta las seis.
—Es suficiente. ¿Puedo pasar?
—Sí, sí.
Entraban en el pequeño living y el inspector hacía algunas preguntas indiferentes sólo para inspirar confianza a Teresa Timonel. Y mientras preguntaba observaba detenidamente todo lo que había en la habitación. Sobre una mesita auxiliar veía un llavero con tres llaves: una llave pequeñita y otra algo mayor, planas las dos, y otra bastante más grande con la tija, o sea el tramo largo, cilindrica. Y acostumbrado a sacar conclusiones pensaba que la más pequeña era la del buzón de la correspondencia, la otra algo mayor la de la puerta del piso y la más larga la de la puerta de la calle.
El inspector alargaba la conversación y a casi todo lo que preguntaba Teresa Timonel le contestaba igual:
—Esto ya se lo dije ayer al comisario.
El inspector se despedía alrededor de las cinco. Teresa Timonel le acompañaba hasta la puerta. Y allí, puestas en la cerradura, el inspector veía otras tres llaves en un llavero, una pequeñita y dos algo mayores, casi iguales. Preguntaba:
—¿Son las llaves de aquí?
—Sí: la del buzón, la de esta puerta y la de la puerta de la calle.
—¿Y las otras llaves, las que tiene usted en el living sobre una mesita?
—¿Hay otras llaves?
—Sí. ¿No le pertenecen?
El inspector retrocedía hasta el living y señalaba las llaves.
—Estas. ¿De dónde son?
Teresa Timonel tardaba en contestar. Y al fin decía:
—Pues, no sé. Alguien se las dejaría aquí.
—¿No son suyas?
—No.
—¿Me las puedo llevar?
—Y si quien se las dejó aquí me las reclama, ¿qué?
—Se las devolveré mañana.
—¿Para qué las quiere?
—Para… Bueno, para nada. La verdad es que no lo sé. Seguro que mañana se las devuelvo.
El inspector se despedía y en la vespa, en poco rato, llegaba a la calle de Villanueva y llamaba a la puerta B del piso tercero del número siete. La abría Anamaría Cagigal. El inspector, después de enseñarle las llaves, le preguntaba:
—¿Conoce estas llaves?
Anamaría las comparaba con las que estaban en la cerradura de su puerta.
—Sí; son las de aquí. Y no son las mías ni las de mi hija. Sólo pueden ser las de Gregorio, mi esposo. El las llevaba siempre encima. ¿Dónde las encontró?
—En casa de esta Teresa Timonel, de la que encontró usted una carta en un bolsillo de su esposo.
—No creo que él se las diera. Ella se las quitó tal vez. Esas mujeres…
—¿Qué sabe usted de esta Teresa Timonel?
—Nada. Sólo que escribió aquella carta a Gregorio y que por lo visto, tiene las llaves de mi casa. ¿Me las quedo?
—Todavía no. Me pueden servir como prueba de que… Usted no las necesita, ¿verdad?
—No; yo tengo las mías y mi hija las suyas.
—Pues hasta otro día, tal vez mañana o pasado. No lo sé. Y disculpe tanta molestia.
* * *
La misma noche el inspector iba a la sala de fiestas donde Teresa trabajaba como animadora. Se quedaba en la barray desde allí observaba a los que ocupaban las mesas. Preguntaba al barman:
—¿Cuál de las mujeres de aquí es Teresa Timonel?
El barman se la señalaba:
—Aquella morenita sentada allí con un hombre.
—Y el hombre, ¿quién es?
—Un tipo raro que suele estar con ella.
—¿Sabe como se llama este hombre?
—Aquí le llaman el Trampas. Pero esto es un apodo. El nombre verdadero no lo sé.
El inspector, sin darse a conoce como policía, tomaba un whisky y se quedaba allí, en la barra, hasta que el Trampas se levantaba y salía a la calle. El inspector salía tras él y le seguía. El Trampas entraba en un bar y se sentaba en un rincón. El inspector se sentaba en otra mesa y pedía una bebida. El Trampas, pasado un rato, se levantaba y salía a la calle. El inspector salía tras él y le seguía. El Trampas abría con llave propia la puerta de la casa número 15 de la calle de Echegaray, entraba y cerraba la puerta.
* * *
El día siguiente, sobre las diez de la mañana, el inspector, en la acera de los números pares de la calle de Echegaray, observaba a los hombres que salían del número 15. A eso de las once salía el Trampas. El inspector esperaba unos minutos, entraba en la portería y preguntaba a la portera:
—¿Vive aquí un hombre alto y más bien corpulento a quien algunos llaman el Trampas?
—Sí; en el tercero A.
—¿Sabe cómo se llama este hombre?
—Sí: Tomás Cerro.
—¿Vive solo aquí?
—No; con dos amigos. Los tres solos. El inquilino es otro, pero este Trampas recibe cartas aquí y por las cartas sé que se llama Tomás Cerro.
—¿Sabe a qué se dedica este Tomás Cerro? Su profesión.
—No lo sé. A veces viene aquí con una mujer. Una inquilina me dijo que este hombre vive de las mujeres, que les saca el dinero. Y no me extrañaría, pues ha venido con algunas, aunque desde hace bastante tiempo viene siempre con la misma.
—¿La conocería si la viera?
—Sólo la he visto de espaldas cuando salen los dos a media tarde. Es una mujer delgada, no muy alta.
—Bueno, gracias. No hace falta que le diga nada a este señor. Soy de una agencia de informes y he de hablar con él. ¿Está en el piso, ahora?
—No le he visto salir. Es en el cuarto A.
El inspector subía al piso cuarto y llamaba a la puerta A. Le abría el mismo Tomás Cerro, el Trampas. El inspector no se daba a conocer como policía. Decía lo mismo que a la portera: que era de una agencia de informes. Esto al Trampas le hacía mucha gracia, pero daba su nombre y como profesión decía que era representante de actores y actrices de teatro y de cine.
Mientras hablaban, siempre de cosas que nada tenían que ver ni con Teresa Timonel ni con el muerto encontrado en un baúl, el inspector con una muy bien disimulada micromáquina de fotografía sacaba la foto del Trampas. Y se despedía sin que el Trampas sospechara que el visitante era de la policía.
* * *
En la comisaría el inspector entregaba las fotos al comisario después de contarle su entrevista con el Trampas. Reveladas las fotos el comisario las comparaba con las del archivo de la policía. Encontraba una muy parecida y llamaba al inspector. Le enseñaba las dos fotos y le decía:
—Este hombre está fichado.
—¿Como qué? ¿Como ladrón?
—Como proxeneta. Es argentino y su nombre en la ficha es Femando Ramos. Ha estado tres veces detenido. Interrogaremos otra vez a Teresa Timonel y también a este Trampas se llame como se llame. Iremos los dos, primero a interrogarla a ella y en seguida después a él, antes de que se hayan podido hablar. A ver si dicen lo mismo o se contradicen.
* * *
Y así lo hacían. A las once de la mañana llamaban a la puerta A del número 25 de la calle de Bravo Murillo. Tardaban mucho en abrir la puerta. Los dos policías llamaban varias veces. Al fin la puerta se abría y Teresa, medio dormida, les preguntaba:
—¿Qué quieren ustedes? ¡Y a esta hora! Estoy dormida. Me acosté a las cuatro o a las cinco.
—Hacerle algunas preguntas. Nada más.
—¿Otra vez? ¿No pueden venir más tarde?
—Tal vez volvamos.
Y allí mismo, en el recibidor, sin entrar en el pequeño living, el comisario preguntaba:
—¿A qué hora empieza usted en la Espiga de Oro?
—A las siete. Pero a las seis ya estoy allí. No trabajo con el vestido de ir por la calle. Me he de cambiar, peinarme bien.
Y el inspector, de sopetón, lanzaba una pregunta:
—¿Conoce usted a un tal Tomás Cerro?
—¿Tomás? ¿Cerro? Que ahora recuerde, no.
—Bueno, se le conoce por un apodo: el Trampas.
—¡Ah, sí! Es uno que veo a veces en la Espiga.
—¿Cuándo le ha visto la última vez?
—Hace quince días o tres semanas. No lo recuerdo bien.
—Eso es todo. Puede acostarse otra vez y dormir hasta las cuatro.
Los dos policías se despedían y en poco rato, en la vespa, llegaban a la calle de Echegaray. Entraban en la casa número 15, subían al piso cuarto y llamaban a la puerta A. Les abría un hombre joven. El comisario le preguntaba:
—¿Vive aquí un tal Tomás Cerro conocido por el Trampas?
—Sí. Pero está acostado. No se levanta hasta las dos o las tres.
—Llámelo. Hemos de hacerle algunas preguntas. Somos de la policía. Y al decir esto se identificaban. Un buen rato después el Trampas les recibía de mal humor allí mismo, junto a la puerta. Los policías le preguntaban si conocía a una Teresa Timonel que trabajaba de animadora en la Espiga de Oro. El Trampas les decía que por el nombre no. Decía:
—Voy alguna vez a la Espiga de Oro, pero a las chicas no les pregunto cómo se llaman.
El inspector le daba más datos:
—Es una muchacha morena, delgada, no muy alta.
—Hay tantas.
—¿Lleva alguna a su casa alguna vez?
—¿A mi casa? ¿Aquí? No.
—Ella nos ha dicho que sí.
—Quizá… En todo caso debe hacer mucho tiempo.
—Ella nos ha dicho que estuvo aquí con usted, en esta casa, hace dos o tres semanas.
—Todas esas mujeres mienten cuando hablan de sus conquistas. Les gusta presumir, de su amistad con hombres. Son así.
—Bien, bien. No se ausente usted de Madrid. Es posible que tengamos que interrogarle alguna otra vez.
Los dos policías, ya en la calle, entraban en una cafetería y cambiaban impresiones. El comisario era del parecer de citarles a los dos, al Trampas y a Teresa Timonel, dos días después en la comisaría. El inspector preguntaba:
—¿Para un careo?
—Primero les interrogaremos por separado y, según lo que digan, tal vez les enfrentaremos.
* * *
Dos días después, en la comisaría, los dos policías interrogaban primero a Teresa Timonel, cuyo nombre auténtico era Teresa García. Después interrogaban a Tomás Cerro, el Trampas, cuyo nombre auténtico era Fernando Ramos.
Teresa decía que había estado con el Trampas en su casa unos días antes. No decía dos o tres semanas antes, sino unos días. El Trampas insistía en que no había llevado a su casa a ninguna muchacha de la Espiga de Oro desde hacía mucho tiempo.
Los enfrentaban en un careo. El Trampas fingía no conocer a Teresa Timonel. Ella le saludaba tímidamente, con la cabeza, sin decirle nada. El comisario les preguntaba a los dos a la vez:
—¿Se conocen?
Teresa decía, también tímidamente, que sí. El Trampas decía que no. El comisario decía a Teresa que ya podía irse. Ella se iba y antes de salir de la comisaría otro policía, ya advertido, la hacía esperar en otra habitación.
El comisario hacía al Trampas algunas preguntas sin importancia como para inspirarle confianza y, de pronto, le miraba fijamente y le preguntaba:
—¿Por qué mató usted a Gregorio Cifuentes?
—¿Yo? ¿A quién? No sé de quién me habla. Yo no he matado a nadie.
—Mejor para usted. Pase aquí. Le llamaré dentro de un rato.
Hacían entrar a Teresa Timonel. El comisario le rogaba que se sentara y sin preguntarle nada le decía:
—El Trampas lo ha confesado todo.
—¿De veras?
—Sí. Sólo falta que usted nos explique algunos detalles.
—Yo no sé nada.
—Si no sabe nada, ¿por qué ha preguntado de veras?
—Me ha salido así. Pero yo no sé nada.
—Bueno, bueno; no se preocupe. Aguarde aquí por si la necesito otra vez. Y le indicaba una puerta, la hacía pasar a otra habitación y cerraba la puerta. Después el inspector hacía entrar al Trampas. El comisario le invitaba a fumar y después de las primeras bocanadas de humo le decía:
—Esta mujer, Teresa Timonel, lo ha confesado todo. De manera que… El Trampas gritaba:
—¡Miente!
—¿Cómo sabe que ha mentido?
—¿Qué ha dicho de mí?
—Que fue usted quien le mató. Que ella se limitó a ayudarle.
—Le repito que yo no he matado a nadie.
—Sí; a un tal Gregorio Cifuentes, hace ya cosa de dos o tres meses. Lo mejor que puede hacer es contárnoslo todo.
Y le decía al inspector:
—Que entre la mujer.
Teresa entraba ya confusa y amedrentada. No se atrevía a mirar al Trampas. Decía que no se sentía bien y pedía algo de beber. El comisario le hacía servir un café. Entraba un agente después de un rato con un café y lo dejaba sobre la mesa. Teresa bebía un sorbo y decía:
—Está frío.
El interrogatorio con careo se prolongaba duranta mucho rato. Y al fin Teresa Timonel, agotada ya, gritaba:
—¡Yo no le maté! ¡Yo no le maté! Lo hizo él.
El Trampas se levantaba y entre los dos policías conseguían detenerle cuando iba a echarse encima de Teresa Timonel, levantadas las manos, como para abofetearla.
* * *
El interrogatorio se prolongaba más de tres horas. Teresa Timonel acusaba al Trampas una y otra vez y repetía que ella no había matado a Gregorio Cifuentes, que ella se había limitado a ayudar al Trampas a llevar al cadáver a la otra casa. Y al fin el Trampas, acribillado a preguntas y ya con los nervios destrozados, confesaba la verdad. Gritaba:
—¡Sí! ¡Acabemos de una vez! ¡Lo maté yo!
El comisario le pedía que repitiera esta declaración y el Trampas le contestaba con una grosería. El comisario escribía a máquina la declaración del Trampas y le rogaba que la firmara. Y el Trampas gritaba:
—¡No sé escribir!
Y se negaba a firmar.
* * *
Ya puesto todo en claro el inspector Gustavo Ramírez hacía un resumen del caso y lo guardaba para su archivo. El resumen le quedaba así:
ASESINATO DE GREGORIO CIFUENTES. —Teresa García, de veinte años, animadora en la sala de fiestas Espiga de Oro bajo el nombre de Teresa Timonel, estuvo algunas veces con Gregorio Cifuentes en el hotel donde Gregorio se hospedaba cuando se fue de su casa de Villanueva, número siete.
En el hotel se hacían pasar por matrimonio.
Una noche, mientras Gregorio dormía, Teresa le quitó las llaves de la casa de Villanueva número siete y las guardó escondidas. Después despertó a Gregorio y le pidió que la llevara a su casa en Bravo Murillo número veinticinco. Le pidió que subiera al piso donde ella vivía (el quinto piso) y le dio a beber un café en el que había disuelto un somnífero. Gregorio quedó dormido sobre un diván. Teresa, cuando le vio dormido llamó por teléfono a Tomás Cerro, conocido por el Trampas y cuyo verdadero nombre era Fernando Ramos, un tipo de nacionalidad argentina y de conducta dudosa, que ya había sufrido algunas condenas como proxeneta y como promotor de disturbios.
El Trampas fue primero a su casa en Echegaray número quince y se metió unas zapatillas en el bolsillo.
Después fue andando hacia Bravo Murillo. En una calle poco concurrida, abrió la puerta de un coche aparcado y lo puso en marcha. Sabía hacer esto. Fue en el coche hasta Bravo Murillo y lo dejó aparcado frente al número 25. Teresa le esperaba allí. Los dos subieron al piso quinto.
El Trampas le quitó la cartera al muerto. Sacó el dinero de la cartera y lo guardó en un bolsillo. La cartera la guardó en otro bolsillo.
El Trampas puso una almohada sobre el rostro de Gregorio y se sentó sobre la almohada hasta que Gregorio dejó de respirar.
Bajaron el cadáver entre los dos (Teresa y el Trampas) y lo metieron en el coche robado. Eran las dos de la noche, no circulaba nadie por allí y lo pudieron hacer sin que nadie les viera.
Fueron en el coche hasta Villanueva número 7. El Trampas se puso las zapatillas y él solo subió el cadáver en el ascensor. Abrió la puerta B del tercer piso. Entró sin hacer ruido gracias a las zapatillas, y dejó el cadáver en el suelo, en el living.
Bajó a la calle donde le esperaba Teresa García, dejaron allí el coche robado, y se fueron andando hasta Bravo Murillo 25 y allí se quedaron hasta el día siguiente. Teresa no pudo dormir. El Trampas sí.
El día siguiente los dos se comprometieron mutuamente en que, si les preguntaban, los dos dirían que no sabían nada de nada.
Teresa dejó sobre una mesa las llaves de la casa de Villanueva 7, donde vivían Gregorio y Anamaría. Y por estas llaves se descubrió todo.
* * *
El comisario y el inspector comentaban este caso. Y el inspector Ramírez preguntó:
—¿Me puedo quedar las llaves?
—¿Para qué?
—Para mi colección. Guardo y colecciono todo lo que me ha servido como pista para descubrir a los autores de los delitos en cuya busca he intervenido.
—¿Y con qué fin lo guarda?
—Tal vez algún día lo cuente todo en un libro y el libro sea un éxito de venta.
—Por mí sí. Aquí las tiene.
El comisario entregaba al inspector las llaves de la casa de Villanueva número 7, le invitaba a un café y en la cafetería levantaban a la vez las dos tazas de café y brindaban para el éxito en el próximo caso en que tuvieran que intervenir los dos a la vez. Y el comisario preguntaba:
—Si escribe usted la historia de este caso, ¿qué titulo le pondrá?
Y el inspector, que ya tenía pensando el título, decía: EL BAÚL OSCURO.