Fue en la revisión rutinaria que el capitán Ricard encomendó al segundo oficial Rafael Solana. La balsa de estribor se había soltado; por eso lo descubrió.
Cuando, bastante apurado, comunicó la novedad, el capitán Ricard, sin molestarse en mirarle, respondió:
—Esas cosas, por escrito.
—Sí, señor.
MOTONAVE PUERTO MAHÓN: AL SEÑOR CAPITAN
«A las 6:35 aproximadamente del día 6 de Enero de 1945, revisando los daños producidos por el temporal, el oficial segundo que suscribe encontró en la balsa de estribor el cuerpo de una mujer muerta, al parecer violentamente, sin poder especificarse si las causas fueron accidentales o intencionadas. La balsa presentaba cortadas todas las amarras menos una y este hecho si se había producido intencionadamente.»
La pasajera estaba empapada y tenía un gesto como de disgusto, nada extraño dadas las circunstancias. Pese a todo, se advertía que fue hermosa, que murió joven y que abusaba de afeites, tintes y coloretes: exceso de pintura en aquellos labios de por sí llamativos y una cabellera posiblemente escandalosa.
No era aconsejable y hasta sería imprudente, que la motonave Puerto Mahón se hiciese a la mar: ni la meteorología ni las autoridades portuarias de Barcelona se mostraban favorables. Don Manuel Ricard decidió planteárselo desde un punto de vista profesional aunque no técnico; profesional autobiográfico.
Las compañías navieras, como los bancos, tienen muchos recursos para que el personal procure estar en forma, no cometer errores, no comportarse indebidamente ni poner en peligro la seguridad del barco, de la tripulación, del pasaje o del legítimo beneficio de los armadores, lo que respecto a los empleados de banca se traduciría en no cometer errores contables, no trabajar desaseado, en estado de embriaguez o gritando obscenidades en lengua vernácula ni poner en peligro la seguridad del banco, de los superiores, los compañeros y los clientes, o los beneficios del accionariado. La mecánica es sencilla: a un director de banco que se pilla los dedos se le destina al quinto pino, o se le condena a vegetar en un pupitre de las oficinas centrales repasando sumas con un lapicero. A un capitán de barco que muestra excesivo temor a la furia de los elementos alterando el calendario, se le rebaja el tonelaje y pasa a mandar un barco menor, o se le aumenta encomendándole un gran carguero dedicado a llevar carbón desde Escocia hasta el puerto del Musel haciendo de lanzadera con su carga oscura, pedregosa y deprimente.
—Yo que usted retrasaría la salida: el golfo está endemoniado; no sea pendenciero, capitán Ricard.
Desde la ventana del mar se veía la modesta facha del Puerto Mahón. El capitán sonrió melancólicamente.
—¿Y detrás de ese anciano gabarrón planudo, qué me queda?
Cinco años descendido en el Puerto Mahón le habían habituado a la mediocridad sin retorno: cualquier caijibio sería un retroceso más.
—Zarparemos a las ocho de la noche. El golfo de León… no es tan fiero el león, ya sabes. Lo siento por el pasaje; alguno va a despertarse a gatas.
El Puerto Mahón se balanceaba ligeramente, amarrado aún en el muelle, cerca del edificio de la estación marítima. Hasta allí llegaba, sosegado pero perceptible, el ramalazo de ira con que el Mediterráneo manifestaba su vocación oceánica de mar tragahombres tan capaz de amedrentar a los navegantes como el Triángulo de las Bermudas, aún no descubierto en aquel año, 1945, que empezaba con tan malos modales mientras por Barcelona desfilaba, alegre e ingenua, la cabalgata de los Reyes Magos.
Con peor mar había navegado otras veces el viejo cascarón. Lo malo del Puerto Mahón era su panza plana; parecía hecho para navegar ríos, pasar sobre bajos fondos con sus poco más de 2500 toneladas y aquel perfil de barcaza blanca. En su cuaderno de bitácora tenía anotados antecedentes coloniales de barco fluvial.
Llegaban los pasajeros ajenos a la turbulenta conducta del golfo de León tan siniestramente enfrentado con el ambiente pacífico y tierno de una Noche de Reyes. Don Apeles Rianzo, abogado de Ciudadela, noble y episcopal ciudad, palaciega, sosegada, el otro polo de la carretera que vertebra Menorca de este a oeste, residencia de la aristocracia insular, y su esposa Margarita Tudurit regresaban a Menorca tras asistir a la boda de Montserrat Rianzo, hermana de Apeles. Margarita conservaba el sombrero y el vestido estrenados con motivo del acontecimiento; el sombrero, adornado con una pluma larguísima, enhiesta; demasiada pluma, incluso para una pasajera de primera clase.
Juanita Cabrillas, la Jeanette del cabaret La Luna y el Sol, había acompañado a su novio, Manolo Abarca, inspector de policía con destino en Mahón. Le llamaba el millonario.
—Porque no se ha gastao ni un duro conmigo el tío, se revale porque es guapísimo y sabe que con él se me caen los palos del sombrajo; yo loquita perdía y él, que lo nuestro es una amisté ¿cómo dice? sinfónica.
—Dice simbiótica, Juana.
—Eso, lo que él diga, pero con este me pasa lo que no me pasó con nadie; un tío más raro que borrego verde, ni me da un duro ni me chulea: la amisté sinfónica. Le quise pagar, ea, yo pago, me gusta un hombre y me tiro al barro como una pelona de Condeasarto. Estás tú lista: le compré una corbatita envueltita en papel de colorines, se la mandé con Pablito, el marica del Molino que vino como loco ¡ay que hombre tienes Jeanette!, y viene por la noche el tío guapito y me dice que gracias, que qué detalle más fino.
—¿Te gusta? —le pregunté.
—Mucho, Juana; ahora vamos a ver si te gusta a ti.
Y sacó un paquetón, envuelto con el mismo papel de la corbata.
—¿Qué me traes mi arma? ¿Pa qué te has metió tú en gastos?
—Toma, Juana, a ver si te gusta, cómetelo.
Mardita sea su estampa. Había hecho un bocadillo así de grande, un pan de cuarto quilo, untaíto de mantequilla. Y la corbata, doblé, en medio.
—Oye, arma mía, sí no te gustan los regalos pues ya está, échalo al vater y tiras de la cadena.
—¡Cómetela!
—¿Y te la comiste?
—El pan sí; la corbata no me entraba; empecé a tragar pero es como querer tragarte el mundo hecho una tira, unas arcás de muerte; yo mordía, tiraba del pan y la corbata fue quedando pringá, asquerosa como una tripa, y el Manolo, que es muy hombre, más serio que el silbato de un guardia, ¡come, come! Y me tuve que tragar el cuarto quilo de pan con la mantequilla y chupetearme la corbata de punta a punta. Desde entonces me tiene turuta y no hemos vuelto a hablar de dinero ni de regalos.
—Ni de cariño.
—No. A él lo que le va es la amistad sinfónica o sea simbiótica; que cada uno pone en la cosa su parte, mita y mitá, nos vemos, nos damos ¿cómo dice?, algo como lo de la mutualidad…
—Mutua satisfacción.
—Eso. ¿Tú cómo lo sabes? Una cosa tan rara, que sólo me la ha dicho en la cama y resulta que sabéis lo que quiere decir todos menos yo que estoy poniendo la mitad.
Abarca llamaba miss Pinkerton a Jeanette. También conocida por El ciclón del Caribe porque en La Luna y el Sol hacía dos números de afrocubano abdominal desenfrenado. Abarca era un irónico formado en las lecturas de Jerome K. Jerome, P. G. Woodehouse y Oscar Wilde.
—Me recuerdas a las jovencitas inglesas; eres como la hija de Lord Pinkerton, un ministro inglés que adoraba las sardinas; sólo por eso hacía su veraneo en Santurce; era igualita que tú, sólo que en rubia.
—Mira, Manolo —dijo Jeanette excitada— mira, cariño, esa señora, lleva una pluma en el güito que no le va a entrar en el camarote.
Pero la mirada de Manolo Abarca estaba en otra parte, Jeanette lo advirtió.
—¡Pero si es Pablito!
Pablito el Mejorana, con antecedentes policíacos en Barcelona, Buenos Aires, Cádiz, Badajoz y Mahón.
—Siempre por lo mismo, por celos y malquerencias; envidia puñetera. Y mi mala cabeza, lo reconozco, soy un peligro social, la ruina de familias enteras, pero ¿qué culpa tengo yo de volverle loca la cabeza a los tíos más finos de España y Ultramar? Duquesas me tienen pregonao porque las quito el marido, ya ves.
Fantasías de Pablito, alias Mejorana, fichado por actos contra la moral, escándalo público y, sobre todo, por delitos contra la propiedad; se le van las manos en las apreturas.
—Estas manos mías que no se pueden ver quietas.
En las apreturas, Pablito aprovecha el barullo; no por su voluntad, es que las manos no hacen preguntas, van a lo suyo.
—Son ellas, las manos, lo juro; están locas, señor comisario, a mí no me pregunten ustedes, yo, ni idea: unas veces se me van para arriba y otras para abajo, ya me entienden.
Arriba, a la chaqueta; los panolis casi nunca se enteran; lo denuncian y la policía huele a Pablito como huele a los chorizos conocidos. Cuando las manos van abajo, atraídas por esa afición que lo trae a mal traer, unos callan, pocos, poquísimos, y los más sacuden al Mejorana, ¡madre mía que tío más bestia, si ha sido sin querer, ni darme cuenta en estas apreturas!; cállate mariconazo te voy a poner el otro ojo a la funerala, guardia, hágame el favor; vaya, y encima, a llamar a los guardias, no te digo, un tío tan grande llamando a los guardias; y, claro, el tío tan grande se irrita y le sacude en el otro ojo mientras llega el guardia.
—Tiene su gracia la cosa, no creas; una vez me entregaron a un municipal, oye me habían puesto los ojos como dos brevas, eso fue en Escudillers, con un guindilla medio lila que le hice la pirula; yo, en plan Medea, me eché en sus brazos y le saqué la cartera del bolsillo visto y no visto, eché a correr, ya te digo, muerto de risa; llevaba, pobre mío, la paga del mes, tres billetes de cien, dos de veinticinco, dos de cinco y uno de dos pesetas de aquellos tan pringosos, y la foto de su señora, con pinta de agropecuaria; él no estaba mal, paleto pero vistoso; la señora tenía dos niños, niño y niña, cogidos de la mano, en mi vida he visto foto más caleta, del minuto era, no sé qué comerían aquel mes la gorda y sus niños, pero, claro, después de aquello Barcelona se me quedó pequeña, hasta en sueños veía al guardia, y tardé una semana en asomar a la calle lo justo para coger el primer barco que estuviera para hacerse a la mar, lo mismo me daba Venecia que La Habana o Pamplona, ay que tonto, si a Pamplona no se puede ir en barco, salió Mahón, que está muy requetebién, y ahora que hay tanto italiano, es la gloria.
Los italianos habían llegado a Mahón huyendo de la guerra. Un crucero, el Regulo Attilio y tres destructores, Bersaglieri, Carabinieri y Artiglieri llenaron el puerto de marineros y oficiales de aire guerrero, palabra dulcísima y bolsa franca; en derrota, pero aureolados de sacrificio, porque entre ellos, heridos y quemados, iban algunos supervivientes del acorazado Roma, hundido, cuando huía de Civita Vechia, por una bomba de Stuka alemán; hundido por chamba: el piloto alemán no se lo quería creer; la bomba había entrado por el ojo de la chimenea.
Cuando el vigía de la fortaleza de La Mola dio aviso de la aproximación de cuatro navios de guerra, el crucero y los tres destructores ya habían franqueado la anchurosa bocana del mejor puerto natural del Mediterráneo, dejando inservible el concepto «a toda máquina». En opinión de un oficial de la armada española, navegaban «Con cien cañones por banda, miedo en popa, a toda mecha…».
Las calles se animaron con la presencia de tanto marino; eran limpios, afectuosos, nada pendencieros, diluido su temple, aunque no su marcialidad, por la doble derrota frente a sus ex amigos alemanes y sus ex enemigos los aliados, y tenían dinero; sus pagas de marinos en campaña pusieron al día el lánguido y desanimado barrio chino que sufría las consecuencias de la guerra mundial y de la moralidad vigente. Resucitaron cabarets y prostíbulos clínicamente muertos y llegaron de Barcelona docenas de muchachas jóvenes contratadas en los teatrillos y picaderos del Paralelo y sus alrededores, a rejuvenecer el pecado tanto tiempo servido por una reducida tropa de veteranas sin recambio.
—Llévame contigo, Tití.
—No seas ordinaria, Juana. Como vuelvas a llamarme Tzíz no te hablo más en mi vida.
—Tú eres un golfo, Manolo; tú eres el que arregló que me echaran de Mahón, Manolo, que te crees que no lo sé.
A Jeanette la expulsaron de Mahón por exceso de frenesí afrocubano. Animada por los gritos de la clientela se quitó el sostén y se lo puso de orejeras al sotto-almirante Príncipe Paolo Bellacoppola; después corrió hacia el camerino mientras la orquesta triunfaba sobre el griterío y los aplausos en apoteosis de trompetazos y batería. Tras Jeanette, pisándole los desnudos talones, iba el inspector Adámez, el severo de la plantilla, encargado de perseguir el vicio en la ciudad.
Se la llevó a la comisaría tal como estaba; ella misma era cuerpo del delito, pieza de convicción; la moralidad y el orden se salvaron facilitándole una gabardina, pero Adamez se la hizo quitar para —mire lo que traigo— presentársela al comisario. Después hizo el informe que produjo inmediatos efectos; el delegado gubernativo ordenó para Jeanette quince días de arresto y la expulsión de Menorca. Al dueño del cabaret lo multó: cinco mil pesetas, que eran mucho dinero.
Manolo Abarca no hizo nada por su amiga y ella, elemental y celosa, guardó en su alma un embrión teratológico; la duda: Abarca lo había montado todo para deshacerse de ella. Si el embrión crecía el resultado sería un monstruito.
—Llévame contigo, Manolo, te juro que no vuelvo a colgar en los cuernos de ningún marinuolo mi sostén tropical.
El monstruito amenazaba nacer y arrasar la poca prudencia de Juana. La presencia del Mejorana desencadenó en su alma un avenate de pasión, porque el marica había perdido el miedo a la historia, probablemente falsa, del guardia municipal y hacía de correo en la contrata de artistas y furcias para la isla. Juana no sabía si la mirada de su hombre estaba en Pablito por su calidad de enchiquerable permanente, o por su actividad en la trata de blancas; tras él habían embarcado, como por casualidad, dos chicas muy vistosas. Bastaba ver su aire descarado y los maletones de cartón-piel, reforzados con cuerda, para imaginar su oficio. Pero, además, Juana las conocía: ¡la cubana, la gallega y su hombre en el mismo barco!
—Manolo, que hago una locura: llévame.
—No te pongas burra, Juana; no puede ser. Ni cepillo de dientes llevas. Ni hay billetes.
—Con asperón me lavo yo los dientes: cuélame en el barco.
—Olvídalo, anda.
El mayordomo Jaime Calafell andaba por el comedor de primera clase muy contento.
—Hoy van a cenar más bien poco.
—¡De durse se está poniendo esto! —comentó Pablito que era un optimista inasequible al desaliento—. ¡Venga tropa!
Soldados y oficiales regresaban cumplido el permiso de Navidad. Sólo con verlos, a Pablito el Mejorana se le alegraba el ánimo.
—En seguida se te franquean, ¿sabes? Les hacemos mucha gracia, sobre todo si sabes andar y les provocas un poco. Luego te sacuden, eso no falla, es nuestro sino.
Los soldados descubren al sarasa que es un sujeto procaz, gracioso, divertido y masoquista: le va la marcha.
—¡Loca!
Eso es lo que está buscando y tiene la réplica preparada:
—¿Lo dices por mí, guapito? Se nota que eres un entendido.
Estalla la carcajada y el marica se desmanda alborozado oyendo burradas, diciendo tópicos de sarasa seguros y efectistas: que él es la reina de los mares; que más respeto que tengo un novio brigada; que a ver si se habéis creído ustedes que la Mejorana es pan comido; calabazas le di al almirante italiano que me quería retirar de la vida.
El capitán Fontana y el teniente Colomo entregaron sus billetes; el mayordomo llamó a Mariano Lebrija, camarero:
—Acompañe a los señores al camarote.
El camarote tenía tres literas, dos bajas y una alta. En un rincón, frente a la puerta, sobre el pequeño armario, amontonados, tres chalecos salvavidas. Un hombrecillo, el ingeniero Sixto Cerro, yacía en la litera situada junto al ropero. Estaba pálido y apenas abrió los ojos para responder con un buenas noches de moribundo al saludo de los dos militares.
—¿Se encuentra mal? —le preguntó el capitán.
—Malísimo… mareo…
—Se le pasará en cuanto se duerma… O comiendo algo ¿por qué no sube a cenar con nosotros?
—Me muero si como algo.
—¿Los señores van a cenar? —les preguntó el mayordomo en el saloncito, un pequeño departamento ricamente amueblado en 1920 con tresillos tapizados de terciopelo, muebles de caoba, un piano colín con angelotes, liras y pífanos policromados, y algunas piezas de falso Sévres.
—Sí, claro —dijo el capitán Fontana.
—Tenemos, para empezar, entremeses o sopa Lambert. Les recomiendo la sopa, porque sienta el estómago; perdonen, no sé si me explico… En el caso de que los señores padezcan molestias propias de la mar…
—La sopa se devuelve mejor —le interrumpió el teniente Colomo.
—No seas basto, Coco.
Entre teniente y capitán existía, sin daño para la disciplina, la confianza propia de una larga amistad. Habían sido alféreces y tenientes en las mismas compañías, en las mismas trincheras y en la academia de Zaragoza. Y en la misma farra de la noche anterior, en Barcelona; vestidos de paisano, hicieron la escala del pecado que en la España interior atravesaba momentos de contención mientras en la gran ciudad cosmopolita, portuaria gozaba de licencias casi europeas. Se enredaron con dos chicas del Parisiada, muy contentas porque habían firmado contrato para actuar en El Molino, antes Moulin Rouge de Mahón.
—Yo soy canzonetista y esta bailarina de cía.
Dos optimistas; Maruja Lozano, 19 años, de La Gomera, morena, pequeña y lo suficientemente lánguida en el hablar como para simularse cubana. La otra, Carmen Cerbeiro, de Orense, alta, delgada, rubia platino, 23 años, parecía extranjera, pero hablaba un falso andaluz muy patoso y se hacía llamar artísticamente La Reina del Claquet. Parecían muy ilusionadas con su contrato, el segundo de su cortísima carrera artística. Cortísima y casi autodidacta; no habían tenido más maestros que Pep Ribas y el bailaor Cañutillo, gitano catalán que lo mismo enseñaba las claves misteriosas de la soleá, que el charlestón, los tanguillos, la rumba, los bailes gringos, el can-cán o la jota.
—Yo hago de ti lo que quieras, niña, una Pastora Imperio, una Ginger Rogers, una Josefina Baker, lo que tú quieras.
Cobraba cinco pesetas por hora de clase, al contado y sin recibo ni compromiso:
—Tú vienes cuando quieras, sueltas un pavo y yo te aprendo lo que me pidas. Si eres de ley vendrás todos los días hasta que yo te diga que puedes volar: diplomé. Y si no tienes correa para hacerte artista de verdad, los trucos por lo menos te los meto en los pies. ¿Qué es lo tuyo?
—Lo que usted me diga, maestro.
—Así me gusta: el baile es como un güeso, como una tripa, se lleva dentro y cada uno nace con un son, eso te lo averiguo yo en cuanto eches los brazos por alto; ahora vas a hacer con los pies lo que se les ocurra a ellos, a los pies, o sea, déjalos que bailen, no, no bajes los brazos, ea, ya está, niña, lo tuyo es lo caliente, afrocubano. O lo norteamericano, o lo racial.
De la escuela del maestro Cañutillo salieron las chicas sin aprender más que media docena de trucos para no perder el paso, pero él había bailado en la corte de los zares y había cruzado seis veces el Atlántico. Por su escuela pasaron cerca de dos mil alumnas.
—Pero artistas artistas sólo he sacao dos, ni una más, Luz Vargas y Elena Soler, las dos gitanas, las dos artistas de nacimiento que han dao la vuelta al mundo y tienen compañía propia y han bailao como yo, delante de reyes y de cardenales y en el Opera Jaus de Nueva York y en el Conbengarden y en París; en Moscú no porque les pilló jóvenes y ahora allí no hay gusto pa ná, pero volverá a haberlo, porque público como el ruso no lo hay para el baile, se lo digo yo que lo he visto y lo he pateao, y ahora ya estoy harto de viajes y de hoteles y de fiestas diplomáticas que ni se enteran, esos no te llevan a palacio como los reyes, ni quedan reyes de aquellos, mire usted; los reyes son como nosotros, los gitanos, todos primos unos de otros, se tutean hola primo, hola prima, menos al rey que es sagrao y a ese hasta su madre le hace la reverencia y le dice su majestá y nadie abre el pico, ni su madre ya digo, mientras él no habla, pero él, de tú hasta a los obispos, y los demás su majestá, su majestá y él se hace el longui, como si no se diera cuenta, pero ni a su madre le dice trátame de tú, no siendo que ella se cabree, que entonces se encierra con él y le trata de tú y de gilí y de lo que haga falta, porque piques y peloteras los tienen como to el mundo. Ahora, en lo que toca al fiestas, eran como de la noche al día comparao con esta gente. Todos entendían y sabían distinguir un Falla, un Albeniz o un anónimo popular; y lo de Chopín y Betoves y Riskicosacof, se lo sabían mejor que esta gente de ahora, y en cuestión de novios y de bodas, como los gitanos, las arreglan como debe ser, los padres, y se apalabra lo que lleva el novio lo que lleva la novia, o sea, gente prepará, pero estos de ahora ya ve usté, bailé en Francia para un presidente, qué me dirá usté que era, a que no lo acierta; el rey de Francia, se podía decir, porque allí al rey le cortaron la cabeza, pues ya ve usté, ¡dentista!, sí señor dentista era, y los ministros, de tó menos príncipes, ni flamenco ni Betoves ni ná, no es que no sepan, son gente de escuela, pero no hablan más que de números, de carbón y de tanques.
Pep Ribas, pianista, fue el profesor de música y canto; nunca escuchó ovaciones de Covent Garden ni de emperadores europeos; era pianista de teatrillo y cafetín, jamás había salido de Barcelona, del polígono canalla.
—Por no estar, no he estado ni el campo de Las Corts, no he subido al Tibidabo y estuve en Monjuit dos veces, las dos veces preso sin culpa, y en La Barceloneta estuve una vez porque me llevaron borracho; no conozco más que una Rambla y media. Pero a estas chiquitas las conozco a todas.
Con treinta lecciones del maestro Cañutillo y otras tantas del Pep Ribas, Maruja y Carmen habían debutado, con gran éxito de busto Carmen, y con notable agrado del público Maruja, gracias a su aire canario, sus genes gomeros, guanches y una pizca venezolanos, su busto breve y saltarín y sus 19, 19, 19 años en un tablado por el que habitualmente desfila el triste retablo de la decadencia en la senda de los elefantes.
—Nos han fallado los planes, con ese tío en el camarote.
—Tampoco es una tragedia, Coco; el plan me parecía un disparate. ¿Tú las has visto?
—No, pero tienen que estar a bordo.
Al teniente Colomo le llaman Coco; Federico-Colomo; la cacofonía hizo el mote, Coco; y después más difícil: Coco Colomo.
Habían convenido con Carmen y Maruja encontrarse a las doce.
—Nos reuniremos en cubierta y os colamos en nuestro camarote. Llevaremos un par de botellas de champán.
—Locos, que os vais a buscar la ruina. A mí el champán es como si lo tirases al mar; mis copas se las paso al cubo de hielo.
—¿Qué cubo? Nos las vamos a beber en los vasos del lavabo.
—Pues al lavabo; oye, a nosotras, del champán sólo nos gusta el corcho. Lo que sí me hace ilusión es meterme en primera como una reina.
En el comedor de primera se sirvió la sopa. Nada más. No había franqueado el barco la bocana del puerto y ya lo saludaban por la proa olas gruesas, panzas oscuras, fondonas, que no eran sino solapado anuncio de lo que el modoso Mediterráneo tenía organizado unas millas mar adentro. Coco Colomo y Fontana vieron palidecer a los compañeros de mesa y al camarero. El mayordomo en funciones de maestresala.
Bartolomé Colomer, no podía palidecer porque tenía la cara arrebatada al intentar encender un réchaud para la ceremonia del flameado: unos plátanos Buterfly que pensaba ofrecer a los distinguidos pasajeros como prueba de su excelente preparación en lujosos restaurantes franceses, suizos y norteamericanos. El mechero de alcohol no tomaba la llama de la cerilla y el mayordomo quería encenderlo a toda costa. Por la pluma. Le había impresionado mucho, en aquellos tiempos de austeridad, la pluma del sombrero de Margarita Tudurit.
Mariano Lebrija, camarero, seguía atentamente los esfuerzos de su jefe y se apartó un poco al ver cómo cogía la botella de alcohol y derramaba unas gotas directamente sobre la mecha; el barco dio en aquel momento una cabezada y el gollete hizo glu-glu al derramarse un buchechillo de alcohol.
—Cuidado —aconsejó Lebrija dando un paso atrás.
Tarde. El alcohol derramado se hizo llamarada instantánea chamuscando al mayordomo las pestañas y, ligeramente, como si hubiese tomado un excesivo baño de sol, media cara. Lo que no le impidió, tras mirarse en el espejo colgado sobre el aparador, continuar aquel inútil y efímero servicio.
La primera en abandonar fue Margarita, acompañada por su marido el abogado Rianzo. Abarca, el inspector de policía, no había entrado al comedor, rechazó el ofrecimiento de la cena y permaneció sentado en un sillón del salón desde el que contempló divertido el desfile de pálidos y angustiados pasajeros. Los últimos en salir fueron los militares.
—Yo me largo —dijo Fontana.
—Lo que mandes —contestó Coco.
—No mando; es precaución. Yo, en la litera aguanto los temporales que me echen.
—Vamos. Pero antes voy a ver si encuentro a las mozas, no vayan a presentarse en el camarote y se escandalice el del mareo.
Coco tardó unos minutos en localizar a las artistas. Estaban para pocas alegrías. Encontró a Maruja en el pasillo; volvía de aliviarse en los lavabos, la cara verdosa, el andar vacilante y la voz amarga.
—Déjanos tranquilas, bonito. La Carmina está peor que yo y no sigas por ese pasillo que hay cola de gomiteras.
A las dos de la madrugada nadie dormía. En el puente el capitán Ricard se prometía a sí mismo no volver a hacerse a la mar en condiciones tan hostiles.
—Olas de ocho metros.
—Y en este barco parecen de cuarenta.
El capitán había tomado el timón y gobernaba de cara al temporal, como toreándolo. De pronto, la luz hizo un guiño, la rueda del timón quedó libre, como desconectada, y el barco, sin gobierno, empezó a virar ofreciendo a las olas el costado de babor.
Manolo Salvadores, mecánico apodado el Ingeniero, porque era un manitas, llegó corriendo al puente.
—¡El servo, don Manuel!
El servomotor no funcionaba y el barco iba a la deriva; las olas lo zarandeaban por abajo y el viento por arriba. A cada bandazo, Margarita Tudurit, que ocupaba la litera inferior de un camarote doble, decía:
—¡Apeles!
Apeles Rianzo se sentía como amonestado. Yacían agarrados a barras y salientes para no caer.
—Lo siento, Marga.
—¡Maldita la hora…!
Margarita maldecía una hora indeterminada, pero Apeles se consideraba culpable por la boda de su hermana en fecha tan poco apropiada para la navegación.
El barco dio tres bandazos raros. «Estamos sin timón», murmuró el mayordomo. Salió al corredor de cubierta y vio aquellas olas enormes que llenaban de espuma las cristaleras de la galería. «Esto es eléctrico; lo arreglan en seguida o nos vamos a pique».
El marinero Galano Galán, de guardia en la bodega de popa, había conseguido amarrar unos fardos entre dos pilas de cajas. La carga iba cuidadosamente estibada; el capitán lo había comprobado personalmente para asegurar, al menos, una estabilidad que si se desbaratase podría hacer zozobrar el barco.
Manolo Salvadores el Ingeniero, capaz de arreglar lo mismo un ventilador que la radio de a bordo, volvió junto al capitán con una caja como de cartuchos.
—Esto está averiguao, don Manuel; los fusibles, o sea que en uno de los machetazos de popa o el timón quiso hacer más trabajo del que puede, o la mar le dio a contrarrueda, o lo que sea mire usté; que se han fundido. En cuanto cambiemos la caja tiene usted gobernalle… O sea, cuando podamos.
Los constructores del Puerto Mahón debieron olvidar los fusibles al hacer la instalación eléctrica del servo. Quizá, por no andar levantando chapados y haciendo agujeros a última hora situaron la caja muy cerca del timón, a popa, de tal manera que, para cambiarla, había que descolgar un hombre por fuera o poner un andamio.
El capitán miró al primer oficial Lucas Cienfuegos. Era una orden.
—Voy a ver —dijo el oficial con la cara muy larga.
Pedro Zalda, piloto en prácticas que viajaba de oficial por primera vez, se ofreció a acompañarle.
El capitán Fontana y el teniente Colomo iban despiertos, agarrados a los barrotes de las literas, escuchando el fragor de las tinieblas exteriores.
—El que se duerma se la pega. Fíjate en la cortina; me está sirviendo de clisímetro: ha marcado, a ojo, claro, por lo menos tres veces, ángulos de cuarenta y cinco grados; demasiado para un bote como este.
—Cuarenta y cinco grados, once minutos y veinte segundos; nos vamos a la mierda, mi capitán… Y este sin enterarse.
—Sí… me entero… —musitó el ocupante de la otra litera—. Morirme…
Fontana se tiró al suelo y le tomó el pulso.
—No se preocupe, es mareo, no se muere, el pulso va bien. Duérmase. O rece.
—¡Aaaay!
El barco dio una cabezada tremenda, como empinándose, la luz osciló, Fontana se dejó caer sobre su litera.
En la bodega de popa, el marinero de guardia Galano Galán se había quedado traspuesto. De pronto se encontró metido en agua. Dio un bote y vio la bodega inundada; se le venían encima toneladas de mar. Fue él quien proclamó el desastre.
El camarero Mariano Lebrija fue corriendo hacia la zona de camarotes de primera. El inspector Manolo Abarca seguía en el salón, dormitando. Vio llegar al mayordomo corriendo, coger una caja del aparador y salir al corredor. En la zona de camarotes de primera se produjo un breve griterío.
Galano Galán salió aterrado de la bodega. Creía haber visto un enorme boquete por donde la mar se apoderaba del barco.
—¡Que nos vamos por la popa! —gritó.
Y dio la novedad; el barco hace agua, se va a pique, la bodega de popa está inundada y esto se va de culo.
Ni Manolo el Ingeniero, ni los electricistas, ni el primer oficial Cienfuegos, ni el meritorio Zalda, veían la manera de hacerlo.
—Una cosa tan fácil, señor: se quita la caja de fusibles y se cambia.
—Lo primero que tenemos que hacer… —dijo el carpintero.
—Tú cállate y procura que no te lleve una ola.
—No, si digo que lo primero es ponerse los chalecos salvavidas. En una de estas, vamos al agua.
—Ve por ellos —dijo el oficial Cienfuegos—; tráelos de ahí mismo, de cubierta, hay de sobra.
El carpintero fue a la cubierta superior y, de un arcón, sacó varios chalecos. Cuando regresaba se cruzó con el camarero Lebrija. Iba corriendo. Llevaba un salvavidas apretado contra el pecho.
El capitán Ricard dejó el puente, de mando y después de ordenar parar las máquinas, corrió hacia popa.
La camarera Dora Sánchez no se podía acostar. Su obligación era permanecer al servicio de los pasajeros de primera toda la noche. Estaba sentada en el vestíbulo de camarotes, agarrada a los brazos del silloncito y rezando, válgame el Cristo de Medinaceli, le den por el saco al mar y al capitán y a la compañía, esto no se hace, Virgen del Carmen echa tu manto sobre las olas, Reina del Mar, temporal como este nunca lo vi, coña con el capitán…
El camarero Lebrija llegó corriendo.
—¿Te has visto, Mariano? ¡Traes los pelos de punta! ¿Pasa algo?
—¡Que nos vamos por la popa, Dora! Tú no te despegues de mí.
—¡Mariano, que yo no tengo salvavidas!
—¡No grites, que te van a oír!
Maruja Lozano y Carmen Cerbeiro, acostadas en el camarote, rezaban también a la Virgen del Carmen, a Santa Bárbara bendita y a la Corte Celestial, junto a otras cuatro pasajeras, cada una por su cuenta. El suelo estaba sucio y los estómagos vacíos; nada les quedaba por arrojar, aunque sufrieran espasmos inútiles y angustias de muerte. Todo daba igual.
—Vaya un porvenir —se lamentó Carmen—; a fregar, eso es, a fregar, malditos sean los tíos y los contratos y la Ginger Rogers.
En el vestíbulo de camarotes de primera gritó una mujer, Dora; con las máquinas en silencio, el grito resultó más dramático.
—¿Has oído? —preguntó el capitán Fontana.
—He oído —dijo Coco—, pero mal. Si has entendido lo mismo que yo, no hagas caso.
—¡Un salvavidas!, eso es lo que he oído.
—Y yo; por eso no me lo creo. Si un barco se hunde, lo primero será avisar a los pasajeros. Tú tranquilo.
—Voy a ver qué pasa.
Al abrir la puerta, se oyeron más voces. Coco Colomo vio cómo la puerta se abría otra vez dando paso a un camarero espeluznado que fue derecho al armario y cogió un chaleco salvavidas; era Lebrija. Detrás, llegó Fontana y le dio un puñetazo; Lebrija soltó el salvavidas y salió a escape; Fontana lo recogió y se lo tiró al ingeniero Sixto Cerro; sacó del armario los otros dos y echó uno a Coco.
—Vámonos —dijo—, el barco se está hundiendo.
—Así no hay quien cuelgue la bamba, esto es matarse pa na —exclamó Manolo el Ingeniero—; si salimos de esta se lo dice usted a esos Señores —Manolo llamaba esos señores a la naviera en general, y nunca para alabarlos—; que así no se hace un barco, don Manuel, que no quiero criticarle, pero si yo fuera capitán como usted…
Una ola enorme cortó la conversación.
—Es igual —dijo el primer oficial cuando pudo reanudarse el diálogo—, ¿no nos estamos hundiendo?
—¡Todavía no nos hemos hundido; echar la bamba fuera —gritó el capitán Ricard—, y si luego nos hundimos, pues nos hundimos, para eso nos pagan!
La bamba, un pequeño andamio, podían colgarla. Lo que no parecía tan claro era cómo poner en la bamba a un hombre con la caja de fusibles.
El piloto en prácticas Pedrito Zalda empezó a ponerse chalecos alrededor de las piernas y del cuerpo.
—Preparen dos cabos. Voy a intentarlo. Me atan y tiran dos de cada lado; creo que puedo hacerlo. Esto me protegerá de los golpes.
—¡Vamos —dijo Coco Colomo a su vecino de camarote—, que nos hundimos!
Sorprendentemente activo, el ingeniero Sixto Cerro saltó de la litera, se puso el chaleco y corrió, en calzoncillos y camiseta, a salvarse.
Coco fue al armario, cogió las botas altas que se había quitado sin soltar las espuelas, y se las calzó. Tras breve duda, se puso la guerrera y el cinturón. Sacó los guantes de un bolsillo del abrigo, pero los dejó, con la gorra, encima de la cama.
Fuera, encontró al capitán Fontana bastante vestido: calcetines, pantalón de montar y camisa con puños y tirilla blancos. Los demás pasajeros estaban más o menos desnudos de acuerdo con los consejos del mayordomo que contemplaba indolentemente a los atribulados pre-náufragos desde la barandilla de la escalera.
—¿Pero es verdad que nos hundimos, mi capitán?
—Se dice nos vamos por la popa, pero es eso: nos hundimos, Coco.
—¿Así, tan a lo tonto? No hagas caso.
Fontana se acercó al mayordomo. El ambiente era de zozobra y perplejidad sin histeria. Ante el absoluto fatalismo con que el personal del barco afirmaba que aquello se iba a pique, la gente se comportaba con extraña serenidad.
—¿No vamos a hacer nada? —preguntó Fontana—. Podríamos ayudar…
El mayordomo desparramó desaliento en una ojeada triste.
—¿Ayudar a qué? Nos estamos hundiendo.
—Sacar agua con cubos… echar cosas al agua…
—Pónganse el chaleco, eso es lo que pueden hacer.
El mayordomo tenía una caja de madera bajo el brazo. Manolo Abarca, el policía, sin chaleco salvavidas, sin chaqueta, descalzo y con los pantalones remangados por encima de los tobillos, se le acercó.
—¿Qué lleva ahí, Tomeu?
—Usted no se olvida de que es policía ni en un naufragio, don Manuel.
—¿Dónde tiene el petate, la maleta… sus cosas?
—En mi camarote. ¿Es un interrogatorio?
—No, hombre; estoy de vacaciones, pero me emociona verle tan preocupado por esa cajita; le vi cogerla del aparador y me recuerda usted a san Tarsicio, mártir de la Eucaristía; la tiene en más aprecio que… no sé… la foto de la señora y de los niños, esas cosas que coge uno antes de…
El mayordomo dijo que sentía mucho no poder sonreír dadas las circunstancias, ya ve, la cara chamuscada y, encima, naufragando, perdone, me voy al salón, y se fue para arriba.
Fontana y Colomo siguieron al mayordomo; encontraron el salón invadido por gente con billete de Cubierta, que les daba derecho a viajar sin cubierta alguna, al raso, lo que en verano puede resultar hermoso, la mar como un plato, la luna rielando, la estela blanca y rumosa…, pero en aquellas dramáticas circunstancias, después de aguantar en los escasos resguardos exteriores las inclemencias meteorológicas, los pasajeros de cubierta invadieron las zonas abrigadas mostrando preferencia por las más lujosas. Atemorizados, se apiñaban como estableciendo una voluntaria separación entre ellos y los pasajeros con derecho a hundirse junto al piano y los jarrones de Sévres. Habían llegado en barullo de estampida y allí estaban con un gesto raro, como airado, más de invasores que de refugiados. Fontana llevaba el chaleco salvavidas puesto; Colomo en la mano.
—Póngase el salvavidas, mi teniente —le dijo un soldado.
—¿Y el tuyo?
—No tenemos —exclamaron tres o cuatro al tiempo.
La señora de Rianzo estaba descalza y elegantemente desvestida de náufraga con una combinación muy enriquecida de encajes y puntillas tan llamativa como el sombrero de la pluma larguísima; el marido, más inclinado a protegerse del frío que a lanzarse al agua, comparecía totalmente vestido y, además, con abrigo y sombrero. Tenían puestos los flotadores; Margarita por convicción, Apeles por no discutir con ella.
—Y usted debe ponérselo también —le dijo a Coco—. Y quitarse ropa —añadió mirando a su esposo—, la ropa es un estorbo.
Apeles sonrió, y con un escéptico encogimiento de hombros dio a entender que no confiaba en la capacidad de salvar vidas de aquel aparejo. Cada arremetida fuerte parecía la última; entonces, Apeles besaba a Margarita sin dramatismo.
—Bueno, esto es el final.
Ella le sonreía sin miedo, enternecida, y le devolvía el beso, pero reaccionaba pronto:
—El final lo sabe Dios. Hay que tirarse al agua y agarrarse a algo, una tabla, una silla… Mi prima Celia naufragó y aguantó dieciocho horas en el agua. Viva está, en Madrid, en Ayala 32 tiene su casa.
Un hombre en pantalón de pijama lo dejaba caer justo hasta el pubis en los momentos de apuro; si el barquito recuperaba una horizontalidad apreciable se subía el pantalón hasta la cintura.
Desde el otro lado del salón, alguien gritó:
—¡Teniente Colomo, las botas!
Coco miró hacia el grupo. Era un soldado de su compañía; no recordaba el nombre. Le contestó con un encogimiento de hombros.
—¡Que se las quite, mi teniente, que con eso no podrá nadar!
Coco fue hacia él agarrándose a la balaustrada. El soldado, descalzo y sin pantalones, conservaba puesta la guerrera, desabrochada para quitársela en el último instante.
—¿Y tu salvavidas?
—No tenemos —dijeron varios.
—Toma el mío.
—¿Y usted?
—No pienso tirarme al agua, está muy fría.
—Gracias —dijo el soldado cogiendo el chaleco—. Toma, tú… Es que este no sabe nadar.
—Como el buque se hunda, ya veremos si yo tengo salvavidas o no —comentó alguien.
—'A cualquier cosa llamas buque.
—En cubierta hay salvavidas —dijo un hombre mayor—, pero a ver quién sube; te matas.
¿Por qué nadie, ni Margarita siquiera, tan dispuesta a ejercer de náufraga, se tiraba al agua? ¿Por qué Apeles no se liberaba del abrigo y el sombrero?
Inexplicablemente, no se habían producido histerias ni pánico; quizá, si uno se lanzase, los demás lo hubiesen seguido como ovejas a un despeñadero, pero nadie lo hizo. Posiblemente esperaban esas instrucciones espectaculares del cine de naufragios: «¡Las mujeres y los niños, primero!», pero no apareció el oficial de las películas, ordenando la tragedia pistola en mano, y el mayordomo se había esfumado. Faltó el técnico cualificado que comunicase oficialmente a los pasajeros la llegada del último minuto.
Coincidiendo con un bandazo fuerte, la luz se apagó; en las tinieblas creció, llenándolas, un rumor aborrascado:
—¡Ahora!
Aquel pudo ser el momento de la desbandada y el desorden, pero no habían pasado quince segundos y la luz se hizo.
Cuando el hombre del pantalón de pijama había decidido quedarse en cueros.
Cuando todos se acordaron de Dios.
Cuando Margarita Tudurit suplicó a su esposo que se quitase el abrigo y el sombrero: ¡por lo menos eso. Apeles, cariño!
Cuando el teniente Colomo se dejó caer en un sillón para esperar a que el agua entrase en el salón y decidir si abandonaba el barco o se hundía dignamente como un marino o un pasajero del Titanio.
Súbitamente, las máquinas reanudaron su actividad. Algunos pasajeros confirmaron a distintos santos, cristos y vírgenes sus promesas, muchas de las cuales jamás se cumplirían, como la de Maruja y Carmen que habían prometido a la Virgen del Carmen, patrona del mar, dejar la mala vida y colocarse de asistentas por horas.
Pablito el Mejorana gritó en un histérico arranque de orgullo:
—¿No queríais éste? —y se sacudió un par de azotes en las nalgas—. ¡Pues mira qué lástima si se lo llegan a comer los peces!
Y se agarró llorando a un cabo de Regulares de Larache, un chico muy serio que iba a Ferrerías al entierro de su abuelo. El viejo ya estaba enterrado desde el da 4, pero el brigada era muy buena persona y le dijo:
—No seas tonto, aprovecha el permiso y las trescientas pesetas que regala el fondillo del escuadrón en estos casos.
El cabo dio un empujón a Pablito y declaró que no le hacían gracia los maricones.
—Y, además, estoy de luto.
Antes de regresar al puente, el capitán Ricard ordenó al piloto en prácticas Pedro Zalda que fuese al botiquín a curarse las heridas producidas por su refriega contra el chapado de popa, y al primer oficial, que bajase a la bodega a ver cómo iban los trabajos de contención de la vía de agua.
—Enderezamos el rumbo: ¡a Mahón a toda máquina! Revisen también la cubierta, a ver si hay algún desperfecto grave. Y el telegrafista que suspenda el S.O.S.
Colomo y Fontana bajaron al vestíbulo de camarotes. No existía noticia oficial de que el naufragio hubiese sido cancelado, pero el latir de las máquinas y la aparente regularidad y concierto de los bandazos pareció reanimar al pasaje y restableció una aceptable anormalidad e incluso la indispensable histeria.
—¡Mi mujer y mis niños —decía, sentado en un pequeño sofá, el ingeniero Cerro—; mi mujer y mis niños!
Reapareció, sonriente, el mayordomo; no llevaba la cajita de madera.
—No hay vía de agua en la bodega de popa —dijo sin demasiado júbilo.
El marinero de guardia Galano Galán se había pasado de trágico. Un golpe de mar levantó la lona que cubría la embocadura de la bodega y abrió un hueco por el que entraron unas toneladas de agua alborotada que sacaron de su ensueño al marinero; el susto hizo lo demás. Otra embestida por el mismo sitio pudo romper el equilibrio del barco y hundirlo en uno de esos bellos naufragios en los que la proa se eleva orgullosa como el rostro de un titán agonizante y el mar engulle la nave que muestra hasta el último instante el mascarón y las doradas letras de su nombre. La suerte hizo que los golpes llegaran por otros rumbos y el pequeño, panzudo y poco marinero Puerto Mahón navegaba, otra vez, orgulloso, hacia Menorca. El temporal lo había arrastrado hacia el sur, lo que fue una suerte porque así salió solo de la borrasca; el capitán calculó que habían perdido siete horas.
—Llegaremos, salvo imprevistos, a las quince treinta —anunció el telegrafista después de emitir varios mensajes anulando el S.O.S.
La noticia de que había aparecido una mujer muerta en la cubierta superior causó gran impresión; demasiada por un solo cadáver entre tanto adiós a la vida. Bajo los efectos de su propia resurrección, aquella víctima les parecía a todos más víctima y hasta se sentían como culpables porque alguien debió estar cerca de ella cuando se golpeó o la golpearon; porque hallaron refugio, amparo y solidaridad cuando ella perdía la vida.
El capitán Ricard consideró oportuno dejar las cosas tal como estaban.
—Al llegar a puerto, que se ocupe la justicia del asunto. Ponga a un hombre de guardia, que nadie toque nada.
—¿Pueden verla?
—Verla sí, todo el que quiera, por si alguien sabe algo.
Corrió el rumor de que la víctima era bellísima.
—¡Válgame Dios —exclamó al verla Pablito el Mejorana—, dicen que bicho malo nunca muere!
El mayordomo Colomer entró pálido en el salón de primera, bajó al vestíbulo de camarotes y dio una palmada en la espalda al camarero Lebrija.
—Suba a cubierta, es orden del capitán. Vigile que nadie toque el cadáver ni nada.
—¿Yo? Oiga, yo soy camarero de primera.
—Suba y cállese; aquí no hace usted nada… ¿Qué le pasa?
El camarero se había sentado con gesto insumiso.
—Que yo no, señor Colomer, que no tengo derecho de hacer de guardia civil, antes me matan; ni que me lo mande usted ni el capitán ni el almirante de las Indias.
—Le veo muy valiente; no le importa que lo maten —dijo el capitán Fontana—, con el miedo que tenía usted anoche cuando andaba requisando salvavidas.
—Era para una compañera… Perdone, señor, pero ya me he ido a pique dos veces. Mi chaleco se lo di a ella y…
—¿Qué ocurrió, señor? —preguntó el mayordomo.
—Nada; supongo que nervios; debe ser normal en los naufragios; prefiero olvidarlo: estamos a salvo.
—Gracias, señor.
El mayordomo fue hacia la escalera y advirtió a Lebrija:
—Voy a ver si encuentro a otro que quiera vigilar a la muchacha; no se mueva de aquí; ayude a limpiar todo esto.
El Puerto Mahón navegaba por aguas tranquilas. A las diez de la mañana el sol pudo con las nubes y, como por milagro, muchos pasajeros volvieron a experimentar algo de lo que se habían olvidado durante las horas de peligro: mareo.
Manolo Abarca entró en el salón de primera y se dejó caer en un sillón.
—¿La ha visto, don Manuel? —Je preguntó el mayordomo.
—Sí.
—¿Y qué me dice? ¿No venía con usted?
—No.
—Pero es su chica, es la Jeanette; les vi juntos en el muelle.
—Fue a despedirme; no sé cómo se metió en el barco.
—El capitán sólo sabe que es Juana Cabrillas, canzonetista…, lo que dice el carnet; lo llevaba en el bolso, pero no figura en la lista de pasaje. La Jeanette venía de polizón. ¿De verdad no lo sabía?
—Ahora parece usted el policía, Colomer. Voy a ver al capitán, pero antes dígame: ¿fue usted quien la coló en el barco?
—¿Yo? No estoy loco.
—¿Sabe quién la ha matado?
—Si lo dice por aquello del Molino, olvídelo; fue una bofetada nada más, estaba algo bebido y su a-mi-ga intentó hacerme una pirula de dos botellas de champán, un clavo de mil pesetas, y, encima, me llamó Cateto… Claro que ella no sabía que yo había sido metrehotel en…
—Ya, ya, en la Cote d’Azur y en la Riviera, pero yo no tuve el gusto de conocerle en Cannes ni en Portofino; les conocí a los dos en la comisaría con Miguel Sintas, el dueño del Molino. El comisario le aconsejó a usted que pagase, la Jeanette pasó al calabozo, usted soltó la pasta y pudo marcharse, pero al salir…
—Dije, ya me las pagarás, golfa, sí, señor, qué menos, pero de eso hace años, ni me acordaba, ni irá usted a pensar que yo me cobro los timos matando gente. Y perdone, don Manuel, yo pensaba que se había matado por accidente, pero también tengo derecho a preguntar: ¿La ha matado usted?
—Estoy investigándolo, Tomeu: quién sabe. Voy a ver al capitán.
En el camino, Abarca se encontró con el Mejorana. —Le acompaño en su sentimiento, don Manué.
—Buen peso te has quitado de encima, canco.
—¡Ay, pobrecita mía, no diga eso!
—¡Pero si la temblabas! ¡Si perdías el culo corriendo cuando la veías!
—Porque era muy tragatíos, y me enseñó una charrasca de palmo cuando se marchó del Molino, qué quiere usté. Era una hembra de bandera pero muy atravesaíta, no sabía perder.
Pablito pescaba chicas en Barcelona y les firmaba un contrato casi fastuoso: quince días, a ciento cincuenta pesetas más el descorche; quince días prorrogables. Cumplido el plazo, Miquel, el dueño, decía a la chica que lo siento, hijita, no hay prórroga, no tienes sitio en el show. Si quería podía seguir en la casa: doce pesetas diarias como entrenadora de pista: prostituta de alterne.
—¡Pero si pago cinco duros diarios en la pensión!
—Pues espabílate en el descorche y arrímate a un italiano como todas.
El agente de Barcelona se había cobrado el 25 por ciento del sueldo de los quince días, Pablito, otro tanto y a Miquel le debía un anticipo y varios préstamos para mejorar el vestuario. Estaba atrapada en el Molino.
—Cuando me pagues las tres mil pesetas que me debes, te vas. La culpa es mía por ayudar a chicas desagradecidas, doñas nadie…
Jeanette fue como una pantera a pedir explicaciones a Pablito, tú decías que renovable, que me iba a hacer de oro… Y le enseñó la navaja.
—Una cosa tremenda, don Manuel, pero luego se le pasó, usté lo sabe mejor que yo, encontró a ese italiano que pagó al Miquel las tres mil pesetas a plazos y la colocó en el Lido con diez duros diarios; esos eran los días malos; cada plazo que pagaba el macarroni, a la Jeanette se le revolvían las bardomeras y decía que me iba a rajar, pero de eso a alegrarme de que se haya matao así, pobrecita, qué mal fin. Dios nos libre.
—La Jeanette no se ha matado, Pablito: creo que la mató alguien.
—A mí no me mire. Además, que no me tiren de la lengua y usté menos que nadie; yo callaíto, pero que no me provoquen.
Margarita Tudurit por poco se desmaya. Oyó a la camarera, la víctima era una mujer preciosísima, y llevó a su marido a verla.
—¡Apeles, es ella!
—No digas tonterías, Marga: cualquiera sabe quién será esta pobre mujer.
—¡Es ella; a mí no se me despinta!
A las 13:30, el capitán Ricard había reunido en el comedor a varios pasajeros y algún tripulante.
—Les ruego me excusen, pero llevamos una muerte a bordo y convendría tener el caso resuelto cuando atraquemos: nos marearán menos cuando lo investiguen… Siéntese, Colomer. Perdonen si a los tripulantes les hago sentarse; es un acto ajeno al servicio y todos somos más o menos testigos y más o menos sospechosos.
—¿Sospechosos? —preguntó muy digno Apeles Rianzo—. Retire eso, señor Ricard, o mi esposa y yo nos vamos ahora mismo.
—Perdone, señor Rianzo; he dicho «más o menos», y he dicho «somos». Todos conocíamos a la chica.
—¿Y el señor qué pinta aquí? Creo que no conoce la isla y, anoche, mientras nos hundíamos o no nos hundíamos, me contó que viene de Larache.
—El capitán Fontana se ha enterado y me ha pedido estar presente en la reunión.
—¿Como sospechoso?
—No señor.
—Margarita, vámonos; sospeche cuanto quiera, capitán Ricard, pero déjenos tranquilos… ¡Ah! Y le anuncio que voy a presentar una reclamación por tanta anomalía, tanta deficiencia y tanta incapacidad: no saben ni naufragar.
—¿Qué le parece? —dijo el capitán mirando a Manolo Abarca—. Usted sabe que es sospechoso.
Alguien quiso chantajear al abogado pocos meses antes. Frecuentaba Mahón por motivos profesionales y, a veces, se daba una vuelta con los amigos por El Molino. Un día recibió en Ciudadela una foto humillante y comprometedora: aparentemente beodo y luciendo el faldón de la camisa bailaba con una morena medio desnuda: Jeanette. Le pedían 30 000 pesetas por el negativo. Apeles dio a Margarita la fotografía, aguantó los justos reproches y denunció el intento de extorsión. No fue posible demostrar que Jeanette estuviese complicada en el asunto, pero una voz femenina anunció al abogado que, pese a denuncias e interrogatorios, la foto seguía viva y estaba subiendo de precio.
—Prepare el dinero y no vaya con cuentos a la policía porque enviaré copias a todo el mundo; hasta al obispo.
Casi nadie vio la fotografía, pero se enteró mucha gente; Rianzo mismo lo contaba. Después, la chica se marchó de Mahón y aquella historia pareció quedar enterrada.
—Podría ser sospechoso —dijo Manolo Abarca— pero lo he descartado. El y su señora estuvieron, creo, toda la noche en el salón. Antes de seguir, debo declarar que soy muy sospechoso: esa chica me acompañó al puerto, fue a despedirme; he estado, y perdonen, medio liado con ella: digo medio liado, porque su amante es el teniente italiano Giulio Reconne. No sé cómo ni por qué entró en el barco. Tampoco sé quién la ha matado: yo no.
—Colomer, por favor ¿quiere llamar a un camarero? Que pregunte a los señores qué desean tomar —dijo el capitán.
—Yo mismo lo haré, señor.
—No, no; usted está aquí por lo mismo que todos: más o menos testigos, más o menos sospechosos… Y que nadie se incomode como el señor Rianzo que podría ser un sospechoso muy muy cualificado.
—Yo puedo responder, más o menos, desde las dos de la madrugada; estuve cerca de él y de la señora todo el tiempo —dijo el capitán Fontana.
Volvió el mayordomo y, tras él, Mariano Lebrija, afeitado, compuesto y limpio, en contraste con los reunidos que apenas se habían aseado. Se acercó al capitán, como es debido, en primer lugar:
—¿Johnnie Walker con hielo, señor?
—Por esta vez, ni hielo: seco… Señor Abarca; usted, por su propia iniciativa, se ha declarado sospechoso e inocente; no tengo nada que objetar. ¿Sabe algo que nos sirva de ayuda?
—Yo le parecía sospechoso, señor Abarca —dijo el mayordomo—; ¿ha cambiado de idea, o…?
—¿Qué llevaba usted en aquella cajita de madera?
—A usted le parece cosa misteriosa; tranquilo, no era el joyero de la Jeanette.
—Usted Gamonal —dijo el capitán a un hombre de unos cuarenta años, visiblemente nervioso, incómodo entre aquella gente— usted anduvo por cubierta, hizo dos viajes en busca de chalecos para los que estábamos a popa. ¿Vio a esa mujer?
—No señor, ni a ningún pasajero; lo único, aquí el Lebrija que habría ido a lo mismo que yo; eso pensé.
—¿Es cierto eso, Lebrija?
—Sí, señor, subí a coger un chaleco.
—¿Vio algo sospechoso?
—No. Sólo vi a Gamonal y volví corriendo a primera.
Lebrija contestó muy tranquilo, como sin dar importancia al hecho y continuó preguntando a los reunidos qué deseaban tomar.
—Bueno —dijo el capitán—, yo tampoco maté a esa chica, de eso sí que estoy seguro… Y el caso es que tiene dos golpes, uno en la frente y otro en la nuca; no parece un accidente. A ver usted, Pablito. ¿Sabe algo?
—La mar de cosas, pero me las guardo y perdone; yo no ando matando gente, a mí que me dejen tranquilo.
—¿Qué desea usted, señor?
El capitán Fontana miró muy directamente a los ojos del camarero y le pidió algo que a todos les sonó extraño:
—Un tolete.
—¿Cómo ha dicho?
—Un tolete… de hierro.
Después, dirigiéndose al capitán Ricard, añadió:
—Puesto que esta es una mesa de testigos y sospechosos, le ruego diga el mayordomo que busque otro camarero porque éste debe sentarse y explicarnos alguna cosa.
Mariano Lebrija contestó muy seco, dignísimo, pero de pronto se atolondró, algo removió en él posos de fanfarrón agresivo, de ojito conmigo, oiga; quería cortar por lo sano, como quien se planta frente a sus agresores con la voz amenazadora y trémula del desesperado, a mí no, que usted no me lía, que yo sé lo que es un naufragio; y tiró el bloc y el lápiz encima de la mesa haciendo intención de marcharse. Lo impidió el mayordomo.
—Vamos, Mariano, ¿qué es eso, hombre?
—¿De verdad subió usted a buscar un salvavidas?
Mariano Lebrija se negó a contestar, pero cuando el pequeño y baqueteado Puerto Mahón atracó a las 15:42, Mariano Lebrija fue desembarcado entre dos agentes de la autoridad.
¡Con asperón me lavo yo los dientes: cuélame en el barco!
—Olvídalo, anda.
Para Jeanette fue muy fácil entrar en el Puerto Mahón; conocía el barco. Su decisión, impremeditada, fue un impulso de hembra celosa: tú eres el que arregló que me echaran de Mahón… La presencia de el Mejorana y las dos nuevas lo decidió todo. Juana conocía el fenómeno; cómo se alborota la clientela con las recién llegadas; es como un tam-tam tam-tam, tam-tam, en casa de Madame Teddy hay nuevas, y allá van atraídos por esa turbia, sugerida sombra de virginidad recreada para el primero que llegue.
—Usted será el primero, don Fulano; es cubana, preciosa, una chiquilla.
Miquel Sintas concertaba citas discretísimas en un picadero, lejos del puerto y del barrio del pecado, de manera que cada recién llegada fuese primicia y casi trofeo de caza en el curriculum erótico de cinco o seis varones convencidos, uno por uno, de ser el primero.
Dejar a Manolo Abarca en el mismo barco en que viajaba Pablito, alcahuete, soplón y lameculos de la policía, con dos nuevas era demasiado para Jeanette. Como diría el marica, se la revolvieron las bardonas y tiró por la calle de en medio: de mí no se ríen.
Entró, sencillamente, saltando la barandilla de la cubierta inferior que se mecía casi al ras del muelle; se coló sin miedo, despreocupada por lo que pudiera ocurrir…
—… Si me pillan, todo lo que puede pasar es que me echen.
Y ya estaba dentro haciéndose la distraída.
—… O que me cobren el billete…
Y subió a la cubierta superior.
—… O que avisen al Adámez y me enchiquere, qué ilusión le haría al tío virote…
Y se escondió, acuclillada, junto a la balsa. Hacía frío y los pasajeros de cubierta no andaban curioseando; les preocupaba más buscar un resguardo para pasar la noche que era cerrada y se anunciaba movida. Consiguió desabrochar la lona que cubría la balsa y se metió debajo.
—… Válgame Dios, esto es de loca perdía, Juana, como una cabra estás, lo haces por un tío que no te da ni pa pipas, ¿cómo voy a pasar toda la noche en este bujero?, madre mía de mi arma, voy a llegar tiesa, la sorpresa que se va a llevar mi Titi…
Mariano Lebrija no se fiaba nada del Mediterráneo. Ni de mar u océano alguno: superviviente de dos naufragios advirtió instintivamente el peligro cuando el barco se quedó sin gobierno.
—Esto no me gusta —dijo a Dora, la camarera—. Voy a ver qué pasa.
Pasaba, como un cohete. Galano Galán gritando que el barco se iba por la popa. Otro naufragio; otra vez la muerte llevándose a los muertos, ya están muertos, entran muertos en el barco, no lo saben, pero son muertos, no están preparados para escapar de la muerte, dominarla, yo sí; tenía 18 años y yo era un muerto, me salvó Paredes porque quiso, le vi dejar ahogarse a otros, me lo dijo, te salvé porque eres de Chipiona, ya ves qué tontería, tuve una novia que era de Chipiona, por eso te salvé. Paredes tenía un tolete de hierro en la mano, eso no lo olvidó jamás Lebrija. Volvió a su camarote cogió el chaleco salvavidas y no se lo puso. En el otro naufragio, el segundo, 24 años, un veterano ya, todos buscaban salvación en los botes, se lo había dicho Paredes aquel día que le salvó la vida, hay que olvidarse de los botes, llevan años en seco, tienen rendijas, hacen agua, los vuelca la mar, engañan, parece que te van a dar más cobijo; las balsas no engañan; ni aunque den la vuelta se hunden. Lebrija tiene siempre un tolete amarrado bajo la litera. En el segundo naufragio, él estaba en la balsa y tenía un tolete y fue señor de la vida y la muerte, como Paredes, golpeaba las manos crispadas, lo siento, hermano, máximo doce personas, ni una más; él no encontró a un chico de Chipiona que le cayese simpático, y en su balsa, «only 12 passengers», se salvaron doce náufragos exactamente y nadie le reprochó aquello; parecían como si no hubiesen visto nada; ni siquiera aquel señor; enviudó allí mismo porque ya no quedaba sitio para su mujer que se ahogó mirándole con mucho desprecio.
Jeanette intentó varias veces salir de la balsa, pero se asustaba, me mato si doy un paso, mardita la hora, en qué estarías pensando, loca, ni Manolo ni la madre que parió a Manolo y el amor sinfónico, así revienten tos los tíos. A ratos se dormía; la despertaba un coscorrón.
Lebrija cortó la correa que amarraba el tolete y lo ocultó entre el chaleco flotador, por eso no se lo puso. Moverse por el barco era difícil y peligroso, y mucho más en cubierta, pero no dudó.
Jeanette estaba molida, empapada, había entrado agua en la balsa, tengo que salir de aquí, aunque me mate, aunque vaya a la cárcel.
La balsa tenía cuatro amarres; Lebrija cortó tres. Fue a esconder el tolete junto al botiquín, levantó la lona y se encontró con la mirada miserable, aterida, de Jeanette.
—Joé, ya era hora de que viniera alguien.
Recibió el primer golpe en ese pico sandunguero con el que su negra mata de pelo invadía apenas la frente. El segundo fue en la nuca, pero no se enteró.
Lebrija bajó al vestíbulo de camarotes y alertó a Dora que no tenía salvavidas: Tú no te despegues de mí.
—Eso fue lo que me extrañó —dijo el capitán Fontana—, había intentado robarnos un chaleco salvavidas; a lo largo de la mañana hemos hablado mucho todos, él también. Se excusó conmigo: «Usted pensará lo que quiera, pero es al revés, ya ve: mi chaleco se lo di a la camarera después de haberme jugado la vida por cogerlo en cubierta; yo no quería quitárselo a nadie, pero me daba miedo volver arriba por otro. En ese camarote viajan casi siempre dos personas, así que me asomé y, justo, dos, conque cogí uno y entonces llegó usted y me sacudió un cate…; pero olvidaba dos detalles: que él sabía que en ese camarote íbamos tres pasajeros, nos acompañó al embarcar, y que yo había visto su chaleco y el de la camarera mientras esperábamos el naufragio; en los dos leí el letrerito: «Primera Clase»… ¿Por qué mintió?: porque había sido visto en cubierta. Y si no fue en busca de un salvavidas, ¿a qué fue?
—Pero matar a la chica… —dijo el capitán Ricard—, ¿por qué había de matarla?
—Quizá no lo sepa él mismo; estaba cometiendo un acto criminal, preparándose la balsa, y fue sorprendido; llevaba la barra de hierro, un arma, y la usó. Además, si el barco no se hundía, la chica podría contarlo, y si se hundía… un náufrago menos a quien eliminar. El caso es que cuando encontré el tolete en el hueco del botiquín de la balsa tuve la certeza de que la chica no había muerto por accidente. Lo cogí, lo entregué al capitán y organizamos esta reunión. Yo no sabía que el asesino era ese hombre, pero su intento de robarme el salvavidas y las mentiras con que intentó justificarse después me lo hicieron muy sospechoso; fue una gatada pedirle que me sirviera un tolete: ustedes vieron cómo reaccionó… Este pudo ser su tercer naufragio: estaba decidido a superarlo también… Señor Colomer, usted parecía empeñado en hacerse sospechoso al inspector Abarca; ¿qué guarda usted en esa cajita de madera?
El mayordomo fue al aparador, sacó la cajita y la puso ante el inspector.
—Yo no intentaba ser sospechoso, señor, ni me agrada ni creía serlo; en cambio sí me parecía sospechoso don Manuel: era su chica… Pero lo de la cajita no lo hacía para provocar a nadie, lo haría siempre. Ábrala sin miedo.
—Tenía un cuaderno de tapas negras y unos cientos de pesetas. El inspector miró al mayordomo con gesto perplejo.
—Las propinas, señor.
—¿Tanto interés tiene usted en las propinas? —preguntó Fontana.
—¿Interés? No es eso; las propinas no me pertenecen, son de todos, es que… ustedes, claro, no lo entenderán: las propinas son sagradas.
* * *
El inspector Adámez vio pasar la camilla de la Cruz Roja y se quitó respetuosamente el sombrero.
—Ganas me dan de morirme —dijo Pablito el Mejorana— pa que ese tío catafalco me pegue un sombrerazo. ¡Qué detalle!
Lástima que Jeanette no pudiese verlo. Se lo hubiese agradecido: las cosas como son.
Palma de Mallorca, agosto, 1981.