CAPÍTULO XVII
Sebastian Zimmer solía despertarse casi al amanecer, gritando y empapado en sudor, aterrorizado e incluso en ocasiones llamando a su madre, siempre por culpa de una obsesiva pesadilla que se había instalado en su cuerpo como el hígado o el corazón, e imaginaba que no lo abandonaría hasta el fin de sus días.
Cada noche se veía en la cubierta del U-427, sujeto por la cintura a una gruesa maroma cuyo extremo aferraban dos decididos mozarrones, azotado por altas olas que reventaban contra la torreta y aguzando la vista en un vano intento por distinguir en las tinieblas algo que no fuera el agitado océano.
Aquel era el punto de reunión, de eso estaba seguro, por lo que, a una orden suya, el contramaestre lanzó por la borda la boya de grueso cristal herméticamente cerrada que contenía la correspondencia y una mortecina luz que apenas bastaba para permitir que quienes tenían que recogerla la avistaran.
La velocidad era excesiva, la nave cabeceaba macheteando el agua y propiciando que saltaran nubes de espuma, por lo que los vigías se bamboleaban sin conseguir enfocar sus prismáticos sobre un punto concreto del horizonte.
Otra luz, casi tan pobre y triste como la de la boya parpadeó a unos doscientos metros de la proa; el timonel apenas tuvo tiempo de virar con el fin de evitar embestir a la frágil embarcación que hubiera saltado hecha añicos, y de improviso Sebastian Zimmer se la encontró de frente.
Extendió los brazos intentando apoderarse, con ayuda de un gancho, de la pesada saca amarilla de grandes asas que un hombre le alargaba, pero en ese momento una ola elevó la barca como si fuera una pluma y lo golpeó de lleno, lanzándolo al agua.
Cuatro costillas se quebraron como si fueran cañas, la proa le partió la barbilla, hundiéndole el pómulo izquierdo, la maroma se tensó arrastrándolo al mar, y pese a que los esforzados marineros hicieron cuanto estaba en su mano, el brutal chorro de agua que impulsaba la nave surgiendo por su popa ejerció tanta presión que los desolados mocetones se vieron obligados a soltar cabo.
Sebastian Zimmer quedó flotando, abandonado en mitad de océano, aturdido y resignado a que todo hubiera acabado mientras su nave desaparecía en la noche. El peso de las botas y el chubasquero comenzaron a hundirle lentamente, pero cuando se encontraba a unos cinco metros de profundidad, los hombres de la barca consiguieron aferrar el otro extremo de la maroma y halaron decididos a arrancarlo de las garras de la muerte.
Regresó a la superficie ya inconsciente; se despertó a los dos días en un estrecho sótano en penumbras, y lo primero que vio fue el angustiado rostro de un hombre de espesa barba grisácea y ojos claros que se apresuró a señalar:
—¡Tranquilo! Está a salvo. Soy Oscar Stauch.
—¿Y el barco? —alcanzó a balbucear.
El otro negó una y otra vez con un gesto decididamente pesimista.
—Siguió de largo… —dijo—. Fue visto y no visto.
—¿Y el paladio? —Ante el ademán con que señalaba la saca amarilla que descansaba en un rincón, lanzó un sollozo—. ¡Que Dios me ayude! Ha sido culpa mía.
—No fue culpa de nadie —replicó su salvador; y se lo advertía convencido de lo que estaba diciendo—. Era prácticamente imposible que la carga llegara a bordo a esa velocidad, con tanto mar y tanto viento. —Lanzó un resoplido que mostraba la magnitud de su frustración al concluir—: Lo sabíamos, pero había que intentarlo.
—¿Consiguieron recoger la boya de la correspondencia?
Una nueva negativa vino a sumarse a las anteriores.
—Tenía que elegir entre ella o tú, y como comprenderás no lo dudé. A estas horas, la corriente de Benguela la estará desplazando hacia el norte; cuando alcance la línea ecuatorial, otra corriente la empujará hacia Brasil y descenderá a lo largo de sus costas hasta que la atrape la del Atlántico Sur, que la traerá de nuevo frente a estas playas. Si la boya no se la traga un tiburón, las cartas pasarán años, tal vez siglos, vagando por el océano.
—Ninguna era mía, pero lo siento por los compañeros que tienen familia. ¿Qué va a pasar ahora? —inquirió con un hilo de voz debido a que cada vez le costaba más esfuerzo hablar a causa del dolor que le provocaba la fractura de la mandíbula.
—Que vamos a perder la guerra, hijo; al ritmo que se están desarrollando los acontecimientos, me temo que hagamos lo que hagamos la perderemos, y ahora lo que importa es no perder también la vida. —Le introdujo una pastilla en la destrozada boca y le dio a beber un poco de agua mientras continuaba en idéntico todo de resignación—: Los malditos ingleses están por todas partes y, si te encontraran, nos fusilarían, o sea que descansa y procura reponerte para que pueda sacarte de Namibia cuanto antes.
El cuanto antes se convirtió en ocho meses de dolor y amargura encerrado en un húmedo agujero maloliente, sin recibir ni tan siquiera una noticia alentadora en la que se convirtió en una malhadada época de continuas batallas y crueles derrotas que desangraban Alemania, sin que sus locos y pretenciosos dirigentes aceptaran poner fin a tan inútil masacre.
Cuando los gobernantes dejan de ser gobernables impera el caos, desaparecen los principios y el ser humano deja de ser humano.
Del U-427 no volvió a saberse nada, con lo que el dolor físico de los huesos rotos y la profunda herida que le había dejado una horrenda cicatriz que le desfiguraba el rostro dio paso a un sufrimiento oscuro y sordo que no se concretaba en ningún punto del cuerpo, pero era como una segunda piel en carne viva.
Aquella era la forma en que el alma demostraba su existencia, o su necesidad de exigir el regreso de sus compañeros, sus subordinados y, sobre todo, aquel comandante excepcional que había sabido reemplazar a un padre a cuyas órdenes había servido en otra guerra igualmente perdida.
Todos permanecían ahora en las profundidades del océano tras una muerte angustiosa debido a que él, Sebastian Zimmer, no había sido capaz de atrapar una saca amarilla que continuaba donde Oscar Stauch la había dejado recordándole su fracaso en cuanto abría los ojos.
Un segundo en la vida, una ola inoportuna y quizá una imperdonable falta de reflejos habían desembocado en una tragedia destinada a repetirse en su mente noche tras noche, como si el dios del sueño disfrutara transportando consigo tan amargo recuerdo a todas partes.
Quien le había salvado de perecer ahogado, que entendía muy bien lo que pasaba por su mente, había tenido la precaución de no dejar al alcance de su mano ni un revólver, ni un cuchillo, ni siquiera una triste soga con la que colgarse de una viga.
Ni un espejo en el que reflejarse.
No obstante, acudía a visitarlo dos veces al día y hablaban durante horas sobre cómo se estaban desmoronando las ambiciones de un vociferante lunático y de cómo el amargo zumo de la realidad empezaba a devolver la cordura a muchos de cuantos lo habían vitoreado ciegamente.
Se consolidó una amistad reforzada por la desgracia compartida, y cuando al fin su salvador le notificó que había llegado el momento de escapar de Swakopmund, el tercer oficial del desaparecido U-427 se sintió feliz por librarse de su mazmorra, pero desgraciado por abandonar a la única persona a la que se sentía ligado.
Sin familia ni amigos y con una Alemania ardiendo por los cuatro costados, no tenía la menor intención de dar su vida por quienes ya deberían haber depuesto las armas y demostraban no tener honor ni sentir el más mínimo amor ni por su pueblo ni por su patria. De haber sido los auténticos líderes de que tanto presumían, habrían asumido tiempo atrás sus culpas encarando el castigo con el fin de impedir que continuara la destrucción y las matanzas.
Una noche embarcó en la misma lancha que le destrozara la cara, se despidió con lágrimas en los ojos de su amigo y trepó por la escala de cuerdas de un carguero de bandera panameña. Por todo equipaje llevaba un kilo de paladio y la promesa de Oscar Stauch de que en cuanto le comunicara donde se había establecido definitivamente le iría enviando cuanto obtuviera al vender muy poco a poco el resto del contenido de la saca amarilla.
El namibio cumplió su palabra a conciencia, puesto que continuó haciendo que le transfirieran su dinero incluso cuando ya había muerto.
Una noche más la agobiante pesadilla regresó como de costumbre, también como de costumbre lo despertaron sus gritos y se quedó muy quieto contemplando el techo con el oído atento.
La claridad de una tímida luna penetraba por la ventana, todo se le antojó tranquilo, el perro no ladraba y el viejo revólver lo observaba impasible desde la mesilla de noche donde aguardaba hacía una eternidad a que le ordenaran que cumpliera con su obligación de volarle los sesos.
Y es que Sebastian Zimmer lo compró convencido de que prefería utilizarlo a permitir que lo obligaran a contar lo que sabía.
Intentó conciliar de nuevo el sueño, pero a la hora se convenció de que le resultaría imposible, por lo que cuando aún faltaban unos minutos para que comenzase a clarear ya tenía listos los aparejos, y al poco, el perro lo precedía por un sendero que habían recorrido juntos cientos de veces.
El mar estaba en calma y la brisa era suave, por lo que a la media hora fondeó sobre su caladero preferido y pudo disfrutar de una mañana perfecta en compañía de un somnoliento animal al que le tenía sin cuidado que atrapara un mero, un sargo o una corvina, pero que gruñía enseñando los dientes en cuanto lo que caía en el fondo de la embarcación era un congrio, debido a que cuando era un cachorro demasiado curioso uno de ellos le había cercenado el rabo de un mordisco.
Aquellos eran, sin duda, los momentos más felices en la vida del ex tercer oficial del U-427 debido a que se encontraba en su elemento, disfrutaba de uno de sus mayores placeres, y el simple hecho de no distinguir a nadie en millas a la redonda le permitía olvidar el peligro.
Días en continua tensión y noches de continuas pesadillas acababan por transformar a un ser humano en una cuerda de violín dispuesta partirse en cualquier momento, y aquel tranquilizante silencio lo relajaba.
El sol caía a plomo cuando los peces dejaron de picar, y tras consultar las tablas solunares llegó a la conclusión de que tardarían cuatro o cinco horas en volver a interesarse por la camada, optó por regresar a puerto y lo incomodó advertir que dos turistas habían elegido el punto exacto del pantalán en que atracaba su barca para remojarse las piernas.
Se echó el sombrero hacia delante inclinando la cabeza, consciente de la desagradable impresión que causaba la ancha cicatriz que le desfiguraba el rostro, ya que aborrecía los comentarios o las mal disimuladas expresiones de conmiseración que asomaban de inmediato a sus ojos.
Una de las intrusas, que se entretenía agitando los pies en el agua y levantado espuma como una niña traviesa, hizo caso omiso a su evidente deseo de pasar desapercibido, puesto que en cuanto distinguió lo que había en el fondo de la barca comentó en el tono de experta en la materia:
—¡Buena pesca! Sargos, meros, corvinas… ¿Eso es un pez-perro?
La pregunta se le antojó tan surrealista que no pudo por menos que responder rompiendo su costumbre de no hablar con extraños:
—¡No, señorita! Es simplemente un perro.
—¡Perdone! —se apresuró a responder la aludida señalando con el dedo—. No me refería al que tiene patas, sino a aquel rojo con la boca grande y los ojos saltones.
—Ese es un cabracho y hay que tener cuidado con él porque las espinas del dorso son muy venenosas.
—¡Me encanta el pudin de cabracho! —fue la inmediata exclamación—. Pero como siempre lo he visto cuadradito, esponjoso y acompañado de salsa mayonesa, nunca se me hubiera ocurrido que lo fabricaran con un bicho tan feo. ¿Me lo vende?
Sebastian Zimmer había tratado con muy pocas mujeres en su vida, pero nunca hubiera imaginado que pudiera existir una tan espontánea y desconcertante, por lo que no pudo evitar alzar el rostro y lo sorprendió que ninguna de las desconocidas pareciera sorprenderse o molestarle por su aspecto físico.
—Se lo regalo —dijo, por decir algo.
—¡Oh, no! —se apresuró a responder quien en tan poco tiempo había conseguido descentrarlo—. ¡De ningún modo! Una chica no debe aceptar regalos de un desconocido. ¿Verdad, querida?
—Bueno —pareció resignarse Irina Dogonovic, que evidentemente se esforzaba por contener la risa—. No debe aceptar anillos de brillantes, coches o apartamentos, pero un pescado…
—Es que este señor asegura que es venenoso…
Sebastian Zimmer llegó a la conclusión de que aquello iba más allá de lo aceptable, ayudó al perro a saltar a tierra y comenzó a introducir sus capturas en un saco al tiempo que comentaba con acritud:
—Este punto de amarre es mío por lo que les agradecería que fueran a burlarse de la gente a otra parte.
—Le aseguro que no tenemos la menor intención de burlarnos de un oficial de los U-Boot —replicó en un tono muy diferente Irina Dogonovic.
La inesperada aclaración tuvo la virtud de obligarlo a dejar lo que estaba haciendo y tomar asiento en el banco de popa maldiciendo entre dientes su imprudencia.
—¡Vaya! —exclamó—. Han sabido escoger el lugar y el momento.
La respuesta de la que había hablado en último lugar y que parecía, sin duda, la única sensata de las dos lo cogió de igual modo de improviso:
—Supongo que cualquier lugar y momento le parecerá bueno a la hora de saber que el general Köhler ha muerto.
Las observó, incrédulo, y casi le tembló la voz al inquirir con innegable ansiedad:
—¿Y cómo lo saben?
—Porque fuimos nosotras quienes lo localizamos y nos han confirmado que esparcieron sus tripas por Ciudad del Cabo hace un par de semanas.
—¡Qué asco! —intervino con un mohín de repugnancia su compañera, que no cesaba de agitar el agua con los pies—. ¿Por qué tienes que ser siempre tan morbosa, querida? Podrías haber dicho simplemente que el jodido hijo de puta del maldito general la palmó de un infarto. ¿Qué va pensar de nosotras este señor tan amable que nos regala peces?
—No son peces, cielo; son pescados.
—¿Y cuál es la diferencia?
—Que están muertos.
—¿Van a empezar de nuevo? —se alarmó el alemán—. ¿Es que están locas?
—Yo no, pero es que a menudo esta chiflada me contagia —Irina Dogonovic, Alma Brown o Monique Durhan, que tanto daba llamarla de una manera que de otra, se puso en pie, como si con aquel simple gesto la conversación tomara una dimensión diferente, y añadió—: Lo que sí es cierto es que el jodido hijo de la gran puta del maldito general Bruno Köhler, así como la mayor parte de sus colaboradores, han sido eliminados y, por lo tanto, no hay razón para que un hombre de sus méritos continúe ocultándose. ¿Se siente más tranquilo?
—Depende… —fue la lógica respuesta—. El hecho de eliminar a mis enemigos no las convierte en mis amigas. ¿Qué quieren de mí?
—Simplemente hablar del U-427.
—No me gusta hablar de mi barco —señaló Sebastian Zimmer mientras lanzaba el saco a tierra, desembarcaba y le silbaba al perro para que regresara a su lado.
—Y lo entendemos, ya que gracias a ello ha conseguido sobrevivir, pero debería entender que, si pretendiéramos que nos dijera lo que sabe sobre el Hungriegerwolfe utilizando algún tipo de coacción, no habríamos sido tan estúpidas como para esperarlo aquí solas, sin armas y a la vista de todo un pueblo.
—Que, por cierto, se fija mucho… —intervino Amanda Hamilton en su desinhibido tono habitual—. Sobre todo en los culos.
El alemán, serio, retraído y misógino a la fuerza, tuvo la impresión de que el paso de un barco imaginario había conseguido que el pantalán se balanceara más de lo normal, pero ello era debido a que cada vez que aquella imprevisible criatura de alucinante desparpajo abría la boca tenía la virtud de romperle los esquemas.
—¿De dónde han salido y cómo han dado conmigo? —inquirió casi tartamudeando.
Irina Dogonovic comprendió que su interlocutor estaba a punto de perder el control, no solo porque en cuestión de minutos su futuro hubiera sufrido un giro de ciento ochenta grados, sino porque probablemente —aunque mejor sería decir «seguro»— jamás había tenido tratos con una mujer tan desequilibrante o subversiva como la que desde hacía una semana había vuelto a ser pelirroja.
—De dónde venimos no importa, porque ni siquiera lo sabemos la una de la otra —respondió en el tono más tranquilizador que supo—. Lo hemos encontrado gracias a que el contable de la empresa Hermanos Stauch nos facilitó la dirección a la que tenía que enviarle los giros, y nos asombra que no se haya cambiado el nombre.
—Hubiera sido una estupidez —fue la rápida respuesta del marino—. Oficialmente, Sebastian Zimmer fue declarado muerto, y un militar tan estricto como Köhler jamás habría dudado de un documento firmado por el almirante Doenitz. Y por si ello no bastara, le constaba que al cruzar frente a Gibraltar me encontraba a bordo, puesto que me estrechó la mano cuando embarqué. —Hizo un gesto fatalista al añadir—: El único que sabía que había sobrevivido al desastre era Oscar Stauch, pero nunca imaginé que falleciera de improviso y menos aún que el contable de su empresa continuara enviándome dinero.
—Debió de suponerlo, siendo los Stauch de origen alemán. —Irina Dogonovic hizo una larga pausa, como si confiara en que lo que iba añadir consiguiera tranquilizarlo—: En cuanto al U-427 y el proyecto Hungriegerwolfe, no es nuestra intención que diga más de lo que considere oportuno, pero la única heredera del capitán Ferch debería beneficiarse de los descubrimientos de su padre. Buena falta le hace.
—¿Lia? —Ante el ademán de asentimiento los ojos de Sebastian Zimmer, que había servido a las órdenes de su padre, brillaron de ilusión—. El capitán la adoraba, y para mí era casi como una hermana. ¿Qué ha sido de ella?
—Tuvo que huir de Berlín, y poco después se casó con un alcohólico putañero que la dejó en la miseria, pero ahora vive en algún lugar de Sudamérica y le aseguro que si el Hungriegerwolfe tuviera aplicaciones prácticas no volvería a sufrir problemas económicos durante el resto de su vida. —Irina Dogonovic hizo una corta pero significativa pausa antes de añadir—: Ni usted tampoco.
Sebastian Zimmer se esforzaba por asimilar que su vida acababa de sufrir un cambio radical y se enfrentaba a hechos consumados. Experimentaba un profundo alivio al saber que el general Köhler había muerto y sus miedos quedaban atrás para siempre, pero lo desmoralizaba que lo hubieran encontrado aquel par de criaturas que parecían surgidas de un desmadrado vodevil, por lo que a su modo de ver estaban fuera de lugar en una historia tan amarga y trágica como la suya.
Durante años había estado aguardando a que lo secuestraran o a que un sigiloso asesino lo apuñalase por la espalda, pero nunca imaginó que lo abordarían frontalmente dos mujeres de las que solo se solían ver en las portadas de las revistas.
—Lo pensaré… —musitó al fin, y daba la sensación que era otra persona la que hablaba—. Tengo hambre, necesito dormir y como supongo que saben donde vivo, las espero a las cinco. Y no se preocupen por el perro —añadió—. Las ha visto conmigo y no les hará nada.
—¿Cómo se llama? —quiso saber Amanda Hamilton.
—¿El perro? —pareció sorprenderse—. No lo sé; nunca se lo he preguntado.
Irina Dogonovic no pudo evitar una carcajada al observar la expresión de pasmo que se le había quedado a su amiga, que en cuanto consiguió recuperarse dijo:
—Es muy cariñoso y merece tener un nombre. ¿Le importa que lo bautice?
—Dudo que le apetezca, puesto que todos sus amigos son musulmanes —fue la absurda respuesta—. Pero si por el hecho de ser cristiano se vuelve más listo, me parece bien.
—¡Vaya! —exclamó una encantada Alma Brown—. Acaban de suministrarte un par de cucharadas de tu jarabe preferido. ¿Cómo te sienta?
—Mal —reconoció con sinceridad la pelirroja—. Mi madre ya me había advertido que si lanzaba piedras al aire podían caerme a la cabeza sin necesidad de que Newton hubiera descubierto la Ley de la Gravedad, pero me voy a comprar un perro aunque solo sea para joder a más de uno con esas putas respuestas.
A las cinco en punto de la tarde, el perro sin nombre demostró con saltos y lametones su entusiasmo cuando las nuevas amigas de su amo lo obsequiaron con el más hermoso hueso rodeado de abundante y sabrosa carne que hubiera visto nunca, y disfrutó de tal modo que en su elemental cerebro quedó fija de forma indeleble una sencilla relación de ideas: las mujeres perfumadas disponían de comida apetitosa y abundante.
Un Sebastian Zimmer visiblemente más distendido les recriminó por malcriarle a un animal acostumbrado a una estricta dieta basada en arroz, verduras y pescado, pero las invitó a acomodarse a la sombra de un pino y junto a una rústica piscina de roca que se comunicaba directamente con el mar.
—Tardé tres años en tallarla a mano —aclaró orgulloso de su obra—. Y puede llenarse o vaciarse durante los cambios de marea con esa llave de paso.
—¿Y para qué necesita una piscina teniendo el mar? —se extrañó Amanda Hamilton.
—Porque la amarga experiencia me ha enseñado que no se deben hacer pruebas en mar abierto: es demasiado grande y demasiado profundo.
Penetró en la casa y al poco regresó con un submarino en miniatura de unos treinta centímetros de largo por siete de ancho con un agujero en la proa y dos en la popa, reproducción exacta del que el Ulises Star fotografiara en el fondo del océano.
Desenroscó la torreta, introdujo una diminuta batería eléctrica y, tras volver a cerrarla, colocó la maqueta un metro bajo el agua, con lo que de inmediato comenzó a navegar en círculos, pasando a menos de un palmo de los muros de roca.
—Lo he cargado con un miligramo de la aleación del capitán Ferch —dijo en cuanto la maqueta hubo completado el primer giro—. Y prueba de modo irrefutable que el U-427 funcionaba sin necesidad de consumir ningún tipo de combustible conocido hasta el momento.
—¿Y desde cuándo sabe cómo hacerlo funcionar? —inquirió una admirada Irina Dogonovic con la vista clavada en los tubos posteriores por los que surgía un fuerte chorro de agua.
—Desde casi el primer día —fue la tranquila respuesta—. El capitán nos había instruido a los oficiales sobre lo que teníamos que hacer, pero nos hizo jurar que jamás lo revelaríamos, ya que él era el único que tenía la potestad de decidir cuándo y a quién desvelaba el secreto. —Hizo un pausa para concluir con determinación—: No se fiaba del general Köhler ni de ningún nazi y el tiempo acabó dándole la razón.
—Pero el capitán murió —le hizo notar Amanda—. Y sus oficiales superiores en el U-427 también.
—Razón de más.
—¿Perdón?
—Que su muerte constituye una razón añadida para guardar silencio mientras no reciba una orden directa. —Se encogió de hombros al pontificar—: Y está claro que ya nunca la recibiré.
Las dos mujeres se miraron como si acabaran de recibir sendas e inesperadas patadas en la boca.
—Es lo más absurdo que he oído en mi vida —exclamó una de ellas.
—Y lo más pintoresco —añadió la otra.
—¿Acaso un juramento deja de tener validez porque la persona a quien se le hizo haya desaparecido? —quiso saber un casi ofendido Sebastian Zimmer—. La muerte ya es suficientemente poderosa como para que además se le conceda el privilegio de borrar con su presencia principios tan básicos como el honor, la justicia, la amistad o la obediencia. Si durante el ataque a una posición enemiga los oficiales caen en combate, la tropa no puede alegar que se han cansado de matar y se vuelven a casa.
—Pero cuando una guerra termina todos vuelven a casa.
—Yo no tenía casa porque la marina había sido siempre mi hogar, y si regresaba vivo, daba pie a suponer que había desertado.
El pequeño submarino continuaba trazando círculos, siempre a la misma profundidad, pero cada vez más aprisa; su dueño lo miraba como si ejerciera sobre él una extraña fascinación y al poco añadió:
—Oscar Stauch me advirtió que al acabar la guerra el general Köhler había conseguido huir de Alemania y vivía obsesionado con el Hungriegerwolfe. —Emitió lo que tanto podía considerarse un lamento como un reniego al añadir—: Y aún recuerdo la noche en que aquel malnacido convirtió el estrecho en un infierno, provocando que quienes tanto habían contribuido a que nuestra nave funcionara se abrasaran vivos. El capitán lloró y nos obligó a mirar por el periscopio con el fin de que tuviéramos presente que una cosa era luchar por Alemania y otra muy diferente asesinar por fanatismo.
Amanda Hamilton e Irina Dogonovic comprendieron que la memoria le estaba jugando una mala pasada porque ningún ser humano podría permanecer impasible cuando le acudían a la mente escenas que debieron resultar espeluznantes.
Sin duda, Sebastian Zimmer vivía obsesionado por lo que había visto aquella noche frente a Gibraltar, y el simple hecho de mencionarlo lo sumía en una especie de trance, por lo que cuando al fin alzó el rostro intentó ensayar una sonrisa que se convirtió en una mueca que afeaba aún más su maltratada cara.
—Supongo que resulta difícil admitir que un ex oficial de submarinos experimente un miedo incontrolable… —dijo por fin a modo de disculpa—. Pero reconozco que he pasado años aterrorizado por la idea de que me torturaran hasta el punto de obligarme a faltar a mi juramento. He sufrido tanto que me espanta el dolor, y el general contaba con expertos en interrogatorios extremos. —El hombre de la horrenda cicatriz hizo una corta pausa y un gesto hacia el agua para añadir—: Y no quiero imaginar lo que hubiera ocurrido si esa máquina hubiera caído en sus manos.
—Dudo que, aunque consiguieran hacerla funcionar, hubieran dispuesto de los medios necesarios como para iniciar otra guerra —puntualizó Irina Dogonovic.
—Desde luego que no —reconoció el otro—. Pero estarían en condiciones de romper el equilibrio energético mundial.
—¡Un momento, que no me entero! —protestó ruidosamente la pelirroja—. ¿A qué se refiere con eso tan rebuscado de «equilibrio energético mundial»?
—A que si al Hungriegerwolfe se le solucionaran ciertos fallos, algo que el capitán nunca consiguió, y admito que yo tampoco, su potencial resultaría tan asombroso que quien dispusiera de paladio se adueñaría de los mercados de energía a base de generar electricidad a muy bajo coste y, a la larga, el carbón, el petróleo, el gas e incluso las centrales nucleares acabarían perdiendo casi todo su valor.
—Parece ciencia ficción.
El alemán tardó en responder, como si él mismo se planteara que cuanto le había tocado vivir no fuera más que un sinsentido fruto de una imaginación calenturienta, pero tras llevarse la mano a la mandíbula como si pretendiera comprobar que su rostro seguía semejando una máscara, argumentó:
—Al comenzar la guerra se hubiera considerado ciencia ficción que en menos de cinco años se pudiera fabricar la bomba atómica que arrasaría Hiroshima y obligaría a rendirse a los japoneses, o que a los quince se construían submarinos nucleares cuatro veces mayores que el U-427, que navegan al triple de velocidad.
—En eso no le falta razón… —admitió con desgana Amanda Hamilton—. A mí incluso la televisión se me antoja brujería, y eso de que dos átomos tan pequeños que ni si quiera pueden verse choquen entre sí y organicen semejante desmadre ya es la leche.
Por enésima vez Sebastian Zimmer necesitó un tiempo para asimilar la pintoresca forma de expresarse de su oponente, lanzó una mirada a Irina Dogonovic como solicitando ayuda, pero al comprender que esta se sentía tan impotente como él mismo, decidió continuar como si no hubiera oído nada.
—Actualmente, la energía nuclear fascina a políticos y financieros, pero pese a que tan solo estamos empezando a conocerla ya han ocurrido dos accidentes, uno en Inglaterra y otro en Rusia —dijo—. ¿Qué sucederá cuando esas centrales proliferen, se construyan en terrenos inadecuados, expuestas a incendios y terremotos, o las manejen ineptos? —Cabría asegurar que ni él mismo era capaz de admitir que algo así estuviese ocurriendo, y por último añadió—: El capitán Ferch se negó a colaborar en los estudios sobre fusión nuclear consciente del peligro que significaba y prefirió centrarse en lo que denominaba «Fusión neutra» que, a su modo de ver, no generaría ni tanto calor ni radiaciones mortales.
—¿Y el U-427 funcionaba con esa fusión neutra? —quiso saber Irina Dogonovic.
—No exactamente.
—¿Entonces?
—Mientras buscaba nuevos elementos que lo ayudaran a conseguir una forma de fusión a baja temperatura advirtió que más de un siglo atrás, un sueco llamado Berzelius había descubierto el tantalio, un excepcional superconductor extraído del coltán, dúctil, maleable, resistente al calor e inoxidable. Ahora se lo empieza a considerar casi imprescindible en el uso de nuevas tecnologías, pero en los años cuarenta nadie le había prestado la menor atención. Según el capitán, toda la energía del cosmos proviene de una determinada combinación de elementos, y lo único que hizo fue combinar los viejos y los nuevos con el fin de obtener un material diferente.
—¿Eso quiere decir que sabe en qué consiste ese material?
—Desde luego, pero si se me ocurriera revelar en qué proporción y de qué forma tan especial tienen que tratarse, Sudáfrica, Australia y tres o cuatro países más, pero sobre todo Rusia, que posee casi la mitad de las reservas de paladio conocidas, arruinarían al resto del mundo, al menos durante los veinte años que tardaría en agotarse si se utilizara masivamente.
—¿Está seguro de eso? —se alarmó Irina Dogonovic.
—Pronto hará treinta años que trabajo en el proyecto Hungriegerwolfe y, por lo tanto, soy una de las pocas personas que ha acumulado méritos suficientes como para asegurar que nunca se está seguro de nada… —puntualizó Sebastian Zimmer con un rebuscado sentido del humor—. Pero supongo que las grandes potencias y las empresas petroleras no se cruzarían de brazos mientras fanáticos como Bruno Köhler se convertían en árbitros de sangrientos conflictos a base de determinar a quién facilitaban el material creado por el capitán Ferch y a quién no.
—Por lo que sabemos se había comprometido con los sudafricanos, que eran quienes le financiaban los estudios.
—Pues imagínense a esa partida de racistas diciéndole a los gobiernos que condenan el apartheid: «Si me permites ahorcar y quemar negros, te proporciono energía barata; en caso contrario, te hundo».
—Comparado con los sudafricanos, el famoso Ku Klux Klan parecen una inocente pandilla de aficionados a la petanca, por lo que el futuro se presentaría bastante negro… —reconoció Amanda Hamilton para concluir con uno de sus imprevisibles giros—: Sobre todo para los negros.
Irina Dogonovic se había acostumbrado tiempo atrás a las sandeces de la pelirroja, pero aquella tuvo la virtud de colmar su paciencia.
—Me gustaría poder hablar diez minutos seguidos sin que sueltes una de tus payasadas, querida —comentó—. Teniendo en cuenta que este asunto es muy serio, visto que ese juguetito cada vez navega más rápido.
—Genera una asombrosa cantidad de energía, pero como ya le he dicho, tiene fallos —fue la mesurada aclaración de su dueño—. Durante las pruebas del U-427, el motor funcionó a la perfección, pero a partir del momento en que cruzamos el Ecuador inició una paulatina aceleración, sin que acertáramos a descubrir el motivo ni la forma de neutralizarla; era una especie de reacción en cadena en la que cuanto más corría, más quería correr.
—¿Y por qué no lo desconectaron? —fue la inmediata y lógica pregunta.
—Porque a causa de la velocidad, la vibración o tal vez un inexplicable proceso de magnetismo debido al cambio de hemisferio, el centro de gravedad de la nave se había desplazado, y en cuanto dejábamos de avanzar a una determinada velocidad, comenzábamos a inclinarnos de proa.
—¡Joder! —no pudo por menos que exclamar Amanda Hamilton, que se vio obligada a soportar una furibunda mirada de su amiga—. ¡Perdón! —suplicó.
—¿Pretende decir que el submarino se comportaba como esos tiburones que al carecer de vejiga natatoria necesitan estar en continuo movimiento? —preguntó Irina Dogonovic.
—La comparación podría ser válida —admitió el demandado sin querer comprometerse en exceso en un tema al que le había dado un millón de vueltas durante largos años—. Si navegábamos a quince nudos, los timoneles conseguían estabilizar la nave y que avanzara en la dirección correcta, pero en cuanto bajábamos de los doce se iba abajo por la banda de estribor, y se nos escapaba de las manos como un avión que al perder velocidad cae en picado.
—¿Y cómo lo solucionaron?
—Tan solo se nos ofrecían dos opciones: o emerger, tirarnos al agua en marcha y apelotonarnos en los botes salvavidas sabiendo que la corriente ecuatorial nos empujaría hacia Brasil, o continuar a lomos de aquella especie de caballo desbocado confiando en que ocurriera un milagro.
—¿Qué clase de milagro?
—Cuando lo que está en juego es la vida, cualquier milagro es válido —argumentó sin inmutarse Sebastian Zimmer—. Pero no ocurrió ninguno y el submarino amenazaba con detenerse e irse al fondo, por lo que el capitán pidió por radio que nos enviaran una nueva remesa de paladio a Swakopmund, que era nuestro punto de contacto en la zona.
—¿Swakopmund? —repitió una desconcertada Irina Dogonovic—. A mi modo de ver es el lugar menos apropiado para recoger nada en tiempos de guerra.
—¡Y que lo diga!
—Aquella es una costa infernal.
—Por eso mismo teníamos que atrapar la carga al vuelo a casi quince nudos y en el momento de pasar junto a una pequeña barca que nos esperaba en mitad del océano.
La pelirroja, que escuchaba como embobada, no pudo evitar intervenir:
—¿Cuánto es quince nudos en kilómetros por hora? —quiso saber.
—Casi treinta… —El alemán agitó la cabeza como si él mismo se negara a aceptar que hubieran abrigado tan vanas esperanzas—. Y teníamos que hacerlo en plena noche para evitar que nos localizaran las patrulleras inglesas.
—Resulta lógico que no lo consiguieran.
El otro asintió mientras con el dedo se señalaba el rostro:
—Esto es lo único que conseguimos —dijo—. Salvar una vida que se convertiría en una carga mientras la nave continuaba rumbo a la nada. —Indicó con un gesto la maqueta que había dejado de dar vueltas y que a los pocos instantes giraba sobre su eje y se precipitaba al fondo con la proa por delante, al tiempo que susurraba—: Fallé en el intento, se les acabó la energía y se ahogaron. —De nuevo ensayó la sonrisa que se convertía en una mueca mientras apartaba la vista del sumergible que permanecía inmóvil en el centro de la piscina—. Se invirtieron millones intentando salvar Alemania, pero ni siquiera conseguimos salvar a un puñado de marinos. ¡Demasiado esfuerzo para nada!
—Para nada no —lo contradijo Irina Dogonovic—. Nos envían quienes sabrían hacer buen uso del Hungriegerwolfe, y de ello se beneficiarían tanto usted como Lia Ferch como única heredera de los descubrimientos de su padre.
El otro inclinó levemente la cabeza con el fin de observarla mejor y resultaría muy difícil decidir si estaba a punto de echarse a reír o soltar una palabrota.
—¿Acaso intenta sobornarme? —inquirió con acritud.
—Yo no lo llamaría soborno; lo llamaría simplemente tentación.
—En política, la tentación es siempre el paso que precede al soborno.
—Pero no estamos hablando de política.
—En eso se equivoca, señorita; todo cuanto se refiera a energía acaba siendo política.
—No creo que sea un momento apropiado para enzarzarnos en discusiones que no vienen al caso —le hizo notar ella—. Pero debería reflexionar sobre lo que significaría esa alternativa a un petróleo que muchos aseguran que pronto se agotará, con lo que retrocederíamos cien años. Admito que, como asegura, el Hungriegerwolfe no sea la panacea que imaginábamos y que habrá quien haga mal uso de él, pero representa una esperanza de la que ahora carecemos.
Sebastian Zimmer hizo un casi imperceptible gesto con la mano, pidiendo que no se movieran de donde estaban, se alejó hasta el borde del mar y lo estuvo contemplando largo rato mientras se esforzaba por analizar una situación que muy poco tenía que ver con el pánico que siempre había sentido a que le arrancaran por la fuerza el valioso secreto que le habían confiado.
Intentó determinar qué decisión habría tomado su capitán teniendo en cuenta que había creado el Hungriegerwolfe para la guerra en tiempos de guerra, mientras que ahora se vivían tiempos de paz, por lo que resultaba factible suponer que la aparición de una nueva fuente de energía desembocaría en nuevas e imprevisibles confrontaciones.
Y ya había sufrido los efectos de una guerra.
—Le vino a la mente una frase que había leído hacía ya mucho tiempo:
«El ser humano puede vivir sin religión, sin política e incluso sin dinero, pero no puede vivir sin energía, por lo que quienes la posean serán sus dueños».
Que una docena de empresas petrolíferas y un puñado de antiguos pastores de camellos controlaran la economía mundial dejaba plena constancia de que la frase era acertada, pero el hecho de que así fuera no cambiaba las circunstancias y la pregunta continuaba siendo la misma: ¿Cómo habría actuado Kurt Ferch a los treinta años de haber descubierto una forma de generar energía de bajo coste?
Conociéndolo se inclinaba a suponer que habría permitido que todos se beneficiaran de su trabajo, pero también lo obligaba a suponer que nunca permitiría que acabara en unas pocas manos.
Miles de horas trabajando con motores a escala lo habían llevado a una inapelable conclusión: cuando se aceleraban, ni siquiera el hecho de reducirles el flujo de agua lograba detenerlos, y si se les cortaba ese flujo, se derretían.
Las dos mujeres se limitaban a observar en silencio a quien probablemente había sido un joven atractivo y rebosante de entusiasmo, que enfundado en su blanco uniforme debió deslumbrar a las jovencitas de su tiempo, e Irina Dogonovic comentó en voz baja que su impactante rostro debería figurar en un pasquín antibelicista, puesto que representaba mejor que un montón de cadáveres o una ciudad en ruinas las terribles consecuencias de las guerras. Los muertos se enterraban y las ciudades se reconstruían, pero aquel pobre hombre destrozado física y moralmente seguía siendo, tanto tiempo después, como una vieja bandera abandonada en un charco de sangre.
Cuando el ex tercer oficial del malogrado U-427 regresó y tomó asiento en una de las hamacas parecía haber tomado la decisión más importante de su vida.
—Entiendo que si aceptara su oferta me convertiría en un hombre muy rico, pero eso no devolvería la vida a los muertos, no me compensaría por lo que he padecido ni evitaría que me continuaran viendo como un monstruo, aunque fuera un monstruo con yate. —Movió de un lado a otro la cabeza y al poco, añadió—: Si Lia pasa dificultades puedo ayudarla, puesto que me basta con lo que tengo, pero se mire por donde se mire, y por muchas vueltas que se le dé, se llega siempre a la misma conclusión: aunque el tantalio sea muy importante, el elemento esencial del Hungriegerwolfe es el paladio, lo cual impediría que el noventa y cinco por ciento de la población mundial pudiera tener acceso a sus ventajas. —Sus palabras sonaron a decisión definitiva al concluir—: No estoy dispuesto a asumir la responsabilidad de causar un daño tan irreparable y creo que el capitán Ferch también preferiría que continuara siendo un secreto.
Tanto Irina Dogonovic como Amanda Hamilton comprendieron que nada le haría cambiar de opinión, por lo que tras meditar unos instantes la primera le pidió permiso para usar su teléfono.
Cuando el alemán le respondió que lo encontraría en el salón llamó directamente a casa de su madre, cosa que no había podido hacer en mucho tiempo.
—Soy yo… —dijo cuando la escuchó al otro lado de la línea—. Todo ha acabado, ya no corro peligro y deberías preparar a los chicos para se vayan haciendo a la idea; su difunta hermana regresa del infierno, aunque les va a costar reconocerla… Tardó un par de minutos en calmar sus expresiones de alegría a base de jurarle y perjurarle que pronto podría abrazarla, acariciarla y besuquearla cuanto le apeteciera y a continuación le rogó que le permitiera hablar con don Valerio, a quien le puso al corriente de cuanto había sucedido para acabar señalando:
—Siento que se haya perdido tanto esfuerzo y dinero, pero estoy de acuerdo con Zimmer: los posibles daños superan en mucho a los posibles beneficios.
—El dinero tan solo es dinero, hija, y la intención es lo que cuenta —fue la mesurada respuesta del cardenal—. Puede que yo tan solo sea un jodido banquero de los que siempre exigen resultados, pero estoy convencido de que el gran jefe al que hay que rendirle todas las cuentas opina de otro modo.
Al colgar el aparato Irina Dogonovic tuvo ocasión de observar con mayor detenimiento cuanto la rodeaba y le asaltó la impresión de encontrarse en un santuario naval, ya que docenas de reproducciones en miniatura de navíos de muy diferentes épocas ocupaban mesas, estanterías y rincones, todo ello rodeado por librerías que iban del suelo al techo con una extensa sección dedicada a temas marinos y otra a discos de música clásica.
Por una puerta entreabierta accedió a un taller muy bien equipado en el que destacaba un sinfín de pequeños motores, así como un viejo tocadiscos y una gran mesa sobre la que descansaba el armazón de la maqueta de una galera romana.
Le llamó la atención que cada herramienta se encontrara colocada en su sitio y no se distinguiera una foto, un aparato de televisión o tan siquiera una radio, y todo en aquella casa pareciera estar hablando de la soledad de un hombre que veía pasar la vida sin otra compañía que sus miedos, sus maquetas, sus discos y sus libros.
En la mesilla de noche del dormitorio destacaba un herrumbroso revólver y en cierto modo la avergonzó recordar que en ciertos momentos de su vida se había sentido desgraciada; nada de lo que hubiera podido experimentar en sus peores momentos podía compararse a la desolación e infelicidad que desprendía un lugar en el que el último muerto de la Segunda Guerra Mundial parecía estar aguardando a que alguien acudiera a cerrar definitivamente la entrada de su mausoleo.
Regresó a una piscina en la que la pelirroja y Sebastian Zimmer charlaban mientras jugueteaban con el perro sin nombre.
El sol rozaba el horizonte, minúsculas olas lamían una arena sobre la que correteaban rojos cangrejos, y una suave brisa que llegaba del mar jugaba a mezclar con sal el aroma de rosas y jazmines.
Si un artista hubiera deseado expresar lo que significaban la paz y la armonía, sin duda hubiera pintado aquella escena, por lo que recordó el largo y amargo camino que había seguido a través de medio mundo en pos de un sueño imposible, y pareció comprender que había llegado al final de su odisea; a la Ítaca tantas veces soñada.
Y aunque muchos opinaran que se le parecía, no era el monstruoso Polifemo quien la habitaba.
—Me gustaría que regresaras al hotel antes de que oscurezca, querida —dijo—. Yo me quedo.
—Le advierto que nada me hará cambiar de opinión —le hizo notar el dueño de la casa, visiblemente azorado.
—¡Pareces tonto, chico! —exclamó divertida y sin el menor recato la pelirroja—. Lo que ocurre es que aquí, mi amiga, se ha estado reservando para un hombre especial, y estoy de acuerdo en que lo ha encontrado. —Se puso en pie dispuesta a marcharse, pero añadió con una divertida sonrisa—: ¡Por cierto! Ya tengo nombre para el perro; algo corto y sencillo: Hungriegerwolfe.