CAPÍTULO PRIMERO

La noche que llegó al mundo, mientras se escuchaba muy cerca el retumbar de los cañones, una prima de su madre que hacía las funciones de comadrona tuvo la ocurrencia de llamarla Irina, que venía a ser algo así como «paz», lo cual a los presentes les pareció muy apropiado, dado que estaban deseando el fin de los bombardeos y las muertes.

Por razones obvias, no le quedó otro remedio que cargar con el apellido Dogonovic, tal como lo venían haciendo generaciones de sus antepasados, pese a que quien inició la estirpe había sido ahorcado por traidor en una de las mil guerras de la interminable sucesión de contiendas fratricidas de la ensangrentada península balcánica.

A ello se añadió la circunstancia que se le ocurrió la pésima idea de asomar la cabeza en mayo del cuarenta y uno, es decir, justo en el momento en el que Yugoeslavia hacía otro de sus incontables paréntesis corno país reconocido internacionalmente, lo que venía a significar que en cierto modo Irina Dogonovic nació apátrida.

Alemanes, italianos, húngaros, búlgaros y rumanos se repartían durante aquellos aciagos días lo que no habían conseguido arrasar, por lo que su recio, valiente y tozudo padre decidió dirigirse a las montañas, con el fin de unirse a la resistencia y luchar contra los invasores ya que entre los miembros de la familia Dogonovic «luchar contra los invasores» parecía haberse convertido en una manía, puesto que no se recordaba una sola generación que no hubiera contando con «un buen invasor» con el que enfrentarse a base de piedras, palos, arcos, espadas, fusiles, tanques o cañones a lo largo de una agitada y enrevesada historia.

Consciente de que dichas invasiones eran tan previsibles como las estaciones del año y solían presentarse con la monótona regularidad de las menstruaciones, su hermosa madre, Alexia Serifovic Risi, por cuyas venas corría sangre italiana, optó por meter a la escuálida y hambrienta chicuela en un capazo y emprender una larga y peligrosa marcha hacia Roma, ciudad en la que convivían por aquel entonces una única Santidad y varios millones de demonios, y donde a base de peregrinar de rodillas por largos claustros y pasillos, acabó a los pies de don Valerio Cavalcanti, un influyente arzobispo de origen genovés. Y pese a que se postró ante él muchas veces, nunca inclinó en exceso la cabeza; más bien por el contrario se veía obligada a mantenerla erguida debido a que el apuesto don Valerio era considerablemente alto.

Es cosa sabida que los italianos, niños, hombres, mujeres e incluso ancianos, consideran a sus madres intachables herederas de las notables virtudes de «La Inmaculada Virgen María», pero a pesar de que la mayor parte de su vida transcurrió en Italia, Irina nunca se consideró una verdadera italiana debido a que le constaba que su madre, una mujer muy atractiva y con un notable sentido común, había llegado a la conclusión de que cuando nadie tenía claro quién ganaría o quién perdería la cruel e inmisericorde contienda que estaba destrozando a la humanidad, la mejor protección la encontraría siempre en la parte non santa de la santa Iglesia católica.

Por los pasillos del Vaticano correteaban día y noche demasiadas sotanas y muy pocas faldas, por lo que Irina Dogonovic recordaría años más tarde que en el armario de su madre colgaron a menudo varias sotanas y algún que otro hábito, aunque nunca consiguió averiguar a qué ordenes pertenecían.

Al acabar la guerra el arzobispo, que solía visitarlas un par de veces por semana, consiguió que la aceptaran en un colegio de monjas que se alzaba a menos de tres manzanas de su casa, y en un principio a la chicuela la desconcertó y la desanimó el hecho de que los lunes y miércoles la Madre Superiora la obligara a quedarse estudiando hasta pasadas las ocho de la tarde pese a que, gracias a una casi increíble memoria que le permitía repetir palabra por palabra cualquier libro que leyera un par de veces, era la alumna que mejores notas obtenía en la mayoría de las asignaturas.

—Por eso mismo las obtienes, hija —le respondía la ladina religiosa con una leve sonrisa de comadreja—. Porque eres capaz de repetir como un loro cualquier cosa que leas, y porque te mantengo aquí estudiando dos días por semana.

No tardó mucho en resignarse a la evidencia de que gracias a aquellas horas extras no solo obtenía mejores notas, sino mejores alimentos, una casa fresca en verano y cálida en invierno, así como lindos vestidos y zapatos.

Aparte de las horas extras, sus únicas obligaciones se limitaban a saludar respetuosamente a don Valerio y a no hacer preguntas.

No obstante, la naturaleza tiene la vieja costumbre de seguir su curso, debido a lo cual los niños crecen, algunos arzobispos suelen convertirse en cardenales y las mujeres que se acuestan dos veces por semana con un hombre acaban por quedarse embarazadas, independientemente de que su compañero de cama vista de purpura o verde oliva.

Su madre y su futuro hermano —llegó a tener tres— se instalaron al poco tiempo en un hermoso palacete en Vía Apia mientras a ella la enviaban a una escuela de idiomas en Zúrich, ya que, gracias a su portentosa retentiva y un buen oído, los dominaba sin apenas esfuerzo.

Sus hermanos siempre conservaron el apellido que les proporcionó su supuesto padre, un tal Gino Di Conti, que según supo más tarde fue un pomposo y conocido correveidile florentino más dado a quedarse embarazado de un rudo sargento magrebí que a embarazar a una hermosa yugoeslava. La muchacha no consiguió verlo ni aún durante las vacaciones que transcurrían en una hermosa mansión del lago Albano, justo a la otra orilla de la residencia veraniega de los papas, y siempre tuvo la curiosa impresión que su madre ni siquiera llegó a conocerlo en persona.

Los que sí frecuentaban los alrededores de Castelgandolfo eran elegantes purpurados que en ocasiones los saludaban con sinceras muestras de respeto y señalaban que las cuatro encantadoras criaturas se parecían mucho a la preciosa y elegantísima madre, lo que constituía un descarado ejemplo de hipocresía, demencia senil o miopía, dado que equiparar a la desgarbada Irina Dogonovic con la escultural Alexia Serifovic hubiera sido tanto como comparar a una jirafa artrítica con una grácil gacela.

A sus hermanos no se atrevían a vestirlos de monaguillo por miedo a que se los considerase reproducciones en miniatura del generoso monseñor Cavalcanti, al que Irina siempre estaría agradecida debido a que, entre otras muchas cosas, le proporcionó una infancia confortable, una esmerada educación y un ejemplo de moralidad que le sirvió de espejo y guía a lo largo de su agitada existencia.

Don Valerio, al que años más tarde se llegó a mencionar como papable, demostró que su forma de actuar y de encarar la vida era la más acertada, visto que se podía llegar a la cima de la pirámide eclesiástica salvando todos los obstáculos. Y evidentemente tres hijos naturales con una misma mujer debían constituir un poderoso obstáculo para quien había hecho votos de castidad.

En ocasiones Irina Dogonovic se preguntaba cuál hubiera sido su destino de haberse dado el caso de tener un cuasi padrastro Santo Padre, pero no era cuestión de lamentarse dado que, a cambio de no subirse a la incómoda «silla gestatoria», a monseñor Cavalcanti le permitieron ocupar el mullido sillón de un lujoso despacho desde el que gestionaba la mayor parte de las finanzas vaticanas.

Cuando se esforzaba por ser sincera consigo misma, a la muchacha no le costaba demasiado trabajo reconocer que le hubiera gustado tenerlo como padre, aunque tan solo fuera por el hecho de que sus hermanastros poseían una innegable altivez y elegancia natural, mientras que la savia de los Dogonovic parecía más propia de un retorcido olivo que de una estilizada palmera.

Pero la naturaleza seguía teniendo la vieja costumbre de seguir su inalterable curso, por lo que Irina continuó creciendo en exceso al tiempo que la mujer que ya había dado a luz a cuatro hijos comenzaba a perder su portentosa figura, motivo por el que don Valerio decidió sustituir a ratos a Alexia por una joven bailarina napolitana de grandes ojos negros y cabellera azabache a la que muy pronto dejó embarazada, o al menos así lo creyó durante los nueve meses que tardó una rubia criaturita en abrir sus azules ojos al mundo. Ese día el cardenal perdió gran parte de su fe en la genética y en la fidelidad de las napolitanas por lo que trató de buscar consuelo entre sus verdaderos hijos, y dicho consuelo le costó tener que comprarles una antigua y famosa trattoria en Piazza Navona, de la que los hermanos Di Conti y sus descendientes vivieron sin problemas económicos a base de preparar los mejores fetuccinis al azafrano de Italia.

Por su parte, al cumplir dieciocho años, Irina Dogonovic se enfrentó a la evidencia que debía decidir cuál sería su destino sin la generosa beca con la que la Asociación Cristiana de Auxilio a los Huérfanos de Guerra había cubierto durante tanto tiempo sus estudios, teniendo muy claro que a partir de aquel malhadado día se veía en la dolorosa obligación de valerse por sí misma.

Sabía muy bien que lucía una patata por nariz, un cutis granujiento y un cuerpo más propio de un desmadejado adolescente que de una mujer adulta, pero que, como contraprestación, había desarrollado hasta límites casi insospechados sus grandes cualidades, lo que le había proporcionado una excelente educación, así como dominar a la perfección siete idiomas y disponer de un nivel bastante alto en otros cuatro.

Años atrás había advertido que junto al dormitorio de su madre existía un pequeño despacho ocupado por un enorme canterano de auténtica madera de ébano con incrustaciones de nácar, en cuyos cajones monseñor Cavalcanti solía guardar documentos personales que en ocasiones la muchacha leía y releía hasta que se le quedaban grabados de forma indeleble. El religioso también guardaba allí cinco chequeras de cuentas bancarias en el extranjero, y aunque a Irina nunca se le ocurrió tocarlas, sí se fue apropiando, muy de tanto en tanto, de algunas de las hojas de papel de carta que llevaban impreso en bajorrelieve el escudo cardenalicio.

Aprendió a imitar la letra y la firma de don Valerio, lo que venía a significar que si bien carecía de medios económicos propios estaba en posesión de un inapreciable capital de cara al futuro: una magnífica fuente de información sobre la política y la economía nacional, así como seis posibles cartas de presentación de uno de los hombres de mayor influencia en la curia romana.

Le constaba que en las más altas esferas de la política y la economía italiana no constituía un secreto el hecho de que era hija de Alexia Serifovic, madre de los hijos de monseñor Cavalcanti, por lo que a nadie le sorprendería que el día menos pensado se presentara con una de sus famosas y cariñosas notas cardenalicias. De igual modo, le constaba que la llegada de la década de los sesenta significaba un punto de inflexión que marcaría su futuro, dado que no tenía tiempo de estudiar una carrera teniendo en cuenta que mientras la hacía, monseñor podría haber perdido su privilegiada posición e incluso haber muerto, y siempre resultaba harto extraño presentarse ante alguien con una amigable carta de recomendación firmada por un difunto.

Aquel era el momento propicio para dar un primer paso, aunque fuera a base de rozar los límites de la legalidad imitando una firma, y la persona a la que eligió para hacer llegar su primera nota cardenalicia fue un hombre al que admiraba sinceramente, respetaba y deseaba conocer en persona.

Al acabar la guerra el gobierno italiano había encomendado al ingeniero Enrico Mattei la difícil misión de desmantelar la Agip, una incómoda y controvertida empresa petrolera fundada por el denostado y aborrecido régimen fascista; pero contraviniendo órdenes políticas muy precisas, Mattei había optado por fortalecerla al tiempo que fundaba el Ente Nazionale de Idrocarburi, impulsando las prospecciones petrolíferas y llegando a productivos acuerdos con Rusia y los países del Medio Oriente, lo que perjudicaba los intereses de las siete poderosas compañías internacionales que controlaban por aquellos tiempos el mercado mundial del crudo. Incluso se atrevió a declarar que los países productores debían percibir el setenta y cinco por ciento de los beneficios de su riqueza en lugar del cincuenta que recibían en el mejor de los casos, por lo que excusado es decir que nadie apostaba una lira por la cabeza de alguien que amenazaba de un modo tan descarado los intereses de quien él mismo había denominado con desprecio «Las Siete Putas Hermanas».

Hijo de un suboficial de carabineros y pese a que se lo conocía popularmente como «El Ingeniero», Mattei nunca había podido cursar estudios superiores. No obstante, el sobrenombre se lo había ganado a pulso gracias a su extraordinaria visión de los problemas económicos y técnicos de Italia, por lo que la Universidad de Camerino, adonde años atrás lo había llevado su padre y donde no pudo ingresar por no contar con suficientes recursos, así como la Universidad de Bolonia, le habían conferido los títulos de doctor honoris causa en ciencias económicas e ingeniería.

La fría mañana en que recibió a Irina en su despacho romano estaba al tanto de la situación familiar de su visitante, por lo que se limitó a dejar a un lado la carta de presentación y observó a la aspirante a colaboradora como un halcón y observó a lanzarse sobre una indefensa presa.

—Léame este texto en cinco de los once idiomas que aquí asegura que habla —le ordenó sin el menor preámbulo mientras le alargaba una hoja de papel que descansaba sobre la mesa.

La muchacha obedeció con tanta eficacia que tan solo necesitó estudiarlo un par de minutos antes de repetirlo de memoria en inglés, francés, alemán, español y serbio, por lo que el impresionado ingeniero se limitó a inquirir al tiempo que recuperaba el documento:

—¿Le parece un informe correcto?

—Yo cambiaría dos comas del cuarto párrafo —fue la respuesta.

—¿Recuerda de cuántos párrafos y líneas consta? —insistió él.

—De seis párrafos en treinta y cuatro líneas —señaló.

—¡Bien! —musitó un satisfecho Enrico Mattei mientras indicaba con un gesto la puerta y cambiaba de lugar las comas—. Sus referencias son correctas, su pronunciación perfecta, su memoria ciertamente excepcional y está claro que se fija en los detalles. —Hizo una corta pausa para añadir—: Pregunte por Paola Acardi y ella le indicará lo que tiene que hacer, aunque conociéndola puede dar por sentado que el sueldo que le asigne le parecerá escaso para sus méritos, y su trabajo excesivo para sus esfuerzos.

Paola Acardi era una atractiva cuarentona de gesto adusto y ademanes bruscos que vestía con sencilla elegancia, tenía la extraña habilidad de pasar desapercibida o convertirse en el eje de toda discusión de un minuto al siguiente, y hubiera hecho un digno papel como cómitre de una galera romana, debido a lo cual cuantos se encontraban bajo su implacable férula tan solo respiraban aliviados cuando le bajaba la regla, ya que sufría una enfermedad poco corriente llamada endometriosis que le provocaba unos dolores tan intensos que la obligaban a quedarse en cama atontándose a base de calmantes.

Durante las ocasiones en que su jefa acompañaba a Enrico Mattei en alguno de sus múltiples viajes de negocios, Irina Dogonovic tenía la oportunidad de fisgonear entre sus papeles y la desconcertaba el hecho de que pese a disponer de ingentes sumas dinero, como se deducía de los extractos de sus cuentas bancarias, viviese en un discreto apartamento a cinco minutos de la oficina y no dispusiera ni de coche propio ni de una casa decente. Por principios, Paola jamás intimaba con el personal de la oficina y sus esporádicos compañeros sentimentales solían ser hombres grandes y tímidos, de aspecto rudo, manos enormes y baja extracción social, camioneros, carpinteros o albañiles, con los que nunca se comportaba como una superdotada ejecutiva de una de las empresas más importantes del país y casi mano derecha del famoso Ingeniero, sino como una humilde chica de la limpieza que se sintiera feliz y agradecida al saberse amada y protegida por aquellos gigantones que olían a sudor, pero no al sudor del sauna y gimnasio, sino al sudor del auténtico mono de faena.

Cuando Irina se tropezaba con cualquiera de los novios de su superiora en alguna de las cafeterías de los alrededores o esperándola a la salida del trabajo, estos acostumbraban a llamarla doctora, inclinando la cabeza en señal de respeto, por lo que no podía menos que preguntarse de qué demonios hablaría Paola Acardi con ellos, pero lo cierto era que se los veía felices, por lo que la extraña relación de alguien tan sofisticado con operarios semianalfabetos, o la de una mujer de gustos tan sencillos como Alexia Serifovic con un cultísimo cardenal papable, la llevó a la conclusión, en cierto modo dolorosa, de que nunca entendería gran cosa en lo que se refería al amor.

Trabajar para Enrico Mattei significaba hacerlo a destajo, permanecer siempre alerta y no permitirse ni el más mínimo error, pero a cambio se aprendía mucho, en especial lo que no se debía hacer si se le tenía aprecio a la vida, puesto que resultaba difícil imaginar que existiera una sola persona sobre la faz de la tierra que hubiera conseguido agenciarse tan ingente cantidad de enemigos en tan corto espacio de tiempo.

Irina Dogonovic había entrado en la empresa en unos momentos en los que la Agip se encontraba tan consolidada que se atrevía a competir con la Shell, la Exxon o la BP, disputándoles contratos en multitud de países, ya que ofrecía el incentivo añadido de que, si la prospección de un determinado pozo no daba el resultado apetecido, los gastos corrían por cuenta italiana, sin descontarse de los ingresos de otros campos que rindieran beneficios. Lógicamente, ello enfurecía a «Las Siete Putas Hermanas».

Al propio tiempo, el ENI había absorbido a varias empresas nacionales de muy diversos campos de la industria relacionados con la energía, lo que perjudicaba a infinidad de inversores, muchos de los cuales solían trabajar en connivencia con la mafia siciliana o la camorra napolitana. A ello se sumaba que el pensamiento político y la forma de actuar de Enrico Mattei siempre habían sido de izquierdas, y no cambió de actitud ni siquiera cuando el astuto, camaleónico y siniestro Giulio Andreotti, al que se consideraba con justicia su más enconado enemigo, se había convertido en todopoderoso ministro de Defensa.

Por si no bastara y como si no se tratara de la lucha de un solitario David contra una legión de Goliats, al Ingeniero no se le ocurrió mejor idea que declarar públicamente que no invertiría en los campos petrolíferos de Argelia hasta que fuera un país independiente, al tiempo que era cosa sabida que financiaba bajo cuerda a su Ejército de Liberación Nacional. Como es natural, en ese mismo momento se convirtió en objetivo primordial de la organización francesa de extrema derecha OAS, que afirmaba estar decidida a mantenerse en Argelia aunque tuviera que pasar a cuchillo a todos sus aborígenes.

Ocupar un despacho en el mismo edificio que Mattei o estar en sus proximidades durante una recepción constituía un riesgo que algunos no estaban dispuestos a asumir, por lo que a una joven colaboradora decidida a abrirse paso le venía muy bien que algunos de sus superiores le fueran dejando el camino libre hasta el punto de que un extraño hubiera acabado por asegurar que la Dogonovic no ascendía tanto por valores propios como por miedos ajenos.

Una mañana Paola Acardi le telefoneó para notificarle que le había llegado el período y, por lo tanto, no podía acompañar al Gran Jefe en su viaje a Sicilia y Milán, rogándole que ocupara su puesto. Se trataba de una prueba de confianza y una magnífica oportunidad a la hora de hacer méritos, pero la muchacha tan solo tardó un par de minutos en caer en la cuenta de que hacía exactamente catorce días que Paola había faltado al trabajo, lo que venía a significar que la llegada de su menstruación tan solo era una burda disculpa. Viajar en aquellos momentos a Sicilia, cuna de la mafia, constituía a todas luces una osadía y casi un suicido, y sin que se le pasara por la cabeza la idea —nunca descartable— de que su superiora tuviera un conocimiento directo de que algo muy grave iba a ocurrir, el simple hecho de que mintiera sobre la fecha de su menstruación la puso sobre aviso y la animó a respetar el viejo dicho: «Si en mitad de una batalla quien está delante se agacha, tírate al suelo». Se dirigió al baño, buscó un trozo de algodón, se lo introdujo entre la encía y la mejilla, y regresó con cara de estar sufriendo por culpa de un maldito flemón indicando que se iba al dentista por primera vez en su vida.

El 27 de octubre de 1962, el presidente del INI viajó a Sicilia en un Morane-Saulnier 760 y resolvió sus asuntos, pero durante su vuelo hacia Milán, el pequeño jet estalló en el aire, pereciendo en el acto sus tres pasajeros.

Los instrumentos de vuelo fueron disueltos en ácido, y el encargado de la investigación, el ministro de Defensa Giulio Andreotti, se apresuró a señalar que se había tratado de un desgraciado accidente, disculpa con la que paralizó cualquier intento de profundizar en los hechos por parte de los familiares de los difuntos.

Al parecer, durante la estancia del aparato en un hangar siciliano se había manipulado de tal forma que, cuando se abrió el tren de aterrizaje, este hizo el contacto para provocar la explosión, ya a la vista del aeropuerto de destino, y veinte años más tarde, la exhumación de los cadáveres demostró que en sus huesos se habían incrustado pedazos de metal con restos de explosivo.

El día de los funerales por las víctimas, Paola Acardi no hizo el menor comentario sobre el súbito dolor de muelas de Irina, mientras esta tampoco hizo ninguna mención a lo inoportuno de una bajada de la regla a destiempo; ambas tenían muy claro que sus días en la empresa estaban contados, al igual que lo estaban la de la mayoría de cuantos habían colaborado con el Ingeniero.

El sueño de Enrico Mattei había estallado como una pompa de jabón y quienes no quisieran entenderlo se arriesgaban a seguir idéntico destino.