CAPÍTULO II

Apenas había transcurrido una semana del fatídico accidente aéreo cuando su madre la llamó para invitarla a comer en una pequeña trattoria que frecuentaban desde hacía años, pero a Irina le sorprendió descubrir que quien en realidad la esperaba en la mesa más apartada era el mismísimo cardenal con su famoso uniforme de paisano. Y tal como solía ser costumbre en él, fue directamente al grano en cuanto hubieron encargado la comida:

—Ante todo quiero que tengas muy claro que siempre supe lo de la carta con mi firma que le enviaste a Mattei —le espetó a modo de aperitivo—. Aunque pocas personas estén al corriente, Enrico era uno de mis mejores y más admirados amigos. —Hizo un gesto alzando la mano con el fin de impedir que protestara—. No es necesario que te disculpes —añadió—. Si me la hubieras pedido, te la hubiera dado yo mismo, pero entiendo que prefirieras coger la iniciativa; si cometí el error de dejar mis papeles donde no debía, no tengo derecho a culparte. Y, además, me consta que has hecho buen uso de mi nombre porque Enrico te profesaba un gran aprecio.

—Me alegra saberlo… —respondió la desconcertada y hasta cierto punto avergonzada muchacha—. Yo también lo tenía en gran estima.

—¿Hasta qué punto?

—¿Qué pretende decir con eso?

—Nada morboso, hija; nada morboso… —la tranquilizó don Valerio con una amable sonrisa—. No es más que una simple pregunta.

—La admiraba, la respetaba, me asombraba y supongo que en cierto modo la envidiaba por su inteligencia, su coraje y su increíble capacidad de trabajo.

—¿Sabías que la iban a matar durante ese viaje?

—Lo sospechaba.

—Pero no hiciste nada al respecto…

—¿Y qué podía hacer? —fue la tímida respuesta que denotaba auténtica impotencia—. Cada vez que el Ingeniero entraba por la puerta de la calle suspirábamos aliviados, debido a que siempre que salía por esa misma puerta teníamos la sensación de que jamás regresaría. Todo el mundo en la oficina, todo el mundo en Roma, todo el mundo en Italia, e incluso todo el mundo en todo el mundo sabía que Enrico Mattei había sido sentenciado, y cada día que vivía era como un regalo de sus verdugos. Al final ocurrió lo que tenía que ocurrir y ni yo ni nadie se sentía capaz de evitarlo.

—En eso te asiste toda la razón; incluso él mismo estaba convencido de que, pese a su inmenso poder, acabarían asesinándolo… —admitió pesaroso monseñor Cavalcanti, y tras aguardar a que un viejo y tembloso camarero dejara una enorme bandeja de antipasto sobre la mesa y se alejara, inquirió—: ¿Tienes alguna idea sobre quién lo mató?

—Eso es tanto como preguntarme sobre si tengo alguna idea acerca del número va a salir mañana en la lotería —señaló la muchacha con naturalidad—. Las posibilidades de acertar entre tanto candidato son, más o menos, las mismas.

—¡Cierto! —admitió su interlocutor—. Muy cierto.

Probó el fuerte queso parmesano y la excelente mortadela sin demasiado interés, pese a que era un hombre de considerable apetito y amigo de la buena mesa, y tras una larga pausa durante la que Irina Dogonovic se limitó a mirarlo sin cesar de preguntarse la razón por la que se encontraban allí, inquirió:

—¿Te gustaría saber quién fue el culpable?

—¿Para qué? —replicó ella de inmediato, y resultaba evidente que se mostraba totalmente sincera—. ¿Para tener a alguien concreto a quien odiar y a quien temer?

—El odio y el temor nunca han sido buenos… —admitió el padre de sus hermanos—. Pero imagino que te gustaría saber la auténtica razón por la que lo asesinaron.

—Eso es algo que tengo muy claro —afirmó la muchacha sin sombra de dudas—. Por dinero; fabulosas cantidades de dinero.

—Pues te equivocas… —puntualizó el religioso, y el tono de su voz denotaba que estaba bastante seguro de lo que decía—. Aunque naturalmente el dinero se encuentra en el trasfondo de todo, a mi modo de ver, y te aseguro que sé más que nadie sobre Enrico Mattei. No lo mataron por dinero, política, envidia, celos profesionales o motivaciones religiosas; lo mataron por miedo.

—¿Miedo a qué?

—A lo que era capaz de hacer.

Irina Dogonovic fingió que comía, pese a que, en realidad, lo que estaba haciendo era preguntarse una vez más las razones de una absurda conversación que a su modo de ver no llevaba a ninguna parte. La inmensa mayoría de los gobiernos, servicios de inteligencia y medios de comunicación del globo especulaban sobre quién, cómo y por qué había provocado una explosión que desintegró a tres seres humanos, por lo que no se le antojaba en absoluto lógico que la respuesta se encontrara en la última mesa del último rincón de una vetusta trattoria.

—He trabajado para Mattei durante casi cuatro años… —señaló al fin—. Y podría repetir sin equivocarme cuanto le oí decir durante ese tiempo, del mismo modo que podría reescribir, palabra por palabra, cada una de sus cartas o documentos que pasaron por mis manos. Debido a ello me consta que era capaz de hacer cualquier cosa, por absurda, peregrina o aventurada que pareciese. ¿A qué se está refiriendo, exactamente?

—¿Alguna vez le oíste hablar de un proyecto llamado Hungriegerwolfe?

—A él personalmente no —fue la sincera respuesta—. Pero hace tres meses pude leer esa extraña palabreja, y con un error ortográfico por cierto, en una nota sin firma que «Su Señoría» le había hecho llegar.

—¿A quién te estás refiriendo con eso de «Su Señoría»? —se alarmó don Valerio.

La muchacha se limitó a mirarlo entrecerrando burlonamente los ojos al señalar con absoluto desparpajo:

—Tenga en cuenta, monseñor, que he dedicado años a imitar su letra, por lo que le aseguro que ni el mejor grafólogo sería capaz de determinar cuándo una carta es realmente suya o se trata de una falsificación. Yo sí.

—Me asombra tu descaro.

—¡Don Valerio! —la exclamación sonaba a clara reconvención—. No me hable usted de descaro. ¿Le tengo que recordar quienes son mis hermanos?

—Bueno, eso…

—Eso, ¿qué? Recuerdo que aún necesitaba trepar a una silla cuando quería entretenerme mirando por el ojo de la cerradura de mi cuarto para ver cómo hablaba por teléfono mientras se paseaba en calzoncillos por el salón.

—¡Que el Señor me asista!

—Y le perdone. ¡Por cierto! ¿Dónde se compra los calzoncillos?

—No lo sé; eso es cosa de mi secretario.

—Pues debería despedirlo.

El apabullado y avergonzado religioso tardó en responder, cosa rara en él, emitió un profundo suspiro que sonó a reniego y tras apartar un poco a un lado el plato que tenía delante concluyó por puntualizar:

—Creo que nos estamos apartando del tema, aunque reconozco que tienes razón en dos cosas: la primera y principal que necesitaré que el Señor se muestre especialmente compasivo, puesto que le he ofendido en exceso, y la segunda en que, en efecto, escribí esa nota. ¿Recuerdas lo que decía?

—Le suplicaba al Ingeniero que no se expusiera a tantos peligros, disminuyera la presión sobre el petróleo, dejara de apoyar a los argelinos y se concentrara en lo que en verdad importaba: ese misterioso Hungriegerwolfe que podría proporcionales los ingentes recursos económicos que necesitaban para sacar a Italia y a una buena parte del mundo de la ruina en la que les había sumido la guerra.

—Desde luego tu memoria es admirable y me atrevería a decir que casi inhumana.

—¿Quiere que se lo repita palabra por palabra?

—No es necesario. ¿Qué pensaste al leer esa nota?

—Me sorprendió, puesto que no concibo que exista algo, por mucho que en alemán se llame «lobos hambrientos», o cualquier tontería por el estilo, que pueda ser más importante que el petróleo.

—Pues existe —fue la segura respuesta—. O, al menos, existía.

—Difícil de aceptar para alguien que lleva tanto tiempo como yo trabajando para el Ente Nazionale de Idrocarburi.

—¿Te apetece continuar en el ENI? —inquirió el religioso como si lo inquietase tal posibilidad—. No te lo aconsejaría, pero conozco a los nuevos directivos y puedo enviar algunas cartas… —remarcó mucho la última palabra al insistir—: Auténticas.

Irina Dogonovic meditó unos instantes sobre lo que le acaba de proponer, sopesó los pros y los contras y, evidentemente, llegó a la conclusión que al faltar su fundador ya nada sería igual en una empresa de la que tan orgullosa se había sentido, por lo que negó con un casi imperceptible movimiento de cabeza:

—Sin el espíritu del Ingeniero mi despacho tan solo será un lugar en el que no se producirán retos a diario, excitación, miedos o sobresaltos al escucharse el petardeo de una moto en la calle. Supongo que mi único temor sería el de comprobar cómo iba languideciendo año tras año hasta convertirme en una vieja solterona.

—¿Por qué solterona? ¿Es que no tienes intención de casarte? —La pregunta que llegó a continuación vino acompañada de una cierta inquietud—: ¿Acaso no te atraen los hombres?

—El problema no estriba en si me atraen o no los hombres, monseñor, sino en si yo los atraigo a ellos. ¿Me ha mirado bien?

—Desde que tenías que subirte a una silla para espiarme por el ojo de las cerraduras, hija. ¡Recuérdalo! Y mi opinión personal es que el simple hecho de haber crecido a la sombra de una mujer tan excepcionalmente atractiva como tu madre te ha hecho creer que careces de tu propia sombra. —Hizo un leve gesto con la barbilla señalándole a los ojos al añadir—: Me pides que te mire bien… ¡Mírate tú! Se diría que te vistes en la misma tienda en la que me compran los calzoncillos, vas siempre con el pelo recogido en un moño de vieja, caminas como una cigüeña en busca de lagartijas, nunca te maquillas y pareces no haberte percatado de que ya no tienes granos en la cara.

—¿Y esta nariz?

—Conozco a un doctor que un par de semanas te la cambiaría por la que más te gustase: egipcia, judía, griega o romana. Me debe algunos favores y apenas te cobraría los gastos.

—Significaría perder mi personalidad.

—¿Tu qué? —repitió el cardenal como si realmente no hubiera entendido lo que pretendía decir.

—Mi personalidad —insistió ella consciente de que se trataba de una soberana majadería.

Su interlocutor la observó de arriba abajo con casi ofensivo descaro haciendo especial hincapié a la hora de detenerse en su vestido de rebajas o en la desmadejada chaquetilla de punto tejida por su propia mano. Se diría que su primera intención era la de responder con brusquedad, pero tras meditarlo mejor, señaló:

—Tu verdadera personalidad estriba en lo mucho que te esfuerzas a la hora de carecer de personalidad, querida, pero como te conozco desde que te limpiaba los mocos, entiendo tus razones; de niña te veías obligada a guardar silencio sobre lo que ocurría en casa, por lo que tu mejor defensa era pasar desapercibida para no verte obligada a contar que tu madre era la amante de un cardenal y tus hermanos, bastardos hijos de cura. —Le golpeó la mano como si quisiera calmarla en el primer gesto realmente afectuoso que había tenido con ella en casi toda su vida—. Pero quien tiene que avergonzarse de ello no eres tú, ni tan siquiera tu madre, que lo único que pretendía era que sobrevivieras; el culpable soy yo, que me aproveché de las circunstancias e incluso fui tan cerdo que en un determinado momento la engañé con otra.

—¿La bailarina que a su vez lo engañaba con un coronel americano?

—Era general —puntualizó el otro, quisquilloso—. Pero lo cierto es que una estrella más o menos no le quita ni le añade brillo a los cuernos —admitió el religioso en una clara demostración de buen talante pese a las circunstancias—. Pero no desviemos la conversación porque tal vez esta sea la más importante de tu vida.

Irina Dogonovic observó a su cuasi padre un tanto sorprendida ante la rotundidad de su última afirmación.

—¿Y eso? —quiso saber.

—En primer lugar porque estamos hablando sin tapujos sobre nuestra relación familiar, cosa que nunca habíamos hecho, no sé si por comodidad, por hipocresía o porque no queríamos hacerle daño a tu madre, que es el vínculo que nos une, y que me consta que se vio obligada a hacer muchas cosas que le repelían y avergonzaban únicamente por amor hacia ti…, —guardó silencio, como si esperara una confirmación, pero al advertir que no llegaba, insistió—: La guerra, el hambre y el desamparo son enemigos demasiado poderosos para una mujer que vaga por el mundo con una criatura en brazos.

—Eso es algo que siempre he sabido y aceptado, por lo que ni tan siquiera me ha pasado por la mente la idea de juzgarla, condenarla o disculparla —le hizo notar la muchacha sin el menor deje de falsedad en la voz—. Desde que tengo memoria nunca me ha faltado de nada, y es de suponer que un cachorro de león no se plantea a qué animal ha tenido que matar su madre para traerle la cena a casa. Y tampoco soy quien para hablar de moralidad, puesto que he mordido la mano que me daba de comer.

—¿Te refieres a esa estúpida carta de presentación? —inquirió don Valerio en tono despectivo—. ¡No digas sandeces! Morder mi mano hubiera sido falsificar mis cheques, cosa que hubieras podido hacer con los ojos cerrados, o ir con tu historia de un cardenal en calzoncillos a cualquier revista sensacionalista. Por lo que a mí respecta puedes usar cuantas cartas de recomendación te plazca, puesto que son pecadillos sin importancia de los que te absuelvo de antemano. —Extrajo del bolsillo cinco o seis páginas escritas de su puño y letra, y se las alargó al tiempo que añadía—: El segundo punto que debemos tratar, el que realmente importa, es este informe que debes aprenderte tal como sabes hacerlo, con el fin de guardarlo para siempre en ese fabuloso archivo que es tu memoria, porque antes de que terminemos de comer pienso quemarlo.

Mientras el viejo y exasperante camarero retiraba la bandeja del antipasto, con el fin de sustituirla por los imprescindibles platos de spaghetti alle vongole, especialidad de la casa, Irina Dogonovic aprovechó para echar un primer vistazo al documento que aparecía encabezado con un corto título: Hungriegerwolfe.

Al concluir, y tras colocárselo en el regazo, semioculto bajo la servilleta, puntualizó con notorio escepticismo:

—Necesitaré dos o tres lecturas para aprendérmelo bien, pero a primera vista se me antoja inverosímil. ¿De dónde provienen esos datos?

—De personas absolutamente fiables… —fue la firme respuesta que venía acompañada de una confirmación marcada por un macabro sentido del humor—. Muertas, pero fiables.

—¿Las conoció en persona?

—A una de ellas mucho; Cesare Montini, que fue mi compañero de clase y de pupitre durante el bachillerato. En febrero del cuarenta y dos vino a verme asegurando que estaba convencido de que todos cuantos estaban tomando parte en ese proyecto acabarían muertos, y nunca más volví a saber de él.

—Pudo deberse a que fracasara —le hizo notar Irina.

—O a que tuviera éxito y se diera orden de eliminar a quienes estuvieran relacionados con él —fue la dura respuesta—. Por aquellos tiempos se masacraba a millones de seres humanos sin razón aparente, y a mi modo de ver el Hungriegerwolfe constituye una razón de muchísimo peso.

—Pero estamos hablando de docenas, casi un centenar de ingenieros, técnicos y personal altamente cualificado.

—A los que se ha tragado la tierra o se han disuelto en el aire… —especificó monseñor Cavalcanti haciendo un gesto como empujando los diez dedos hacia arriba—. ¡Desaparecidos! ¡Esfumados! ¡Desintegrados! Es como si los setenta y tres italianos de que se tiene constancia que estaban implicados en ese tema nunca hubieran existido.

Irina Dogonovic, que apenas había probado los espaguetis, releyó el documento esforzándose por memorizar cada frase y cada dato, volvió a ocultarlo bajo la servilleta y acabó por asentir casi contra su voluntad.

—Ciertamente inquietante —admitió—. Pero lo que no acabo de entender es qué demonios pinto yo en todo esto.

—En que desde que eras una mocosa tu madre me hablaba de tu increíble memoria, y más tarde tanto tus profesores como Enrico o Paola me confirmaron que en ese aspecto eres una auténtica superdotada.

—¿Y eso qué tiene que ver?

—Que tras el accidente, que en mi opinión tiene mucho que ver con lo que he escrito, he llegado a la conclusión de que a la hora de guardar semejante secreto no existe mejor caja fuerte que tu cabeza.

—¿Quién más conoce estos nombres y estos datos? —quiso saber la muchacha, a la que se advertía en verdad incómoda.

Monseñor bebió un sorbo de vino, se limpió los labios y tardó en replicar, pero lo hizo con absoluta convicción:

—Nadie que me conste, y te aseguro que en cuanto ardan esos papeles, alguien podrá obligarme a hablar de algunos hechos, pero de nada más, porque todos los documentos han sido destruidos, y yo soy incapaz de acordarme de los nombres. Lo que pretendo es que cuando las aguas se calmen, el tema se olvide y se considere que ha llegado la hora de reanudar las investigaciones sobre el Hungriegerwolfe puedas proporcionarme la información que necesite.

—Supongo que se lo debo.

—¡Te equivocas! No me debes nada, sino yo a ti, y desde luego no es mi intención utilizarte gratuitamente; te pagaré por ello.

—¿Es que se ha vuelto loco? —protestó Irina Dogonovic—. ¿Cree que le voy a cobrar por aprenderme de memoria siete sencillas páginas?

—No son «sencillas páginas», querida; es toda la información que existe sobre algo que el día de mañana puede valer cientos de miles de millones.