CAPÍTULO VIII
Cuando a Georgiu Panakis, capitán del Ulises Star, le comunicaron que el radar captaba algo extraño, se limitó a observar de reojo la pantalla de color verdoso, pero al poco se inclinó con el fin de estudiar de cerca el leve contorno que destacaba sobre la monotonía de un fondo que hasta esos momentos había permanecido casi plano.
—Parecen los restos de una nave…
—Y sin duda lo son.
—¿Qué tiene entonces de extraño, Nikola? —masculló, malhumorado—. A zona la llaman «Costa Esqueletos» por el número de sus naufragios. —Hizo un gesto con la mano como si con ello pretendiera borrar sus anteriores palabras al añadir—: Aunque lo cierto es que es famosa por el gran número de navíos que embarrancan en sus bancos de arena, no por hundimientos en aguas profundas. ¿Qué es lo que le llama la atención de ese pecio?
—La forma, señor; he visto muchos barcos hundidos tras tantos años de estar pegado a una pantalla, pero es la primera vez que no acierto a distinguir la proa de la popa.
Su capitán ordenó parar máquinas, alargó la mano hacia las gafas que se encontraban junto al timón y dedicó un largo rato a estudiar con especial detenimiento las características de los restos del navío que descansaba a noventa metros bajo la quilla.
—Curioso, ciertamente… —admitió tras erguirse y lanzar una aburrida ojeada a la inmensidad del mar en absoluta calma que se abría ante ellos—. Tiene forma de uso.
—Y sin hélices… ¿Cuál es la proa y cual la popa?
—¿Ya mí que me lo pregunta, Nikola? Se supone que usted es el experto.
—Pues como experto le repito que nunca he visto nada igual. Estoy cansado de tropezarme con pecios de cargueros, pesqueros, buques de guerra e incluso petroleros con la proa en un lugar y la popa a cuatro millas de distancia, pero nada como eso.
—¿Qué eslora le calcula?
—Entre cincuenta y cinco y sesenta metros.
—¿Y no ha distinguido rastro alguno de hélices por las proximidades?
—Ni el más mínimo.
Tras meditar un largo rato, el capitán del Ulises Star afirmó una y otra vez con la cabeza como si la que se le acababa de ocurrir fuera la explicación más plausible, por lo que concluyó:
—Sin duda, se trata de una nave a la que un golpe de mar le partió el eje de la hélice, que debió precipitarse al fondo de tal modo que continuó navegando sin control hasta que otra ola la volteó.
—¡Si usted lo dice!
—No se trata de lo que yo diga, Nikola, sino de que no nos pagan por resolver misterios sobre naufragios y sí por encontrar bancos de peces, o sea que dejémonos de historias y volvamos al trabajo. ¡Avante a media!
El Ulises Star reanudó su lenta andadura, pero sobre las diez de la noche a su aburrido capitán le resultaba imposible conciliar el sueño. Hacía calor, pero le constaba que, si dejaba conectado el aire acondicionado, a la mañana siguiente se levantaría con dolor de huesos, por lo que, pese a que había abierto de par en par el ojo de buey, no conseguía que penetrara la acostumbrada brisa marina, sino tan solo un aire cargado de finísimas partículas de arena que llegaban de un árido e interminable desierto, que desde última hora de la tarde se distinguía a unas veinte millas de distancia. Cada vez que cerraba los ojos le venía a la mente la pantalla verde y la extraña silueta que se recortaba de forma casi provocativa sobre un infinito fondo muy plano.
¿Qué demonios podía ser aquello?
Las palabras del veterano y, por lo general, malhumorado Nikola retornaban una y otra vez a su memoria como una fastidiosa cantinela: «Nunca he visto nada parecido».
Él tampoco había visto nunca nada similar, y eran ya muchos sus años de navegación.
El destino había sido injusto con él, puesto que a aquellas alturas debería estar al mando de un crucero de lujo, un enorme mercante o un gigantesco petrolero, pero la mala suerte y, sobre todo, su mala cabeza, al no ser capaz de resistirse a los encantos de un trío de damas o un full de ases, habían dado por resultado que llevara cinco largos años en el puente de una pequeña nave que solía desplazarse a paso de tortuga escudriñando el fondo del océano en busca de bancos de peces.
Tan aburrido llegaba a ser su trabajo que el simple hecho de que algo raro hiciera su aparición en el radar conseguía que la tripulación en peso lo comentara como si constituyese un acontecimiento.
Intentó distraerse con la lectura de la novela histórica que había comenzado tres noches antes, pero le asaltó la sensación de que las frases carecían de sentido, por lo que cerró los ojos y de nuevo se dibujó en su retina la pantalla verde.
Aún fue capaz de resistir la tentación un par de horas, pero pasada la media noche levantó el teléfono que se encontraba justo sobre su cabeza con el fin de ordenar:
—Vira en redondo y cuando lleguemos a la vertical del punto en que se encuentra ese jodido pecio ponte al pairo.
Cerró los ojos, ya más tranquilo y al amanecer lo despertó el silencio. Del mismo modo que para los habitantes de tierra adentro cualquier movimiento o el inicio de un ruido acostumbra a ser motivo de alarma, para los viejos marinos el simple hecho de que cese el leve crepitar del casco o que se detengan las maquinas los obliga a lanzarse fuera de la litera en busca de las razones de tan brusco cambio en la rutina.
El azul océano plano como una balsa de aceite y el polvo cada vez más oscuro y asfixiante que llegaba de la costa lo hicieron caer en la cuenta de que había sido él mismo quien ordenara parar maquinas. Quince minutos más tarde, ya duchado y afeitado, se encontraba en el puente de mando con una taza de café en una mano y un bocadillo de sardinas en aceite en la otra.
—Esa maldita brisa de levante nos hará sudar la gota gorda, pero mantendrá el mar en calma y nos facilitara el trabajo —masculló con la boca llena mientras confirmaba en el radar que se encontraban justo sobre la extraña nave sumergida—. En cuanto amaine el calor vamos a probar ese trasto que nos han proporcionado e intentar observar de cerca que es lo que tenemos ahí abajo, porque al fin y al cabo a esa profundidad apenas alcanza un mal rayo de luz y lo mismo da que lleguemos ahora que en plena noche.
Pasó el resto de la mañana leyendo, durmió una agradable siesta y sobre las cinco de la tarde ordenó que se preparara la maniobra de descenso.
El sol se ocultaba ya cuando el antiestético y en apariencia poco fiable trasto en forma de torpedo descansaba sobre las tranquilas aguas, por lo que ordenó que se fuera soltando cable con el fin de que iniciara el descenso hacia las profundidades.
En el momento en que el radar señaló que el pequeño sumergible se encontraba a menos de diez metros del fondo, el primitivo robot encendió las luces y a los pocos instantes pudieron observar, a través de la pantalla de televisión que había sido instalada en el comedor, los restos del misterioso navío que tanto había llamado su atención.
Hasta el último de los tripulantes permanecía expectante y en respetuoso silencio como si tuvieran la absoluta seguridad de que debía ser su capitán el que pronunciara la primera palabra, pese a que resultara obvia:
—Un submarino.
Un par de minutos después y sobre la amura de estribor del pecio hizo su aparición una esvástica.
—Alemán —confirmó el viejo Nikola.
—Y raro.
—¡Fijaos en ese agujero de la proa! Parece hecho a propósito.
—No es un agujero —puntualizó el primer oficial—. Es una entrada de agua similar a la toma de aire en los motores de los aviones.
El capitán Panakis se volvió al contramaestre.
—Intenta llevarlo hacia la popa —pidió.
Los minutos pasaron increíblemente lentos visto que el chisme resultaba muy difícil de controlar, la calidad de la imagen era deficiente, y el pequeño aparato parecía más interesado en enfocar peces y calamares que en situarse en la parte posterior de la nave naufragada.
Ahora fue Nikola el que exclamó como si se tratara de un innegable éxito personal:
—¡Lo que yo decía! No tiene hélices; tan solo dos tubos de salida de agua y timones de dirección y profundidad.
—Eso quiere decir que debía funcionar a reacción —no pudo por menos que reconocer su perplejo capitán—. Eso sí que es nuevo.
—Puede que sea nuevo, pero ese trasto lleva ahí más de veinte años —comentó una voz anónima—. Algo he leído sobre submarinos alemanes, pero nada sobre que llegaran a construirlos sin hélices.
—Puede que se tratara de un prototipo.
—Pues les salió rana.
—No tan rana si llegó a miles de millas de su base.
—Pero se hundió, y el casco no muestra signos de impactos.
—En efecto, parece intacto, pero ¿cómo diablos continúa aguantando en tan buen estado bajo semejante presión? —quiso saber Nikola.
—¡Tecnología alemana! —replicó alguien—. Tecnología alemana.
—Lo cual quiere decir que dentro deben quedar un montón de cadáveres.
—¡Jodidas guerras!
—¡Qué muerte tan horrible!
—¿Qué piensa hacer capitán?
El aludido observó uno por uno a los catorce hombres que permanecían expectantes; los conocía bien, pues no en vano llevaban años conviviendo en el estrecho marco de la nave y le constaba que eran de los mejores en su oficio, dado que los había contratado personalmente. Casi la mitad eran griegos, pero había también portugueses, coreanos e incluso un serviola somalí con una vista de águila.
Humedeció apenas los labios en el vaso de coñac que se había hecho servir, sonrió con picardía y al fin comentó:
—Esa cosa que tenemos bajo nuestros culos es un descubrimiento de extraordinario interés, por el que me apuesto la gorra que mucha gente estaría dispuesta a pagar una fortuna. Y se encuentra en aguas internacionales, lo cual quiere decir que es nuestro.
—¿Nadie podrá reclamarlo? —preguntó el primer oficial.
—Supongo que Hitler.
—¿Y Alemania?
—Dudo que la Alemania actual decidiera revolver la mierda reclamando un prototipo de submarino nazi, por lo que si mantenemos la calma es muy posible que obtengamos un buen botín. Y se repartirá según las leyes de rescates en alta mar.
—¿Se puede considerar esto un rescate en alta mar? —quiso saber el primer oficial.
—¡No tengo ni idea, Demetrio, y no me jodas con preguntas idiotas! —fue el rotundo exabrupto—. Lo que está claro es que no pienso dejar la decisión en manos de unos tribunales que tardarían años en dictaminar sobre un tema del que supongo que no existen precedentes; me refiero a que los que estamos aquí nos repartiremos lo que obtengamos en las proporciones acostumbradas a condición de mantener la boca cerrada.
—Pero si mantenemos la boca cerrada no encontraremos compradores… —razonó el contramaestre con innegable lógica.
—Mantener la boca cerrada significa no propagar el hallazgo a los cuatro vientos, pero no impide tratar de encontrar los cauces adecuados.
* * *
El coqueto hotel en el que los balcones de la mayor parte de las estancias se abrían a la serena belleza del lago Starnberg constituía el marco idóneo para que una hermosa mujer reflexionara sin agobios sobre su futuro, mientas la que ocupaba la habitación contigua dedicaba largas horas a memorizar los informes que Madeleine Delarrochel le había proporcionado acerca de los motivos por los que años atrás el alto mando nazi se había interesado tanto por un raro metal llamado paladio.
Desde el momento en que abrió el maletín que le entregara Amanda Hamilton, Irina Dogonovic comprendió que tenía en las manos documentos altamente comprometedores y que algunos de los nombres que en ellos figuraban pertenecían a personas que aún continuaban con vida, e incluso algunas que probablemente continuaban con vida pero no estaban interesadas en que se supiera.
Había decidido dejar de continuar perfeccionado el ruso y centrar todos sus esfuerzos en memorizar informes o atar cabos, ya que eran tantos los informes y los cabos sueltos que la asaltaba la desagradable sensación de que se limitaba a dar palos de ciego.
Tal como suele suceder demasiado a menudo, algunas noches se dormía convencida de que se encontraba en el camino correcto, pero tal como también suele suceder demasiado a menudo, la luz del nuevo día la obligaba a admitir que se encontraba como una niña perdida en un bosque encantado.
Por su parte, la pelirroja Amanda Hamilton, de la que muy pronto descubrió que no era en absoluto pelirroja gracias a la naturaleza sino a los colorantes, demostró una inesperada discreción, limitándose a hablar sobre aquello que ambas deseaban hablar, sin hacer preguntas inapropiadas.
Desayunaban, almorzaban y cenaban juntas olvidando cualquier atisbo de dieta o estética a base de atiborrarse de cerveza, salchichas y las famosas tartas muniquesas, aunque acallaban luego sus lógicos remordimientos a base de largos paseos por los alrededores mientras hablaban de cine, música, pintura y, sobre todo, de la atormentada y apasionante biografía de Luis II de Baviera, que se había suicidado, o quizá más bien «lo habían suicidado» en las aguas de aquel mismo lago. La cruz que marcaba el punto en que había aparecido su cadáver se alzaba justo sobre las aguas a unos cuatro kilómetros de los jardines del hotel, y cuanto se refería al lago o sus proximidades se hallaba impregnado por el recuerdo del desgraciado Rey Loco, al que más bien deberían haber denominado «Rey Peter Pan», debido a que siempre aspiró a continuar siendo un niño que habitaba en un mundo de fantasía mientras ordenaba construir castillos más propios de un cuento de hadas que de la cruda realidad. Faraónico, melómano, excéntrico, desmesurado, homosexual y profundamente infeliz, pese a poseer cuanta riqueza y poder ambicionara un ser humano, Luis II debería ser considerado el paradigma del indiscutible triunfo del deterioro de un minúsculo rincón de la mente humana sobre las restantes fuerzas del universo.
Una tarde, mientras se recriminaban mutuamente por no haber sabido resistirse a la tentación de dos inmensas raciones de tarta de frambuesa, llegaron a la conclusión de que existía un cierto paralelismo entre su personalidad y la de Adolf Hitler, excepto porque al primero la demencia lo llevo a gastar su propio dinero en construir hermosos jardines, museos, teatros y palacios, mientras que la del segundo siempre fue encaminada hacia la egolatría, el fanatismo, la aniquilación y la muerte. La última estación fue, no obstante, la misma: la autodestrucción.
Como alguien dijera siglos atrás: «Conviene que en el corazón del ser humano arda una llama siempre que no acabe por abrasarlo».
En ocasiones, Irina Dogonovic se planteaba que estaba arriesgándose a acabar consumida por un fuego interior que había degenerado en obsesión, al punto de convertirla en una niña empecinada en completar un rompecabezas al que le faltaban piezas, pero al que igualmente le sobraban algunas que pertenecían a otro puzle.
Aquel parecía ser ya su único juguete.
Y lo fue aún más a partir de la mañana en que al abrir el periódico se enfrentó a la perturbadora noticia de que la famosa multimillonaria Madeleine Delarrochel había sido asesinada en su lujosa mansión de las afueras de Lausana. Varios encapuchados habían asaltado la casa en mitad de la noche y, tras maniatar y amordazar al servicio, la habían torturado con el fin de que les proporcionara la combinación de la caja fuerte, pero pese a conseguirlo, la habían decapitado.
Mientras traducía en voz alta el texto a Amanda Hamilton, que apenas entendía el alemán, el precioso rostro de quien la escuchaba con horror se iba desencajando al extremo de que al poco semejaba una máscara de yeso.
Durante un largo rato se limitaron a mirarse, sin atreverse a pronunciar palabra hasta que al fin la pelirroja inquirió casi con un susurro, pese a que nadie se encontraba lo suficientemente cerca como para escucharla:
—Eso no tendrá nada que ver con el maletín que te llevé, el dichoso paladio y todas esas macabras historias de nazis, ¿verdad?
—Espero que no, querida; espero que se trate de un simple asalto en el que se ha utilizado excesiva violencia.
—Pero no estás segura… —El significativo silencio la obligó a añadir—: Me lo temía.
—¿Preferirías que te mintiese? —fue la rápida respuesta—. Hace años que aprendí a desconfiar de las casualidades y lamento, como pocas veces he lamentado algo, haberte implicado en este asunto. Confiemos que atrapen pronto a los asaltantes y quede claro que lo único que buscaban era dinero.
—¿Y si no es así? —insistió Amanda.
—Roguemos para que san Atanasio nos proteja.
—¿Y por qué precisamente san Atanasio?
—Porque el infeliz se pasó la vida huyendo, y como es poco conocido dudo que nadie suela acudir a él, por lo que es de esperar que se tome mi petición con más interés que otro santo más famoso.
Su amiga la observó como si estuviera hablando con una retrasada mental, estuvo a punto de echarse a reír, pero al fin señaló:
—Es una explicación impropia de un momento tan delicado teniendo en cuenta que estoy aterrorizada.
—Mira por donde, ya somos dos.
—¡Escucha! —se sulfuró su acompañante—. Se supone que yo soy la niña boba y tú la chica lista, pero estamos intercambiando los papeles. No me voy a echar a llorar porque la maldita Madeleine la haya espichado, pero no me agrada que haya sido de un modo tan espeluznante. Deja ya de escurrir el bulto y respóndeme a una sencilla pregunta: ¿existe alguna posibilidad de que estemos implicadas en esto?
—Existe —fue la categórica y desalentadora afirmación.
—¿Y qué piensas hacer?
—No volver a poner los pies en Divone.
Su oponente pestañeó varias veces antes de recordarle, como si se lo estuviera diciendo a sí misma:
—Pero en Divone está tu casa.
—Mi casa está donde esté yo, querida; el resto solo son muebles.
—¿Y los objetos personales?
—Los objetos personales se heredan, te los regalan o los compras, y como no heredé nada y nunca me han regalado nada, volveré a comprarlos.
Mientras mascullaba entre dientes «¡maldita sabihonda!», la escultural Amanda a la que parecía haber abandonado de improviso su innata coquetería, se puso en pie y se aproximó a la barandilla de la terraza en la que estaban desayunando, a la que pateó varias veces ante la sorpresa de una veintena de comensales, luego se quedó muy quieta contemplando el lago y por unos instantes cabría imaginar que parecía dispuesta a lanzarse al agua con el fin de compartir el trágico final del Rey Loco.
Irina Dogonovic, que desde que leyó la noticia del brutal asesinato había decidido dejar de llamarse Monique Durhan para el resto de sus días, la observó al tiempo que se servía una nueva taza de café consciente de que la única amiga que había tenido nunca estaba atravesando por un difícil trance.
En cuestión de días había pasado de ser una despreocupada y casi disparatada meretriz a la que se le concedían todos los caprichos, a una infeliz mujer que no podía menos que preguntarse qué grado de culpa le correspondería en el hecho de que se hubiera planeado y perpetrado un crimen tan atroz.
Irina Dogonovic estaba convencida de que si tan solo la mitad de lo que sabía sobre Madeleine Delarrochel era cierto, la repelente sanguijuela merecía mil veces el fin que había tenido, pero le dolía en el alma que su sangre salpicara a una encantadora criatura cuyo único delito había sido prevenirla sobre las maquinaciones de la vieja arpía.
Decidió, por tanto, aguardar a que se tranquilizara por sí sola y regresara a la mesa donde encendió su primer cigarrillo del día antes de comentar:
—Me está bien empleado por chismosa; ¿quién coño me mandaba ir cargada de botellas de champagne y latas de caviar con la única intención de echarte el cuento de que aquella serpiente ponzoñosa, que ojalá nunca descanse en paz, quería joderte?
—No creo que lo hicieras por ganas de chismorrear, sino por decencia.
—Casi siempre que se chismorrea se alega que se hace por decencia, cielo, y además yo no era una chica decente. ¿Qué voy a hacer ahora?
—Llamar a Peter y contarle lo que ha ocurrido.
—¿Poniéndolo en peligro? —se escandalizó la falsa pelirroja—. ¡Ni loca!
—Es un hombre de experiencia y recursos —le hizo notar su amiga—. Tal vez sepa cómo ayudarte.
—No tiene más recursos o experiencia que la maldita bruja, y mira de lo que le han servido. ¡De ninguna manera! —insistió, testaruda—. Sólita me metí en este berenjenal y sólita debo salir. ¿Adónde piensas ir?
—Todavía no lo sé.
—¡No es mal sitio! —fue la absurda respuesta—. ¿Tiene vistas al mar?
Irina Dogonovic observó perpleja cómo fumaba como si de improviso hubiera vuelto a ser la frustrada actriz dispuesta a interpretar un único y manoseado papel de consumada vampiresa, y se vio obligada a reconocer que tenía la virtud de descentrarla con sus bruscos cambios de actitud.
—No es un juego —le advirtió seriamente.
—¡Lo sé, querida! Lo sé porque siempre he tenido la extraña sensación de que hay algo oscuro en ti, e incluso diría que macabro, y jodidamente morboso. El hecho de que aún seas virgen, hables tantos idiomas o seas capaz de recordar la fecha exacta en la que Catalina la Grande se tiró un pedo en un baile de la corte produce un cierto repelús, pero al mismo tiempo atrae. Te juro que si no me gustaran tanto las pollas, te comería el coño.
—¡No seas vulgar! —le reprochó su compañera de mesa, evidentemente molesta.
—Empiezo a sospechar que ser vulgar es la única forma de defenderse de gente tan inteligente como tú —le hizo notar Amanda Hamilton—. Recuerdo una final de esgrima en la que uno era tan puñeteramente hábil con el florete que su rival, desesperado, acabó por agarrar un palo y perseguirlo a garrotazos. Es, poco más o menos, lo que me ocurre contigo; o te suelto una burrada, o me pongo de los nervios.
* * *
El viernes por la mañana Lia Ferch la esperaba con una vieja caja de cartón sobre la mesa, pero en lugar de los cinco mil dólares prometidos, Irina Dogonovic le entregó cuarenta mil, una clave bancaria y un número de teléfono de Roma.
—Esto es para que salga hoy mismo de aquí, y a ser posible de Alemania —señaló en un tono seco e imperativo—. Si se marcha de Alemania, cada mes podrá retirar mil dólares de esa cuenta bancaria durante el resto de su vida; en caso contrario, no me hago responsable de lo que pueda ocurrirle. En caso de apuro o si recuerda algo que crea que pueda serme de utilidad, llame a ese teléfono y limítese a pedir que le devuelvan la llamada.
—Me asusta.
—Es mi intención —fue la inquietante respuesta—. Por alguna inexplicable razón, cuantos se relacionan con la nave que mandaba su padre suelen tener un trágico final, y aunque entra dentro de lo posible que se deba a una simple coincidencia, no me gustaría que le ocurriera lo mismo.
La hija del capitán del U-427 tardó en hablar con la vista clavada en la caja de cartón, pareció estar hurgando en su memoria, y por fin señaló:
—Ahí dentro encontrará documentos que nunca conseguí entender, por lo que pensé que se referían a secretos militares que al acabar la guerra carecerían de valor. Tal vez no sea así, continúen siendo importantes y le sirvan para aclarar las circunstancias en que murió mi padre o qué diablos fue lo que inventó. —Se encogió de hombros con absoluta sinceridad al añadir—: ¡Me da exactamente igual! Lo único que deseo es salir de esta ratonera y volver a sentirme un ser humano. Con ese dinero y un poco de suerte, quizá mi vida vuelva a tener sentido. ¿Me recomienda algún país?
Su interlocutora negó decidida al responder:
—Prefiero no hacerlo, pero en la mayoría de los de Sudamérica, mil dólares mensuales dan para mucho.
—¡De acuerdo! Le prometo que dentro de dos horas estaré camino de Sudamérica.
Se despidieron con un beso deseándose suerte, sabiendo que iban a necesitarla, y a los pocos minutos Irina Dogonovic depositaba la caja en el asiento trasero del coche en el que la aguardaba Amanda Hamilton, quien preguntó de inmediato:
—¿Y ahora adónde vamos?
—A Austria. Necesito un lugar tranquilo en el que estudiar lo que hay en esa caja.
—¡Joder! —protestó la otra mientras ponía el vehículo en marcha—. ¿Y no podríamos instalarnos en un país en el que se hable normal? Aquí me planto como una idiota ante la televisión y no me entero de nada, mientras tú te pasas las horas estudiando esos malditos documentos.
—¿Entiendes el italiano? —Ante el repetido gesto de entusiasta asentimiento, añadió—: ¡De acuerdo! Mañana continuaremos hacia Italia, pero nada de exhibicionismos; nos alojaremos en un hotel discreto, recuperarás el color natural de tu pelo y nos comportaremos como simples turistas de clase media.
La que comprendió que muy pronto tendría que dejar de ser pelirroja no pudo por menos que preguntar en un tono abiertamente divertido:
—¿Nos haremos pasar por lesbianas?
—¡Anda y que te den!
—Creo que eso es lo único que no hacen las lesbianas.
Su acompañante se limitó a volverse, arrancar sin esfuerzo el mohoso cartón de la tapa de la caja, apoderarse de un puñado de cartas y comentar:
—Calla y conduce siguiendo los letreros donde diga Austria.
—¡Me perderé! —fue la inmediata respuesta—. Siempre me pierdo conduciendo.
—Tú te perderías hasta en tu propia cama.
—Suele ser donde más me pierdo, querida. Tenlo por seguro.
—Pues intenta hacer un esfuerzo y cierra el pico: necesito concentrarme.
Los carteles indicadores eran tan claros que resultaba imposible perderse, incluso para alguien que no hablara alemán y tuviera tan nulo sentido de la orientación como Amanda Hamilton, por lo que esa noche durmieron en un discreto hotel tirolés, y a la mañana siguiente, la espectacular muchacha se pasó casi tres horas en una peluquería de la que salió convertida en una atractiva rubia de corta melena.
—Me parezco a mí misma —fue su jocoso comentario cuando advirtió la mirada, tanto de sorpresa como de aprobación de su amiga—. Aunque creo que con este aspecto no me reconocería ni mi madre.
—Lo que importa es que no te reconozcan en las fronteras, y ahora presta atención ¡porque por allí se va a Italia!
—¡Me encanta Italia! —exclamó la ex pelirroja visiblemente animada—. Tuve un novio florentino alto, guapo, rico y encantador, pero un verdadero desastre en la cama porque padecía de eso que llaman «eyaculación precoz», aunque ni siquiera era precoz, era «inmediata». Me pasé meses intentando enseñarle a contenerse, pero era como pretender enseñar a volar a un cangrejo, y un día que estábamos almorzando en una terraza de la plaza de La Señoría, se me ocurrió acariciarle la mano y se le abrió el grifo. ¡Qué bochorno, hija! La mejor solución fue derramarle en el regazo un plato de calamares con el fin de que pudiéramos salir de allí con una cierta dignidad; con los pantalones más negros que un teléfono, eso sí, pero con dignidad.
* * *
Regresar a la ciudad en que había transcurrido la mayor parte de su vida, escuchar el acento de sus gentes y observar el gesticular de las matronas al gritar desde las ventanas a los chicuelos que jugaban al fútbol en la calle fue casi como renacer, y la asaltó una sensación muy semejante a la que experimentaba cuando comenzaban las vacaciones tras largos meses recluida en un internado en el que no le estaba permitido hablar italiano.
En aquellos tiempos, y en cuanto el tren cruzaba la frontera, era como si se abriera la puerta de una jaula, la locomotora ganara velocidad y se desmelenara lanzándose ansiosamente a la búsqueda de una ciudad en la que esperaban su madre y sus hermanos, con los que emprendería a la semana siguiente el viaje a Castelgandolfo.
Su capacidad como políglota le permitía pensar en el idioma en que estuviera hablando incluso cuando mantenía una conversación con varios interlocutores de orígenes muy diferentes, ya que en esos momentos su cerebro actuaba a semejanza de una perfecta caja de cambios que ensamblara cada posición en milésimas de segundo, pero sus recuerdos hablaban siempre italiano, y emergían como boyas que hubieran estado ancladas en el fondo de un lago y al pudrirse las amarras ascendieran cada vez más aprisa, saltaran al aire y se quedaran flotando sobre la superficie de un agua tranquila, lo cual las hacía más visibles que en mitad de un tormentoso océano.
Como dueña de una memoria casi inhumana, Irina Dogonovic sabía mejor que nadie que existía una abismal diferencia entre su habilidad a la hora de buscar en unos archivos mentales, que previamente había ordenado con puntillosa meticulosidad, y la imposibilidad de evitar que de improviso ciertos recuerdos revolotearan como hojas sueltas que hubieran conseguido escapar de una carpeta.
Y cuanto más relajada se sentía, más hojas sueltas revoloteaban a su alrededor porque algo tan intrascendente como pedir un capuchino actuaba como podría hacerlo una ráfaga de viento que desperdigase viejos documentos, al tiempo que los olores familiares la retrotraían a los días más alegres y brillantes, o más tristes y oscuros, de su infancia.
¡Y las sotanas!
¡Dios Santo! ¡Cuántas sotanas!
—Roma es una ciudad de faldas —había asegurado en cierta ocasión Alexia Serifovic—. Hay más mujeres que hombres, la mayor parte de los curas llevan faldas y jamás he visto a una monja con pantalones.
Por aquel tiempo, Irina tenía edad suficiente como para comentar que probablemente se debía a que para mantener una rápida aventura en un claustro o un confesionario resultaba más práctico alzarse las faltas que bajarse los pantalones, pero por respeto a su madre y a su muy especial relación sentimental optó por guardar un discreto silencio.
Esa discreción y ese silencio habían constituido desde muy antiguo las columnas sobre las que se alzaba el edificio de una familia que se mantuvo en pie a pesar de la evidente inestabilidad de sus cimientos.
Tres chicos y una chica habían crecido en un entorno que pudiera denominarse como raro o inusual, aunque tratándose de una Ciudad Eterna en la que a lo largo de dos mil años habían vivido millones de religiosos no resultaba ni tan raro ni tan inusual.
Cabría asegurar que a ninguno de los hijos de Alexia Serifovic le afectaba en demasía que su madre durmiera en compañía de un poderoso cardenal, debido a que las madres de algunos de sus amigos dormían en compañía de un mísero párroco, y como pregonaba un viejo dicho local: «Durante las pascuas se pueden pintar los huevos de rojo, verde o púrpura, pero siguen siendo huevos».
Quizá por ello en ciertos ambientes se denominaban «Pascuas Floridas» a las mujeres especialmente atractivas que mantenían una relación estable con un purpurado.
Alexia Serifovic, que siempre había sido consciente de que formaba parte de esa milenaria tradición romana, había tenido la inteligencia suficiente como para criar a sus hijos sin que tan evidente e incuestionable realidad los traumatizase, y cuando, en raras ocasiones, echaba la vista atrás, llegaba a la conclusión de que no tenía por qué avergonzarse de sus actos ya que, tal como de manera asidua aseguraba monseñor Cavalcanti, «los senderos del Señor resultan inescrutables».
Vivía en paz consigo misma, preocupada tan solo por el azaroso destino de su hija, por lo que el corazón le dio un vuelco y a punto estuvo de escapársele de pecho el sábado en que el viejo Tonino le indicó que le llamaban por teléfono y escuchó al otro lado la voz de Irina.
—Si prometes mantener la calma y no echarte a llorar, podemos vernos —dijo.
La vetusta trattoria pareció dar vueltas a su alrededor, se sintió incapaz de pronunciar palabra y necesitó aferrarse al mostrador, respirar profundo y esperar unos segundos antes de preguntar:
—¿Dónde y cuándo?
—Cuando termines de almorzar ve a tomar café a una terraza de Vía Veneto, pero ten presente que, si haces un gesto que indique que me conoces, me pondrás en peligro.
—Si te hago correr peligro, prefiero no verte —fue su inmediata respuesta.
—Eso tan solo depende de ti, mamá —le hizo notar su hija—. Tómate el tiempo que quieras y, si decides que no estás en condiciones de controlarte, no vayas.
—¿Y cómo sabré que eres tú?
—Por el olor.
Alexia Serifovic no volvió a probar bocado debido a que las manos le temblaban y un nudo le cerraba la garganta, por lo que dedicó casi media hora a convencerse de que sería capaz de dominar sus nervios.
Al abandonar la trattoria dio un largo paseo sin aparente rumbo, curioseó entre las publicaciones de un quiosco, compró una revista de modas y al fin fue a tomar asiento en una acristalada terraza en la que media docena de mesas se encontraban vacías.
Pidió un café y un vaso de agua, no se atrevió a encender un cigarrillo por miedo a que las manos volvieran a temblarle y fingió sumergirse en la lectura de la revista pese a que tenía la impresión de que las elegantes modelos de las fotografías perdían de improviso la sonrisa, le sacaban la lengua o bizqueaban.
Pese a ello continuó pasando páginas de forma casi automática sin encontrar ni un solo vestido que le llamase la atención hasta que le llegó el inconfundible aroma del perfume predilecto de su hija, al tiempo que una mujer cruzaba rozando su espalda e iba a tomar asiento a unos cuatro metros de distancia.
Hubiera dado años de vida por abalanzarse sobre ella, besarla y acariciarla, pero ni tan siquiera alzó la cabeza.
Aguardó hasta que dejó de escuchar el retumbar de los latidos de su corazón, y tan solo entonces se decidió a echar una distraída mirada a los automóviles que descendían por la calle, el anciano que pasaba por la acera sujetando la correa de un bulldog, la pareja de turistas que se sentaban casi frente a ella, y al fin la muchacha de blanca blusa y falda negra que parecía absorta en un libro, pero que alzó la cabeza y dedicó una leve sonrisa de agradecimiento al camarero que acababa de servirle un refresco.
¡Irina!
Fue como un alarido que ni siquiera surgió de sus labios y un gozo inmenso, unido a un insoportable dolor que la invadió por completo porque allí, contemplando a quien durante tanto tiempo había creído muerta, se sentía la mujer más feliz del mundo y, al mismo tiempo, la más desgraciada porque apenas alcanzaba a reconocerla.
¿Era realmente Irina?
No le cupo la menor duda de que lo era pese a que la hermosa, elegante y altiva desconocida de la blusa blanca en nada recordaba a la desgarbada, granujienta y descuidada criatura que había traído al mundo y había visto crecer a lo largo de más de veinte años.
Como si hubiese escuchado su silenciosa llamada, su hija alzo el rostro del libro y por primera vez sus miradas se cruzaron.