CAPÍTULO XV

El único enemigo al que temía Peter Williams era al viento.

Había conseguido amasar una inmensa fortuna gracias a su gran capacidad de trabajo y al frío análisis de los objetivos, calculando con casi desesperante meticulosidad los pros y los contras de cada negocio, procurando no dar jamás un paso en falso, pero sobre todo evitando a cualquier precio frecuentar lugares en los que soplara demasiado viento.

Debido a ello, lo primero que hizo fue ordenar a dos de sus hombres de confianza que viajaran a Namibia con el fin de que prepararle un detallado informe sobre Swakopmund y caldear el ambiente anunciando su intención de invertir en la zona, así como buscar y acondicionar el mejor, el más sólido, resguardado y seguro de los alojamientos debido a que era maniáticamente puntilloso a ese respecto.

Y razones le sobraban; cuando apenas había cumplido seis años había visto desde las ventanas de la escuela como un brutal tornado arrasaba su preciosa casa hasta el punto de que los destrozados cadáveres de sus padres habían aparecido a varios kilómetros de distancia.

La imagen de aquel temible ogro que engullía cuanto encontraba a su paso, lanzaba al aire viviendas con todos sus habitantes dentro, con la misma facilidad con que un chicuelo le daba una patada a una lata vacía, y se iba aproximando rodeado de un cinturón de seres humanos, animales y automóviles que volaban como hojas secas dejando a sus espaldas un desolador paisaje en el que tan solo destacaban chimeneas, se le quedó grabada a fuego en la memoria y de ahí que se sintiera incapaz de vencer un leve temblor de su mano izquierda cada vez que escuchaba aullar al viento.

Y en su Oklahoma natal los tornados constituían un fenómeno frecuente debido a que, al tratarse de un auténtico mar de hierba, resultaba inevitable que el recalentamiento de la tierra los generase a semejanza de como se generaban los huracanes en el océano.

Cuando cumplió doce años y comenzó a desarrollar su notable capacidad de análisis, no pudo por menos que preguntarse por qué razón causaban tanto daño y se planteó que quizá se debiera a que golpeaban de improviso, a que el hombre no era nada frente a las fuerzas de la naturaleza, a un inexplicable capricho divino, o simple y vulgar estupidez humanas.

Y al recordar las intactas chimeneas llegó a la conclusión que la respuesta correcta era la última, ya que aquellas chimeneas eran las únicas partes de las viviendas que habían sido levantadas con piedras y se asentaban sobre verdaderos cimientos.

Con el paso del tiempo descubrió que la inmensa mayoría de las casas del medio oeste americano, incluida la de sus padres, habían sido construidas a base de un ligero armazón de estrechas vigas de madera encajado en un suelo inestable, y las paredes exteriores ya ni siquiera se fabricaban con gruesos troncos, sino a base de frágiles tablas, lo cual permitía que un tornado las desintegrase o una riada las arrastrase como si se tratara de improvisadas y caprichosas barquichuelas.

Las casas volaban, ardían como la yesca o flotaban aguas abajo, pero una y otra vez se cometía el error de levantarlas de idéntica madera, costumbre heredada de unos tiempos en los que no se podía hacer otra cosa.

Los colonos que dos siglos atrás se dirigían desde la costa atlántica hacia el interior, a la conquista de nuevos territorios, se encontraban con que lo más cómodo y práctico, casi lo único que tenían a mano para alzar sus viviendas, eran árboles, dado que aquella tierra no era útil como material de construcción.

Las grandes praderas norteamericanas estaban conformadas en su inmensa mayoría por terrenos de aluvión y espesas capas de limo arrastrado por los incontables afluentes de los ríos Misisipi y Misuri, por lo que cuando se intentaba fabricar bloques de barro, tal como solía hacerse en casi todos los lugares del mundo, en cuanto se secaban se deshacían y quedaba solo la paja como si se tratara de un castillo en la playa, que al retirarse el mar y perder su humedad pasaba a ser un simple montículo de arena.

Frente a tan irresoluble problema, lo normal era alzar cabañas de madera que apenas contenían nada que no pudiese sustituirse fácilmente en caso de tornado, inundación, incendio, ataque de los indios o simple deseo de continuar hacia el oeste.

Y ese era un mal hábito del cual aún se estaban pagando las consecuencias, por lo que Peter Williams dedicó gran parte de su juventud a tratar de hacer comprender a sus vecinos que, en una época en la que se construían altos rascacielos o gigantescos portaaviones, resultaba incongruente e irresponsable que, contra toda lógica, el contenido de sus viviendas valiera más que el continente. Cien años antes, en las cabañas, no se guardaban más que unos cuantos enseres, mientras que, en pleno siglo XX, esas casas se encontraban repletas de televisores, ordenadores, neveras, joyas, relojes, cuadros, dinero y objetos de valor, todo ello protegido por un frágil armazón y unas delgadas tablas que el viento, el agua o el fuego destruían en un santiamén.

El apasionado muchacho contaba a cuantos se prestaban a escucharlo que los sioux vivían en tiendas de piel de búfalo, como el primer cerdito del cuento, y los colonos en cabañas de madera, como el segundo cerdito, pero sus contemporáneos continuaban sin aceptar que sus casas eran derribadas con demasiada facilidad, con el agravante que antaño la buena madera abundaba en la región, mientras que ahora se veían obligados a importar de Canadá unas delgadas tablas que se agujereaban de una simple patada. Se habían arrasado los bosques deteriorando de una forma irrecuperable el medio ambiente y provocando la erosión del terreno, con lo que cientos de especies de animales y plantas habían perdido su hábitat, todo ello debido a la dichosa manía de no decidirse a levantar casas que no se llevase el viento, protegieran sus bienes y no derrochasen energía en calefacción.

Al cumplir los dieciocho años, cansado de que lo consideraran un pobre chiflado y de perder el tiempo, visto que nadie le hacia el menor caso, se alistó en el ejército, que lo destinó a una Inglaterra que se preparaba para invadir Europa, y donde un avispado comandante no tardó en descubrir que tras la ruda fachada de fuerte labriego con fama de iluso se escondía una mente capaz de reparar en detalles que pasaban desapercibidos al resto de los mortales.

Peter Williams fue el primero en advertir que en algunas carreteras de excesivo tráfico militar y frecuentes nieblas se producían una gran cantidad de accidentes debido a que ingleses, hindúes o australianos conducían por la izquierda, mientras el resto de sus aliados lo hacían por la derecha.

Las pérdidas de tiempo, de material e incluso de vidas humanas se le antojaron inaceptables, por lo que un buen día se presentó ante sus superiores con un detallado estudio en el que determinaba a qué horas debían circular unos y a qué hora los otros según las prioridades de cada caso.

De la noche a la mañana, los accidentes se redujeron a la décima parte.

Su siguiente iniciativa fue proponer que en los barcos que regresaban semivacíos a Norteamérica se reenviaran las cajas de madera que habían contenido los víveres, armas o municiones que habían transportado en sus viajes de ida, no sin antes haber calculado al céntimo el considerable ahorro en dinero, en árboles talados y en horas de trabajo que tal reutilización significaba.

Su comandante, orgulloso de haber sido capaz de captar el talento de su subordinado y agradecido porque le había proporcionado un rápido ascenso, tomó la sabia decisión de nombrarlo sargento de intendencia, y poner a su disposición un amplio despacho y dos ayudantes para que explotara al máximo su innegable habilidad a la hora de detectar problemas y solucionarlos de forma lógica y eficaz. Cuando llegó a sus oídos que, de alguna forma harto intrincada y misteriosa, un pequeño porcentaje de las cuantiosas sumas que conseguía ahorrarle al ejército acababa en la cuenta corriente de su nuevo sargento, se limitó a comentar que prefería que un listo se hicieran rico trabajando a que la cuadrilla de mastuerzos con los que se veía obligado a lidiar a diario.

Al concluir la guerra Peter Williams se decantó por la niebla de Londres en detrimento de los vientos de Oklahoma, le pidió a un despacho de abogados que vendiera la granja que había heredado de sus padres y dedicó todos sus esfuerzos a lo que mejor sabía hacer: encontrar dinero allí donde nadie sospechaba que existiera.

Uno de sus socios acabó llamándolo cariñosamente «El perro colombiano», aludiendo a los que usaba la policía de aquel país, que entrenaba sabuesos con el fin de detectar a los pasajeros que llegaban a sus aeropuertos transportando una excesiva cantidad de dinero, ya que argumentaba, y no le faltaba razón, que a nadie se le ocurriría la estúpida idea de introducir droga en Colombia, pero si la de traer con qué comprarla.

Puede que Peter Williams fuera un perro colombiano, pero también era un perro de presa que detestaba a los estafadores, especialmente a aquellos que le arrebataban lo que consideraba suyo.

Atlantic Express y Bergen IV eran dos nombres que se le habían quedado atravesados en el estómago, por lo que creía que había llegado el momento de digerirlos, aprovechando la ocasión para compensar a Amanda por las muchas injusticias que había cometido con ella durante años.

La amaba, lo excitaba, le hacía reír, le constaba que le encantaban los niños y acumulaba méritos para ser una excelente esposa, pero en ocasiones no le había permitido acompañarlo a una determinada recepción por el simple hecho de que personajes de supuesta alcurnia se resistían a aceptarla en su limitado y ridículo círculo social. Personajes que a menudo habían resultado ser de la calaña de Madeleine Delarrochel y, ahora, como prueba de amor y penitencia, y pese a que siempre había sido sumamente curioso, había tomado la decisión de complacerla en todo sin hacer preguntas, por lo que a lo único que aspiraba era a que Swakopmund no fuera un lugar demasiado ventoso.

Como no podía ser de otro modo, y a sabiendas que se jugaban la cabeza, la casa elegida por sus empleados respondía a lo que se exigía de ella; grande, bien protegida por un alto muro, con dos pisos de espaciosas estancias y una inmensa buhardilla que su primitivo dueño había diseñado a modo de observatorio, que utilizaba de igual modo para estudiar las estrellas que para enterarse de cuanto ocurría en cualquiera de los cuatro puntos cardinales.

Al oeste se abría el océano del que llegaban sin descanso largas olas que batían contra una playa que, cuando se aproximaban los grandes bancos de peces, se cubría de tal cantidad de gaviotas que impedían distinguir la silueta de los barcos que cruzaban el horizonte.

El río, estrecho, sucio, verdoso e indigno de tal nombre puesto que la mayor parte de las veces no era más que una sucesión de charcos sin conexión entre sí, ejercía de frontera natural de sorprendente eficacia debido a que en su margen derecho comenzaba una llanura monótona, desangelada y polvorienta, mientras que a su izquierda se sucedían un sinfín de altas dunas doradas que parecían jugar a ser los erguidos pechos, las largas piernas y los provocativos traseros de gigantescas bellezas que ocultaban sus rostros entre los brazos y los muslos de sus vecinas.

Y en la desembocadura de aquella caricatura de río, a menos de cien metros de las dunas y lamidas en ocasiones por la espuma que ascendía playa arriba como si pretendiera besarlas, se alzaban las primeras casas de una ciudad que llamaba la atención por el variopinto y original colorido de la mayoría de sus edificios, porque evidentemente sus habitantes habían querido compensar la aridez del paisaje con un derroche de fantasía.

—De modo que esto es Swakopmund… —comentó Amanda Hamilton cuando lo contempló por primera vez desde la buhardilla—. Recuerda el salón de uno de esos prostíbulos de película donde cada chica procura vestirse de una forma más llamativa que su compañera.

—Me encanta el contraste entre el mar, el desierto, las dunas, las casas y aquel herrumbroso carguero embarrancado —comentó por su parte Irina Dogonovic—. Esperaba otra cosa.

Cualquier viajero inadvertido hubiera esperado otra cosa de un lugar que se encontraba en el confín del mundo y que ni siquiera contaba con un puerto cercano al que pudieran arribar barcos de mediano calado, y la mejor prueba de ello lo constituían los incontables restos de naves de todo tipo que jalonaban los cientos de kilómetros de desolada, bravía y casi rectilínea costa que habían estado contemplando desde el aire mientras el avión se aproximaba.

Swakopmund parecía querer convertirse en la prueba evidente de que el ser humano era capaz de adaptarse a cualquier lugar y circunstancia, pero al observar aquel mar y aquel entorno, el primer interrogante que acudía a la mente era cómo se las podía haber arreglado Oscar Stauch para hacer llegar al U-427 el paladio que con tanta urgencia necesitaba si no podía recalar en ningún abrigo natural.

Las respuestas las tenía sin duda el propio Oscar Stauch, pero no parecía dispuesto a pronunciar una palabra al respecto debido a una simple pero contundente razón; llevaba veintidós años muerto, y su sobrino se limitó a confirmarlo.

—En mi familia siempre ha habido algún Oscar y algún Otto —aclaró cuando lo visitaron en el amplio y luminoso despacho con vistas al mar de su empresa familiar—. Mi padre era Otto y mi tío Oscar, del que heredé el nombre y la mitad de la empresa, pero lo cierto es que apenas recuerdo a ninguno de ellos. ¿Conocieron a mi tío?

—¡Oh, no! —se apresuró a responder una decepcionada Irina Dogonovic en su impecable alemán—. Pero al enterarse de que venía a Swakopmund, una amiga de la infancia me pidió que pasara a saludarlo, ya que al parecer había sido muy amiga de su padre.

—Pues lo lamento. ¿Si puedo ayudarlos en algo más?

—Supongo que no, y en realidad carece de importancia.

El joven Oscar Stauch, que tenía aspecto de ser bastante espabilado, pareció comprender que nunca antes se había presentado en la ciudad un millonario americano dispuesto a invertir grandes sumas, las dos hermosas mujeres pertenecían al numeroso y vistoso séquito que se había convertido en la comidilla local, y como las ocasiones nacían para ser aprovechadas, se decidió a señalar:

—Por cierto, ¿le importaría comentarle al señor Williams que mi empresa podría servirle de punto de apoyo a la hora de defender sus intereses en la zona? —Abrió una puerta que daba a una gran sala en la que trabajaban media docena de personas y que, evidentemente, era amplia, luminosa y bien amueblada—. Aquí conozco a todo el mundo, como puede ver nuestras oficinas son muy espaciosas, contamos con todos los adelantos técnicos y estoy dispuesto a ofrecerle cualquier clase de referencias.

—Una excelente idea, sin duda… —Irina Dogonovic se volvió hacia Amanda Hamilton que se entretenía observando la gran cantidad de viejas fotografías que cubrían por completo las paredes, con el fin de preguntarle en inglés—. ¿Tú qué opinas querida?

—¿De qué?

—De lo que acaba de decir el señor.

—¿Y qué carajo voy a opinar si no he entendido una sola palabra?

—¡Perdona! —se disculpó su amiga—. Olvidaba que no hablas alemán, pero te agradecería que le dijeras a Peter que este joven puede serle de mucha utilidad.

—¿Se lo digo durante la cena o en la cama?

—Sabes que en la cama te suele hacer más caso, querida.

—¡No hay problema! —se volvió hacia Oscar Stauch, que hablaba un perfecto inglés y parecía entre desconcertado y encantado con el fin de inquirir—: ¿Este bicho tan feo y con esta boca tan llena de dientes es un tiburón blanco? ¿Y lo pescó usted? —Ante el mudo gesto de asentimiento inquirió—: Pues le echó un par de cojones. Venga a cenar mañana para que me cuente cómo lo hizo y le presentaré a Peter, pero le advierto que es muy exigente; hay noches en las que no me deja pegar ojo… —Hizo una corta pausa consciente de la impresión que causaba y acabó por echarse a reír al puntualizar con manifiesta picardía—: Le gusta leer hasta el amanecer.

De regreso a la casa por calles que la mayor parte de las veces aparecían cubiertas por la fina arena que se desplazaba siempre desde el mar hacia el nordeste, Irina Dogonovic no pudo por menos que reñirla:

—¿Es que no cambiarás nunca? —le dije—. El pobre chico se puso más rojo que un tomate. ¿Y a qué ha venido eso de invitarlo a cenar? A su edad no puede saber nada de lo que ocurrió durante la guerra.

—Mucha gente sabe cosas que ni siquiera sabe que sabe —replicó la ex pelirroja con su habitual desparpajo—. Mientras hablabais estuve estudiando esas fotos, por lo que puede darse el caso de que nos cuente cosas que nos sirvan de algo. ¡Déjalo de mi cuenta!

—Que Dios lo coja confesado, pero por una vez y sin que sirva de precedente, admito que tienes razón, no por las fotos, sino porque las paredes de la oficina de sus empleados aparecían cubiertas de anuarios y archivos que pueden convertirse en fuentes de información muy valiosas, ya que el primer anuario completo es el de 1879.

Su amiga se detuvo en mitad de una calle que más bien parecía una prolongación de la playa y alzó la mano como si tuviera intención de propinarle un bofetón.

—¡Anda y que te den! —le reprochó—. ¿Intentas hacerme creer que viste la fecha de un tomo de este grosor y con las letras así de pequeñas? A veces creo que mientes más que hablas y por eso andamos tan perdidas.

—¿Te juegas algo?

—¿Cómo qué?

—Los pendientes.

—Hecho, porque ni un halcón podría distinguir esos números.

—No es que los distinguiera, listilla —le replicó su amiga con una malvada sonrisa de satisfacción—. Es que si te fijaras en los detalles recordarías que sobre la puerta de la empresa Hermanos Stauch destaca un letrero: «Fundada en 1878», y como estos namibios de sangre alemana son tan estrictos, el primer anuario completo así como el primer tomo de sus archivos tiene que ser del año siguiente.

—Eso es trampa.

—Una apuesta es una apuesta.

—¡Siempre serás una sucia enredadora!

—¡Quién fue a hablar!

Cuando durante el almuerzo una indignada Amanda Hamilton le pidió a Peter Williams que ejerciera de juez y decretara que la apuesta estaba viciada en su concepto y por lo tanto era nula, el otro se limitó a reír al tiempo que comentaba:

—Juré que no me metería en vuestros asuntos y pienso cumplir mi promesa cueste lo que cueste, pero te compraré los pendientes que quieras porque has hecho muy bien invitando a cenar a ese chico. Mi gente está convencida de que oficialmente no conseguiremos información fiable, y si nos pasamos de listos, los sudafricanos nos pondrán de patitas en la calle, por lo que los anuarios y los archivos de una de las primeras empresas de importación y exportación que se establecieron en el territorio me pueden ser muy útiles a la hora de averiguar algo sobre los petroleros desaparecidos. —Les guiñó picarescamente un ojo al añadir—: Si se sabe leer entre líneas un libro de cuentas, puede enseñar más cosas que un libro de cuentos.

—¿Cómo? —quiso saber Kay Kendal, que parecía no tener muy claro el concepto.

—Preguntándose por qué razón se importó un determinado producto a un precio demasiado alto o demasiado bajo, a quién se le vendió o para qué servía en unos momentos en los que por lógica no debía existir demanda. —Hizo un gesto como si pretendiera abarcar la infinidad del espacio al insistir—: De la misma forma que un buen detective encuentra huellas en el escenario de un crimen, un buen contable encuentra pruebas de delito en un libro de contabilidad.

—Ponme un ejemplo facilito, cariño —suplicó ella.

Peter Williams meditó unos instantes, reparó en la copa que tenía delante y señaló:

—Si las estadísticas nos dicen que la importación de coñac en Swakopmund es de cuarenta mil botellas anuales, pero de pronto aumenta a cien mil sin que haya aumentado proporcionalmente la población, debemos suponer que ese excedente se ha revendido a alguien que no puede importar coñac de una forma legal, como, por ejemplo, los países árabes en los que está prohibido el alcohol, pero cuyos petroleros cruzan por allí enfrente de vuelta a casa.

—Creo que lo he entendido —admitió la ex pelirroja al tiempo que le acariciaba la mano, con lo que podría considerarse una prueba de admiración—. Pero ahora explícame como te las vas a arreglar para conseguir que Oscar Stauch nos permita tener acceso a sus archivos.

—Ya buscaremos la fórmula, cielo, pero de momento preferiría que me permitieras disfrutar de una buena siesta con todo lo que eso significa.

Las fórmulas que acostumbraba a utilizar Peter Williams solían ser de una eficacia contundente, puesto que a la noche siguiente obsequió a su joven invitado con una fabulosa cena, escuchó con infinita paciencia cuanto quiso contarle un fascinado muchacho que no acababa de creerse que compartía mesa y mantel con un magnate de las finanzas y dos increíbles mujeres, hizo media docena de preguntas muy concretas y cuando a los postres comentó, como sin darle mayor importancia al tema:

—Los sudafricanos están utilizando Namibia como frontera, y a sus nativos como carne de cañón frente a los angoleños y a cuantos desean acabar con el régimen del apartheid, por lo que cualquier día las Naciones Unidas le quitaran el protectorado. —Sonrió con una sonrisa que le hacía parecer un padre aconsejando afectuosamente a su hijo y al poco añadió—: Usted es soltero y su madre se ha ido a vivir a Alemania por razones de seguridad, por lo que a mi modo de ver lo único que le une a Swakopmund es una empresa que pasa por un mal momento debido a lo incierto del futuro del país, ya que el malestar de los nativos locales es cada vez más notorio y todos temen que pronto estallará una rebelión. ¡Corríjame si me equivoco!

—Bueno… —admitió a desgana un confundido Oscar Stauch—. Lo cierto es que tanto mi país como mi empresa han tenido momentos mejores, pero también peores.

—Usted es un muchacho avispado, porque si no lo fuera, no estaría aquí, y le consta que, con la inevitable llegada de la independencia, un gobierno dominado por una mayoría negra tomaría represalias contra todos aquellos que explotaron a los de su raza durante casi un siglo. —El de Oklahoma sonrió de nuevo al señalar—: Sin embargo, ese mismo gobierno proporcionaría toda clase de facilidades a un inversor americano, por lo que teniendo en cuenta dichos parámetros, mi propuesta es simple: le ofrezco un millón de dólares por Hermanos Stauch.

—Repita eso, por favor.

—Un millón de dólares depositados en un banco suizo y libres de impuestos si mañana vacía su escritorio y se marcha a iniciar una nueva vida donde más le apetezca. —Su interlocutor agitó arriba y abajo la cejas como si a él mismo le admirara la generosidad de su oferta al insistir—: Si sabe administrarse, no volverá a tener que trabajar en su vida.

Oscar Stauch se volvió hacia las dos mujeres como si temiera descubrir en sus rostros que estaba siendo objeto de una broma pesada, pero al comprobar que ambas asentían con un guiño que impartía confianza respiró profundo y se llevó la mano al pecho como si necesitara más aire.

—¿Y que pasara con mis empleados? —quiso saber sin acabar de creerse lo que le estaba proponiendo—. La mayoría lleva casi toda su vida en la empresa.

—Los que quieran continuarán en su puesto y los que prefieran marcharse recibirán una compensación de acuerdo a sus méritos —replicó Peter Williams en idéntico tono—. Tiene mi palabra.

A las diez de la mañana siguiente, el joven Oscar Stauch vació los cajones de su mesa en presencia de dos abogados y un notario, firmó una larga serie de farragosos documentos, se despidió con evidentes muestras de afecto de su docena escasa de desconsolados y perplejos empleados, y tres días más tarde abandonaba el lugar en que había nacido y se había criado, rumbo a Suiza.

Había decidido que lo primero que haría sería aprender a esquiar.