CAPÍTULO III

Paola Acardi apareció muerta en su cama, desnuda, violada, torturada y estrangulada, y lo más inquietante del horrendo crimen no fue el inhumano ensañamiento de su autor, sino que la policía y los medios de comunicación no destacaron que se trataba de una mujer culta y refinada que había colaborado durante años con alguien que había fallecido mes y medio antes en un misterioso accidente aéreo, sino que, por el contrario, se hizo especial hincapié en que se trataba de una mujer que solía frecuentar la compañía de individuos de los bajos fondos, hombres rudos y brutales a los que no dudaba en abrir las puertas de su dormitorio como si no fuera consciente de que en Roma abundaban los tarados, los enfermos sexuales y los sádicos.

Dos días después Irina Dogonovic recibió una llamada de su madre en que la instaba a que metiera en una maleta lo imprescindible, abandonara de inmediato su apartamento y se dirigiera, cerciorándose de que nadie la seguía, al mismo restaurante y a la misma hora. Monseñor Cavalcanti se encontraba en la mesa de costumbre, pero parecía otro hombre.

—¡No me lo esperaba! —fue lo primero que dijo en un tono de amargo lamento—. Realmente no me esperaba que llegaran tan lejos. ¡La pobre Paola no sabía nada y la torturaron de una forma inhumana!

—¿Intenta hacerme creer que su muerte tiene que ver con el Hungriegerwolfe? —inquirió de inmediato la recién llegada—. ¡Es absurdo!

—¿Absurdo? —repitió don Valerio negando una y otra vez como si se le hubiera descoyuntado el cuello—. Tengo amigos y confidentes en todas partes, querida, incluso en la policía, y quienes llevan el caso saben que en su dormitorio había por lo menos tres hombres; y al parecer muy profesionales.

—Me asusta.

—No me extraña, el miedo suele ser contagioso; lo sé por experiencia porque si me descuido me hacen papa.

—Siempre creí que ese era el sueño de todo religioso.

—Para mí se convirtió en una pesadilla hasta el punto que durante el cónclave tuve que recordarle sutilmente a más de un comatoso purpurado que, mucho antes de ser nominado aspirante a Santo Padre, yo ya era padre.

—Nunca dejará de sorprenderme.

—Sorprender ha sido siempre mi verdadera vocación, no la de repartir bendiciones, querida —fue la descarnada y casi descarada confesión—. Pese a sus infinitas imperfecciones, nuestra santa Iglesia ha conseguido subsistir gracias a que ha contado con dos tipos de dirigentes: los que son aclamados por las multitudes y los que permanecen en la sombra permitiendo que la voz de Nuestro Señor se continúe escuchando. A las catedrales no las sostienen las luminosas estatuas de los santos de los altares, sino las oscuras rocas de los cimientos que se ocultan incluso bajo las cloacas.

—¿Y se considera una de esas rocas?

—La más profunda y hedionda, pero también la más inamovible.

—Curiosa definición, y muy cruel hacia su persona.

—Lo que es justo rara vez es cruel. —El cardenal hizo una pausa en la que pareció sumirse en oscuros pensamientos y, al fin, como si se encontrara muy lejos de allí, musitó en un tono casi inaudible—: Nunca me ha gustado la manoseada definición que dice que «somos los pastores que cuidan del rebaño» porque la figura del pastor siempre se me ha antojado pasiva y presupone que existe un rebaño que cuidar, por lo que su labor se limita a ver cómo las ovejas copulan y aumentan poco a poco de número. ¡No! —añadió alzando un poco la voz—. ¡No es eso! Prefiero que se me compare al labrador que desbroza los campos, trabaja día y noche trazando surcos, regando, arrancando malas hierbas y plantando semillas con el fin que se multipliquen por millones. Si el Señor no hubiera sido creativo sino contemplativo, no estaríamos ahora aquí.

La muchacha, que había asistido un tanto perpleja a la inesperada disertación, observó a su interlocutor como si lo viera por primera vez, o como si no tuviera nada que ver con aquel hosco y libidinoso gigantón que se paseaba en ropa interior por el salón de su casa, ya que en el ardor de sus palabras y en el modo de expresarse se descubría una personalidad que poco tenía que ver con el desvergonzado que le impedía regresar del colegio antes de las ocho de la noche, con el fin de evitar que la escandalizaran o alarmaran los gritos y jadeos que provenían del dormitorio de su madre. Pero no tuvo tiempo de expresar lo que pensaba, puesto que, como regresando del lejano lugar al que había volado su mente, don Valerio aclaró:

—Te he hecho venir trayendo lo imprescindible porque estoy convencido que cuantos últimamente se encontraban cerca del malogrado Enrico están en peligro.

—¿Por culpa del Hungriegerwolfe?

—Lo ignoro, pero siempre tengo presente un viejo dicho calabrés: «Cuando ignores algo que implique riesgo, no preguntes; corre».

—Muy sensato —admitió ella.

—Tus hermanos son la mejor prueba de que la sensatez nunca ha sido mi fuerte, pero estimo que ha llegado la hora de cambiar, para lo cual lo primero que tengo que hacer es matarte.

—¿Cómo ha dicho? —inquirió una asombrada y casi aterrorizada Irina Dogonovic, cuya mandíbula inferior pareció perder fuerza y dejarla, por lo tanto, con la boca casi abierta.

—He dicho que lo mejor es matarte porque ni al mejor profesional se le ocurre la estúpida idea de intentar asesinar a un cadáver.

—¿Y piensa hacerlo aquí? —preguntó ella señalando a su alrededor—. ¿En plena trattoria?

Ahora fue el religioso el que pareció desconcertarse al observar a quien había visto convertirse en mujer como si le estuviera hablando en serbio.

—¡Naturalmente! —masculló al fin con evidente sorna—. Bajo la mesa tengo una escopeta de cañones recortados con la que te voy a volar la cabeza. ¡Qué estupidez! Lo que estoy intentando hacerte comprender es que lo mejor para la Irina Dogonovic que ha trabajado a las órdenes de Enrico Mattei y Paola Acardi es desaparecer oficialmente del mundo de los vivos antes de que alguien la invite a seguir el camino de sus jefes.

—¿Cómo?

—Convirtiéndote en otra persona; tengo el coche fuera, en cuanto terminemos de almorzar te llevaré a un lugar seguro y cuando llegue el momento, mi amigo, el cirujano, te operará la nariz. Luego te teñirás el pelo y te cruzarás esparadrapos en la espalda, de los hombros hasta la cintura, para acostumbrarte a caminar erguida; admito que resulta incómodo y algo doloroso, pero es efectivo, y te lo digo por experiencia. Por último me ocuparé de proporcionarte una nueva identidad y los medios económicos suficientes como para que puedas vivir sin apuros allí donde te plazca.

—Pero eso no significará que esté muerta y dejen de buscarme, si es que en realidad alguien me busca —le hizo notar ella en buena lógica.

—Lo sé, pero en cuanto aparezca un cadáver desconocido e irreconocible, mis amigos de la policía certificaran que es el tuyo.

La reacción de la muchacha fue lanzarse a devorar mortadela con tanta ansia que cabría imaginar que de pronto había llegado a la conclusión de que aquella sería la última vez que tendría la oportunidad de hacerlo. Aunque pensándolo bien tal vez se tratara de una forma de evitar levantarse y salir corriendo o comenzar a gritar presa de un súbito e incontrolable ataque de histeria. Descubrir, en cuestión de minutos, que toda su vida anterior iba a desaparecer y dejaría de ver casi a diario a su madre y a sus hermanos no era un trago fácil de superar, y posiblemente atiborrarse de mortadela la ayudaba a digerirlo.

—¡Es una locura! —casi sollozó al fin, a punto de atragantarse.

—Viví tantas locuras durante la guerra, querida, que esta última se me antoja casi una simple escaramuza —le hizo notar el cardenal—. Teniendo a la Gestapo pegada al culo, nos veíamos obligados a dar públicamente la comunión o hacer cantar en el coro a judíos que de otro modo hubieran acabado masacrados en un campo de concentración. Conocí docenas de vivos a los que se había declarado muertos y a muertos que milagrosamente resucitaban gracias a salvoconductos falsos, mientras en las viejas catacumbas se hacinaban mujeres y niños como si fueran vacas… ¡Dios Bendito! En aquellos años sí que me sentí realmente el pastor que protegía a su rebaño de esos lobos hambrientos.

—Mi madre me ha contado que el Vaticano era por aquel entonces una gran casa de locos.

—¡Y de putas! E incluso de santos, porque de todo había; dos de mis compañeros de seminario murieron como mártires mientras que otros medraron a costa del sufrimiento ajeno, e incluso uno de ellos, ¡maldito fascista hijo de perra!, aspiró al trono de san Pedro. No conseguimos disuadirlo hasta que le presentamos pruebas de su complicidad en los crímenes de guerra y las persecuciones. —Monseñor Cavalcanti acarició con afecto paternal la mano de su acompañante y a continuación le golpeó la frente con el dedo índice al tiempo que añadía—: Ese es uno de los motivos por los que siempre he desconfiado tanto de los documentos secretos; por bien que se oculten siempre se corre el peligro de que alguien los saque a la luz años más tarde. Ahora, en cuanto al Hungriegerwolfe se refiere, tan solo existe en tu cabeza y dependerá de ti que algún día llegue a saberse o no lo que significa.

—Menuda responsabilidad me está echando sobre los hombros… —protestó ella con toda la razón del mundo.

—¡Lo sé! —admitió el religioso—. ¡Y lo lamento! Pero eres la única persona que conozco a la que se le pueda confiar un secreto de semejante importancia… —dudó un momento antes de añadir—: Y sobre todo, con tantos nombres, números y fechas. Admito que es una gran responsabilidad por lo que entendería, y aceptaría sin protestar, que decidieras borrar toda esa información de tu mente.

Se interrumpió porque, como si se tratara de una película en que las escenas se filmaran una y otra vez hasta la saciedad en cámara lenta, el achacoso camarero se aproximaba arrastrando los pies, retiraba la bandeja de antipasto sin tan siquiera comprobar si quedaba algo en ella, y regresaba al poco con dos humeantes platos de espaguetis con el fin de que se cumpliera nuevamente el asombroso milagro, repetido durante medio siglo, de que sus temblorosas manos o sus esqueléticas piernas no lo traicionaran y una buena parte del almuerzo rodara estrepitosamente por los suelos. En el momento en que retornó sin prisas a su puesto junto a la cajera, siempre a la espera de una nueva entrada en escena, monseñor Cavalcanti recupero el uso de la palabra con el fin de comentar:

—El viejo Tonino asistirá a su propio entierro con la vista al frente y la servilleta al brazo. —Esbozó lo que pretendía ser una sonrisa al inquirir—: ¿Serías capaz de borrar de tu memoria un informe como ese una vez que te lo has aprendido a conciencia?

Irina Dogonovic, que se encontraba ahora dando buena cuenta de sus espaguetis casi con la misma ansiedad con la que había acabado con la mortadela, reflexionó unos momentos antes de replicar:

—Es difícil, pero se puede emplear un sistema que suele ser bastante efectivo; se escribe de nuevo intercambiando nombres, fechas y datos técnicos, y se vuelve a aprender. Unos días más tarde se reescribe por segunda vez, se hacen otros cambios y se memoriza. —Se encogió de hombros como si con ello estuviera todo aclarado al concluir—: Lógicamente, al cabo de un cierto tiempo, los datos se han entremezclado en la memoria por lo que el resultado es una especie de rompecabezas que nadie conseguiría volver a organizar.

—¡Astuto! —admitió el religioso—. ¡Muy astuto! ¿Lo harás?

—Tengo que pensármelo.

—En ese caso puedes regresar a tu apartamento a pensártelo confiando en que mis temores no sean más que los recelos propios de un resabiado cardenal, que por llevar demasiados años entre políticos corruptos y decrépitos purpurados se complace en imaginar disparatadas conjuras.

—Que el avión del hombre más poderoso de Italia estalle en el aire, se afirme que fue un accidente y se eche rápidamente tierra al asunto huele a conjura real y, a mi modo de ver, en absoluto disparatada —lo interrumpió ella—. Y por lo que me acaba de contar sobre la muerte de Paola, también.

—Pues en ese caso mi consejo es que te acabes los espaguetis y me permitas que te lleve a un lugar tranquilo, donde dispondrás del tiempo que necesites a la hora de decidir tu futuro.

* * *

El lugar era ciertamente tranquilo, tanto que las ovejas se aproximaron a olisquearla debido a que para la mayoría era la única persona o cosa diferente que había irrumpido en sus vidas desde que vinieron al mundo. Si mismo era el pastor, mismo el establo, mismo el río, y mismos los prados que las obligaban a recorrer a diario en monótona y meditabunda peregrinación en pos de hierba fresca, la inesperada presencia de un ser humano que no olía a leña, humo, vino, ajo o cebolla constituía un insólito acontecimiento digno de ser tenido en cuenta incluso para la limitadísima capacidad imaginativa de un borrego.

Se supone que el aire libre, el silencio, la soledad y los relajantes paisajes son medios que permiten al ser humano encontrarse a sí mismo y ponerse en paz con su espíritu, pero la experiencia demuestra que en determinadas ocasiones —más de las que cabría suponer— tanta facilidad empeora el problema, especialmente si se encuentra en juego la vida.

El estúpido no deja de ser estúpido por mucho que medite sobre ello en plena campiña, ni un genio demuestra mayor genialidad sentado bajo un árbol, a no ser que le caiga una manzana en la cabeza. Las ideas brillantes son propensas a aparecer en el fragor de una sangrienta batalla o huir espantadas frente a un idílico paisaje de amapolas puesto que con frecuencia constituyen chispazos inesperados que únicamente dependen de sí mismos y sus locos caprichos. La investigación y la metodología se agrupan en apartados muy distintos del de las ideas luminosas, y lo cierto es que Irina Dogonovic no había aceptado ocultarse en aquel caserón perdido a orillas del lago Baciano decidida a lograr algún tipo de descubrimiento científico o a desarrollar una compleja teoría filosófica, sino tan solo con la intención de decidir si dejaba de ser Irina Dogonovic.

A ratos se quedaba muy quieta, observándose en el deslucido espejo del enorme y desvencijado armario, preguntándose qué extrañas sensaciones la invadirían el día que tomara asiento en aquella misma cama y no reconociera a la persona a la que estaba mirando.

Lo único que había poseído desde que tenía uso de razón era una determinada personalidad, buena o mala, deslavazada o llamativa, floreciente o mustia, pero propia al fin y al cabo, y sin embargo, ahora le pedían a que se desprendiera de ella como si se tratara de un vestido sucio, remendado e inservible.

Y es que monseñor Valerio Cavalcanti pretendía disfrazarla con el fin de convertirla en una especie estilizada de «cofre ambulante». Irina Dogonovic había nacido entre sangre, muerte y retumbar de cañones, pero al parecer ahora esperaban que volviera a nacer entre ovejas, flores y trino de ruiseñores.

¿A qué remoto basurero irían a parar los años transcurridos entre ambos acontecimientos? Sin duda, se convertirían en un amasijo de recuerdos de los que ni tan siquiera podría hablarle a sus nietos, si es que algún día alcanzaba a tenerlos. La niña retraída, la tímida adolescente e incluso la laboriosa mujer solitaria debían desaparecer, diluirse sin dejar ni tan siquiera una tumba que conservara sus huesos o una urna que guardara sus cenizas. Hasta las viejas fotografías familiares dejarían de tener significado.

¿Cómo reaccionarían su madre y sus hermanos ante la noticias de su supuesta muerte? ¿Les contaría monseñor Cavalcanti que tan solo se trataba de un montaje o preferiría hacerles creer que de verdad había dejado de existir?

—Resulta muy duro —se lamentó con amargura—. Entiéndalo.

—Lo entiendo, pero tu madre estuvo el jueves en tu apartamento con el fin de recoger algunas de las cosas que le pediste y ha vuelto con la desagradable impresión de que lo han estado registrando a conciencia. Por otro lado, Fulvio Grasi, un íntimo amigo de Mattei, ha muerto en un confuso accidente de tráfico, por lo que pasarte el resto de la vida aguardando a que mis temores se concreten no se me antoja menos duro. —El religioso arranco una brizna de hierba y comenzó a juguetear con ella como si le resultara imprescindible tener algo en la mano que lo ayudara a expresarse en tan difíciles momentos—. No obstante, la decisión final sigue siendo tuya.

Había llegado con la primera claridad del alba, solo, en el impersonal automóvil que utilizaba en sus visitas al palacete de su amante, y tras un pantagruélico desayuno campestre servido sobre el mantel de hule con cuadros amarillos y negros de la renegrida cocina, se habían dirigido sin prisas hasta una colina desde la que se dominaba gran parte del lago, con el fin de acomodarse en el banco de madera que años atrás ordenara instalar bajo un copudo castaño.

—Este es el mejor mirador de la comarca, y aquí sentado me he visto obligado a tomar decisiones difíciles —señaló a modo de infantil disculpa—. Por suerte, la mayoría resultaron acertadas, y por una especie de superstición impropia de mi rango, me sentiría feliz si fuera en este mismo lugar donde decidieras que aceptas mi propuesta.

—¿Tanto significa para usted? —se sorprendió Irina—. Agradezco el interés que se está tomando por mí, pero creo que le resultaría más cómodo, más barato y más práctico que le reescribiera ese maldito informe, lo guardara en una botella y lo enterrara bajo un árbol. Al fin y al cabo, entre todas esas páginas no existe un solo detalle que aclare en qué diablos consiste exactamente el Hungriegerwolfe, para qué sirve, ni por qué razón ha muerto tanta gente por su culpa.

—¿Y de qué valdría un secreto oculto en una botella, querida? —fue la desabrida respuesta de monseñor—. Me hago viejo, por lo que llegará un día en el que ni siquiera recordaré dónde la había enterrado; lo que en verdad importa en este caso, como casi todo en la vida, no es lo que sabemos, sino lo que no sabemos. —Hizo una corta pausa y acabó por encogerse de hombros como si lo que iba a añadir fuera algo lógico y normal—: Y únicamente te tengo a ti para averiguarlo.

—Me lo suponía.

—También supuse que te lo suponías —fue la descarada contestación de quien parecía decidido a poner las cartas sobre la mesa, pero no sabía muy bien cómo hacerlo—. Dispongo de grandes recursos económicos e infinidad de excelentes contactos que facilitarían mucho la investigación, pero, por desgracia, no conozco a una sola persona a la que me atreviera a mencionar la existencia del Hungriegerwolfe sin miedo a que, a la vista de lo que está ocurriendo, a los pocos días Su Santidad se viera en la necesidad de reponer a un cardenal difunto y tus hermanos se quedaran huérfanos. —Se tomó un corto respiro antes de añadir como quien se lanza a una piscina helada—: Debido a ello, mi propuesta es simple: estoy en condiciones de proporcionarte un nuevo aspecto físico, varias identidades y mucho dinero a condición de que intentes averiguar qué se oculta tras esa maledetta palabreja.

La muchacha observó al hombre al que tantas veces había espiado en calzoncillos, le vino a la mente lo mucho, bueno y malo, que le debía, sopesó la oferta convencida de que era una empresa que le venía demasiado grande, y por último inquirió:

—¿Cree que tengo alguna posibilidad de conseguirlo?

—No.

—¿Entonces…?

—¿Y qué otra cosa puedo hacer para acallar mi conciencia y que se me perdonen mis pecados? —quiso saber su abatido interlocutor—. De un lado, me consta que tengo una deuda contigo por lo que te hice sufrir cuando tenías que avergonzarte a causa del comportamiento de tu madre y, por otro, tengo muchas deudas con Dios, al que he ofendido en su propia casa.

—La que tuviera conmigo hace tiempo que quedó saldada —le recordó ella.

—Tal vez el capital, pero no los intereses, y ten presente que de eso entiendo más que tú, puesto que soy banquero —argumentó seguro de sí mismo y con innegable sentido del humor don Valerio—. Y en cuanto se refiere a mi otro acreedor, la factura es tan abultada que necesito presentarme ante él con un fabuloso tesoro si es que aspiro a que la dé por cancelada.

—¡Ahora no se encuentra en el púlpito, monseñor! —protestó ella—. Cuando deje de perder su tiempo con tanto circunloquio y me hable «en cristiano» empezaremos a entendernos.

—¡De acuerdo! —admitió el religioso, asumiendo que tenía razón en su manifiesta impaciencia—. Aunque te advierto que el tiempo «no es mío», porque si lo fuera, no le permitiría correr tan aprisa. ¡Al grano! Hace unos cuatro años, cuando los países africanos comenzaron a independizarse comprendí que, con la salida de las potencias colonialistas, el continente vagaría sin rumbo y a nadie le importaría si caía en manos de tiranos, comunistas, especuladores o lo que a mi modo de ver es mucho más peligroso, un islamismo que ha dejado muy claro que cuando se instala en un lugar se queda para siempre. Fue entonces cuando decidí crear la Organización Africania.

—Algo me han contado sobre la gran labor que está haciendo esa organización, pero no imaginaba que la Iglesia estuviera detrás.

—¡Y no lo está! —Monseñor Cavalcanti se vio en la obligación de aclarar su rotunda afirmación al añadir—: No en el sentido en que estamos acostumbrados a escuchar ese concepto, con todo lo que trae aparejado de parafernalia, pomposidad o absurdo derroche de medios económicos y humanos. Antes de enviar biblias hay que enseñar a leer, y antes de hablar de las excelencias del paraíso hay que intentar que se retrase lo más posible llegar a él. Soy un pésimo purpurado, pero un magnífico administrador, y necesito muchísimo dinero, no para catedrales o palacios episcopales, sino para escuelas, universidades, hospitales y fábricas que demuestren que el cristianismo está vivo y en condiciones de proporcionar un futuro mucho mejor que el ciego proselitismo que les ofrecen los imanes.

—Suena a disparatada utopía —fue la rápida respuesta de la muchacha—. Y perdone que me muestre tan escéptica.

—Hace dos mil años sonaba a disparatada utopía que el hijo de un carpintero proclamara la igualdad entre los seres humanos, pidiendo que se amaran los unos a los otros y no aceptaran la esclavitud, pero gracias a que una docena de desharrapados creyeron en ese sueño hemos conseguido llegar hasta aquí. Sin embargo, no debemos olvidar que la práctica totalidad de las potencias que han esclavizado el continente, tanto Inglaterra como Francia, Alemania, Bélgica, Portugal, España o Italia profesan el cristianismo, lo cual quiere decir que hemos dejado heridas muy profundas que no se pueden curar con la palabrería hueca de los sermones, sino con una obra social auténtica y efectiva.