CAPÍTULO V

La campaña no estaba resultando tan rentable como la del año anterior en la que los «lobos grises» habían causado estragos entre las naves enemigas, pero aun así las cifras debían considerarse muy satisfactorias y se podría asegurar que casi impresionantes.

En julio del 42 se habían hundido 96 barcos, en agosto 108, en septiembre 98 y en octubre 94, por lo que la suma total del año se cerraría con 1160 barcos «fuera de servicio», lo que significaba que más de seis millones de toneladas habían ido a parar al fondo del mar, con un costo en vidas humanas difícilmente calculable.

Abandonada ya de forma definitiva la «Operación León Marino», que contemplaba la posible invasión de las islas británicas por parte del ejército alemán, en Berlín comenzaban a replantearse el papel que estaban jugando los submarinos en el escenario global de la guerra, y a ello contribuía, en gran medida, el hecho de que las simpatías personales del Führer se iban distanciando cada vez más del antaño indiscutible almirante Raeder, para aproximarse de forma evidente a las arriesgadas teorías y la decidida personalidad del almirante Doenitz.

Submarinos más grandes y mejor equipados comenzaron a construirse en los astilleros de Kiel, Bremen, Hamburgo, y nuevas y entusiastas tripulaciones se entrenaban a conciencia deseosas de emular en el mar las portentosas hazañas que los tanques y la infantería estaban logrando en tierra. No obstante, y cuando más esperanzador parecía presentarse el futuro para la revitalizada flota de los U-Boot, comenzaron las terribles tempestades de otoño, que aquel nefasto año de triste memoria para los hombres de la mar se prolongaron hasta mucho más allá de las Navidades.

Nunca antes el Atlántico había sufrido tal cúmulo de feroces e interminables galernas, cada una de ellas más furibunda y destructiva que la anterior. Vientos huracanados alzaban gigantescas olas que destrozaban cuanto encontraban en su camino, por lo que, cuando los frágiles submarinos emergían con el fin de renovar el aire y recargar baterías, por las angostas escotillas penetraban trombas de agua en lugar de aire fresco al tiempo que las serviolas de la torreta se veían obligadas a amarrarse para no ir a parar al mar.

Como hojas secas en mitad de la corriente de un raudal, las naves —todo tipo de naves y cualquiera que fuera su tonelaje— bailaban y se estremecían de punta a punta, de tal forma que fueron los elementos los que se encargaron de obligar a los contendientes a declarar un armisticio momentáneo, visto que los marinos bastante tenían con intentar preservar sus vidas sin soñar con atacar a un supuesto enemigo por más que lo tuvieran a tiro de piedra.

El «¡Sálvese quien pueda!» derrotó a cualquier otra ideología, puesto que resultaba evidente que, frente a las desatadas fuerzas de la naturaleza, nada podría hacer ni el más osado comandante.

Uno tras otro, los «lobos grises» comenzaron a abandonar un campo de batalla del que las galernas se habían adueñado, y cada capitán buscó refugio donde buenamente pudo tras llegar a la conclusión de que, con semejante estado del mar, ninguna nave nodriza, las cariñosamente denominadas «vacas lecheras», estaba en disposición de acudir a reabastecerlo.

Las más recónditas ensenadas del Caribe, la protección de las costas patagónicas, el abrigo de Cabo Verde, las Canarias, Angola, Namibia o cualquier lugar que ofreciera la más mínima oportunidad de protegerse se vio invadida por submarinos alemanes a la espera de que amainara el temporal.

Tantas fueron, tan violentas, extensas y generalizadas las galernas, que los submarinos de menor tonelaje se encontraron al cabo de unos meses ante el hecho evidente de que empezaban a carecer de agua, alimentos frescos con los que combatir el escorbuto y, sobre todo, de combustible que les permitiera hacer funcionar los motores con los que recargar unas baterías que resultaban imprescindibles a la hora de permanecer en inmersión.

Sin gasoil nada funcionaba a bordo de los U-Boot, que tenían que acabar por emerger y quedar a la vista de todos, blancos perfectos e indefensos a plena luz del día, y en los que —tal como solía decirse— «una estúpida gaviota podría cagárseles en la gorra del capitán cuando se encontrara sobre el puente».

El almirante Doenitz ordenó acelerar la terminación de dos enormes submarinos-cisterna con el fin de que sirvieran de «madres lobas», alimentando a sus cachorros desperdigados por los cuatro puntos cardinales, pero resultaron tan farragosos y lentos, que de escasa ayuda sirvieron en semejantes circunstancias.

Con una velocidad máxima de dieciocho nudos en superficie y doce en inmersión, se movían como perezosas marsopas preñadas, y en cuanto ascendían a la superficie resultaban fácilmente localizables por los cada vez más perfeccionados radares enemigos.

Una barriguda ballena metálica alimentando a un tiburón igualmente metálico en mitad de una tormenta constituía un blanco demasiado cómodo para los aviones aliados, por lo que muy pronto se llegó a la conclusión de que los costosos submarinos-cisterna deberían reservarse para cuando mejorara el tiempo.

El resultado fue que los capitanes que se encontraban en situación más apurada optaron por la que parecía ser la solución menos dolorosa: abandonar sus naves, sumergiéndolas en aguas poco profundas con la esperanza de que tal vez las recuperarían más adelante.

Muchos años después aún se encontraron algunos de aquellos submarinos allí donde sus tripulaciones los habían depositado.

De tan apocalíptico desastre tan solo se obtuvieron dos consecuencias: la primera, el hecho evidente de que, durante aquel agitado invierno del 42, los U-Boot alemanes hundieron muchísimos menos barcos, con lo que se salvaron infinidad de vidas humanas; y la segunda, la desconcertante noticia de que existía un nuevo modelo de sumergible capaz de navegar durante meses sin necesidad de repostar.

No obstante, esto último parecía envuelto en una especie de nebulosa, ya que ni tan siquiera los más experimentados comandantes de los «lobos grises» tenían una idea muy clara de qué era lo que se ajustaba a la realidad de adelantos técnicos tangibles, y qué era lo que continuaba perteneciendo al confuso mundo de los rumores.

Por primera vez desde que iniciara sus investigaciones, Irina Dogonovic tenía entre las manos un documento que le proporcionaba información fiable, dado que nunca antes se había mencionado el hecho de que en Italia se construyeran buques de guerra alemanes, ni nunca se había hablado de la existencia de un submarino «que pudiera navegar largo tiempo sin necesidad de repostar».

Ambos datos se encontraban evidentemente asociados a cuanto monseñor Cavalcanti le contara en su día sobre la desaparición de ingenieros y técnicos italianos y la existencia del misterioso Hungriegerwolfe, ya que pudiera darse el caso de que los tan mentados lobos hambrientos no fueran, tal como siempre habían imaginado, salvajes fieras de cuatro patas, sino los temidos lobos grises del Almirante Doenitz.

Sus submarinos habían conseguido dominar los mares esquivando a la hasta entonces invencible armada inglesa, cuyo número de navíos de guerra superaba en proporción de cuatro a uno a los alemanes, al extremo de que el todopoderoso acorazado Bismark, de doscientos cincuenta metros de eslora y cincuenta mil toneladas de desplazamiento, había sido perseguido, acorralado y hundido por una jauría de navíos británicos de menor potencia de fuego la primera vez que se atrevió a salir a mar abierto.

Conscientes de que nada tenía que hacer sobre la superficie de las aguas, Doenitz había optado por adueñarse de sus profundidades, allí donde los poderosos cañones de la flota inglesa de poco servían, y donde más tiempo y energías se perdían buscando a escurridizos enemigos.

Los invisibles y casi indetectables sumergibles habían actuado como letales pirañas, siempre al acecho de indefensos petroleros y buques de carga que abastecían Inglaterra de cuanto necesitaba para sobrevivir y rearmarse con el fin de iniciar el contraataque, y ahora dos simples frases de un pequeño documento perdido en una vieja biblioteca suiza venían a aclararle cuál había sido su punto débil, y tal vez, solo tal vez, cuál podría ser la fórmula utilizada por el alto mando alemán a la hora de intentar evitar el predecible fracaso de los U-Boot.

Tras meditarlo a conciencia decidió concentrar sus investigaciones en las actividades de los lobos grises, y lo primero que descubrió la reafirmó en la idea de que aquel era un camino que podía conducirle a buen puerto.

A los cuatro años de concluir la Primera Guerra Mundial, cuando la práctica totalidad de la flota de guerra alemana había sido aniquilada y el Tratado de Versalles prohibía expresamente intentar reconstruirla, Gustav Krupp, patriarca de la poderosa dinastía que desde hacía casi un siglo había armado a contendientes de medio mundo, se las había ingeniado a la hora de burlar tan rigurosa prohibición a base de construir en astilleros holandeses submarinos destinados a otros países. Aunque tales barcos se enviaran a Japón, España, Finlandia o Turquía, lo que en verdad buscaban los ingenieros de Krupp era adquirir experiencia y entrenar en secreto a las futuras tripulaciones de su propia armada, al tiempo que fabricaban pequeñas secciones especiales que se enviaban clandestinamente a puertos alemanes, donde se almacenaban como si se tratara de las piezas de un rompecabezas.

De ese modo, en cuanto Hitler subió al poder y repudió el Tratado de Versalles, tales piezas se ensamblaron, con lo que de improviso hicieron su aparición, como por arte de magia, los primeros lobos grises de la que muy pronto se convertiría en la feroz, sanguinaria y poderosa U-Bootwafe de Doenitz.

Que se hubiera utilizado semejante argucia tantos años antes de que comenzara una guerra que, para muchos alemanes, tan solo era la continuación de la que habían perdido invitaba a suponer que, una vez abiertas las hostilidades, trucos semejantes debían de haber estado a la orden del día, y ahora todo parecía indicar que de la necesidad de cubrir las carencias de combustible de los submarinos oceánicos había nacido el proyecto Hungriegerwolfe.

Tres meses más tarde, convencida de que necesitaba más información, así como compartir sus descubrimientos, Irina Dogonovic marcó una vez más el número de Roma indicando que deseaba mantener una reunión «con quien correspondiera», a ser posible fuera de territorio italiano. Cuando volvió a telefonear le pidieron que el próximo miércoles, al caer la noche, fuera a dar un paseo «al lugar que tanto les gustaba a los ingleses».

Emprendió el viaje tres días antes, puesto que deseaba aprovechar para conocer Cannes y Mónaco, por lo que a media tarde del miércoles ocupaba ya una habitación cuyos balcones se abrían justo sobre el paseo de los Ingleses que se extendía a todo lo largo de la amplia bahía de Niza. El tiempo era agradable, aunque al oscurecer refrescaba de forma notable, por lo que en cuanto se encendieron las farolas se abrigó convenientemente y se alejó unos trescientos metros hasta un punto del paseo en que encontró un banco vacío.

La mayor parte de los bancos de la gran avenida marítima eran dobles, unidos espalda contra espalda, de tal modo que tanto se podía elegir sentarse de cara al mar, como de cara a los edificios y jardines que tachonaban la ribera, por lo que eligió colocarse de cara al mar, que rompía mansamente a unos veinte metros de distancia, volviéndose de cuando en cuando con el fin de observar a quienes cruzaban por el ancho paseo.

Transcurrió casi media hora antes de que lo viera llegar, enfundado en un grueso gabán y cubriéndose con un sombrero de fieltro, pero fácilmente reconocible por su altura, su corpulencia y su forma de caminar, casi agresiva.

Permitió que pasara de largo antes de inquirir burlonamente:

—¿Dónde se compra los calzoncillos?

Monseñor Valerio Cavalcanti se detuvo en seco, sonrió divertido y volvió sobre sus pasos para ir a sentarse al otro lado del banco de tal forma que no se veían las caras.

—¡Qué alegría oírte, querida! —dijo.

—¡Pues imagínese lo que significa para mí después de tanto tiempo sin escuchar una voz amiga! ¿Cómo están mi madre y mis hermanos?

—Muy bien —fue la respuesta, que rebosaba sinceridad—. Sufrieron mucho con tu muerte y tu madre pasó por un largo período de depresión que llegó a preocuparme, pero cuando le confesé que seguías viva fue como si ella misma hubiera resucitado. Hemos quedado que los sábados irá a comer a la vieja trattoria, así que lo que tienes que hacer es llamar en torno a la una en punto y preguntar por Tonino; él te pasará el teléfono.

—¿Y los chicos?

—Han asumido que estás muerta y que es mejor dejarlo así porque un secreto demasiado compartido deja de ser secreto, sobre todo si se tiene en cuenta que Carolo está a punto de casarse, lo cual quiere decir que podría irse de la lengua. No es que pretenda quitarle el puesto a mi muy querido don Genaro, ¡que en gloria esté, en paz descanse y nunca vuelva, santa sea su memoria!, pero dadas las circunstancias toda precaución es poca.

Se refería de forma muy directa al que fuera hasta su muerte su gran amigo y espanto de la curia, el bondadoso cardenal Genaro Granito, «príncipe de Belmonte», hombre santo, dulce, culto y adornado con todas las virtudes cristianas, pero que se había ganado tal fama de gafe que cuantos se aproximaban a él lo hacían cruzando los dedos a la espalda, y el simple hecho de que los cogiera del brazo se consideraba ya poco menos que una sentencia de muerte.

Aseguraban las malas lenguas que cuando bendecía una casa acababa ardiendo, cuando le deseaba buena suerte a alguien se arruinaba o lo atropellaba un coche, y cuando asistía a una boda el matrimonio no duraba más de tres meses.

Tal era su inocente pero diabólico poder, en un país de por si supersticioso, que llego a decirse que cuando, en cualquiera de los tres cónclaves a los que asistió, se decantaba por un determinado candidato al trono de san Pedro, el resto de los cardenales italianos lo respaldaban por miedo a que en caso de llevarle la contraria parte del techo de la Capilla Sixtina se les viniera encima.

Pese a que por sus muchos méritos no se lo merecía, miles de romanos respiraron aliviados el día que lo supieron bajo tierra.

—¿Tan mal están las cosas? —se inquietó Irina Dogonovic, que conocía sobradamente la fama del temido cardenal.

—Algunos antiguos altos cargos del Ente Nazionale de Idrocarburi han sido asesinados sin explicación y sin que nadie parezca tener el menor interés en aclarar los crímenes; Andreotti cada vez acapara más poder, la mafia es como un cáncer que se apodera poco a poco de todos los estamentos nacionales, y a mi entender el Papa está permitiendo que se corran excesivos riesgos financieros. Como las cosas sigan por ese camino, pediré el relevo y me ocuparé únicamente de Africania.

—¿Significará eso que debo abandonar mi trabajo?

—¡En absoluto! —se escandalizó don Valerio—. Más bien todo lo contrario; si, como barrunto, ¡y perdóname una vez más mi querido don Genaro!, los negocios de la Iglesia quedan en manos de quienes más parecen tiburones de las finanzas que religiosos, por lo que pronto o tarde acabaremos en la ruina, necesitaré nuevas fuentes de financiación, y ese dichoso Hungriegerwolfe, que el demonio confunda, se habrá convertido en mi última esperanza. —Hizo una pausa antes de añadir—: Pero antes de hablar de negocios quiero que me cuentes algo sobre ti; me muero de ganas de darme la vuelta y ver tu nuevo aspecto, pero resistiré la tentación. ¿Cómo te sientes?

—Como si participara en un eterno baile de disfraces, pero vivo en una casita preciosa en un entorno encantador, no me falta de nada y me apasiona lo que estoy haciendo.

—¿Alguna relación sentimental?

—No de momento; he conocido a alguien que me cae bien, pero de momento no quiero ir más lejos para no tener que dar explicaciones. Como comprenderá, no es fácil confesarle al heredero de una rica familia tradicional que soy una especie de súcubo nacido de las tinieblas y moldeado por un cirujano plástico.

—No has hecho nada malo.

—Sabe mejor que nadie que algunas cosas malas he hecho, y en el caso de que esa relación se consolidara, cosa que dudo, resultaría muy difícil explicar por qué diablos tengo que ocultarme hasta el punto de cambiarme el nombre y hasta la cara.

—Eso me obliga a suponer que, si me has hecho venir hasta Niza, es porque has averiguado algo importante acerca del Hungriegerwolfe —fue la razonada respuesta del cardenal, que con ello parecía dar por zanjado el tema de la vida personal de su acompañante—. ¿O me equivoco?

—Sin pretender plantearlo como verdad incuestionable, he llegado a la conclusión de que probablemente se trataba de un prototipo de submarino de gran autonomía y muy bajo consumo que tal vez fue ensamblado en los astilleros de Génova.

—¿Ensamblado? —repitió monseñor Cavalcanti como si no hubiera entendido bien a qué se refería—. ¿Pretendes decir que esos nazis hijos de mala madre fueron capaces de transportar pieza a pieza un submarino desde Alemania con el fin de montarlo ante nuestras propias narices?

Ella le golpeó con afecto el hombro como si pretendiera tranquilizarlo al insistir:

—No se lo tome como algo personal, pero es precisamente lo que he querido decir, por lo que necesito que averigüe si existe alguna remota posibilidad de que a lo largo del año 43 se realizara algún trabajo de ese tipo en cualquiera de los astilleros genoveses.

—¿Crees que es a eso a lo que se refería el pobre Montini al asegurar que cuantos participasen en ese proyecto estaban en peligro?

—Entra dentro de la lógica, sobre todo teniendo en cuenta que, a finales de ese mismo año, dos submarinos de la U-Bootwafe navegaban con la misma numeración, cosa absolutamente inexplicable conociendo la tradicional eficacia alemana.

—Estaban en guerra.

—El almirante Doenitz era demasiado inteligente como para permitir que, sin una razón muy poderosa, que probablemente tan solo él conocía, dos de sus lobos grises se denominaran U-427, y mientras uno patrullaba por el Atlántico Norte, el otro lo hiciera por el Atlántico Sur.

—¡Eso sí que es raro! Conociendo lo quisquillosos que eran aquellos malditos cabezas cuadradas, cuesta aceptar que un error de semejante magnitud no fuera intencionado.

—Esa es mi teoría.

—Y según tú, ¿uno de esos dos barcos era un prototipo ensamblado en Italia?

Ella asintió repetidas veces aun a sabiendas que se encontraba de espaldas.

—Al del norte se lo denominaba coloquialmente «Tortuga», y al del sur, que nunca daba señales de vida, «Liebre». He encontrado informes acerca de mensajes de la U-Bootwafe destinados al U-427 que hacían referencia a las condiciones atmosféricas o al estado de la mar, pero que carecían de sentido o no coincidían con la realidad en caso de estar destinados a una nave que navegara frente a las costas canadienses. No obstante, resultaban esenciales si quien recibiría esa información transitaba a miles de millas de distancia, frente a las costas africanas.

—No cabe duda de que has estado haciendo un trabajo muy meticuloso.

—Me crié en un internado suizo, trabajé a las órdenes de Paola Acardi, y he descubierto que mi verdadera vocación es la de ratón de biblioteca, el placer que siento al encontrar un viejo documento perdido en el fondo de un cajón debe de ser lo más parecido a uno de esos orgasmos de los que tanto se habla. —Le alargó por encima del hombro una pequeña, descolorida y casi mohosa fotografía a la par que señalaba—: Ese es el U-427 del norte en el momento de rendirse al final de la guerra; fue construido en los astilleros de Danzig y contaba con una tripulación de 58 hombres bajo el mando del conde austríaco Cari Gabriel von Gudenus, que por aquel entonces debía de tener unos veinticuatro años. Se hizo famoso por su resistencia a los ataques de los destructores puesto que sobrevivió a casi setecientas cargas de profundidad, lo cual está considerado un récord mundial. Mi conclusión es que sus órdenes eran esas y de ahí le viene su sobrenombre, Tortuga; debía comprobar la resistencia de su caparazón hecho de un nuevo material o con un nuevo diseño del casco.

—Pues ese tal Von Gudenus tuvo que echarle muchos cojones a la hora de aguantar setecientas cargas de profundidad. ¿Has conseguido averiguar algo más sobre ese barco?

—No, porque, como muestra esa foto, al finalizar la guerra se había convertido en una especie de cafetera abollada con una tripulación agotada, zarrapastrosa y, sobre todo, muda. Los ingleses no prestaron especial atención a lo que parecía un submarino más y lo acabaron hundiendo en las costas de Escocia en diciembre del cuarenta y cinco; si guardaba algún secreto respecto al diseño o a los materiales, se los llevó al fondo del mar.

—¿Y qué se sabe del otro? ¿De la Li…?

—Nada.

—¿Nada? —Esta vez sí que monseñor Cavalcanti estuvo a punto de volverse por completo en una reacción instintiva, aunque se contuvo en el último momento—. ¿Cómo es posible?

—O se hundió, o lo destruyeron, y tanto pudo deberse a manos amigas como enemigas. En mi opinión, ese era el que debía aplacar el hambre de los lobos grises: el tan traído y llevado Hungriegerwolfe, porque no debemos olvidar que en realidad nos estamos refiriendo a lobos de mar. Ahora se trata de averiguar cómo demonios esperaban que aplacara tanta hambre.

—¿Y te sientes capaz de averiguarlo?

—No lo sé, pero no pienso renunciar a intentarlo.