CAPÍTULO XII

—¿ Putas? ¡No! No creo que pudiera considerárselas putas puesto que no lo hacían por dinero. —El hombre aventuró un gesto que pretendía dar a entender que tampoco estaba muy seguro de sí mismo al añadir—: Yo creo que lo suyo era más bien patriotismo.

—¿Patriotismo? —repitió su oronda aunque aún atractiva esposa dejando escapar una despectiva carcajada—. ¡No seas tolete, cariño! Por lo que me contó mi pobre madre, que se deslomó fregando suelos en aquella enorme mansión que la obligaban a mantener como los chorros del oro, las chicas no recibían dinero, pero estaban allí porque les habían dado a elegir entre quedarse en Alemania trabajando doce horas diarias en una fábrica, pasando frío y comiendo mierda, o venirse a disfrutar de una hermosa playa, comer cuanto les apeteciese y disponer de preciosos vestidos a cambio de acostarse con oficiales de la marina. A mi modo de ver, esas son más putas que las que se venden en una esquina porque tiene que alimentar a sus hijos.

—¡Mujer!

—¡Ni mujer, ni gaitas! Háganme caso, señoritas, que yo sé mucho más de lo que ocurrió aquí que este merluzo que no es más que un gallego que llegó hace nueve años; durante la guerra, Fuerteventura estaba separada por un muro al que llamaban «La Pared», que iba de lado a lado a lo largo del istmo, de tal modo que en la parte sur tan solo vivían alemanes y los desgraciados que trabajaban para ellos.

Irina Dogonovic y Amanda Hamilton, ahora oficialmente Alma Brown y Kay Kendal, se sentaban en la terraza de un típico restaurante playero que se abría sobre un mar cristalino que aparecía salpicado de windsurfistas, acompañadas por los dueños del acogedor local, gallego él, majorera ella, que habían aceptado compartir café y copa con un par de generosas turistas que parecían muy interesadas en saber cómo se desarrollaba la vida en la isla años atrás.

Y si había algo de lo que gustaba hablar a Remedios Cabrera, era de las excitantes historias que le habían contado sus padres acerca de los oscuros y confusos tiempos durante los que trabajaron para la famosa Casa Amarilla y sus extraños ocupantes.

—Las chicas eran preciosas y bien educadas —continuó la robusta matrona al tiempo que se servía una generosa ración de aguardiente—. Una especie de geishas, tetonas y teutonas capaces de mantener una conversación inteligente, bailar, cantar y hacerle la vida especialmente agradable a los hombres dentro y fuera de la cama, sobre todo cuando esos hombres llegaban moralmente abatidos y físicamente destrozados tras haberse pasado seis meses hundiendo barcos y matando gente desde el interior de una hedionda lata de sardinas.

—¿Oficiales de submarinos?

—¡Exacto! Los desembarcaban las noches de mar en calma y les permitían pasar un par de semanas de descanso antes de enviarlos de nuevo a morirse de miedo y de asco en mitad del océano.

—¿Cuántas chicas solía haber?

—Unas diez o doce.

—¿Todas alemanas? —Ante el gesto de asentimiento, Amanda Hamilton, que ahora tan solo respondía al nombre de Kay Kendal, insistió—: ¿Y eran siempre las mismas?

—Tengo entendido que llegaban algunas chicas nuevas en invierno, que solía ser la época en que tenían más visitas por culpa de las tormentas.

—¿Qué fue de ellas?

—Desaparecieron meses antes de acabar la guerra.

—¿Volvieron a Alemania?

—Creo que no, y tontas hubieran sido de hacerlo porque, al final de la contienda, allí llovían más bombas en un día que aquí agua en un año.

—¿Y adonde cree que fueron? —intervino Alma Brown.

—Eso ya no puedo decírselo —admitió la gorda con encomiable sinceridad—. Lo que sí recuerdo es que durante el cuarenta y cinco a los trabajadores que no eran alemanes, entre ellos mis padres, los dejaron en el paro porque la otra parte de La Pared se había convertido en un avispero repleto de fugitivos que llegaban a paletadas intentando escapar a Sudamérica. Hay quien asegura que por aquel entonces en La Casa Amarilla, en la que jamás volvió a escucharse música y siempre permanecía apagada, se hospedaron generales, políticos, científicos e incluso el famoso doctor Mengele.

—¡Bobadas! —sentenció despectivo el gallego.

—¡Mira quién habla! —le espetó su mujer—. Alguien que es capaz de creer en brujas, pero no en que unos hijos de puta que provocaron una guerra que costó millones de vidas salieron corriendo corno conejos en cuanto se vieron acorralados. —Lo zarandeó por el brazo haciendo que se estremeciera de punta a punta al añadir—: ¿Cómo crees que llegaron tantos nazis a Sudamérica, pedazo de mendrugo?

—En avión.

—Entonces ningún avión podía hacer un viaje tan largo, pero yo he visto, con estos mismos ojitos que se han de comer la tierra, cómo aterrizaban los que venían de Europa haciendo escala en Tánger, Casablanca o cabo Juby, dejaban aquí a un montón de gente cargada de maletas y regresaban de vacío. Luego, casi siempre de noche, llegaban los barcos y se los llevaban.

—¿De qué nacionalidad solían ser esos barcos?

—¡Ni idea! —admitió la dueña del local—. Pero quien seguro que lo sabe porque no es ningún secreto que su padre trabajaba para los ingleses es Tino «el Palangre».

—¿Dónde podemos encontrarlo?

—¿Saben hacer surf? —intervino el gallego.

—Más bien no.

—Pues es una lástima porque es aquel que va echando leches sobre la tabla roja.

—¿Y adónde irá cuando se canse?

—Ese animal no se cansa nunca, y hasta que no empiece a anochecer no saldrá del agua, pero lo hará allí, al final de la playa, donde deja aparcada su furgoneta.

—Si lo esperan con un bocadillo de chorizo y una cerveza, les contará todo lo que sabe —puntualizó con una divertida sonrisa Remedios Cabrera—. Esos chicos suelen regresar del mar muertos de hambre.

Tino el Palangre, un mozarrón que rondaba el metro noventa y dividía su tiempo entre fondear palangres antes de amanecer y pasar cinco horas diarias sobre una tabla de surf, agradeció en el alma el bocadillo de chorizo y la cerveza, por lo que tomó asiento en la parte de atrás de una furgoneta que apestaba a pescado al tiempo que asentía una y otra vez seguro de sí mismo:

—La mayoría de aquellos malditos barcos eran argentinos.

—¿Está seguro?

El mocetón hizo un gesto rogándole que aguardara a que terminara de masticar el enorme pedazo de pan con chorizo que le llenaba la boca, echó un largo trago de la botella de cerveza y al fin replicó:

—Es lo que contaba mi padre, al que los fascistas habían condenado a muerte por rojo, pero a última hora su hermano, que era cura, consiguió que le conmutaran la pena y lo deportaran aquí. En aquel tiempo, los republicanos colaboraban con los ingleses espiando las idas y venidas de los alemanes, para lo cual habían montado un observatorio en las montañas. Desde allí podían vigilar La Casa Amarilla y cuanto sucedía en ella al tiempo que detectaban cuando se aproximaba un barco, un submarino o un avión de los que aterrizaban en la pista de Punta Jandía.

—¿Aún existe esa pista?

—Es de tierra y ya no se usa pero todavía se distingue desde allá arriba.

Irina Dogonovic y Amanda Hamilton se volvieron hacia la dirección que indicaba, la primera observó largamente la alta cadena montañosa que se extendía paralela al mar y acabó por inquirir:

—¿También se ve La Casa Amarilla? —Como el otro asentía sin dejar de masticar insistió—: ¿Dónde se encuentra?

—En la playa que está justo al otro lado.

—Tenía entendido que en esa parte de la isla no vive casi nadie.

—Lógico, porque sopla un viento que te arranca la cabeza y el mar es bravo de cojones; mi padre me contaba que recogían a los fugitivos en lanchas, pero a menudo el oleaje era tan fuerte que algunos caían al agua y no conseguían salvarlos. —Hizo una pausa con el fin de terminarse el bocadillo, pero aún con la boca llena añadió—: Esa maldita playa no es buena ni para el surf; en cuanto te descuidas la corriente te arrastra y acabas en África, y cuentan, aunque yo no sé si será cierto, que hace quince años un pescador enganchó a treinta metros de profundidad una maleta repleta de joyas, y ahí mismo se las piró y nadie volvió a verlo. —Las observó de hito en hito al añadir—: ¿Y a qué viene ese interés por algo que ocurrió hace tanto tiempo en un lugar tan dejado de la mano de Dios como este?

—A que andamos buscando a una persona cuyo rastro se perdió en Fuerteventura.

—Pues le garantizo, porque aquí se conoce todo el mundo, que en la isla no queda nadie que no estuviera antes de la guerra, por lo que, si llegó, volvió a marcharse en uno de esos barcos.

—¿Cuantos barcos?

—Exactamente catorce; ocho argentinos, dos sudafricanos, un panameño, un chileno, un español y otro brasileño; mi padre era muy meticuloso y apuntaba fechas, nombres e incluso matrículas para que algún día esos hijos de puta pagaran por todo el mal que le habían hecho; se fue a la tumba sin ver cumplido su deseo puesto que los fascistas todavía nos gobiernan, pero si creen que esa lista les puede servir de algo les haré una copia.

* * *

Colocadas como un gigantesco portaaviones en mitad del océano, dominando las rutas que se veían obligadas a seguir los buques que llegaban del Atlántico Sur o del Extremo Oriente, cargados de cuanto Inglaterra necesitaba para subsistir durante una cruel y agotadora guerra, una plataforma semejante había constituido un punto de referencia de la máxima prioridad estratégica.

Canarias, Madeira y las Azores se encontraban enclavadas en el que había sido denominado con justicia «Vacío Aéreo del Atlántico», dado que se trataba de una inmensa extensión de agua a la que ni tan siquiera los aviones aliados de mayor radio de acción podían acudir a patrullar desde la costa amiga más cercana, por lo que los submarinos, los barcos nodriza o los buques corsarios alemanes podían actuar a sus anchas, acosando impunemente a los convoyes de abastecimiento.

Resultaba lógico, por tanto, que los alemanes hubieran elegido aquella privilegiada zona del planeta a la hora de reabastecer a sus submarinos de agua, carne, verduras, frutas frescas e incluso nuevos torpedos sabiéndose al amparo de un país oficialmente neutral, aunque a todas luces comprometido con los intereses de Adolf Hitler.

El Führer había ayudado al Generalísimo Franco a la hora de vencer en una guerra fratricida que acabó imponiendo una feroz tiranía a su país, y el agradecido dictador le había devuelto el favor a su manera.

Demasiado ladino como para embarcarse en una contienda de cuyo final no debía de estar en absoluto seguro, el Generalísimo había preferido nadar y guardar la ropa a la espera de que el horizonte se despejara y tuviera una idea mucho más clara de quién acabaría venciendo.

Resultaba evidente que lo único que le interesaba era perpetuarse en el poder, y bajo tal punto de mira lo mejor que podía hacer era jugar a dos barajas, aun sabiendo que ambos bandos suponían que estaba haciendo trampas, y el tiempo acabaría dándole la razón, pues continuaba gobernando cuando hacía ya veinte años que su buen amigo y mentor se había volado la cabeza en el interior de un bunker berlinés.

Siguiendo los sabios consejos de Tino el Palangre, las dos amigas, movidas en este caso más por lógica curiosidad que por la convicción de que fueran a descubrir algo que les sirviera de utilidad, habían alquilado un coche lo más resistente posible con el fin de encaminarse, siguiendo un casi intransitable camino de tierra y piedras sueltas, flanqueado por impresionantes precipicios que a cada paso les ponía el alma en vilo, hacia la costa de poniente de la isla.

Tras casi dos horas de angustiosa marcha y tener que reemplazar una rueda, lo que las cubrió de grasa hasta las cejas, giraron en una pronunciadísima curva a cuya izquierda se abría un profundo barranco y a la derecha la playa más larga, bravía y solitaria que hubiesen visto nunca. Tenía unos siete kilómetros de largo por dos de ancho, y justo a partir del punto en que concluía, la arena comenzaba a ascender cada vez más abruptamente hasta alcanzar cimas de casi ochocientos metros en lo que conformaban un inmenso anfiteatro.

Se trataba de un lugar agreste, salvaje y agresivo que parecía conservarse como el día mismo de la creación, excepto por la presencia de un solitario caserón de color crema que se alzaba macizo e incongruente casi en su mismo centro. Un fuerte viento del norte arrojaba espumosas olas contra la arena, y pese a que se encontraban a trescientos metros de la orilla, el rugir del océano les llegaba en brazos de ese mismo viento.

Excepto algunas bandadas de gaviotas que revoloteaban graznando o se mecían sobre las aguas, no consiguieron distinguir ni un solo ser viviente en cuanto alcanzaba la vista, ya que el horizonte no era más que una línea imperceptible que apenas marcaba la diferencia entre el cielo y el mar.

Aquel era, sin lugar a dudas, el fin del mundo. Avanzaron despacio hacia la casa, temiendo volcar a cada instante, para ir a detenerse ante una cadena que cortaba el paso, por lo que descendieron del vehículo, y al rato acudió a su encuentro un desharrapado lugareño que no vestía más que un raído pantalón y unas chancletas, y que abrió la boca con intención de decir algo desagradable, pero volvió a cerrarla desde el momento en que Irina Dogonovic le mostró un puñado de billetes al tiempo que comentaba:

—Nos gustaría echar un vistazo.

El otro se limitó a apropiarse del dinero e indicar que tenían paso franco.

Pese a que la fachada presentaba un relativo buen aspecto, el interior se encontraba en ruinas y resultaba evidente que nadie había habitado allí durante los últimos años, ya que apenas quedaban muebles y lo único que destacaba en el interior del destartalado caserón eran los carcomidos restos de un despanzurrado piano al que le faltaba una pata, por lo que aparecía inclinado en el rincón más apartado de lo que debió de ser un amplio salón cuyos ventanales, ya sin cristales, se abrían al mar, la arena y el viento.

Patios, escaleras, pasillos, dormitorios y baños ofrecían idéntico aspecto de desolación y abandono, puesto que resultaba inimaginable que un lugar tan apartado de la civilización sirviera para algo una vez cumplida la misión para la que fuera construido casi cuarenta años antes.

A nadie en su sano juicio se le ocurriría la absurda idea de residir de forma permanente en semejante lugar a no ser que se viera obligado a hacerlo por razones harto poderosas, por lo que Irina Dogonovic no pudo por menos que preguntarse qué pasaría por la cabeza de unas pobres chicas condenadas a prostituirse durante el tiempo en que permanecían allí, aisladas a la espera de que llegasen un puñado de ansiosos marineros que llevaban meses luchando por su vida.

Tal como opinara Remedios Cabrera, siempre sería mejor que pasar hambre, frío y miedo trabajando en una fábrica bajo la constante amenaza de los aviones enemigos, lo cual no constituía más que una nueva constatación de que las guerras destrozaban la vida de los seres humanos de forma irreparable.

Amanda Hamilton, que desde el momento de la llegada a la casa había permanecido en un respetuoso silencio, impresionada por lo que estaba viendo, hizo al fin un gesto hacia las impetuosas olas que caían a plomo sobre la arena al comentar:

—Si me dieran a elegir entre vivir aquí o embarcarme por esa playa, me colgaría de una viga; casi vomito al venir y probablemente lo haga al volver, pero no me arrepiento de haberlo hecho.

—¿Y eso?

—Me ayuda a entender lo que debieron de sufrir nuestros padres y poco importa de qué lado estuvieran; aliados o alemanes, todos perdieron.

—Algunos, de entre los peores, disfrutaron de un poder sin límites —le recordó Irina—. Asesinaron a millones de inocentes y ahora se encuentran en algún lugar de Sudamérica con maletas repletas de joyas.

—Pero no hemos venido a Fuerteventura a perseguir criminales de guerra —puntualizó la ferviente admiradora de Kay Kendall mientras aspiraba un aire que se le antojaba más salino allí que en ningún lugar que hubiera conocido—. De eso se ocupan otros, admito que sin demasiado éxito, por lo que te aconsejo que no te distraigas con lo superfluo y sigamos a lo nuestro.

—¿Acaso consideras superfluos los crematorios de los campos de concentración? —se indignó Alma, que casi no daba crédito a lo que acababa de oír.

—¡En absoluto, querida! —replicó sin inmutarse la ex pelirroja—. Lo considero la más horrenda monstruosidad que hayan cometido los seres humanos, pero tal como me comentara en cierta ocasión un famoso director de cine, «todo lo que no haga avanzar una historia es superfluo». Tu obligación, que por suerte o desgracia ahora es también la mía, consiste en no detenerte a pensar en esos muertos, sino en avanzar para que los vivos tengan un futuro mejor si se les proporciona una fuente de energía inagotable.

—Lo dices como si creyeras que tenemos alguna posibilidad de éxito, y no es así.

—¿Y qué? Cada hombre y cada mujer de este mundo se levantan cada día como si confiaran en vivir eternamente y pese a saber que morirán continúan luchando. Nos han proporcionado una impagable lista con los nombres de los barcos que pasaron por aquí, y si la tal Berta Müller viajaba en uno de ellos, acabaremos por encontrarla.

—A veces me pregunto qué fue de la desmadrada y divertida Amanda Hamilton del champagne y el caviar.

—Continúa en el mismo sitio, querida, pero ahora jodidamente cabreada.

* * *

El teléfono repicaba insistentemente, recogió de la alfombra la novela que se le había caído al quedarse traspuesto y tras lanzar un sonoro gruñido y una todavía más sonora ventosidad inquirió malhumorado:

—¿Qué coño pasa ahora, Nikola?

—Pesquero al pairo con fuego a bordo capitán.

—A toda máquina, sirena de alarma y que envíen un mensaje a la costera.

Se vistió en un santiamén, estuvo a punto de olvidarse la gorra, pero la recogió consciente de que durante una maniobra de rescate convenía que todo el mundo tuviera claro quién estaba al mando, y al poco penetró como una tromba en el puente donde su primer oficial le alargó los prismáticos.

No era necesario pedir indicaciones puesto que una densa columna de humo destacaba ante la proa, y al ajustar el enfoque se cercioró de que se trataba en efecto de un pesquero, aunque resultaba imposible determinar su tamaño o características debido a que altas llamaradas ocultaban su popa y dos lanchas cargando una docena de hombres comenzaban a alejarse del peligro, pero no le cupo duda de que quedaba gente a bordo.

—¿Qué hacen aún ahí? —casi gritó—. ¡Ese barco va a estallar! ¡Más potencia!

—Es toda la que tenemos, capitán.

—¡Maldito trasto!

—Está diseñado para buscar peces —puntualizó el viejo Nikola en su tono habitual—, no para hacer regatas.

—Tome nota oficial de guardia —refunfuñó Georgiu Panakis—. Multa de dos días de paga a un bocazas por comentarios inadecuados en momentos inadecuados. ¿Listos los botes?

—Listos, capitán.

—Pues todos los hombres a cubierta y al que cometa un error lo tiro al agua. Me están ocurriendo más cosas en esta singladura que en toda mi vida.

Efectivamente, el Ulises Star no estaba diseñado para hacer regatas, pero, por fortuna, el mar se mantenía en calma, por lo que comenzó a ganar velocidad como si la ansiedad de sus tripulantes se hubiera transmitido a unos motores que rugían amenazando con desintegrarse.

El radiotelegrafista anunció que la costera había respondido a la llamada y una patrullera zarparía de Ciudad del Cabo en el acto, pero que, por desgracia, no podría reunirse con ellos antes del amanecer, por lo que les agradecían de antemano la ayuda que pudieran prestar a la nave accidentada.

—Con todos los respetos, capitán, y aun a riesgo de que me quite otros dos días de paga, me gustaría recordarle que a esta se le suele llamar «La Costa de los Esqueletos», pero también «La Costa de los Piratas» —comentó el viejo Nikola como si estuviera hablando de fútbol—. Y recuerdo que hace quince años, cuando estaba a bordo del Suriana, casi nos capturaron unos negracos en aguas de Somalia.

La primera intención de su superior fue responder con un exabrupto, pero se lo pensó mejor y volvió a enfocar los prismáticos, acto en el que lo imitó su primer oficial, por lo que de inmediato ambos se mostraron de acuerdo en lo que estaban observando a borde del pesquero y las lanchas.

—Todos los tripulantes son blancos, no negracos.

—Y algunos rubios…

—Tal vez se hayan teñido —fue el absurdo comentario del insistente Nikola—. Si durante los combates nocturnos a los soldados europeos les encanta pintarse la cara de negro, no veo por qué no se la pueden pintar de blanco los piratas africanos en los ataques diurnos.

Se escuchó una lejana explosión, por lo que los minutos siguientes resultaron angustiosos, pero cuando al fin consiguieron altura la nave accidentada todavía se mantenía milagrosamente a flote, el tamaño de las llamas había disminuido de forma considerable y, en cuanto el capitán Panakis ordenó parar maquinas, surgió la sorpresa en forma de dos lanchas que se lanzaron rápidamente al abordaje al tiempo que una ráfaga de ametralladora derribaba la antena de la radio.

Sorprendidos y desarmados, los tripulantes del Ulises Star no pudieron hacer nada por evitar el asalto, al tiempo que advertían que en el pesquero se apagaban los fuegos que ardían en bidones cortados por la mitad, por lo que de inmediato comprendieron que habían caído en una trampa.

No obstante, muy pronto quedó de manifiesto que no se trataba de zarrapastrosos piratas namibios, sino de mercenarios blancos muy bien entrenados a los que lo único que parecía interesar era el cuaderno de bitácora, por lo que cuando quien lo comandaba lo tuvo en su poder, lo ojeó con suma atención, pareció sentirse satisfecho, se lo introdujo bajo la camisa y regresó al pesquero que había puesto los motores en marcha.

A los pocos minutos, los asaltantes encerraron al capitán Panakis y a todos sus hombres en la bodega de proa, atrancaron la puerta, y abrieron las llaves de fondo permitiendo que la nave comenzara a hundirse lentamente.

Anochecía en el momento en que el pesquero puso rumbo al sur mientras el Ulises Star iba a reunirse a los restos del U-427, a casi cien metros de profundidad.

Cuatro días más tarde, el general Van Hass casi se mesaba los cabellos y parecía a punto de sufrir un ataque de apoplejía, pese a lo cual quien se sentaba al otro lado de la mesa lo observaba impasible.

—Se ha propuesto acabar con mi carrera, general… —murmuraba una y otra vez el abatido sudafricano—. ¡Hundirme como a ese maldito barco!

—Nadie puede probar que se haya hundido —fue la tranquila respuesta—. Puede estar en cualquier parte.

—¡Sí! En cualquier parte del fondo de océano. ¿Se da cuenta de en qué posición me ha colocado? —quiso saber él, que ahora parecía haber disminuido de peso y casi de estatura—. Le pido a la marina que localicen un barco, me dan su nombre y posición, y a las dos semanas ese mismo barco envía un mensaje diciendo que acude en auxilio de una nave incendiada, pero cuando una patrullera llega al punto indicado tan solo encuentra una enorme mancha de aceite. ¿Cómo se explica?

—Existen dos opciones —señaló el manco sin inmutarse—. Una, que el barco en cuestión no llegó a tiempo de salvar al que estaba en peligro o tuvo miedo de que las llamas lo alcanzaran por culpa del combustible derramado, por lo que decidió largarse para evitarse problemas.

—¿Y la otra?

—Que los piratas de las costas namibias, cuya astucia y audacia es famosa desde tiempos inmemoriales, le tendieron una de sus ingeniosas trampas y lo han ocultado en cualquier ensenada a la espera de exigir un rescate.

—¡Es usted increíble!

—La experiencia me ha enseñado que, en situaciones extremas, las respuestas más increíbles son las que mejor se aceptan. —Bruno Köhler buscó uno de sus malolientes cigarros y lo encendió sin molestarse en esta ocasión en pedir permiso mientras añadía—: Lo que en verdad importa es que tenemos el cuaderno de bitácora del Ulises Star y en él aparecen las coordenadas del punto en que se encuentra hundido el U-427. Con todos los respetos hacia los difuntos, el capitán Panakis era un cretino que se metió en camisas de once varas, fue a por lana y salió trasquilado.

—Y usted un inconsciente hijo de puta.

—Lo segundo tal vez —admitió el otro—. Lo primero no; cuarenta años de lucha en primera línea, con guerras o sin ellas, me han vuelto insensible, pero continúo convencido de que mi obligación es conseguir que ese motor funcione para que este país, el único capaz de reconocer que cafres, hindúes, judíos y amarillos no están a nuestra altura, pueda sobrevivir. Y si no comparte esas ideas sería conveniente que se lo comunicara a sus superiores.

—¡Por favor!

—¡Nada de «por favor»! Si me consta que ha ordenado disparar de forma indiscriminada sobre negros desarmados, ¿a qué viene preocuparse por una pandilla de indeseables que violaban las leyes marítimas y estaban dispuestos a venderle el mayor de los secretos a los comunistas?

—Como siempre, retuerce los argumentos.

—¿Y qué remedio me queda? —quiso saber su interlocutor—. Le voy a contar una historia que pocos conocen, para que se haga una idea de hasta qué punto me he visto obligado a tomar decisiones en contra de mi forma de ser y de pensar. —Hizo una corta pausa y golpeó la ceniza de su cigarro antes de continuar—: Como supongo que ya debe de saber porque consta en mis informes, el U-427 fue construido en el interior de un transbordador, pero una vez que lo hubimos probado teníamos que sacarlo del Mediterráneo a través de un estrecho de Gibraltar cerrado a cal y canto por la marina inglesa. Intentar cruzarlo era un suicidio, pero me habían puesto al mando de una importante operación y tenía plena conciencia de la enorme trascendencia del proyecto, por lo que decidí que los remolcadores trasladaran a aquella caricatura de navío, con el submarino dentro, hasta las costas españolas en las que la marina del general Franco nos prestó protección sin hacer preguntas.

—Es un fiel amigo de nuestro gobierno.

El manco le dirigió una mirada que bien podría ser de incredulidad o de asombro por haber escuchado semejante estupidez, pero prefirió pasarlo por alto.

—¡Si usted lo dice! El caso es que en aquella ocasión el gobierno franquista colaboró eficazmente, por lo que una neblinosa tarde divisamos los navíos ingleses que patrullaban por el estrecho, y en cuanto oscureció, ordené que el submarino se hiciera a la mar y se ocultara bajo el transbordador, que continuó sin variar el rumbo pese a que llevaba a bordo a la inmensa mayoría de cuantos habían trabajado de un modo u otro en el proyecto; doscientos cuarenta y seis marinos, militares, técnicos y operarios, en su mayoría italianos y alemanes.

—Me parece que preferiría no continuar escuchando esa historia.

—Pero tendrá que hacerlo si desea mantenerse en su puesto —comentó Bruno Köhler en tono severo—. Tal como esperaba, los ingleses ordenaron a los remolcadores que se detuvieran y, como no obedecieron, lanzaron un primer ataque. Fue en ese momento cuando me vi obligado a ordenar una acción cuyas consecuencias me perseguirán, para bien o para mal, durante el resto de mis días: hice que se derramaran miles de litros de combustible que al arder convirtieron el mar en un infierno.

—¡Dios Bendito! ¿Y sus hombres?

—Perecieron en una de las batallas más trascendentales pero menos conocidas de la Segunda Guerra Mundial, porque mientras los barcos enemigos se alejaban, el U-427 aprovechó la confusión para atravesar el estrecho a cincuenta metros de profundidad internándose en el Atlántico, lo cual constituía nuestro verdadero objetivo.

—¿Y usted como se salvó?

—Estaba en tierra.

—¡En tierra! —se horrorizó incrédulo el general—. ¿Se quedó en tierra mientras sus hombres se abrasaban?

—No me quedó otro remedio porque seguía instrucciones muy directas y precisas del mismísimo Führer.