CAPÍTULO XIII

La mujer permanecía atenta a los niños que jugaban, en especial al que se columpiaba con excesivo ímpetu. A punto estuvo de alzar la voz llamándole la atención, pero le bastó una severa mirada a la cuidadora indígena para que esta se apresurara a intervenir, por lo que se dispuso a continuar disfrutando de la alegre música que llegaba desde el otro lado del parque, algo ramplona a su modo de ver, aunque no se le podía exigir demasiado a una banda de pueblo.

—¡Buenas tardes, Berta!

Escuchar de improviso el nombre que tanto se había esforzado en olvidar fue como recibir una descarga eléctrica que le recorriera la espalda y le inmovilizara las piernas. Se esforzó por imaginar que se trataba de una simple travesura de su mente, pero perdió toda esperanza cuando la misma voz inquirió:

—¿Sorprendida?

Volvió la cabeza con intención de encararse a quien se encontraba tras ella y tan solo pudo distinguir a una mujer que en esos momentos rodeaba el banco con el fin de sentarse a su lado, al tiempo que otra, de aproximadamente la misma edad, hacía lo propio por el lado contrario apretándole ligeramente el antebrazo en una muda pero clara indicación de que se quedara donde estaba.

—¡Tranquila! —le rogó con una voz exageradamente melosa—. Y sonríale a sus nietos; son preciosos.

—¿Cómo me han encontrado? —acertó a preguntar al poco.

—Con mucha paciencia.

—Y mucho dinero. ¡Muchísimo dinero! No se imagina lo que cuesta tener que sobornar a un sinfín de funcionarios para que te faciliten listas de pasajeros que duermen en polvorientos archivos desde hace casi un cuarto de siglo.

Tenía la sensación de que su cuerpo había escapado muy lejos, dejando tan solo la piel y la ropa sobre el asiento, debido a que un cúmulo de horrendas pesadillas acababan de hacerse realidad.

Los viejos fantasmas se materializaban, pero en contra de lo que siempre imaginó, no lo hacían en forma de famélicos, andrajosos y aterrorizados supervivientes de un campo de concentración, sino de dos hermosas mujeres impecablemente ataviadas, una de las cuales acababa de encender con pasmosa calma un cigarrillo mientras la otra comentaba con una encantadora sonrisa:

—Bonito pueblo, con una preciosa casa a orillas del río y una rápida embarcación que en caso de peligro puede trasladarla en un abrir y cerrar de ojos a Paraguay e incluso a Brasil. Un lugar perfecto para vivir rodeada de una hermosa familia que ignora que la querida y respetable abuela es una firme candidata a la horca.

—¿Cómo se atreve…? —musitó con un hilo de voz, pero sin decidirse a concluir la frase.

—Me atrevo porque sabe muy bien que, si ciertas personas a las que conocemos averiguaran quién es y dónde vive, pronto o tarde acabaría como su buena amiga Irma Grese —replicó en un tono monocorde Irina Dogonovic.

—¡Por Dios! No puede compararme con aquella loca.

—No —admitió la otra—. Tal vez no, pero hemos conseguido documentos que demuestran que colaboró con ella en los campos de concentración, y le aseguro que eso bastará a quienes están ansiosos, y con muchísima razón, por vengar a los millones de seres queridos que acabaron en las cámaras de gas.

—Yo nunca maté a nadie.

—Pero permitió e incluso alentó que se torturara a un sinfín de judíos con el fin que confesaran dónde ocultaban los diamantes que necesitaba para pagar a Madeleine Delarrochel. —Tras una corta y bien meditada pausa, su interlocutora añadió—: ¡Por cierto! ¿Sabía que la decapitaron hace unos meses?

—Lo escuche por la radio.

—¿Y no le afectó? —quiso saber Key Kendal, que se encontraba a su derecha y continuaba fumando como si no tuviera otra cosa que hacer que disfrutar de los juegos de los niños y el hermoso panorama sobre el río—. Yo me hubiera cagado patas abajo.

—¡Cielo! —le recriminó su compañera—. No empieces con tus groserías, que la señora no está acostumbrada a ese tipo de expresiones; aunque pensándolo bien puede que sí, porque según parece Irma Grese era bastante malhablada.

—No vuelva a mencionarla.

—¿Por qué? Me consta que usted fue testigo de cómo aquel precioso «Ángel Rubio» desollaba a mujeres y niños a latigazos, abusaba de los presos sin importarle el sexo o la edad, y disfrutaba disparando sobre criaturas indefensas mientras apostaba a que le volaba la cabeza a quienquiera que la señalara. Cuenta su verdugo que en el momento de colocarle la soga al cuello, y pese a que aún no había cumplido veintidós años, se limitó a comentar sin inmutarse: «¡Date prisa!».

—Irma era una psicópata surgida de las entrañas del mismísimo demonio, pero le juro por mis nietos que jamás fui testigo de sus atrocidades.

—Pero las conocía. —Ante su silencio, Irina Dogonovic añadió—: Usted tenía suficiente poder como para impedirlas y exigir que la encarcelasen, pero prefirió callar porque la ayudaba a obtener la información que necesitaba. Y por eso el suyo es un crimen injustificable, ya que al fin y al cabo Irma Grese tan solo era una enferma mental a la que tendrían que haber encerrado a los quince años.

Cabría imaginar que aquel era un razonamiento que Berta Müller se había hecho en infinidad de ocasiones, por lo que tras observar a sus nietos temiendo que aquella sería la última vez que los viera acabó por inclinar la cabeza en señal de sometimiento.

—¡De acuerdo! —dijo—. ¿Qué van a hacer ahora?

—Eso depende de usted; si nos cuenta lo que queremos saber se quedará en este banco y seguirá viendo crecer a sus nietos. Pero si no nos convence lo que nos dice, su foto aparecerá en todos los periódicos del mundo y cada vez que se siente aquí estará esperando a que le vuelen la cabeza desde detrás de aquellos setos. —La nueva pausa fue muy precisa y malintencionada—: O lo que es peor, será testigo de cómo un buen día unos desconocidos secuestran a esos niños para que sus padres no vuelvan a verlos nunca y sin que toda la policía de su amado y admirado general Perón, que tanto la ha protegido hasta el momento, sea capaz de evitarlo.

—¿Qué quieren saber?

—¿Para qué necesitaban tanto paladio?

—¡No tengo ni la menor idea! —fue la respuesta, que sonaba sincera—. Mi obligación era conseguirlo costara lo que costara teniendo que soportar los continuos cambios de humor y las absurdas exigencias de una hedionda comadreja que tan solo me rebajaba el precio cuando me acostaba con ella.

—¡Vaya por Dios! —no pudo por menos que exclamar una sonriente y encantada Kay Kendal—. ¿O sea que la vieja lo mismo se desayunaba un pestiño que un bollo? ¡No gana una para sorpresas! ¿Cómo es posible que alguien que ocultaba tantos trapos sucios se atreviera a ordenar que escarbaran en vidas ajenas?

—¡Trampas de la soberbia, querida! —le hizo notar su amiga—. ¡Trampas de la soberbia! Cuando alguien demasiado soberbio alcanza un determinado nivel social se considera invulnerable, lo cual a la larga lo vuelve muy vulnerable. A la todopoderosa madame Delarrochel jamás se le pasó por la mente que por el hecho de intentar impedir que su nieto volviera a hacer el idiota enamorándose de un zorrastrón perdería la cabeza, y nunca mejor dicho. Pero sigamos a lo nuestro… —Se volvió a la derrotada anciana que no parecía dispuesta a ofrecer la más mínima resistencia con el fin de ordenarle en un tono claramente intimidatorio—: Dígame todo lo sepa sobre el Hungriegerwolfe.

—¡Perdón! ¿Qué es lo que ha dicho?

Hungriegerwolfe.

—Eso significa lobos… —dudó buscando la traducción correcta—. Lobos con mucha hambre o quizá lobos hambrientos.

—Más o menos. ¿Qué sabe al respecto?

—¡Muy poco! Durante una cena en Múnich, mi compañero de mesa, un engolado y pretencioso coronel, intentó impresionarme mencionando algo que sonaba parecido, presentándolo como un proyecto secreto de la marina en el que estaba implicado. Al día siguiente puse el hecho en conocimiento de sus superiores, que lo enviaron al frente ruso, pero dejando a un lado ese pequeño incidente nunca tuve relación ni con el tema ni con la marina.

—¿Y con quién se relacionaba entonces?

—Con un departamento independiente al mando de Bruno Köhler, que era al único a quien tenía que rendir cuentas.

—¿El general Bruno Köhler?, ¿un manco mutilado de guerra?

—Un héroe de guerra.

—¿Dónde se encuentra ahora?

Berta Müller se tomó un tiempo para responder, hizo un significativo gesto a la cuidadora de que se llevara a los niños, y tan solo cuando comprobó que se alejaban por la orilla del río replicó:

—El general no es de los que perdonan y ustedes no me están ofreciendo garantías.

—Es que en este sucio asunto no hay garantías que valgan, querida —le aclaró Amanda Hamilton como si se tratara de algo obvio mientras encendía un nuevo cigarrillo con la colilla del anterior—. Usted nos cuenta cosas y al final decidiremos si la dejamos marchar o la echamos al foso de los leones. Y eso es muchísimo más de lo que hizo por un montón de infelices cuyo único pecado era ser judíos.

—Insisto en que nunca maté a nadie.

—Pero robó mucho. Según la documentación que nos entregó Madeleine Delarrochel, abandonó Ginebra en un avión que la condujo a la isla de Fuerteventura cuatro meses después que su marido y su hija, es decir, en marzo del cuarenta y cinco, sin más equipaje que una bolsa que debía de contener por lo menos dos kilos de zafiros negros procedentes de minas nigerianas —intervino de nuevo Irina Dogonovic—. Se los había expropiado a joyeros holandeses y su valor en el mercado resulta incalculable, pero se encontró con que Madeleine no los aceptaba porque sabía que a ese tipo tan especial de zafiros se les sigue el rastro con mucha más facilidad que a los diamantes.

—La familia Delarrochel lleva casi un siglo en el negocio y ella lo había aprendido todo sobre joyas. —La abatida mujer se encogió de hombros como si cuanto había ocurrido fuera únicamente culpa de un caprichoso destino y no de los seres humanos—. Resultaba evidente que habíamos perdido la guerra, y me encontraba en Ginebra con una montaña de piedras envenenadas que nadie quería porque era como colocar un carbón encendido en la palma de la mano, y tampoco podía devolvérselas a sus dueños porque estaban muertos. ¿Qué podía hacer? Recurrí a un piloto portugués que solía trabajar para nosotros, con el fin de que me llevara a las islas Canarias, desde donde podrían llegar hasta aquí, pero veo que esa parte de la historia ya la conocen.

—Trabajo nos ha costado, y ciertamente ayudó que esas piedras envenenadas continúen estando muy calientes —admitió Kay Kendal—. Supongo que aún conservará algunas, le gustaría que su familia disfrutara de ellas y por esa razón no creo que esté en condiciones de exigir ningún tipo de garantía. Si la denunciamos, perderá zafiros, vida y familia mientras que el general tan solo le quitará la vida.

—Mi vida se ha convertido en una larga pesadilla y, por lo tanto, no vale mucho.

—¡Más a mi favor! Su marido murió, ni su hija ni su yerno tienen nada que ver con este asqueroso asunto, y le aseguro que el general no nos interesa como persona ya que no buscamos ni justicia ni venganza.

—Entonces, ¿qué es lo que buscan?

—Eso es asunto nuestro —fue la áspera respuesta de la ex pelirroja—. Y le advierto que en cuanto sus nietos lleguen a casa y le cuenten a sus padres que su pobre e indefensa abuela se ha quedado en el parque en compañía de dos desconocidas tal vez decidan venir a buscarla, lo cual precipitará los acontecimientos. ¿Le apetece que le contemos su historia personalmente?

—¡No, por Dios!

—Pues empiece a largar de una puñetera vez porque se me revuelven las tripas de estar a su lado.

Berta Müller meditó muy bien sus palabras y su tono de voz cambió al señalar:

—Entiendo que lo que en realidad les importa son esos lobos hambrientos, sea lo que quiera que sea, y por lo tanto les propongo un trato; si me juran que dejarán en paz a mi familia, no solo les diré dónde está el general, sino que les proporcionaré información que tal vez les sea de gran utilidad.

—¡De acuerdo!

—¿Lo juran?

—¡Que sí, joder!

—¡Me fiaré de ustedes, pero solo porque no me queda otro remedio! El general vive en una especie de laboratorio a unos veinte kilómetros al norte de Ciudad del Cabo, a la orilla del mar, porque necesita mucha agua salada para sus investigaciones. —Se diría que la fugitiva se sentía en cierta forma liberada al contar lo que sabía y continuó en el mismo tono—: La última vez que me llamó estaba en Tánger, y me ordenó que enviara urgentemente todo el paladio que consiguiera a un puerto de Namibia. El maldito portugués me cobró una fortuna alegando que tenía que hacer casi una veintena de peligrosas escalas a lo largo de toda la costa africana, y era cierto. Se ganó a pulso su dinero porque fundió el paladio utilizando como molde una pieza de motor y en las aduanas lo presentaba como repuesto para un barco averiado.

—¿Cómo se llamaba ese puerto?

—Swakopmund.

—¿Y quién era el destinatario del cargamento?

—Un armador local —el nombre surgió de su boca como quien lanza el último suspiro segundos antes de cerrar los ojos para siempre—: Stauch…, Oscar Stauch.

Irina Dogonovic se puso en pie dando por finalizado el interrogatorio.

—La creo porque la mayoría de los datos concuerdan y ese nombre era el que me faltaba —dijo—. O sea, por lo que a mí res pecta puede hacer dos cosas: una, irse a su casa y continuar con la boca cerrada; la otra, tirarse al río y permitir que se la coman las pirañas. Personalmente me inclino por la segunda, pero lo dejo a su elección.

La abandonaron allí, silenciosa, cabizbaja y, en apariencia, destruida, pero como entraba en lo posible que alguien que había demostrado tanto fanatismo y capacidad de hacer daño decidiera recurrir a los servicios de la policía de Juan Domingo Perón o a unos antiguos compañeros de armas que proliferaban en Argentina, optaron por regresar por caminos distintos.

Kay Kendal tomó ese mismo día un avión rumbo a Río de Janeiro mientras Alma Brown se desplazaba por carretera hasta Buenos Aires, donde se dedicó a hacer turismo al tiempo que se ponía en contacto con monseñor Valerio Cavalcanti, quien no tardó en proporcionarle una dirección de absoluta confianza a la que debía dirigirse cualquier día de la semana a partir de las nueve de la noche.

Cuando se presentó en el lugar indicado, un discreto edificio de dos plantas que se alzaba muy cerca de la plaza de La Recoleta, una pareja se besaba apasionadamente en el portal, pero en realidad parecía más atenta a cuanto ocurría a su alrededor que a sus caricias.

En un apartamento del primer piso la recibió un hombre en pijama, y apenas cruzó el umbral de la puerta cerrando la puerta a sus espaldas, Irina Dogonovic no pudo por menos que comentarle con humor:

—Le sienta mejor el traje beis…

—¿Cómo dice? —inquirió el otro sin comprender a qué se refería, pero indicándole que tomara asiento en el sofá.

—Que cuando esta mañana cruzó la calle frente a mi hotel y se detuvo a sonarse mirándome de reojo tenía mejor aspecto que con ese viejo pijama verde.

—¿Se fija en todos los detalles?

—Recuerdo para siempre cualquier persona o cosa que vea, sobre todo si advierto que me están espiando.

—¡Sorprendente!

—A menudo se convierte en un fastidio.

—¿De qué color es la camisa del hombre del portal?

—Caca de perro, pero puede que se deba a que la luz es amarillenta; sin embargo, lleva una corbata gris perla muy bonita.

El que la estaba estudiando con marcada atención arqueó las cejas y alargó el mentón, con lo que expresaba su manifiesta incredulidad, por lo que decidió dejar a un lado un tema que lo superaba.

—Me puede llamar Ricardo —dijo—. A mi puede llamarme como quiera. Mafalda, por ejemplo, porque he visto que a los argentinos les encanta ese personaje.

—¡Confío en que no sea tan enredadora como ella! Por lo que me han contado tiene una valiosa información que proporcionarnos. —Como la recién llegada asintió, añadió—: ¿Le apetece una copa?

—No, gracias, no bebo, aunque debería tener cuidado al decirlo, porque me suele traer graves consecuencias —replicó Irina Dogonovic, sonriendo al recordar su primer encuentro con Amanda Hamilton—. No me haga caso, son tonterías mías. Pero lo cierto es que no he venido a proporcionarles información, sino a proponerles una colaboración, y si no me ofrecen nada a cambio, no pienso decir una palabra.

—¿Cuánto? —quiso saber el hombre del antiestético pijama.

—No se trata de dinero.

—Cuando se ofrece información sobre criminales de guerra se suele pedir dinero. —El otro movió la mano como si estuviera apartando algo al puntualizar—: A no ser que sea judía o haya perdido seres queridos por culpa de los nazis.

—Ni soy judía ni he perdido a ningún ser querido por culpa de los nazis, pero estoy dispuesta a entregarles a un criminal de guerra siempre que me garanticen que lo eliminarán y que lo harán con rapidez, sin ningún tipo de juicio y sin toda esa asquerosa parafernalia mediática que tanto apasiona a su gobierno.

El que había dicho llamarse Ricardo se sirvió un coñac, tomó asiento frente a su visitante y la miró a los ojos como si estuviera tratando de averiguar si hablaba en serio o se trataba de una de las miles de perturbadas que pululaban por el mundo convencidas de saber dónde se encontraba «El Doctor Muerte».

—No somos asesinos —señaló al fin.

—En ese caso me he equivocado de dirección y le pido disculpas. —Alma Brown hizo ademán de ponerse en pie, pero el ocupante del discreto apartamento la detuvo.

—¡Por favor! —suplicó—. Le ruego que me comprenda; no podemos ajusticiar a nadie si no se ha probado su culpabilidad.

—Su culpabilidad resulta indiscutible, aunque personalmente me importa un bledo lo que haya hecho o dejado de hacer, y admito que, si lo denuncio, es porque constituye un estorbo a la hora de conseguir lo que en verdad me importa.

—¿Y es?

—Eso no pienso decírselo.

—¿Se da cuenta de que me está proponiendo utilizar una organización gubernamental en su propio provecho?

—Ni son una organización gubernamental ni lo hago en mi propio provecho; ustedes se dedican a eliminar nazis que gasearon a millones de inocentes y yo a intentar conseguir un futuro mejor para mucha gente.

El argentino se puso en pie, paseó por la habitación, se asomó al balcón inclinándose como para cerciorarse de que la cariñosa pareja continuaba en el mismo sitio y al fin admitió:

—Es usted una difícil negociadora, más obstinada que la mismísima Mafalda.

—¡En absoluto! —fue la rápida respuesta—. Ofrezco algo y pido algo; se acepta o no se acepta, pero no me gusta andar con regateos.

—¿Puedo saber al menos de qué se acusa a ese criminal de guerra?

—Tiene cientos de muertes en su haber y fue quien ordenó que se torturara y asesinara a docenas de judíos holandeses con el fin de arrebatarles sus joyas, especialmente diamantes. Y por si eso no basta le aclararé que entra dentro de lo posible que interviniera de algún modo en los asesinatos del ingeniero italiano Enrico Mattei, de algunos de sus colaboradores, y de la multimillonaria suiza Madeleine Delarrochel. Supongo que sabe a qué me refiero.

—Lamento lo de Mattei, pero que acabara con Madeleine Delarrochel es muy de agradecer, aunque una cosa no quita la otra. ¿Puede aportar pruebas de esos crímenes?

—Si tiene lápiz y papel le proporcionaré nombres, fechas y cifras que a su organización no le resultarán difíciles de comprobar.

—Bastaría con que me diera un nombre y yo lo cotejaría con nuestros archivos. ¿Ese hombre reside ahora en Argentina?

—No.

—¿Pertenecía a las SS?

—No.

—¿Era un militar de algo rango?

Alma Brown pareció cansarse del juego puesto que se puso en pie, indicando que daba por concluida la conversación.

—Ya le advertí que no he venido a charlatanear ni a perder tiempo —dijo—. Si me asegura que se limitarán a eliminar a ese malnacido, continuaremos hablando, pero si no tiene la autoridad que se necesita para tomar una decisión de semejante calibre será mejor que me marche.

—Tengo sobrada autoridad, pero mi obligación es utilizarla en su justa medida —le hizo notar Ricardo en un tono que daba a entender que se encontraba visiblemente molesto—. Por lo tanto, puedo hacerle una promesa en firme; me da ese nombre, yo lo cotejo con nuestros archivos, y si los datos coinciden, me dice dónde podemos encontrarlo y le garantizo que a las dos semanas estará bajo tierra. ¿Le interesa?

Irina Dogonovic tenía la suficiente experiencia como para comprender que, pese a que se enfundara en un horrendo pijama impropio de un verdugo que se apreciara en lo más mínimo, decía la verdad y no le temblaría el pulso a la hora de apretar el gatillo.

Tras repasar con mucho detenimiento la abundante información que guardaba en la memoria, había llegado a la conclusión de que el general manco que según Mario Grissi paseaba por los bosques de La Spezia en compañía del capitán Kurt Ferch, y que según Berta Müller era quien ordenaba compras masivas de paladio, había jugado un papel esencial en cuanto se refería al Hungriegerwolfe, y probablemente aún lo estaba jugando.

Y mientras permanecía tumbada en la cama de la pequeña habitación de un hotel bonaerense analizando punto por punto cada detalle de cuanto había leído o escuchado durante los últimos años, la más simple lógica le había dictado que tan solo existían dos opciones que casualmente coincidían en el mismo punto: o el general sabía desde el primer momento en que consistía el complejo sistema de propulsión del U-427, razón por la cual resultaba esencial eliminarlo, o no lo sabía y estaba intentando averiguarlo por lo cual resultaba de igual modo esencial eliminarlo.

Observó de arriba abajo y con desaprobación el atuendo de su desgarbado oponente y al fin señaló:

—General Bruno Köhler.

El argentino levantó el teléfono, marcó un número, repitió el nombre y aguardó unos minutos hasta que al fin la miró de frente.

—¿Le faltaba un brazo?

—Y supongo que le seguirá faltando a no ser que se haya convertido en un cangrejo y le haya nacido de nuevo.

La respuesta dejó al dueño del apartamento algo perplejo, tardó unos instantes en reaccionar y tras escuchar con atención lo que le decían a través del auricular, sentenció como dando por finalizado el tema:

—Me comunican que el general Bruno Köhler murió en el año cuarenta y tres durante un naufragio frente a las costas de Gibraltar; su cadáver fue reconocido, repatriado y enterrado.

—Pues si toda la información de que disponen proviene de la misma fuente, me temo que no van a volver a cazar a un criminal de guerra ni utilizando reclamos de perdices —fue el brutal, desalentador y despectivo comentario.

Aquella respuesta resultaba brutal y ofensiva para un argentino que se sentía orgulloso de ser miembro de una de las organizaciones secretas más temidas del mundo, por lo que se le diría a punto de propinarle un botellazo a su visitante, pero tras aspirar aire buscando tranquilizarse señaló:

—Confieso que tiene usted la virtud de irritarme.

—Me lo repiten a menudo, pero como no es mi intención molestarle le puedo asegurar que sobreviven testigos que afirman que dicho naufragio y el incendio fueron provocados por el propio general, que dirigió personalmente la operación desde Ceuta. A la semana siguiente se estableció en Tánger, desde donde continuó con su trabajo; me consta que sigue en activo, que ordena asesinar gente como quien pide salchichas, y por lo tanto, me preocupa que esté maquinando separarme la cabeza del cuerpo como hizo con Madeleine Delarrochel porque me impediría volver a lucir collares.

—¿Cómo puede hilar una sandez tras otra?

—Tengo la mejor maestra y me estoy esforzando por quitarle hierro a la situación, dado que no es mi costumbre pedir que se asesine a un ser humano, por muy nazi que sea.

—En cierto modo resulta compresible; a mí tampoco me gusta ponerme trágico cuando se trata de ejecutar a nadie por mucho que se lo merezca. ¿Dónde se encuentra ahora ese hombre?

—En una casa que ha convertido en una especie de laboratorio a orillas del mar, veinte kilómetros al norte de Ciudad del Cabo.

—Ciudad del Cabo —repitió visiblemente desanimado su interlocutor—. ¿Tiene una idea de lo arriesgado que significa atentar contra un blanco en Sudáfrica? Esos malditos racistas disponen de una de las policías más eficientes del mundo.

—Falta les hace con las atrocidades que cometen —reconoció Irina Dogonovic para inquirir casi de inmediato—: ¿Acaso no cuentan con colaboradores en Ciudad del Cabo? Que yo sepa hay judíos por todas partes.

—Sí, naturalmente que contamos con colaboradores, pero dudo que estén preparados para llevar a cabo una operación de semejante envergadura; necesitaré más tiempo.

—¿Cuánto?

—Por lo menos un mes.

—En ese caso le llamaré dentro de un mes.

—De acuerdo, pero antes de irse tiene que responderme a una pregunta que desde hace un rato me ronda por la cabeza porque creo que he empezado a atar cabos: ¿todo esto no tendrá algo que ver con un combustible supuestamente inagotable sobre el que estuvo trabajando la marina alemana durante la guerra?

—No tengo ni la menor idea.

—Está mintiendo y no le culpo, pero me gustaría que entendiera que, si ese es su verdadero objetivo, sería muy conveniente que uniéramos nuestras fuerzas. A todos nos interesa ese tipo de combustible.

—Es de suponer… —fue la tranquila respuesta de Irina Dogonovic—. Pero a unos les interesa para una cosa, y a otros para otra.

—No importa para lo que se utilice, sino que proporcione energía.

—Se puede emplear tanta energía en hacer el amor como en matar a alguien a palos, y no es lo mismo. Con todos los respetos le aclararé que lo último que desearía en este mundo es compartir mis conocimientos con cualquier gobierno, especialmente el suyo.

—¿Acaso también es antisemita?

—¡En absoluto! Pero les respeto y admiro en la misma medida en que les temo, y por lo tanto, podremos hacer cosas juntos, pero no revueltos.