VII

LA SEÑORITA MACKENZIE ABANDONA LOS CEDARS

La petición de su primo parecía seria, su modo de formularla desprendía tanta gravedad que la señorita Mackenzie no pudo evitar pensar en ello durante todo el día. ¿De qué querría hablarle con aquel tono tan solemne y peculiar? La posibilidad de una propuesta de matrimonio pasó, sin duda, por su mente, y la inquietó, pero sin más; esa idea no se fijó en su cabeza y no la empujó a decidir la respuesta que daría en el caso de recibir semejante proposición. Temía permitirse pensar en semejante conjetura y prefirió no pensar en ello, no sin dificultad, por cierto, y sin embargo, con mucha voluntad para persuadirse de que no necesitaba reflexionar ante semejante suposición. Y no le supuso mucho esfuerzo formularse otra hipótesis. Su primo tenía alguna noticia sobre su dinero y se sentía obligado a informarla, pero habría podido esperar si ella hubiera consentido en permanecer en los Cedars. El asunto del préstamo no se había conducido con diligencia. Esto la disgustaba enormemente, porque le alarmaba la necesidad de discutir la conducta de su hermano con su primo.

Durante todo el día, lady Ball se mostró muy cordial pero distante. A ojos de la anciana dama, Margaret se quedaría si estuviera receptiva a las esperanzas de John Ball. Si la señorita Mackenzie rehusara el enlace que los Ball le hacían el honor de concederle, lady Ball estaba dispuesta a mostrarse muy fría. Después del afecto y la acogida con los brazos abiertos que se le había prodigado, su conducta manifestaría una ingratitud que lady Ball no podría perdonar. Sir John repitió dos o tres veces durante la jornada sus pequeños sarcasmos en contra de las supuestas inclinaciones religiosas de Margaret en Littlebath.

—Estarás contenta de regresar junto al señor Stumfold —dijo.

—Estaré contenta de verle, por supuesto —respondió ella—, pues es un amigo.

—Hay muchas mujeres entre las amistades del señor Stumfold en Littlebath —continuó él.

—Sí, muchas —dijo la señorita Mackenzie, que comprendía perfectamente que estaba abusando de la situación.

—Qué lástima que no pueda tener allí más que una señora Stumfold —gruñó el baronet—; a menudo me sorprendo de que las mujeres puedan ser tan tontas.

—Y yo me sorprendo con frecuencia —dijo la señorita Mackenzie— de que los hombres puedan ser tan ruines.

Finalmente había encontrado el valor, exasperada por el mal humor de sir John.

A la hora habitual, el señor Ball volvió de su trabajo para la cena y en cuanto lo vio, la señorita Mackenzie se inquietó de nuevo. Observó que no se encontraba cómodo, lo cual la inquietó aún más. Mientras hablaba con sus hijas, parecía no prestar atención alguna a lo que decía y saludó a su madre sin comunicarle las últimas noticias sobre la Bolsa.

Margaret se preguntó si era posible que su dinero corriera un grave peligro. En el peor de los casos, no podía haber perdido más de dos mil quinientas libras y podría vivir bastante bien sin ellas. Si su hermano le hubiera pedido aquella suma, ella se la habría dado. Aprendería a ver aquel préstamo como un regalo y evitaría así atormentarse por esa cuestión.

Todo el mundo bajó a cenar; todos tomaron el té, el té fue retirado y John Ball se levantó. Durante el té, ni él ni la señorita Mackenzie tomaron la palabra y, cuando ella se dispuso a seguirle, hubo una solemnidad en su maniobra que debió resultar ridícula para aquellos que sabían qué estaba por suceder. En todo caso, se debe suponer que lady Ball estaba al corriente y, cuando vio a su sobrina de mediana edad salir lentamente de la estancia detrás de su hijo, también de mediana edad, a fin de que la petición de matrimonio pudiera hacerse en las mejores condiciones posibles, creo que ella se percató de la cómica naturaleza de la situación. Sin embargo, continuó tejiendo su labor de punto muy seria, y ni siquiera intentó cruzar su mirada con la de su marido.

—Margaret —dijo John Ball tras cerrar la puerta del despacho—; tal vez sea mejor que te sientes.

Entonces ella se sentó y él tomó asiento frente a ella, pero no lo bastante cerca como para gozar del privilegio de un pretendiente.

—Margaret, no sé si habrás adivinado el motivo por el que quiero hablarte, pero sería mejor para mí.

—¿Es algo referente al dinero? —preguntó ella.

—¿El dinero? ¿Qué dinero? ¿El dinero que le has prestado a tu hermano? ¡Claro que no!

En ese instante, creo yo, Margaret adivinó.

—No tiene nada que ver con el dinero —dijo antes de exhalar un suspiro.

Hubo un momento en el que pensó pedirle a su madre que hiciera la proposición en su lugar, y ahora se arrepentía de no haberlo hecho.

—No, Margaret, quiero hablarte de otro asunto. Creo que conoces a la perfección mi situación.

—¿A qué te refieres, John?

—Yo soy pobre; teniendo en cuenta mi familia numerosa, soy pobre. Poseo entre ochocientas y novecientas libras de renta y, cuando mi padre y mi madre ya no estén, disfrutaré de casi el doble. Pero tengo nueve hijos y debo mantener una posición, por lo que a veces se me hace muy difícil, te lo puedo asegurar.

Entonces se interrumpió, como si esperara que ella dijese algo, pero nada tenía que decir así que continuó.

—Jack está en Oxford, como sabes, y me gustaría que gozara de todas las oportunidades que una buena educación le puede proporcionar. A mí no me sirvió de mucho, pero quizá para él sea más venturoso. Cuando muera mi padre creo que venderé esta propiedad, pero no estoy aún totalmente decidido, dependerá de las circunstancias. En cuanto a mis hijas, ya has visto que hago todo lo posible por instruirlas.

—Parecen muy bien educadas. No podrías haberlo hecho mejor.

—Son buenas niñas, muy buenas niñas, al igual que Jack es un buen muchacho.

—Quiero a Jack con todo mi corazón —dijo la señorita Mackenzie, que estaba ya casi decidida a que Jack Ball heredara la mitad de su fortuna, pues la otra mitad sería para su sobrina Susanna.

—¿Es eso verdad? Me alegra saberlo.

Y una lágrima humedeció el rabillo del ojo de su padre.

—Y también quiero mucho a las niñas —dijo Margaret—. Resulta agradable la sensación de saber que en la familia hay alguien a quien querer. Espero que algún día se encuentren con Susanna porque es una niña encantadora, realmente adorable.

—Espero que así sea —dijo el señor Ball, pero sin mostrar mucho entusiasmo en la manifestación de esta esperanza.

Luego se levantó de su silla y recorrió la estancia.

—A decir verdad, Margaret, no vale la pena andarse por las ramas. Lo que tengo que decirte no podré hacerlo mejor por más que lo demore. Quiero que seas mi esposa y la madre de mis hijos. Te aprecio más que a ninguna otra mujer desde que perdí a Rachel, pero jamás habría osado hacerte esta proposición si no gozaras de una fortuna personal. No podría casarme si mi futura esposa no tuviera dinero y no me casaría jamás con una mujer a la que no pudiera amar, por muy rica que esta fuera. ¡Hecho! ¡Ahora ya lo sabes todo! Supongo que no me he declarado como debiera, pero si eres la mujer que yo pienso, eso carece de importancia.

Por mi parte, creo que expresó muy bien lo que tenía que decir. No sé cómo podría haberlo hecho mejor. No sé cómo habría podido, con otras palabras, persuadir mejor a aquella a quien se dirigían. Si hubiera hablado de su amor con desmesura, si no hubiera hablado de su pobreza o hubiera evitado hablar de su fortuna, ella habría predispuesto inmediatamente su corazón contra él. En este caso, había hecho nacer en su alma tal estado de confusión que fue incapaz de responderle en el acto.

—Sé, continuó, que no tengo gran cosa que ofrecerte.

Se había sentado de nuevo y dirigía su mirada al suelo mientras hablaba.

—No es eso, John —respondió ella—; tienes mucho más que dar de lo que yo tengo derecho a esperar.

—No. Lo que te propongo es una vida de preocupaciones infinitas. Lo sé perfectamente. Es muy bonito hablar de una propiedad y de una gran casa y, si aceptas casarte conmigo, quizá podamos mantener en pie esta vieja morada y amueblarla de nuevo. Mi madre tiene un muy alto concepto del título, pero para mí no es más que una molestia cuando no se dispone de la fortuna que debería acompañarlo, y no creo que te causara placer hacerte llamar lady Ball. No tendrías más que una vida de preocupaciones e inquietudes, y no podrías disponer más que de la mitad de lo que ahora tienes a tu disposición. Sé muy bien todo esto y he reflexionado mucho sobre ello antes de decidirme a hablar contigo. Pero, Margaret, tendrías deberes aquí, que en sí mismos, serían agradables para ti, al menos así lo creo. Sabrías qué hacer de tu vida y serías inestimable para muchas personas que te quieren de todo corazón. Por lo que a mí respecta, no he conocido jamás a otra mujer por la que me haya decidido a proponerle que sea la madre de mis hijos.

Susurró todo ello con la mirada baja, con voz pausada y lánguida, como si cada frase fuera la última. Luego se detuvo, la contempló un momento, para dejar caer de nuevo sus ojos hacia el suelo.

Margaret era, por supuesto, bien consciente de que debía darle una respuesta, pero no estaba en absoluto preparada para darle una favorable. Creía saber incluso que no podía casarse con él, porque no había surgido en ella el sentimiento de amor, de ese tipo de amor que se le debe a un esposo. Se dijo a sí misma que debía rechazar su proposición; pero necesitaba tiempo y, por encima de todo, deseaba encontrar las palabras adecuadas para que aquella negativa no le resultara dolorosa. Su voz pausada y lánguida, unida al honesto discurso de sus problemas, de los que ella participaría si decidiera compartir su suerte, le había llegado más hondo que cualquier promesa de amor.

Cuando él habló de las pesadas responsabilidades a las que debía enfrentarse si se convertía en su esposa, casi le había hecho pensar que haría bien en casarse con él aunque no le amara.

—No sé qué responder, me has cogido por sorpresa —dijo ella.

—No es necesario que me respondas ahora —contestó él—. Puedes reflexionar sobre ello.

Como no añadió nada más, presumió que ella aceptaba su proposición.

—Ahora no te extrañarás de mi insistencia en retenerte aquí o de que mi madre también lo deseara.

—¿Lady Ball está al corriente? —preguntó.

—Sí, mi madre lo sabe todo.

—¿Qué le debo decir?

—¿Soy yo quién te lo debe aconsejar, Margaret? Rodea su cuello con tu brazo y dile que serás su hija.

—No, John, no puedo hacerlo, y quizá debería decirte ahora que no creo que sea posible jamás. Todo esto me ha sorprendido de tal manera que no sé qué decir, y tengo miedo ile causarte una falsa impresión. Quizá debería decirte desde ahora mismo que es imposible.

—No, Margaret, no. Es mejor que reflexiones. No hay nada de malo en ello.

—Sería algo malo si te sintieras decepcionado.

—Ciertamente me sentiría decepcionado si decidieras rechazarme, aunque el daño no sería mayor si lo hicieras la próxima semana en lugar de hoy. Pero espero que no decidas rechazarme.

—¿Entonces, qué debo hacer?

—Puedes escribirme desde Littlebath.

—¿Y cuándo debo escribirte?

—En el momento en que tomes la decisión. Pero, Margaret, no resuelvas demasiado rápido rechazarme. No sé si servirá de algún modo a mi causa prometerte que te amaré tiernamente.

Y pronunciando estas palabras, le tendió la mano y ella la tomó; permanecieron así, mirándose a los ojos, como dos jóvenes enamorados podrían haberlo hecho, como podrían haberse mirado el hijo del señor Ball y la hija de Margaret, si ella se hubiera casado joven y hubiera tenido hijos. ¡A pesar de todas aquellas aburridas cuestiones monetarias a las cuales consagraba su vida, aún cabía en él un resquicio de romanticismo!

Pero ¿cómo podría salir de aquella estancia? Semejante Julieta no podía pasarse toda la noche mirando a los ojos de su viejo Romeo. Y, sabiendo que lady Ball estaba al corriente de todo el asunto, ¿cómo debía comportarse al enfrentarse con ella cuando se reencontraran en el saloncito? ¿Y cómo debía actuar ante los niños que allí la esperaban? Y ese pretendido suegro, a quién tanto temía, y siendo sincera, tanto detestaba, ¿estaría al corriente y le lanzaría sus malintencionadas chanzas? Su pretendiente debería haberle abierto la puerta pero en lugar de esto, desde que ella había retirado la mano de la suya, se había colocado de nuevo delante de la chimenea, contra la cual se apoyó sin decir una palabra.

—Supongo que es imposible que me acueste sin antes verlos —dijo ella.

—Creo que deberías ver a mi madre, de lo contrario te sentirás incómoda mañana por la mañana.

Entonces abrió ella misma la puerta y se deslizó con paso tembloroso hasta el pequeño salón. Le costó un gran trabajo persuadirse a sí misma de abrir la segunda puerta, pero cuando lo hizo, sintió un gran alivio al ver que su tía se encontraba sola en la sala.

—¿Y bien, Margaret —dijo la anciana dama mientras avanzaba hacia ella—, y bien?

—Querida tía, no sé qué decirle. No sé lo que usted quiere.

—Quiero escucharla decir que ha aceptado casarse con John.

—Pero no he consentido. ¡Comprenda que todo esto ha sido muy repentino, tía!

—Sí, sí, lo entiendo. Usted no puede decirle tan ligeramente que va a casarse con él, pero a mí me lo puede decir tranquilamente.

—Se lo habría dicho al instante si hubiera tomado una decisión. ¿Cree usted que me gustaría mantenerlo en suspenso en un asunto tan serio? Si me sintiera capaz de amarle como se debe amar a un esposo, se lo habría dicho de inmediato. De inmediato.

—¿Y por qué no le ama como se debe amar a un esposo? ¿Por qué no?

Y planteando esta pregunta, lady Ball se mostró casi imperiosa en su vehemencia.

—¿Por qué no, tía? No es fácil responder a esa pregunta. Una mujer no puede explicar por qué no ama a un hombre, ni tan siquiera por qué lo ama. Vea usted, ha sido todo tan repentino. Nunca había pensado en él de esa manera.

—Le conoce desde hace alrededor de un año y viven ustedes en la misma casa desde hace tres semanas. Debe estar ciega si no se ha dado cuenta de que él siente un gran afecto por usted; sería la única persona de la casa que no lo hubiera advertido.

—No he reparado en ello en absoluto, tía.

—Quizá le asustan las responsabilidades —dijo lady Ball.

—Las temo, cierto, pero no son la única razón de mi indecisión. Intentaría hacerlo lo mejor posible.

—Y la idea de vivir en la misma casa que sir John y yo le desagrada.

—En absoluto; usted ha sido siempre muy buena conmigo y, en cuanto a mi tío, sé que no lo hace con maldad. Esa perspectiva no me inspira temor alguno.

—La realidad, supongo, Margaret, es que no le gustaría renunciar a su dinero.

—Eso es injusto, tía. No creo que me preocupe por mi dinero más de lo que lo hace cualquier otra mujer.

—Entonces, ¿cuál es el motivo? Él puede ofrecerle una condición social más elevada de lo que usted tendría derecho a esperar. Como lady Ball, usted se equipararía en todos los sentidos a su prima lejana, lady Mackenzie.

—Eso no tiene nada que ver, tía.

—Entonces, ¿cuál es el motivo? —preguntó de nuevo lady Ball—. Supongo que no tendrá ninguna objeción en ser la esposa de un baronet.

—¿Y si no le amo, tía?

—¡Bah! —exclamó la anciana dama.

—Pero no es tan fácil —dijo la señorita Mackenzie—. Ninguna mujer debería casarse si no siente que ama a su futuro esposo.

—¡Bah! —repitió lady Ball.

Las dos mujeres permanecían en pie; como todo el mundo se había retirado a sus habitaciones, la señorita Mackenzie había decidido ir a acostarse directamente sin acomodarse en la sala. Entonces se dispuso a despedirse.

—Ahora, quisiera desearle buenas noches, tía. Aún no he terminado de hacer las maletas y debo levantarme muy temprano.

—No tenga tanta prisa, Margaret. Quiero hablar con usted antes de que nos deje y no tenga oportunidad de hacerlo. ¿Quiere tomar asiento?

Entonces la señorita Mackenzie se sentó muy a su pesar.

—No creo que haya una persona que esté tan próxima a usted como yo, querida, o por lo menos, ninguna mujer. Puedo, pues, por ello, hablarle con más libertad que cualquier otra. Cuando usted dice que no ama a John, ¿quiere decir que… quiere decir que su corazón está ya ocupado?

—No.

—¿Y no quiere decir que usted sueña con desposar a otro?

—No sueño casarme con nadie.

—¿O que usted ama a otro hombre?

—Tía, este interrogatorio está yendo demasiado lejos.

—Entonces, ¿hay otro?

—No, nadie. Lo que he dicho a propósito de John, no ha sido porque tenga sentimientos por otro hombre.

—Entonces, querida, creo que una pequeña conversación entre nosotras podría arreglar este acuerdo. Estoy convencida de que usted no duda de la palabra de John cuando dice que la ama con todo su corazón. En cuanto a su amor por él, llegará, por supuesto. No es como si ustedes fueran un par de jovencitos que actuaran como dos tortolitos. Obviamente se tienen que gustar y a cada uno de ustedes debe complacerle la compañía del otro, y no tengo duda alguna de que esto ocurra. Naturalmente, pasaremos mucho tiempo juntas, usted y yo, y me agrada mucho usted. Desde hace tiempo intento demostrárselo, Margaret.

—Es usted muy amable, tía.

—Muy bien, en cuanto a su amor por él, ciertamente creo que no hay duda. Entonces, querida, pasemos a la otra parte del acuerdo, el dinero y todo eso. Si usted tuviera hijos, su fortuna pasaría a ellos; al menos podría arreglarse si usted así lo reclamara. No obstante, ya que su fortuna la ha recibido por parte de los Ball, y como dicho dinero estaba destinado a mantener el honor del título, probablemente usted no se mostraría demasiado intransigente con esa cuestión. Espere, querida, déjeme terminar antes de hablar. Confío en que sopesará mis palabras y que recordará que su dinero le ha venido por parte de los Ball. Fue ese un duro golpe para John, téngalo en cuenta. ¡Piense en la pesada carga que comportan sus hijos y el buen trabajo que ha hecho con ellos!

—Pero mi tío Jonathan murió y legó su dinero a mis hermanos antes de que John se casara. De eso hace veinticinco años.

—¡Lo recuerdo perfectamente, querida! John acababa de comprometerse con Rachel y el matrimonio fue aplazado a causa de la gran crueldad del testamento de Jonathan. No la acuso a usted, por supuesto.

—No tenía más que diez años, y el tío Jonathan no me dejó ni un penique. Mi dinero proviene de mi hermano y, según tengo entendido, es casi el doble de la suma que recibió del hermano de sir John.

—Es posible, pero John la habría duplicado al igual que Walter Mackenzie. Lo que quiero decir es que, ya que usted goza del dinero que en circunstancias normales hubiera recaído sobre John, y que le pertenecería actualmente si no se hubiera cometido una gran injusticia…

—Cometida por un Ball, no por un Mackenzie.

—Eso no cambia absolutamente nada. Sus sentimientos deberían ser los mismos a pesar de todo. Por supuesto, el dinero le pertenece y usted puede hacer con él lo que más le agrade. Puede dárselo al joven señor Samuel Rubb si eso le hace ilusión. (¡Vieja estúpida!). Pero pensará, creo, que debe reparar semejante injusticia ya que está en su mano poder hacerlo. La oportunidad perfecta se le ha presentado. Cuando el pobre sir John nos deje, se convertirá usted en lady Ball, será la dueña de esta casa y tendrá su propio carruaje. (¡Rematadamente estúpida!). Y vivirá rodeada de sus amigos y parientes, en lugar de estar sola en una villa como Littlebath que debe resultar, imagino, muy triste. Obviamente, tendría ciertas obligaciones para con esos queridos niños, pero… no tengo tan mala opinión de usted, Margaret, como para suponer, ni tan siquiera por un instante, que usted pueda echarse atrás por ello. Solo un momento y ya termino. Creo que le he dicho cuanto tenía que decir, por ahora, pero comprendo perfectamente que cuando John se dirigió a usted, no le diera inmediatamente una respuesta favorable. Es mejor dejarlo para mañana. Pero nada le impide confiarse a mí, y ciertamente creo que podría concederme el placer de anunciarme que mis deseos serán cumplidos.

Es sorprendente el daño que una anciana mujer puede ocasionar cuando se pone manos a la obra y cuando cree poder imponerse gracias a su propia elocuencia. Lady Ball tenía tal confianza en su prestigio, en su título, en su carruaje y en sus caballos, y en todo el resto, y había juzgado tan mal los maneras habitualmente pacíficas de Margaret, que creía estar forzando a su sobrina a aceptar inmediatamente por el simple poder de su discurso. El resultado fue, sin embargo, exactamente el contrario. Si la señorita Mackenzie se hubiera quedado a solas tras su conversación con el señor Ball, si se hubiera acostado justo después de su proposición matrimonial, sin ver perturbada la visión del deber de sacrificio que había suscitado su exposición sin florituras, si se le hubiera permitido abandonar la casa y reflexionar sobre la cuestión sin más argumentos que aquellos que él había expuesto, creo que ella habría aceptado. Pero ahora se rebelaba contra ese proyecto. Su conciencia, normalmente tan nítida, a duras penas le permitía ahora distinguir con claridad la diferencia entre madre e hijo. ¡Ambos querían que formara parte de la familia porque creían tener derecho sobre su fortuna, y las tentaciones con las cuales ellos esperaban inducirla a cumplir con su deber eran un maldito título y una vieja calesa! ¡No! ¡La perspectiva del deber de sacrificio desapareció! Había dudado hasta ese momento, pero ahora, ya no cabía duda.

—Creo que me voy a acostar, tía —dijo muy calmada—. Escribiré a John desde Littlebath.

—¿Y no puede evitarme esta incertidumbre?

—Está bien, si así lo desea, sé que debo rechazar la propuesta. Siento no habérselo dicho inmediatamente, así se habría acabado todo.

—¿No querrá decir que su decisión está tomada?

—Ciertamente sí, tía. Cometería un grave error si me casara con un hombre al que no amo. En cuanto al dinero, tía, tengo que decirle que, bajo mi punto de vista, está usted equivocada.

—¿Equivocada?

—Piensa usted que tengo el deber de reparar un error que, según usted, cometió el hermano de sir John. No creo que yo tenga obligación moral alguna. El tío Jonathan legó su dinero a los hijos de su hermana en lugar de hacerlo a los hijos de su hermano. Si John hubiera heredado su dinero, usted no habría permitido que tuviéramos voz y voto por el hecho de ser sus sobrinos.

—Habría sido diferente.

—Bien, tía, estoy muy cansada; si me lo permite me voy a acostar.

—Por supuesto.

Fue todo menos una despedida sinceramente afectuosa la que protagonizaron tía y sobrina entonces, y la señorita Mackenzie se fue a la cama con la firme resolución de no convertirse en lady Ball.

Habían acordado desde hacía ya tiempo que el señor Ball acompañaría a su prima en tren hasta Londres y, aunque dicho acuerdo resultaba un poco inoportuno bajo las actuales circunstancias, no había excusa alguna para cambiar los planes. Durante el desayuno nadie evocó la escena de la víspera. De hecho, nadie pudo hablar cómodamente dado que estaba presente toda la familia, incluidos Jack y las niñas. Lady Ball se mostraba muy calmada y digna, pero la señorita Mackenzie advirtió que su tía la llamaba ahora «Margaret» y no «querida» como acostumbraba. Muy poco fue lo que se habló, y no mucho más lo que se comió.

—Y bien, ¿cuándo volverá a visitamos? —preguntó sir John cuando Margaret se levantó al escuchar que el carruaje la esperaba.

—Quizá usted y mi tía quieran visitarme en Littlebath —respondió la señorita Mackenzie.

—No, no creo que ocurra tal cosa —dijo sir John.

Luego ella les dio un beso a las niñas dejando a Jack para el final.

—Quisiera darte un beso a ti también —le dijo ella.

—No veo la menor objeción —respondió Jack—. No me quejaré por ello.

—¿Vendrás a verme a Littlebath? —preguntó ella.

—Por supuesto, si usted me invita.

A continuación acercó la cara hacia su tía y lady Ball la autorizó a rozar su mejilla. Lady Ball no había perdido aún del todo la esperanza pero juzgó que lo mejor era hacer alarde de una gran dignidad en su compostura y manifestar cierto disgusto. Aún creía que podría, por miedo, obligar a Margaret a aceptar aquella unión.

La estación estaba a tan solo dos millas y, para dicho trayecto, el señor Ball y Margaret tomaron asientos contiguos en el carruaje. Él no dijo nada de su proposición antes de llegar a las inmediaciones de la estación, y no pronunció entonces más que una palabra:

—Decide aceptar, Margaret, si puedes.

—Me temo que no podré hacerlo —respondió ella.

Pero habló en un tono tan bajo que no creo que él la escuchara. Hasta Londres el tren iba prácticamente lleno y John no tuvo ocasión de hablar. Pero tampoco lo deseaba. Había dicho cuanto tenía que decir y estaba casi satisfecho de saber que recibiría una respuesta definitiva no en persona sino por carta. Su madre le había hablado aquella mañana haciéndole comprender que estaba muy disgustada con Margaret, pero no había dicho nada que pudiera desalentar las esperanzas de su hijo.

—Aceptará, por supuesto —había afirmado lady Ball—, pero las mujeres como ella no se cansan nunca de actuar con tanta parafernalia.

—Pienso que su comportamiento de ayer fue admirable había dicho su hijo.

En Londres, ya en la estación, la acompañó hasta el coche de punto que debía llevarla a Gower Street, y estrechando su mano a través de la ventana, repitió las mismas palabras.

—Decide aceptar, Margaret, si puedes.