XIV
JUNTO AL LECHO DE TOM MACKENZIE
Existía un edicto stumfoldiano, cuya severidad se asemejaba al extremismo de los medos y los persas, que decretaba que a ningún stumfoldiano residente en Littlebath le estaba permitido recibir correo los domingos. Y también existía un precepto en concordancia por parte del Jefe General de Correos —o, más bien, un privilegio otorgado por dicho funcionario—, según el cual a los stumfoldianos, y otras facciones sabatarias[28], se les había conferido el poder de prohibir a los mensajeros que contaminasen sus aldabas en particular los domingos por la mañana. La señorita Mackenzie había cedido con facilidad ante este hecho, al no observar nada inapropiado en el edicto, y al no preocuparse mucho por sus cartas dominicales. Como resultado, recibía los lunes por la mañana aquellas misivas que debía recibir los domingos, y este lunes en particular recibió un mensaje cuyo retraso tuvo grandes consecuencias. En él se le comunicaba que su hermano Tom se estaba muriendo, y se le rogaba que llegase a Londres ese mismo lunes a la hora más temprana que resultase viable. El señor Samuel Rubb junior, que había escrito dicho mensaje en Gower Street, desconocía los edictos sabáticos de los stumfoldianos.
«Es un tumor interno —decía el señor Rubb—, y le ha estado causando molestias desde hace tiempo, aunque no ha dicho nada al respecto. Ahora la enfermedad ha dado la cara, y los doctores dicen que no tiene posibilidades de supervivencia. Suplica que acuda junto a él, pues tiene mucho que decirle. La señora Tom le habría escrito, pero se encuentra tan abstraída, y tan fuera de sí, que me ruega le comunique que no se siente capaz; no obstante, espero que esta carta no sea menos bienvenida al estar escrita por mí. La habitación trasera de la primera planta estará disponible para usted como si fuese la suya propia. Estaré esperándola en la estación el lunes, si me notifica en qué tren hará su llegada».
Tales noticias las recibió Margaret durante el desayuno el lunes por la mañana, después de tomar asiento un poco más temprano de lo habitual con el fin de que los restos del té pudiesen ser retirados y hacer sitio para el señor Maguire.
Naturalmente, debía dirigirse a la ciudad en el acto, en el primer tren disponible. De inmediato comprendió que debía telegrafiar un mensaje, pues habrían esperado recibir noticias suyas aquella misma mañana. Se hizo con la guía de la compañía ferroviaria y observó que el expreso de primera hora ya había salido. Había, sin embargo, un tren a mediodía que llegaría a Paddington[29] por la tarde. Acto seguido se puso su bonete y encaminó sus pasos hacia la oficina de telégrafos encargando a su doncella que, si alguien iba a visitarla, debía explicarle que había recibido noticias urgentes que la obligaban a marcharse a Londres. A su regreso descubrió que él todavía no había hecho acto de presencia, por lo que su única esperanza fue que no apareciese hasta que ella ya hubiese partido. Sería, claro está, imposible, en un momento como ese, dar ninguna clase de respuesta a una proposición como la que le había hecho el señor Maguire.
Al fin se presentó, y cuando la doncella le transmitió el mensaje en la puerta, la mandó escaleras arriba pidiendo ansiosamente permiso para verla aunque solo fuese durante un instante. Ella no podía negarse, por lo que bajó para reunirse con él en el salón, luciendo ya mantón y bonete.
—Queridísima Margaret —dijo—, ¿qué ocurre? —Y le tomó ambas manos.
—He recibido un mensaje informándome que mi hermano, que reside en Londres, se encuentra muy enfermo… que se está muriendo, y debo acudir junto a él.
Él todavía asía sus manos entre las suyas, muy próximo a ella, como si algún derecho especial le asistiese para ofrecerle consuelo.
—¿Puedo acompañarla? —preguntó—. Permítamelo; permítame hacerlo.
—Oh, no, señor Maguire; es imposible. ¿Qué podría hacer usted? Me dirijo a casa de mi hermano.
—¿Pero acaso no tengo derecho a serle de ayuda en un momento como este? —inquirió.
—No, señor Maguire; ningún derecho. Al menos no lo tiene de momento.
—¡Oh, Margaret!
—Seguro que comprende que no puedo hablar de algo así bajo estas circunstancias.
—Pero estará fuera durante un largo periodo de tiempo.
—No sabría decirle.
—¡Oh, Margaret!, ¿acaso va a dejarme sumido en esta incertidumbre? Tras rogarme que esperase durante quince días, ¿va a marcharse ahora sin decirme que será mía a su vuelta? Una sola palabra bastará.
—Señor Maguire, le ruego encarecidamente que me disculpe.
—Una palabra, Margaret; una sola palabra —y seguía asiéndola.
—Señor Maguire —dijo ella, apartando su mano de él—. Me sorprende usted. Le manifiesto que mi hermano se está muriendo y usted se aferra a mí, y espera que le ofrezca una respuesta sobre una fruslería. Tenía la creencia de que era usted más varonil.
Mientras retrocedía un paso observó un destello en sus ojos; le suplicó su perdón, y murmurando algo sobre la esperanza de tener pronto noticias suyas, se despidió. ¡Pobre hombre! No entiendo por qué no le aceptó en ese instante, habiendo tomado ya la decisión de hacerlo. Y para él, ante sus acreedores, y en la situación en que se encontraba, ¡cualquier certeza sobre este asunto habría supuesto una gran diferencia!
En la estación de Paddington, la señorita Mackenzie fue recibida por su otro pretendiente, el señor Rubb. El señor Rubb, sin embargo, jamás se había declarado aspirante a tal puesto, y tampoco lo hizo en esa ocasión. Su conversación en el coche de pronto giró por entero sobre la cuestión del estado de su hermano, o casi. Parecía no existir esperanza alguna. El señor Rubb lo expuso muy claramente. En cuanto al tiempo que le quedaba, el médico no había dicho nada cierto; pero había manifestado que podía tener lugar cualquier día. El paciente jamás volvería a abandonar su lecho; pero dado que su constitución era fuerte, podría permanecer en su estado durante semanas. No sufría mucho dolor o, en cualquier caso, no se quejaba mucho. Pero se sentía muy triste. Entonces el señor Rubb dijo algo más.
—Me temo que piensa en su esposa e hijos.
—¿No quedará nada para ellos del negocio? —preguntó la señorita Mackenzie.
Al principio, el socio junior meneó la cabeza, sin decir nada. Transcurridos unos cuantos minutos, dijo en voz baja:
—Si acaso hay algo, será muy poca cosa… muy poca cosa.
La señorita Mackenzie se alegró de no haber hecho ninguna promesa definitiva al señor Maguire. Ahora parecía existir para ella una tarea que llevar a cabo en el mundo que haría completamente innecesario que buscase un esposo. Si la viuda de su hermano se quedaba sin un penique, con siete hijos bajo su cuidado, ya no existiría duda alguna sobre qué debía hacer con su dinero. Quizás la única persona en el mundo que le disgustaba de una manera cordial era su cuñada. Verdaderamente no conocía a ninguna otra dama cuya compañía le resultase tan desagradable. Pero si las cosas estaban tal y como el señor Rubb las describía, no albergaba ninguna duda sobre cuáles eran sus obligaciones. Se había conducido de manera muy acertada al posponer aquel lunes su respuesta al señor Maguire.
Encontró a su cuñada en el salón comedor, y la señora Mackenzie, naturalmente, la recibió entre un mar de lágrimas.
—Creí que llegaría en el primer tren, Margaret.
Por tanto, Margaret se vio forzada a explicar todo sobre la carta y los preceptos existentes los domingos en Littlebath; y la señora Tom, siendo estúpida como era, fue incapaz de entenderlo y persistió en su agravio, declarando que Tom se estaba muriendo a base de decepciones.
—Y además está el doctor Slumpy, que acaba de marcharse, y que no me ofrece ni una sola palabra de consuelo… ni siquiera para decir cuándo ocurrirá el desenlace. Supongo que querrá cenar antes de subir a verle. En lo que respecta a nosotros, durante estos días no hemos tomado nada a estas horas, o al menos nada de manera regular; pero, naturalmente, usted debe ser atendida.
La señorita Mackenzie simplemente se quitó el bonete y el mantón, y se declaró dispuesta a subir en cuando su hermano estuviese preparado para verla.
—La preocupación por el dinero ha sido la causante de todo, Margaret —dijo la esposa—. Desde el día en que fue leído el sorprendente testamento de Walter, no ha vuelto a ser él mismo ni por un instante. Claro está, él no ha hecho demostración alguna de ello en su presencia, pero jamás ha vuelto a ser él mismo.
Margaret se giró en seco sobre su cuñada en las escaleras.
—Sarah —dijo, y entonces se detuvo—. No importa; es natural, sin duda, que lo sienta así; pero hay momentos y lugares en que los sentimientos de uno deben ser refrenados.
—Todo eso está muy bien —exclamó la señora Mackenzie—; no obstante, sin embargo, si hace el favor de esperar aquí, iré yo primero junto a él.
Pocos minutos después, la señorita Mackenzie se encontraba junto al lecho de su hermano, sosteniendo su mano entre las suyas.
—Sabía que vendrías, Margaret —dijo.
—Por supuesto; ¿quién lo había puesto en duda? No tiene importancia, pues ya estoy aquí.
—Tan solo he dicho que la esperábamos en el primer tren —dijo la señora Tom.
—El tren es lo de menos siempre y cuando haya venido —replicó Tom—. ¿Sabes en qué estado me encuentro, Margaret?
Entonces Margaret enterró el rostro entre la ropa de cama y lloró, y la señora Tom, que también lloraba, se escondió tras las cortinas.
No se dijo en ese momento palabra alguna sobre el dinero o los problemas que arrastraba el negocio, y al cabo de un rato las dos mujeres bajaron a tomar el té. En el salón comedor encontraron al señor Rubb, que parecía encontrarse como en su propia casa. A Margaret le fue servida carne fría para la cena, y todos tomaron asiento para dar cuenta de una de esas tristes comidas que tienen lugar en aquellas casas donde se halla un enfermo, y que cualquiera que desconociese ese hecho consideraría de lo más afortunada. Para Margaret la situación no era novedosa. Toda su vida, desde que podía recordar, salvo el último año, la había pasado cuidando de su otro hermano; y ahora, encontrarse junto al lecho de un paciente le resultaba lan natural como el mismo aire que respiraba.
—Pasaré esta noche junto a él, Sarah, si me lo permite —dijo; y Sarah accedió.
Aún era pleno día cuando ya se encontraba en su puesto. La señora Mackenzie acababa de abandonar la estancia para bajar a reunirse con sus hijos, diciendo que volvería antes de dejarle hasta la mañana siguiente. El inválido protestó ante esto, rogándole a su esposa que se fuese a la cama.
—Lleva la misma ropa desde hace una semana —dijo el esposo.
—Qué importancia tiene mi vestimenta —exclamó la señora Tom, todavía entre sollozos. No paraba de llorar cuando se encontraba en la habitación del enfermo, y no paraba de refunfuñar cuando no lo estaba; así obedecía a los dos diferentes requerimientos intrínsecos a su naturaleza. El problema, sin embargo, quedó resuelto tras la promesa por su parte de que se iría a la cama, para así poder levantarse temprano.
Existen mujeres que parecen obtener un placer absoluto en prepararse para sus obligaciones junto al lecho de un hombre enfermo. Por regla general comienzan sus actividades dejando a un lado cualquier clase de ficticio encanto femenino, exhibiendo unos modales estrictos, inusuales y nada seductores. A pesar de seguir mostrándose amables —quizás más amables en sus gestos que nunca antes—, hay una determinación en todo lo que llevan a cabo muy distinta a su habitual forma de actuar. El hombre enfermo, que no lo está tanto como para no poder sopesar el asunto, se siente como si fuese un bebé, que observa cómo la enfermera le saca de su cuna, le da palmaditas en la espalda, le alimenta, y que vuelve a tumbarle en su pequeña camita, todo llevado a cabo sin excesiva violencia y tiranía, pero a pesar de ello con una cierta conciencia de omnipotencia en lo que respecta a esa criatura. La vitalidad del hombre se desvanece, y él, en su estado de postración, impedido de realizar cualquier esfuerzo espontáneo por causa de las características propias de su condición, se siente más mujer que esa propia dama. Ella, si es que existe alguna otra mujer como nuestra señorita Mackenzie, organiza sus frascos con precisión; sabe exactamente cómo colocar su silla, su lamparita, y su tetera; se coloca su gorro de un modo práctico sobre la cabeza, y se prepara para sus tareas nocturnas con verdadera satisfacción. Y así son las mejores mujeres del mundo, entre las cuales creo que la señorita Mackenzie se ha ganado el derecho a ser tenida en cuenta.
Los hermanos se dedicaron unas cuantas palabras de afecto, pues en momentos como ese el cariño entre hermanos retoma, y todos los distanciamientos propios de la vida quedan olvidados y pasan a formar parte de viejos recuerdos. Él parecía confortado al sentir su mano sobre la cama, y era feliz al pronunciar su nombre, y le hablaba como si hubiese sido la favorita de la familia durante años, en vez del único miembro de ella que había sido desairado y tratado con indiferencia. Pobre hombre, ¿quién podría osar decir que había una pizca de hipocresía o falsedad en todo esto? Y aún así, sin lugar a dudas, el hecho de que Margaret resultase en aquellos momentos la única persona adinerada entre ellos fue lo que hizo que mandase a buscarla y que pensase en ella, mientras yacía ahí en su enfermedad.
Una vez fueron dichas estas palabras de ternura, giró la cabeza sobre la almohada, y reposó en silencio durante un largo rato… cuatro horas, hasta que el sol de la mañana se hubo alzado una vez más, y la luz del día pudo verse de nuevo a través de las cortinas de la ventana. Pocos días habían transcurrido desde el ecuador del verano, y las horas de luz llegaban pronto hasta ellos. De vez en cuando le había echado un vistazo, y cada hora durante la noche se había acercado hasta él para suministrarle la medicación necesaria. Todo lo hacía acorde a un procedimiento innegable, en silencio, pero con la certeza absoluta de que era poseedora de la autoridad suficiente como para asegurarse obediencia. Bajo esas circunstancias, en aquella situación, creo que hasta la señorita Todd hubiese sucumbido ante ella.
Pero una vez la mañana se hubo llevado de aquella habitación la apariencia que imbuye la noche, revelando la parafernalia que acompañaba a la enfermedad de un modo más terrible de lo que lo había sido bajo la luz de la lámpara, el hermano se dio media vuelta nuevamente sobre la almohada, y comenzó a hablar de aquellos asuntos que pesaban sobre su conciencia.
—Margaret —dijo—, me hace muy feliz que hayas venido, pero en cuanto a mi estado, ya no puede serme de ninguna ayuda la llegada de nadie.
—Todo queda en manos de Dios, Tom.
—Sin duda, sin duda —dijo él, tristemente, sin atreverse a discutir un asunto como ese con ella y, a pesar de todo, sintiendo poco consuelo en su promesa—. También queda el ternero en manos de Dios cuando el carnicero se dispone a golpearle en la cabeza, pero aun así sabemos que la bestia morirá. Los hombres viven y mueren por causas naturales, y no gracias a la intervención de Dios.
—Pero hay esperanza; a eso me refiero. Si a Dios le complace…
—Ah, bueno. No obstante, Margaret, me temo que no le complacerá; ¿y qué voy a hacer con Sarah y los niños?
Esta era una pregunta que no podía ser respondida con cualquier cliché ordinario… con palabras pusilánimes de consuelo sin esperanza. Habiendo sido realizada por él, dirigida hacia ella, demandaba una respuesta muy trascendente, o ninguna respuesta en absoluto. ¿Qué iba a hacer con Sarah y los niños? Quizás se le pasó por la cabeza que Sarah y los niños habían hecho muy poco por ella; que la habían considerado insignificante en aquellos hastiados y lejanos días, en Arundel Street. Y que aquellos días, en realidad, no estaban tan lejanos. Habían transcurrido tan solo doce meses desde que se había sentado junto al lecho de muerte de su otro hermano; desde que se había expresado a sí misma, y a Harry Handcock, el humilde deseo de encontrarse en una situación que alejase de ella cualquier tipo de carencia.
—No hay necesidad de inquietarse por eso, Tom —dijo, tras reflexionar sobre estas cuestiones durante un minuto o dos.
—¿Cómo? ¿Que no me preocupe por ellos? Supongo que desconoces en qué situación se encuentra el negocio. ¿Ha hablado Rubb contigo?
—Hizo algún comentario al respecto mientras veníamos hacia aquí en el coche de punto.
—¿Qué dijo?
—Dijo que…
—Bueno, dime ya lo que dijo. Declaró que, si yo fallecía… ¿entonces qué? No debes tener miedo a hablar sobre ello abiertamente, Margaret, dado que todos me han confirmado que tendrá lugar en un mes o dos. ¿Qué afirmó Rubb?
—Dijo que quedaría muy poca cosa del negocio —es decir, para Sarah y los niños—, si te ocurriese algo.
—No espero que reciban nada. Cómo ha sido gestionado el negocio es algo que desconozco. He trabajado en él como un galeote, pero no he sido yo el encargado de llevar la contabilidad, por lo que no estoy al corriente de por qué las cosas nos han ido tan mal. La situación es desesperada… muy desesperada.
—¿Tiene la culpa el señor Rubb?
—De mi boca no saldrá una afirmación como esa; y, cierto es, que si un hombre debe ser culpado, no sería otro que su padre. No diré ni una sola palabra en contra del que tú conoces. ¡Oh, Margaret!
—Deja de preocuparte, Tom.
—Si tuvieses siete hijos, ¿acaso no te inquietarías? Y apenas sé cómo hablar sobre este asunto contigo. Sé que ya hemos dispuesto de una gran cantidad de dinero tuya, alrededor de unas dos mil libras; y me temo que jamás las recuperarás.
—No tiene importancia, Tom; es tuyo, con todo mi corazón. Lo único, Tom, es que si es tan desesperadamente necesario, preferiría que fuese para ti y no para el señor Rubb. ¿Hay algo que pueda hacer para que esa participación en el inmueble sea también tuya?
Se movió inquieto en la cama, dándole a entender que esas palabras le habían perturbado.
—Pero quizás sea mejor no decir nada más sobre ese asunto —se apresuró a decir ella.
—Será mejor que entiendas la situación en su totalidad. La propiedad nos pertenece nominalmente a nosotros, pero se encuentra hipotecada por el total de su valor. Rubb te lo puede explicar todo, si así lo desea. Tu dinero fue utilizado para su adquisición, pero otros acreedores no quedaron conformes al no disponer de fianza. ¡Ah, vaya! Es tan espantoso tener que hablar de todo esto en estas circunstancias.
—Entonces no hables sobre ello, Tom.
—¿Pero qué voy a hacer?
—¿El negocio produce alguna ganancia?
—Sí, para aquellos que trabajan en él; y creo que quedará algo para Sarah… algo, pero será una cantidad muy pequeña. Y si así fuese, la entrega dependerá únicamente del señor Rubb.
—¿Del joven?
—Sí; del que tú conoces.
Se dijeron muchas cosas más, y naturalmente todo el mundo sabrá cómo se dio por finalizada una conversación de dichas características, y entenderá con qué suficientes garantías en cuanto a sus intenciones Margaret prometió que a los siete niños jamás les faltaría de nada. Al tiempo que realizaba tal promesa, hacía cuentas mentalmente. Debía renunciar al señor Maguire. Sobre eso no cabía duda alguna. Debía abandonar toda idea de casarse con nadie y, mientras pensaba en ello, se dijo a sí misma que quizás se estaba librando de un problema. Ya había donado unas cien libras anuales de su renta al negocio de «Rubb y Mackenzie». Si dividía la cantidad restante con la señora Tom, conservando unas trescientas cincuenta libras anuales para ella y Susanna, mantendría, eso creía, su promesa, y aun así preservaría lo suficiente para su propio bienestar y la educación de Susanna. Las perspectivas del joven John Ball, el tercero de su nombre y a quien ella misma se había aleccionado a considerar como heredero, se verían perjudicadas; pero el joven John Ball jamás tendría conocimiento sobre las grandes posibilidades que había perdido. Y en cuanto a vivir bajo el mismo techo que su cuñada Sarah, y compartir su casa y su renta con toda la familia, se había confesado interiormente que nada podría inducirle a hacerlo. Renunciaría a la mitad de todo lo que poseía, y esa mitad sería suficiente para salvar a los hijos de su hermano de la miseria. Al realizar la promesa ante su hermano no dijo nada sobre proporciones y tampoco dijo nada sobre su propia vida en un futuro. «Lo que tengo», dijo, «lo compartiré con ellos y puedes descansar en la seguridad de que no les faltará de nada». Claro está, le dio las gracias como lo hacen aquellos hombres moribundos que arrastran sobre sí cargas como esa; pero mientras lo hacía ella percibió, o al menos creyó hacerlo, que algo más rondaba por su cabeza.
Cuando llegó la señora Tom a relevarla en su puesto para toda la mañana, la señorita Mackenzie se vio obligada a postergar durante un tiempo esa especie de blindaje de enfermera que tan indómita le hacía parecer en el dormitorio de su hermano. En la planta de abajo se encontró con el señor Rubb, que le habló largo y tendido sobre los asuntos de su hermano y sobre el negocio de la tela encerada, expresándose en unos términos que denotaban cuán deseoso estaba de que existiese una confianza absoluta entre ellos dos. Pero ella no dijo ni una palabra sobre la promesa hecha a su hermano; tan solo declaró que el dinero prestado ahora debía ser considerado como un regalo que ella le había hecho personalmente.
—Me temo que eso será inútil —replicó el señor Rubb junior—, pues la cantidad ahora figura como una deuda de la firma hacia usted cuyo plazo ya ha cumplido; y la firma, que le pagaría el dinero si pudiese, no puede realizar el pago al patrimonio de su hermano más de lo que puede realizárselo al suyo.
—Excepto los intereses —dijo la señorita Mackenzie.
—¡Oh, sí! Los intereses pueden ser abonados —exclamó el señor Rubb, pero el tono de su voz no resultaba demasiado prometedor en cuanto a que esos intereses fuesen recibidos con puntualidad.
Aquella noche hizo guardia de nuevo; y al día siguiente, por la tarde, le fue anunciado que un caballero deseaba verla en el salón. Sus pensamientos se dirigieron de inmediato al señor Maguire, y bajó las escaleras dispuesta a mostrarse muy irritada con dicho caballero. Pero al entrar en la estancia se encontró con su primo, John Ball. Lo cierto es que se alegró mucho de verle, dado que, después de todo, pensaba que de todos los hombres y mujeres que conocía, era al que más apreciaba. Él también tenía problemas, pero a ella le agradaba saber que con él, en cualquier caso, ya estaba al tanto de todo lo malo que había que saber. No ocultaba nada… no había nada que temer. Esperaba que pudiesen seguir conociéndose íntimamente como primos. Bajo las circunstancias existentes no podían, naturalmente, ser nada más que eso el uno para el otro.
—Eres muy amable, John —dijo ella, asiendo su mano—. ¿Cómo sabías que estaba aquí?
—El señor Slow me lo ha contado. Me encontraba con el señor Slow para tratar asuntos relacionados contigo. Me temo por lo que he oído que tu hermano se encuentra muy enfermo.
—Realmente muy enfermo, John… no existe esperanza alguna.
Entonces preguntó por su tío y su tía, y por sus hijos, que se encontraban en los Cedars.
Él respondió que se encontraban como siempre, y añadió que a su madre le haría muy feliz que visitase de nuevos los Cedars, aunque suponía que no cabía esperar que dicha visita tuviese lugar.
—Por ahora no, John. Ya ves que aquí estoy de lo más ocupada.
—¿Crees que realmente fallecerá?
—Los médicos así lo confirman.
—Y su esposa e hijos… ¿tendrán un respaldo económico?
Margaret simplemente meneó la cabeza, y John Ball, mientras la observaba, estuvo completamente seguro de que el dinero de su tío Jonathan jamás se abriría paso hacia él, ni hacia sus hijos. Pero era un hombre acostumbrado a las decepciones, y lo soportó con apacible firmeza.
Después procedió a explicarle el asunto que le había llevado a visitarla. Ella le había encomendado algunas disposiciones en relación a una parte de sus propiedades, y venía a anunciarle que cierta compañía ferroviaria quería disponer de algunas casas que le pertenecían, y que debido a una ley del Parlamento[30], estaba obligada a venderlas.
—Pero la ley del Parlamento dispondrá que la compañía ferroviaria pague por ellas, ¿no es así, John?
Con lo que él procedió a explicarle que estaba de suerte —«como siempre», dijo el pobre hombre, pensando en sus propios infortunios—, y que su renta se vería incrementada sobremanera gracias a la venta. Ciertamente, a ella le pareció que recuperaría casi todo lo que había perdido a causa del préstamo realizado a Rubb y Mackenzie. «Qué extraordinario», pensó para sus adentros. Bajo dichas circunstancias sería posible, después de todo, que pudiese casarse con el señor Maguire, si así lo deseaba.
Tras exponer los asuntos que le llevaban hasta allí, el señor Ball no permaneció mucho más tiempo en la casa. No dijo ni una palabra sobre sus esperanzas, si es que así podía seguir llamándolas. Mientras se despedía de ella, tan solo hizo referencia a lo que había ocurrido entre ellos.
—¿Es este un buen momento, Margaret —empezó a decir— para preguntarte si has cambiado de opinión?
—No, John; en estos momentos hay otras cosas en las que pensar, ¿no es así? Y, además, mi presencia será necesaria aquí para ofrecerles mi ayuda en todo lo que pueda.
Le habló con una convicción manifiesta de que lo que él anhelaba de ella, al igual que los demás, era su dinero, y a él ni se le ocurrió contradecirla.
—Podría haber solicitado verme, creo yo —dijo la señora Tom, cuando John Ball se hubo marchado—. Pero esa gente de los Cedars siempre ha hecho gala de un terrible orgullo que jamás he podido soportar. Y son tan pobres como ratas de iglesia. Detesto cuando la pobreza y el orgullo van de la mano. Supongo que ha venido a enterarse de todo lo que nos ocurre, pero espero que no le hayas contado nada.
A todo esto la señorita Mackenzie no dio respuesta alguna.