XVI

EL AGRAVIO DE LADY BALL

La señorita Mackenzie, antes de abandonar Gower Street, se vio obligada a llevar a cabo algunas disposiciones en relación a sus asuntos en Littlebath y, en última instancia, estos quedaron zanjados de una manera que no resultó en absoluto de su agrado. El señor Rubb fue enviado de nuevo hacia allí, llevando a Susanna bajo su cargo, y le fueron otorgados poderes para llegar a un acuerdo con la casera de la señorita Mackenzie y abandonar ese alojamiento. Muchos aspectos de esta situación le resultaron desagradables. La señorita Mackenzie, habiendo rechazado recientemente el cortejo del señor Rubb, no se sentía del todo cómoda al confiarle el encargo de revisar todas sus medias de calceta y sus enaguas, empacarlas y traerlas desde su alojamiento en Paragon. A decir verdad, no podía encomendarle tal cometido, por lo que dio a entender que su intención era la de escribir a la arrendadora de su morada temporal. Él, sin embargo, argumentó profusamente que nada debía quedar atrás, y si la señorita Mackenzie le explicaba de qué modo debían ser empaquetadas sus pertenencias, ¡se sentiría de lo más dichoso ante la perspectiva de poder serle de ayuda! La señorita Mackenzie se guardó mucho de conferirle dichas instrucciones y, en su lugar, que duda cabe, se las dio en abundancia a Susanna.

En cuanto a esta, se dispuso que permaneciese interna en la escuela de Littlebath, al menos durante los seis meses siguientes. Una vez transcurrido este periodo, existían grandes dudas con respecto a si su tía podría hacerse cargo de los gastos que se derivarían de mantenerla en dicho lugar.

La señorita Mackenzie se había contentado con la idea de partir hacia los Cedars, puesto que de ese modo tendría la oportunidad de reunirse con su abogado y establecer los arreglos pertinentes sobre sus propiedades, mientras que de haberse dirigido a Littlebath, la distancia hubiese resultado un inconveniente. Y necesitaba a alguien en quien pudiese confiar para que tomase decisiones en su nombre, alguien que no fuese el abogado, y estimaba que podía depositar dicha confianza en su primo, John Ball. En lo que respecta a alejarse de todos sus pretendientes, resultaba una tarea imposible de llevar a cabo. Si hubiese partido hacia Littlebath, allí residía uno; de haber permanecido en casa de su cuñada, siempre hubiese tenido cerca a otro; y, al marcharse hacia los Cedars, se encontraría con el tercero. Pero no podía aislarse por completo de todas las personas que conocía en el mundo por este motivo. Y, quizás, en cierto modo se estaba habituando a sus pretendientes, y se sentía menos vulnerable ante el temor de ser forzada a llevar a cabo un acto que no contase con su propio beneplácito. Por tanto partió hacia los Cedars y, una vez allí, recibió por parte de sus tíos poco más que una cuantía moderada de condolencias por la muerte de su hermano.

Sus dos primeros días en el hogar de su tía discurrieron de modo bastante apacible. Nada se mencionó sobre la antigua aspiración de John, ni sobre su propio dinero o la familia de su hermano. En la mañana del tercer día le manifestó a su primo que, al día siguiente, le acompañaría a la ciudad si no existía ningún inconveniente.

—Voy a visitar al señor Slow —le informó—, y tal vez quieras acompañarme.

A esto él accedió de buen grado, y después, tras una pausa, conjeturó que su visita probablemente estaría relacionada con la venta de las casas a la compañía ferroviaria.

—En parte sí —anunció ella—, pero sobre todo atañe a ciertas disposiciones que debo llevar a cabo para la familia de mi hermano.

John Ball guardó silencio. Lady Ball, que se encontraba presente, tampoco dijo palabra alguna en ese momento. Pero la señorita Mackenzie pudo ver cómo su tía dirigía la mirada hacia su primo, abriendo mucho los ojos, y con la preocupación reflejada en su rostro. John Ball no permitió que ningún cambio se manifestase en su propio semblante, sino que deliberadamente siguió untando el pan con mantequilla.

—Será un placer acompañarte —dijo—, y haré como gustes, tanto si decides que pase a recogerte una vez hayas terminado, como si prefieres que permanezca a tu lado mientras te encuentres allí.

—Particularmente prefiero que permanezcas junto a mí —respondió ella—, y de camino a la ciudad te lo explicaré todo.

No pudo evitar observar que, antes de que su primo abandonase la casa aquel día, su madre se lo llevó aparte y estuvieron hablando a solas durante casi media hora. Tras esto, lady Ball estuvo reunida también a solas con sir John, en sus aposentos privados, durante otros treinta minutos. Como era de esperar, el viejo baronet había envejecido mucho y se encontraba bastante más débil que la última vez que su sobrina había visitado los Cedars, por lo que ahora rara vez se dejaba ver en la casa hasta la tarde.

De todas las instituciones establecidas en los Cedars, aquella concerniente al carruaje era la de mayor importancia. La señorita Mackenzie descubrió que, desde su última visita, la disposición del vehículo había sido habilitada acorde a unos criterios nuevos y más ajustados. Por entonces solía usarse con una frecuencia de tres veces a la semana, pero aparentemente no existía ninguna regla establecida. Al igual que otros carruajes, aparecía, hasta cierto punto, cuando su presencia era necesaria. Pero ahora acontecía, como ya he dicho, una pauta ya establecida. El coche se detenía en la puerta los martes, jueves, y sábados, exactamente a las dos en punto; y sir John, acompañado de lady Ball, paseaba en él hasta las cuatro.

El primer martes de su visita, la señorita Mackenzie acompañó a sus tíos; el ritmo le pareció demasiado sosegado, y todo el asunto en general de lo más aburrido. Su tío había amenizado una sola vez el paseo preguntando si había hallado algún pretendiente desde su partida a Littlebath, y esta curiosidad la desconcertó en gran medida. No podía decir que no había existido ninguno, y dado que no se sentía preparada para admitir que sí los había tenido, se limitó a permanecer sentada muy quieta y sonrojarse.

—Las mujeres atesoran abundantes pretendientes cuando poseen abundante dinero —afirmó el baronet.

—No creo que Margaret piense nada por el estilo —dijo lady Ball.

Tras aquello, Margaret tomó la decisión de mantenerse lo más alejada posible del carruaje, y aquella tarde averiguó, gracias a su primo, que los caballos habían sido vendidos al hombre que les labraba la tierra, y que eran alquilados, día sí y día no, para una salida de dos horas.

Fue el jueves por la mañana cuando la señorita Mackenzie habló de acercarse a la ciudad al día siguiente, y aquella misma jornada, cuando su tía le preguntó si les acompañaría durante el paseo, rehusó.

—Espero que no te disgustase nada de lo que dijo tu tío el martes.

—Oh, vaya, no; pero si no le importa, preferiría quedarme en casa.

—Naturalmente, si eso es lo que deseas —replicó su tía—; y, a propósito, dado que tengo la intención de hablar contigo, y es muy posible que no encontremos mejor ocasión una vez hayamos vuelto a casa, si no te resulta demasiado molesto lo haré ahora.

Claro está, Margaret dijo que no le importaba, aunque a decir verdad sí que le molestaba, y temía a su tía.

—Muy bien, Margaret, préstame atención. Quiero conocer algunos detalles sobre los asuntos de tu hermano. Por lo que sé, no se encontraban en buen estado.

—La situación era muy mala, tía… verdaderamente nefasta.

—Vaya, vaya, no me sorprende. Sir John siempre albergó el temor de que algo así ocurriese cuando Thomas Mackenzie se asoció con esos Rubb. Y la mitad del dinero de Jonathan Ball se ha perdido… ¡dinero que había ganado sir John! ¡Bueno, bueno!

La señorita Mackenzie no tenía nada que decir a esto; y como no tenía nada que decir a esto, permaneció sentada muy quieta, sin realizar intento alguno de pronunciar palabra.

—He sido muy severa, ¿verdad, querida?

—Ya no supondría ninguna diferencia para nadie… para mi tío, me refiero, o para John, si ese dinero no se hubiese perdido.

—Eso es completamente cierto; muy cierto. Pero es una lástima. No obstante, la otra mitad del dinero de Jonathan que tú posees, permanece a salvo, y eso me proporciona cierto consuelo.

No se esperaba respuesta alguna ante esta afirmación por parte de la señorita Mackenzie, pues a pesar de haber perdido una gran cantidad de dinero tras el préstamo realizado a su hermano, todavía poseía una suma considerablemente mayor gracias al dinero que su hermano Walter había heredado de Jonathan Ball.

—¿Y qué van a hacer ahora, querida? Los niños, me refiero, y la viuda. Supongo que algo habrá quedado para ellos del negocio.

—No creo que quede nada, tía. Según tengo entendido, no recibirán nada con certeza. Probablemente perciban ciento veinticinco libras al año.

La cantidad mencionada correspondía a los intereses de la suma que ella había prestado… o regalado.

—Ciento veinticinco libras al año. No es demasiado, pero les mantendrá alejados de la indigencia absoluta.

—¿De veras lo cree, tía?

—Oh, sí; al menos así lo pienso. Confío en que la señora Mackenzie sea una buena gestora. Debería serlo, teniendo en cuenta que es una mujer de lo más desagradable. Fuiste tú quien me lo dijo, como bien sabes.

Entonces, la señorita Mackenzie, habiéndolo considerado durante un instante, tomó la decisión de confesarlo todo abiertamente, y eso hizo utilizando el menor número de palabras posible.

—Voy a dividir todo cuanto poseo con ellos, y espero que eso les proporcione todo el bienestar posible.

—¡No puede ser cierto! —exclamó su tía.

—Voy a darle a Sarah la mitad de lo que tengo, para ella y para los niños. Me quedará lo suficiente para vivir con comodidad.

—¡Margaret, no hablarás en serio!

—¿Que no hablo en serio? ¿Por qué no, tía? Espero que no fuese su intención la de permitirme dejarles morir de hambre. Además, le hice esa promesa a mi hermano mientras yacía moribundo en su lecho.

—Entonces mi obligación es la de hacer constar que se comportó de un modo muy inapropiado, y de lo más perverso, debo añadir, al arrancarte una promesa como esa; y tal compromiso no es vinculante. Si consultas a sir John, o a tu abogado, te confirmarán lo que acabo de decir. ¡Vaya! Arrancarte una promesa por el valor de la mitad de tu renta. De lo más inapropiado.

—Pero, tía, obraría del mismo modo aunque no hubiese realizado esa promesa.

—No, no lo harías, querida. Tus amigos jamás te lo permitirían. Y, sin ninguna duda, tus amigos deben impedirlo ahora. No tolerarán que un sacrificio como ese se lleve a cabo.

—Pero, tía…

—Dime, querida.

—Ese dinero me pertenece, como bien sabe.

Y Margaret, una vez dicho esto, reunió cuanto coraje le fue posible y miró directamente hacia el rostro de su tía.

—Sí, es tuyo, según la ley; pero supongo, querida, que no posees ni el temperamento ni el carácter necesarios que te hagan desafiar al mundo entero, y deshonrarte ante la responsabilidad que conlleva que todos queden subordinados a ti.

—¡Deshonrarme por aliviar de sus problemas a la familia de mi hermano!

—Deshonrarte por darle a esa mujer un dinero que ha llegado a ti del mismo modo que ha llegado tu fortuna. ¡Piensa en ello, piensa cómo ha llegado hasta ti!

—Lo recibí gracias a mi hermano Walter.

—¿Y dónde lo consiguió él? ¿Y quién reunió esa fortuna? ¿Acaso no sabes que tu hermano Tom ya había recibido su parte, y la había despilfarrado en su totalidad? ¿No es verdad que pertenecía a los Ball? Y aun así le concedes tan poca importancia a todo ello que vas a permitir que esa mujer te lo robe… que os lo robe a ti y a mis nietos; pues así, recuerda mis palabras, será como el mundo lo juzgue. Quizás lo desconozcas, pero hubo un tiempo en que todas esas propiedades prácticamente se daba por hecho que pertenecían a John. ¿Quiénes fueron los primeros que te acogieron cuando quedaste en completa soledad en Arundel Street? ¡Oh, Margaret, no seas tan desagradecida, estúpida criatura!

Margaret esperó unos instantes, y entonces respondió.

—Nadie es tan allegado a mí como los hijos de mi propio hermano.

—En cuanto a eso, Margaret, no existe demasiada diferencia en cercanía entre tu tío y tus sobrinos y sobrinas. Pero en estos asuntos siempre hay una vertiente correcta y otra equivocada, y en lo que al dinero se refiere, nada justifica que las personas se den el gusto de satisfacer sus caprichos. No te liemos ocultado nada. Sabes la situación en que se encuentran John y sus hijos. Y después de lo que ha ocurrido entre vosotros, y tras lo que todavía podría acontecer si consintieses en ello, admito que estoy asombrada… de lo más asombrada. Ciertamente, querida, solo puedo considerarlo como una mera debilidad por tu parte. Precisamente no hace mucho me comentaste que habías hecho todo lo que creías necesario por tu hermano al acoger a Susanna.

—Pero eso fue cuando aún vivía, y suponía que las cosas le iban bien.

—El hecho es que has estado allí y han ejercido su influencia sobre ti. Es imposible que ames a esos niños que jamás habías visto hasta hace unos días; y en lo que respecta a esa mujer, siempre has sentido odio hacia ella.

—Si la odio o siento aprecio por ella no tiene nada que ver en este asunto.

—Margaret, ¿me prometerás una cosa? Que te reunirás con el señor Slow y hablarás con él sobre toda esta cuestión antes de hacer nada.

—Necesito ver al señor Slow antes de poder hacer nada; pero sea lo que sea que diga, haré lo que tengo pensado hacer igualmente.

—¿Hablarás con tu tío?

—Preferiría no hacerlo.

—Temes hablarle sobre este asunto, pero evidentemente debe ser informado. ¿Hablarás con John?

—Por supuesto; tengo intención de hacerlo mañana de camino de la ciudad.

—Y si él te dice que estás equivocada…

—Tía, sé que no lo estoy. Es absurdo considerar que estoy equivocada al…

—¡Eso es una grosería, Margaret!

—No es mi intención ser irrespetuosa, tía; pero en una situación como esta sé que me asiste el derecho de hacer aquello que crea conveniente con mi propio dinero. Si me dispusiera a regalárselo a cualquier otra amistad, si fuese a desposarme, o algo parecido —se sonrojó al evocar las inmoralidades que escondían estas palabras—, entonces existirían razones para que me regañase de ese modo; pero no es posible que esté haciendo nada inapropiado tratándose de un hermano y de la familia de un hermano. Si usted tuviese uno, y hubiese estado junto a él mientras la vida se le escapaba, dejando a su esposa e hijos bajo su responsabilidad, habría hecho lo mismo.

Al escuchar esto, lady Ball se alzó de su silla y se encaminó hacia la puerta. Margaret se había mostrado más impetuosa y le había replicado con mucha más confianza de lo que había esperado. Estaba decidida a decir la última palabra, pero lo haría de tal modo que no recibiese respuesta; a asestar el último golpe, pero lo haría de tal modo que no le fuese devuelto.

—Margaret —dijo, mientras permanecía en pie con la puerta abierta entre sus manos—, si reflexionas sobre la procedencia del dinero, tu conciencia te dirá sin demasiadas dificultades hacia dónde debería dirigirse. Y cuando pienses en los hijos de tu hermano, a quienes por estas fechas el año pasado apenas conocías, hazlo también en los hijos de John Ball, que te han acogido en esta casa como a su más querida pariente. En cierto modo, sin duda alguna, ese dinero te pertenece, Margaret; pero, por otro lado, y ahí reside la sensatez mayor de todas, no es tuyo para hacer con él lo que te plazca.

A continuación lady Ball cerró la puerta dando un sonoro portazo, y cruzó como una exhalación el vestíbulo. Una vez estuvieron despejados los pasillos, la señorita Mackenzie se dirigió escaleras arriba hacia su propia habitación, y no vio a nadie de la familia hasta que bajó justo antes de la cena.

Tomó asiento durante largo rato en la silla que se encontraba situada junto a su lecho pensando en su situación. ¿Acaso era verdad, después de todo, que estaba obligada por un sentido de la justicia a otorgarle parte de su dinero a los Ball? En cierto sentido era evidente que ese dinero les había sido arrebatado, pero ella no tenía nada que ver con esa apropiación. Si su hermano Walter se hubiese casado y tenido descendencia, entonces los Ball no habrían albergado expectativas de recuperar el dinero. Habían pasado muchísimos años… veinticinco años, y más, desde que Jonathan Ball había legado en favor de su hermano, y a ella se le antojaba que su tía carecía de sentido común con respecto al punto de vista que defendía en este disentimiento. ¿Era posible que tuviese que permitir que sus propios sobrinos y sobrinas se muriesen de hambre mientras que ella poseía una fortuna? Es más, había realizado una promesa; una promesa a alguien que ya había fallecido, y en ello residía una solemnidad que se anteponía a cualquier otra cosa. Aunque quizás fuese una injusticia, a pesar de todo debía llevarlo a cabo.

Pero solo iba a donar la mitad de su fortuna a la familia de su hermano; todavía dispondría de la otra mitad para ella misma. Para ella misma o para esos Ball si es que tanto la ansiaban. Estaba comenzando a odiar su dinero. No le había acarreado más que tribulaciones y decepción. Si Walter le hubiese dejado cien libras al año, se hubiese sentido plenamente satisfecha al no haber soñado jamás con cotas más altas. ¿No sería mejor, se decía a sí misma, asumir alguna competencia, algo de lo cual poder vivir sin causar problemas a sus parientes, sin molestar a sus amistades —y mientras lo hacía se dijo con desdén que no atesoraba amistad alguna—, y permitir a los Ball detentar lo que quedase para ella tras mantener la promesa hecha a su hermano? Cualquier cosa sería mejor que una persecución como a la que su tía la sometía.

Finalmente tomó la decisión de hablar sobre todo ello con su primo abiertamente. Albergaba la idea de que, en asuntos de esta índole, se podía confiar más en los hombres que en las mujeres, dada su naturaleza tal vez menos codiciosa. Su primo sería, consideraba, más justo con ella de lo que lo había sido su tía. Que su tía había sido muy injusta —cruel e injusta—, era algo sobre lo que no cabía ninguna duda.

Bajó a la hora de la cena, y estuvo segura, por el modo en que se comportaban todos, que habían hablado del asunto tras el regreso de John Ball de Londres. Jack, el hijo mayor, no se encontraba en casa, y las tres muchachas que seguían a Jack cenaban con su padre y su abuelo. Con ellas se esforzó Margaret por entablar una charla distendida, pero fracasó. Nunca la habían tratado con especial predilección, como sí lo hacía Jack y, en esta ocasión, poco pudo obtener de ellas que le resultase satisfactorio. John Ball se comportó de manera cortés con ella, pero permaneció muy callado a lo largo de toda la velada. Su tía mostró su desagrado no dirigiéndole la palabra, o dirigiéndole apenas alguna. Su tío, de cuya voz siempre se sentía temerosa, cuando habló pareció más enojado y sarcástico que nunca. Le preguntó si tenía intención de regresar a Littlebath.

—Creo que no —respondió.

—Entonces eso ha resultado un fracaso, supongo —dijo el anciano.

—Todo es un fracaso, me parece a mí —replicó ella, con lágrimas en los ojos.

Esta situación tuvo lugar en el salón comedor, e inmediatamente su primo se acercó y tomó asiento junto a ella. Se acercó y tomó asiento ahí, como si su intención fuese la de hablarle; pero se retiró nuevamente trascurridos un minuto o dos sin haber pronunciado una sola palabra. Las cosas se sucedieron de igual manera hasta que se retiraron para irse a dormir; y entonces, las despedidas formales hasta la mañana siguiente fueron hechas con una frialdad que, por parte de lady Ball, venían a ser lo mismo que una evidente falta de hospitalidad.

—Buenas noches, Margaret —le dijo, como si le golpease suavemente con la punta del dedo.

—Buenas noches, querida —dijo a su vez sir John—. No sé qué te sucede, pero luces el aspecto de una persona que ha hecho algo de lo que se siente avergonzada.

Lady Ball se comportó de un modo totalmente insensato con su sobrina. Y en lo que respecta a sir John, probablemente esta no advirtió gran diferencia. La señorita Mackenzie había percibido, la primera vez que visitó los Cedars, que era un anciano irritable, y que tenía que ser tolerado por cualquiera que hiciese la elección de adentrarse en esa casa. Pero siempre había contado con la amabilidad y modales de lady Ball, y se había visto tentada a repetir sus visitas a la casa porque su tía, en cierto modo, había sido cordial con ella. Pero ahora crecía en su pecho el sentimiento de que mejor sería que abandonase los Cedars tan pronto pudiese sacudirse el polvo de los pies[33], y no volver a saber nada de los Ball. Incluso el vínculo con los Rubb parecía mejor opción que el vínculo con los Ball, y menos desorbitado en su codicia. De no haber sido por su primo John, habría resuelto marcharse a primera hora de la mañana. Se habría enfrentado a la indignación de su tía, a las mofas hirientes de su tío, y se habría dirigido hacia algún alojamiento en Londres. Pero John Ball había tenido la intención de ser amable cuando se había acercado y sentado junto a ella en el sofá, y su corazón dócil cedió ante él.

Lo cierto es que lady Ball se había equivocado al juzgar el carácter de su sobrina. La consideraba discreta, amable y desinteresada, y había concebido que, por tanto, debía ser débil y sumisa. En muchas cosas se mostraba sumisa, y en algunas era débil; pero había en su naturaleza un poder de resistencia y de supervivencia con el que lady Ball no había contado. Cuando era consciente de ser víctima de un maltrato irrefutable, podía defenderse bien, y no inclinaría la cabeza ante ninguna señora Stumfold ni ante ninguna lady Ball.