V

UNA MUESTRA DE LOS PROGRESOS DEL SEÑOR RUBB «JUNIOR» EN LITTLEBATH

Transcurrió una semana entera desde la invitación a tomar el té de la señora Stumfold antes de que el señor Rubb regresara a Paragon; y mientras tanto, la señorita Mackenzie había sido informada por su abogado de que no había objeción alguna para la hipoteca, si le complacía esa forma de inversión para su dinero.

—No podría hacer nada mejor con su dinero; ciertamente, no podría —dijo el señor Rubb cuando la señorita Mackenzie, con la intención de ser cautelosa, comenzó de inmediato la conversación sobre los asuntos de negocios.

El señor Rubb no se había dado prisa en repetir su visita, y la señorita Mackenzie había decidido que si lo hacía le trataría simplemente como a un miembro de la firma con la que tenía que tratar ciertos acuerdos financieros. No iría más lejos; y como había tomado esta decisión, lo lamentó por el jerez y las galletas.

Las personas que había conocido en casa del señor Stumfold eran exclusivamente damas y caballeros; o al menos así lo suponía ella, pues no había recibido aún ninguna información sobre la esposa del carrocero jubilado. El señor Rubb no era un caballero, y aunque ella no tenía intención alguna de darse aires —y a pesar de todo creía que el señor Rubb era tan bueno como ella misma—, aun así había, y siempre debía haber, no obstante, ciertas diferencias entre las personas. No tenía tendencia a ser orgullosa, pero si la Providencia había querido colocarla en una determinada posición, era responsable de no degradarse a sí misma asumiendo una posición inferior. Por esta razón, y en ningún caso influenciada por ningún desprecio personal hacia el señor Rubb o los Rubb del mundo en general, resolvió que no le volvería a invitar a jerez y galletas.

¡La pobre señorita Mackenzie! Mucho me temo que los que lean esta crónica de su vida ya se habrán tomado la libertad de juzgarla más duramente de lo que se merece. Muchos de ellos, lo sé, ya estarán pensando peor de lo que deberían. ¿De qué errores, incluso si lo analizamos, es ella culpable? Cuando se ha mostrado débil, ¿quién de nosotros, en el mismo caso, no se habría comportado de igual modo? ¿De qué orgullo es culpable, del que los menos orgullosos de este mundo no pudieran acusarse a su vez con justicia? Habiendo quedado sola en el mundo, trató de hacer amigos; y en la búsqueda de esos nuevos amigos, deseaba escoger los mejores que se le presentasen.

El señor Rubb era muy apuesto; el señor Maguire estaba aquejado de un terrible estrabismo. El modo de hablar del señor Rubb le resultaba muy agradable, pero no estaba segura de apreciar los discursos del señor Maguire. Pero el señor Maguire era, por su profesión, un caballero. Mientras el discreto joven, que estaba deseoso de lograr una mejor posición social, evitaba los juegos de bolos y prefería tomar el té en casa de su tía —aunque los bolos fueran un mayor deleite para su corazón—, y por tanto la señorita Mackenzie decidió que era su deber escoger a los señores Stumfold y al señor Maguire por amigos, y tratar al señor Rubb simplemente como a un hombre de negocios. Se privaba de bolos y cerveza y soportaba el té en casa de una vieja tía porque prefería las conveniencias a los placeres de la vida. ¿Es justo culparle por tal abnegación? Pero ahora los bolos y la cerveza le perseguían, como los placeres persiguen en ocasiones a los jóvenes prudentes que desean evitarlos. El señor Rubb estaba allí, en el salón de su casa, con buen aspecto, estrechándole la mano muy gustosamente, y abandonando pronto los asuntos de negocios a los que ella había querido limitar la conversación. Estaba furiosa con él, pensando que se comportaba de una forma demasiado familiar; y, sin embargo, no podía dejar de hablar con él.

—No se podría conseguir nada mejor que un cinco por ciento —le había dicho el señor Rubb—; no con una garantía de primer orden como esta.

Hasta ahí todo iba bien. El cinco por ciento, la garantía de primer orden; todo eso eran, lo sabía, asuntos de negocios. Y aunque el señor Rubb le había guiñado un ojo mientras hablaba de ellos, inclinándose hacia adelante en su silla y mirándola en modo alguno como lo haría un hombre de negocios, aunque muy amablemente, ella había sentido que hasta ese momento se encontraba a salvo. Asintió a su vez, simplemente para que él pensara que comprendía algo de sus negocios; pero cuando de pronto cambió de tema y le preguntó si le gustaba la compañía del señor Stumfold, se incorporó de repente y se puso en guardia de inmediato.

—He oído hablar mucho sobre el señor Stumfold —continuó el señor Rubb, que no parecía haberse dado cuenta del cambio de actitud de la dama—. No solo aquí y en donde pasé estos últimos días, sino también en Londres. Es realmente un personaje público, usted ya sabe.

—Todos los clérigos de las ciudades con grandes congregaciones lo son, supongo.

—Bueno, sí, más o menos. Pero para el señor Stumfold es más bien más que menos. Se dice que espera un obispado.

—No lo había oído —respondió la señorita Mackenzie, sin entender muy bien lo que significaba esperar un obispado.

—¡Oh, sí!, y habría tenido muchas oportunidades hace un año o dos. Pero dicen que el primer ministro ha cambiado su «barril» últimamente.

—¿Cambiado su «barril»? —dijo la señorita Mackenzie.

—Solía «extraer» unos obispos muy amargos, pero ahora los prefiere suaves y cremosos. Estoy seguro de que el señor Stumfold hizo todo lo posible, pero no logró obtener el heno mientras el sol brillaba.

—A mí me parece que está muy a gusto donde está —dijo la señorita Mackenzie.

—Ya lo creo. Debe de ser más bien pesado para él tener que vivir con el viejo Peters. Cómo Peters logró acumular una libra tras otra es algo que nadie sabe todavía; y usted es consciente, señorita Mackenzie, de que siendo tan anciano como es, aún lo mantiene todo en sus manos. La casa y todo lo que hay en ella, le pertenece; usted ya lo sabe, imagino.

La señorita Mackenzie, que no podía evitar interesarse en estos asuntos, dijo que no sabía nada al respecto.

—¡Dios mío, sí! Y el carruaje también. Estoy seguro de que todo le irá bien al señor Stumfold cuando el viejo haya muerto. Los hombres como Stumfold no suelen cometer errores con respecto a su dinero. Pero mientras dure el viejo señor Peters no creo que pueda estar tranquilo. Dicen que ella se enoja con el viejo continuamente.

—A mí me pareció que se comportaba muy bien con él —dijo la señorita Mackenzie, al recordar cómo le había acercado la taza de té.

—Seguramente será de ese modo cuando están acompañados, y por supuesto que así está bien… Es mucho mejor lavar los trapos sucios en privado. Stumfold es un hombre inteligente, no hay duda acerca de eso. Si usted ha visitado mucho su casa, probablemente ha conocido a su ayudante, el señor Maguire.

—Solo he estado una vez, pero sí conocí al señor Maguire.

—Un hombre que bizquea terriblemente. Se dice que también busca esposa; pero una cuyo padre haya muerto, no como en el caso de la señora Stumfold. Es asombroso cómo estos clérigos recogen todo lo bueno en forma de dinero.

Al oír esto, la señorita Mackenzie no pudo evitar pensar que ella podía ser considerada como una buena candidata en términos de dinero, y tuvo la desagradable certeza de que su cara había dejado traslucir su pensamiento.

—Tendrá que mantenerse alerta —continuó el señor Rubb, dándole un amable consejo como si se tratara de un viejo amigo.

—Yo no creo que haya ningún peligro de ese tipo —dijo la señorita Mackenzie, sonrojándose.

—Yo no hablo exactamente de peligro, pero sí de que hay una gran probabilidad; con respecto al señor Maguire estoy bromeando, por supuesto. Al igual que los demás, claro está, deseará su propio beneficio. ¿Y por qué no debería? Pero usted puede estar segura de una cosa, señorita Mackenzie: a una dama con su fortuna y, si me lo permite, con sus encantos personales, no le faltarán admiradores.

La señorita Mackenzie estaba absolutamente convencida de que el señor Rubb no tenía derecho a decir tal cosa. Pensó que se comportaba con un grado de libertad inaceptable hablando de ese modo; pero no sabía cómo hacérselo saber, bien con palabras o gestos. Y tal vez, aunque tal impertinencia fuese casi insoportable, la opinión expresada no fuera del todo ofensiva. Ciertamente, nunca se le había ocurrido pensar que pudiera convertirse en otra señora Stumfold, pero después de todo, ¿por qué no? Todo lo que ella pretendía no era más que añadir un poco de interés a su vida. ¿Por qué no trabajar en la viña, en la viña pública casi eclesiástica de los fieles del Señor, y a su vez, en la viña privada de alguno de los pastores de esos fieles? El señor Rubb había sido muy impertinente, pero tal vez valía la pena reflexionar sobre lo que había dicho. En cuanto al señor Maguire, el caballero cuyo nombre había sido específicamente mencionado, era muy cierto que bizqueaba terriblemente.

—Señor Rubb —dijo ella—, preferiría, con su permiso, no hablar de ese tipo de cosas.

—No obstante, lo que digo es muy cierto, señorita Mackenzie; espero que no tome a mal que me atreva a interesarme por usted.

—¡Oh, no! —dijo ella—; no es que yo suponga que siente un interés especial en mí.

—Pero de hecho lo hago, ¿y no es eso natural? Después de todo, si pensamos que su único hermano es el más viejo amigo que tengo en el mundo, ¿cómo podría ser de otra manera? Aunque sea mucho mayor que yo, y mucho mayor que usted también, señorita Mackenzie.

—Apenas doce años —dijo ella, muy rígida.

—Pensé que había más diferencia, pero usted y yo somos casi de una edad. ¿Cómo podría dejar de sentir interés por usted? No tengo madre, ni hermana, ni esposa; ciertamente, tengo una hermana, pero está casada y vive en Singapur; no la he visto en diecisiete años.

—Por supuesto.

—Nada en diecisiete años; y mi corazón aspira a una amistad femenina, señorita Mackenzie.

—Debe procurarse una esposa, señor Rubb.

—Es lo que su hermano dice siempre. «Samuel —me dijo justo antes de salir de la ciudad—, ahora que se ha establecido con nosotros, y su padre le ha cedido su parte del negocio, debe casarse». No aceptaría esa clase de consejo de otro que no fuera su hermano, señorita Mackenzie; es muy extraño que usted diga exactamente lo mismo.

—Espero no haberle ofendido.

—¿Ofenderme, yo? No, no soy tan tonto como para eso. Preferiría saber que se interesa usted por mí antes que saberlo de cualquier otra mujer. Lo preferiría, ciertamente. Creo que usted no tiene la firma en buen concepto, pero cuando recuerdo que los nombres de Rubb y Mackenzie están unidos desde hace más de veinte años, me parece de lo más natural que usted y yo pudiéramos ser amigos.

La señorita Mackenzie, en los pocos instantes que pudo permitirse reflexionar antes de verse obligada a contestar, admitió, una vez más, que decía la verdad. Si alguien había cometido una falta en ese asunto era su hermano Tom, que había unido su nombre al del señor Rubb en primera instancia. ¿Dónde iba este joven a buscar una amiga, si no era en la familia de su socio, al ver que no tenía esposa ni madre, ni tampoco hermana, a excepción de aquella que vivía en Singapur y que no estaba disponible para ningún tipo de afecto familiar? Y sin embargo, era injusto para ella. No era por una negligencia suya por lo que el señor Rubb se encontraba desamparado.

—Tal vez hubiera sido así si hubiera continuado viviendo en Londres —dijo la señorita Mackenzie—. Pero viviendo en Littlebath…

Se detuvo, sin saber cómo terminar la frase.

—¿Y qué diferencia hay? La distancia no es nada, si lo piensa bien. Su puerta no está más que a dos horas y cuarto de nuestra oficina de New Road. Y el trayecto cuesta una libra, cinco peniques y nueve chelines si viaja en un coche de primera clase o seis chelines y diez peniques si uno se contenta con el ómnibus de segunda clase. No hay otra forma. No hay ninguna otra opción. Las distancias no significan nada en estos tiempos.

—No significan mucho, ciertamente.

—No significan nada. Y, señorita Mackenzie, no me supondría ningún problema venir a consultarle cualquier cosa, cualquier asunto de negocios de importancia para todos, si la distancia fuera el único inconveniente. Suficiente con treinta chelines más por todo, con el billete de vuelta e incluyendo un pequeño almuerzo en la estación.

—¡Oh!, por lo que respecta a eso…

—Ya sé lo que quiere decir, señorita Mackenzie, y nunca olvidaré su amabilidad cuando me ofreció una copa de jerez la primera vez que la visité.

—Pero, señor Rubb, espero que no se le ocurra hacer una cosa así. ¿Qué beneficio le puede suponer venir a consultarme? No entiendo nada de negocios, y a decir verdad, francamente, sería reacia a intervenir… es decir, ya sabe, reacia a opinar sobre asuntos de esa índole.

—Solo quería indicarle que la distancia no es nada. Y en cuanto a su consejo de que me case…

—¡No era mi intención aconsejarle, señor Rubb!

—Creí que había dicho que sí.

—Pero, entiéndame, no era mi intención discutir el asunto seriamente.

—Es un tema muy serio para mí, señorita Mackenzie.

—Sin duda; pero es un tema del que no sé nada. Los hombres de negocios, por lo general, creo que progresan mejor cuando están casados.

—Sí, es cierto.

—Eso es todo lo que quise decir, señor Rubb.

Después él se sentó en silencio durante algunos minutos y me inclino a pensar que debatía interiormente la conveniencia de preguntarle, impulsivamente, si le gustaría convertirse en la señora Rubb. Si tal fuera el caso, su mente finalmente resolvió contra esa tentativa, y su decisión fue la correcta. La precipitación de la propuesta la habría sobresaltado y hubiera comprometido seriamente sus posibilidades de intimar más a fondo con ella. Así las cosas, cambió de conversación, y comenzó a preguntarle sobre el bienestar de la hija de su socio. En ese momento de la jornada Susanna estaba en la escuela, y le informó de que no regresaría hasta la tarde. Luego se armó de valor y le pidió permiso para visitarla de nuevo; simplemente pasaría a las ocho para ver a Susanna. No podría regresar tranquilo a Londres a menos que pudiera dar noticias de Susanna a su familia en Gower Street. ¿Qué podía hacer ella? Naturalmente se vio obligada a invitarle a tomar el té con ellas.

—Eso sería muy agradable —dijo él. Y la señorita Mackenzie reconoció que la expresión de satisfacción que se dibujó en su rostro mientras hablaba era muy seductora.

Cuando Susanna regresó de la escuela, resultó que apenas conocía al señor Rubb junior, ni le importaba demasiado. Sabía que el viejo señor Rubb vivía cerca de su lugar de trabajo en New Road, y en ocasiones visitaba Gower Street, pero a nadie le gustaba. Y no recordaba haber visto nunca al señor Rubb junior en casa de sus padres, salvo en una ocasión en que fue invitado a una cena. Cuando supo que el señor Rubb estaba muy ansioso por verla, se encogió de hombros y dijo que aquel hombre era un ganso.

Volvió, y logró ganarse la confianza de Susanna en cuestión de minutos. Le había traído un pequeño regalo, una cajita de costura que había comprado para ella en Littlebath. La cajita de costura en sí misma no le había ayudado demasiado, pero le allanó el camino para dedicarle unas palabras amables que resultaron más eficaces. En esta ocasión habló más con la hija de su socio que con la hermana, y se comprometió a decirle a su mamá que la había encontrado muy saludable y que el aire de Littlebath había sonrosado sus mejillas.

—Creo que este es un lugar muy sano —dijo la señorita Mackenzie—. Estoy realmente seguro de que lo es —dijo el señor Rubb—. ¿Y a usted le gusta la escuela de la señora Crammer, Susanna?

La joven hubiera preferido que la llamara señorita Mackenzie, pero no estaba dispuesta a discutir con él por ese detalle.

—Sí, me gusta bastante —dijo ella—. Las otras chicas son muy agradables y puesto que es necesario ir a la escuela, supongo que es tan buena como cualquier otra.

—Susanna piensa que ir a la escuela es más bien una molestia —dijo la señorita Mackenzie.

—Usted lo pensaría también, tía, si tuviera que practicar cada día durante una hora en el mismo cuarto donde hay otros cuatro pianos. Estoy convencida de que odiaré el sonido del piano hasta el fin de mis días. —Supongo que les ocurre a todas las jóvenes— dijo el señor Rubb.

—Les ocurre lo mismo a todas las alumnas de la señora Crammer. No hay ninguna que no lo odie.

—Pero no te gustaría no poder tocar —dijo su tía.

—Mamá ya no lo toca, usted no lo toca, y yo no le veo ninguna utilidad. No es modo de aprender a amar la música escuchar cuatro pianos tocando al mismo tiempo, desafinando todos ellos.

—No debe decir en Gower Street que Susanna habla de este modo —dijo la señorita Mackenzie.

—Sí puede, señor Rubb. Pero debe decirles también que me siento muy feliz y que la tía Margaret es la mejor mujer que hay en el mundo.

—Puede estar segura de que lo haré —dijo el señor Rubb.

Luego se fue tras estrechar calurosamente la mano de la señorita Mackenzie mientras se despedía; y tan pronto como se hubo ido, naturalmente intercambiaron opiniones sobre su persona.

—Es un hombre muy diferente de lo que pensaba, tía, y no se parece nada al viejo señor Rubb. Cuando viene a tomar el té en Gower Street, el viejo señor Rubb extiende su pañuelo sobre las rodillas para recoger las migajas.

—No hay nada malo en ello, Susanna.

—No estoy diciendo que esté mal. No es que sea un pecado. Como tampoco es pecado rebañar la salsa con el cuchillo.

—¿Es lo que hace el viejo señor Rubb?

—Siempre. Nos burlamos de él porque lo hace muy bien. Nunca derrama nada, y su cuchillo hace las veces de una cuchara. Pero este señor Rubb no hace nada por el estilo.

—Es más joven, querida.

—Pero no porque sea más joven debe comportarse uno como una mujer.

—No sabía que el señor Rubb se comportaba como una mujer.

—Me está tratando injustamente, tía. ¡Usted sabe lo que quiero decir! Y solo pensar que me ha comprado una cajita de costura… Es más de lo que el viejo Rubb ha hecho nunca por cualquiera de nosotros desde que le conocemos. Y además, ¿no le parece que el joven señor Rubb es un hombre apuesto, tía?

—Está muy bien, querida.

—¡Oh!, yo creo que es francamente apuesto. La señorita Dumpus, hermana de la señora Crammer, dijo el otro día que no era adecuado decir de un hombre que es apuesto; pero eso no son más que tonterías, ¿verdad, tía?

—No estoy muy segura, querida. Pero si ella ha dicho tal cosa, deberías saber que no son tonterías.

—Vamos, tía, no me dirá ahora que usted cree todo lo que dice la señorita Dumpus. Según la señorita Dumpus, una muchacha de más de catorce años no debería jamás reírse en voz alta. ¿Cómo se puede cambiar el modo de reír el día que se cumplen catorce años? ¿Y por qué no puede decirse que un hombre es apuesto si lo es?

—Harías mejor en ir a acostarte, Susanna.

—Pero no ha dicho que es feo. Es una lástima que no le haya invitado a cenar en casa el domingo, de ese modo podríamos comprobar si come la salsa con el cuchillo, y podría observarle atentamente para ver si recoge las migajas en su pañuelo.

Después Susanna se fue a acostar y la señorita Mackenzie se quedó sola meditando sobre las perfecciones e imperfecciones del señor Samuel Rubb junior.

Desde aquel día hasta Navidad no volvió a ver al señor Rubb, pero este le escribió en dos ocasiones. Sus cartas, sin embargo, trataban únicamente sobre asuntos de negocios y su contenido no suscitaba ira o admiración. También había mantenido contacto en más de una ocasión con su abogado, y se había llegado a preguntar en cuál de los dos hombres debía confiar para tomar una decisión. Los señores Rubb y Mackenzie precisaban de dinero urgentemente, pero los documentos necesarios para la hipoteca no estaban preparados. ¿Permitiría la señorita Mackenzie disponer de su dinero a los señores Rubb y Mackenzie en tales circunstancias? Ante esta pregunta de su abogado, ella contestó pidiéndole consejo. Su abogado respondió que, según los usos en vigor dentro del mundo de los negocios, él no podía recomendarle adelantar ninguna suma de dinero sin tener una garantía absoluta, pero al tratarse de una negociación entre amigos y parientes próximos, quizá ella estaba dispuesta a hacerlo de igual modo; y añadió que, bajo su punto de vista, no pensaba que el riesgo fuera muy alto. Pero todo dependía de una única cuestión: ¿deseaba ella complacer a sus amigos y parientes próximos? En respuesta se dijo a sí misma que en efecto lo deseaba e igualmente declaró, para su fuero interno, que estaba decidida a adelantar aquella suma de dinero a su hermano, aun a pesar de que existiera un cierto riesgo. El resultado fue que los señores Rubb y Mackenzie recibieron el dinero mientras transcurría el mes de octubre, y la hipoteca aún no estaba preparada cuando llegó la Navidad. Fue por este motivo que el señor Rubb junior escribió a la señorita Mackenzie y su carta le inspiró un sentimiento de absoluta seguridad respecto a aquella transacción. Ella no había intercambiado correspondencia alguna con su hermano, pero aquello no le sorprendía dado que era un hombre que no se expresaba tan fácilmente como su joven socio.

Durante el transcurso de este otoño en Littlebath, su amistad con la señorita Baker se fue afianzando cada vez más, hasta el punto de considerar a aquella señorita como una amiga muy querida. Tenía la costumbre de tomar el té en casa de la señora Stumfold cada quince días, por lo que ahora era considerada como una verdadera stumfoldiana por todos aquellos que se interesaban por estas cuestiones. Había adoptado con la señorita Baker una disciplina sistemática de visitas a los pobres de la región y de lectura de la Biblia, que en un primer momento le resultó muy agradable. Pero la señora Stumfold se acercó un día a visitarla para reprocharle —de un modo bastante brusco, según juzgó la señorita Mackenzie— una cierta falta de energía u omisión imprudente de la que era considerada culpable por esta dama tan bien dotada por la naturaleza. La señorita Mackenzie se rebeló amablemente contra el trato recibido y desde entonces la situación no era tan agradable. Aún gozaba del honor de recibir las tarjetas de invitación de la señora Stumfold y había decidido seguir tomando el té en su casa, tal y como la señorita Baker le había aconsejado vehementemente, pero la señora Stumfold había fruncido el ceño, y tal situación había herido a la señorita Mackenzie. La señora Stumfold había fruncido el ceño, la esposa del carrocero jubilado también había desairado a la acusada y el señor Maguire había expresado abiertamente su embarazo.

—Querida señorita Mackenzie —le dijo con celo caritativo—, si ha habido un malentendido, simplemente pida perdón, y verá usted que todo se olvidará inmediatamente; no existe mujer más misericordiosa que la señora Stumfold.

—¿Y si no he hecho nada por lo que tenga que hacerme perdonar? —insistió la señorita Mackenzie.

El señor Maguire la miró y sacudió la cabeza. Ella no comprendió el sentido exacto de aquella mirada, porque el estrabismo de su interlocutor lo volvía poco claro; pero cuando repitió por dos veces la misma frase: «El corazón de todos los hombres está corrompido», ella comprendió que condenaba sus palabras.

—Así es, señor Maguire, pero no es motivo para que la señora Stumfold me reprenda.

Acto seguido se levantó y se marchó. Él no le dirigió más la palabra aquella tarde pero fue a visitarla al día siguiente y se mostró muy afectuoso. En cuanto al señor Stumfold, no había cambiado su forma de tratarla.

Con la señorita Todd, con la que se cruzaba frecuentemente por la calle y que la saludaba siempre de un modo muy gentil, tuvo una conversación particularmente notable.

—Creo que sería mejor que renunciara, querida —le había dicho la señorita Todd.

—¿Renunciar a qué? —le había preguntado la señorita Mackenzie.

—A vernos. Estoy segura que esto no nos conducirá nunca a nada, aunque por mi parte, estaría encantada. Mire, no se puede servir a la vez a Dios y a las riquezas, y está fuera de toda duda que yo soy el Mammón[15]. ¿No es cierto, Mary?

La señorita Baker, a quien iba dirigida esta apelación, no respondió más que con un suspiro.

—Mire —continuó la señorita Todd—, la señorita Baker se permite conocerme, aunque yo sea el Mammón, a causa de nuestra vieja amistad. Hemos pasado tantas cosas juntas que no podríamos abandonarnos la una a la otra. Hemos tenido los mismos admiradores y, sabe usted, Mary, que falló también uniéndose a los adoradores de Mammón. Por una especie de acuerdo, está admitido que la señorita Baker goce del derecho a frecuentarme. Pero ellos no autorizarían esas libertades con una recién llegada. Jamás en la vida.

—No creo que ellos se inmiscuyan en mis amistades —dijo la señorita Mackenzie.

—Por supuesto que sí, querida. Usted misma no sabía bien qué bando elegir cuando llegó aquí, y si hubiera elegido el mío, hubiera estado encantada de hacérselo más agradable. Ahora, usted ha elegido, y no dudo que ha hecho una buena elección. Siempre le digo a la señorita Baker que ella ha acertado, y supongo que usted lo hará igualmente. Tiene muchas ventajas, y si no hubiera entre ellos ciertos mentirosos, no niego que incluso yo misma lo hubiera probado. Pero, querida señorita Mackenzie, no puede hacer ambas cosas.

Después de aquello la señorita Mackenzie continuó saludando a la señorita Todd cuando se encontraban por la calle, pero no existió relación alguna de amistad entre aquellas dos damas.

Al inicio del mes de diciembre la señorita Mackenzie recibió una invitación para pasar las vacaciones de Navidad lejos de Littlebath, y la aceptó. Como debemos seguirla a casa de sus amigos, pospondremos las referencias a este asunto hasta el próximo capítulo.