IV
LA SEÑORITA MACKENZIE COMIENZA SU CARRERA
La señorita Mackenzie llevaba tres semanas en Littlebath cuando llegó el día en el que debía asistir a la recepción de la señora Stumfold. Hasta ese momento apenas había disfrutado de la vida en sociedad en aquel lugar tan eminentemente social. De hecho, todos los progresos que había hecho en esa dirección se han descrito con precisión en estas páginas. Ciertamente, había devuelto la visita a la señorita Todd, pero también es cierto que no la había encontrado en casa. Por esta visita casi se sentía culpable de traición a la nueva lealtad que parecía haber asumido al aceptar la invitación de la señora Stumfold; a fin de cuentas, no se había decidido a visitarla por alguna firme resolución de la que pudiera sentirse orgullosa, sino empujada por el tedio y la simple tentación ofrecida por la vecina puerta de la señorita Todd. Tanto es así, que había salido a hurtadillas y al encontrar que su pecaminosa amiga estaba ausente, se había apresurado a regresar a casa. No obstante, se veía comprometida por la tarjeta que le había dejado, pues sabía que la señora Stumfold tendría conocimiento de la misma por la señorita Baker. No había devuelto la visita a la señorita Baker porque no sabía muy bien dónde vivía, y además tenía terribles dudas sobre las normas de cortesía: ¿debía ella devolver la visita a una dama que solo hacía de acompañante? Albergaba serias dudas sobre este tema y vacilaba continuamente, por lo que finalmente decidió que sería más seguro abstenerse. Los últimos dos días había esperado el regreso del señor Rubb junior recluyéndose en casa las mejores horas del día, me temo, a fin de recibirle si se presentaba; y sin embargo, había decidido mostrarse muy fría con él, y muy prudente, convenciéndose de que deseaba verlo únicamente con motivo de las necesidades mercantiles de la situación. Ciertamente, pensaba que debía ocuparse de sus asuntos cuando se le presentaran, y por tanto, se cuidaría de estar en casa cuando el señor Rubb apareciera.
Cada domingo que había pasado en Littlebath había ido a la iglesia mañana y tarde siguiendo estrictamente las indicaciones que le había ofrecido como guía el señor Stumfold. Sin duda había sacado provecho de los sermones que había oído de ese caballero cada mañana, e, igualmente, esperamos, de los sermones mucho más largos del coadjutor del señor Stumfold cada tarde. El reverendo Maguire era muy enérgico, pero también se alargaba demasiado; y la señorita Mackenzie, que aún no era merecedora de clasificarse entre los absolutamente convertidos, se sentía inclinada a pensar que sus disertaciones eran demasiado largas. No obstante, era paciente por naturaleza, y dispuesta a dar mucho aunque solo recibiera un poco a cambio. Yo no podría definir los beneficios sociales que esperaba obtener de esa práctica religiosa, pero pienso que inconscientemente esperaba algo en ese sentido, y se había sentido decepcionada.
Pero en el presente, a las nueve de la noche del día señalado, tenía la seguridad y el convencimiento de que iba a entrar en sociedad. La tarjeta indicaba las ocho y media, pero el sol no había uncido aún sus caballos a esa hora lejos de su carro, tan remoto como estaba[10], dejándola en la ignorancia de que las ocho y media querían decir las nueve. Cuando el reloj señaló las ocho y media comenzó a inquietarse y tocó la campana para preguntar si el cochero se habría olvidado de enviar el carruaje; no obstante, había tenido la precaución de decirle al hombre que no quería llegar a casa de la señora Stumfold antes de la nueve.
—Él ya sabe, señorita —dijo la criada—, no se preocupe, lo hace todas las noches.
Y fue tristemente consciente de que incluso la criada sabía más de las costumbres de la sociedad local que ella misma.
Cuando llegó a lo alto de la escalera de la señora Stumfold sintió una punzada en el corazón, pues percibió de inmediato que se había hecho esperar. Después de todo, había confiado en equivocados razonamientos en lo referente al asunto de la hora. Las ocho y media significaba las ocho y media, y debería haber sabido que sería de ese modo en una casa tan estricta como la de la señora Stumfold. La señora la recibió en la puerta sonriendo insípidamente —aunque no tan insípidamente, si se me permite decirlo, como podría haberlo hecho—, y condujo a la extraña a su ubicación.
—Por lo general comenzamos con una breve oración, y es por eso que nuestros queridos amigos tienen la amabilidad de llegar puntualmente.
Luego el señor Stumfold se levantó y estrechó su mano muy amablemente.
—Lo siento mucho —acertó a pronunciar la señorita Mackenzie.
—No hay de qué —respondió él—. Sabía que no estaba al corriente y por eso me tomé la libertad de esperar unos minutos. No hemos perdido el tiempo, pues el señor Maguire nos ha expuesto un argumento teológico de gran importancia.
Entonces toda la congregación se rio y la señorita Mackenzie pudo percibir que el señor Stumfold era capaz de bromear, a su manera. Fue presentada al señor Maguire, que le estrechó la mano también, y luego la señorita Baker se acercó y se sentó a su lado. No tuvieron tiempo, no obstante, para hablar en ese momento. La oración comenzó de inmediato a cargo del propio señor Stumfold; luego el señor Maguire leyó la mitad de un capítulo de la Biblia que explicó posteriormente el señor Stumfold de nuevo. Dos damas le hicieron una serie de preguntas al señor Stumfold con gran persistencia, a las que el caballero respondió con toda confianza, caminando por la sala y riendo con frecuencia mientras se sometía al interrogatorio. La señorita Mackenzie se asombró muchísimo por la especial familiaridad en sus formas: decía «Pablo», por ejemplo, al hablar de San Pablo, y declaró que el santo era una buena persona; afirmó preferir a Lucas antes que a Mateo, y nombró personalidades aún más sagradas que estas con infinita facilidad y una acostumbrada familiaridad que parecía deleitar a las otras damas, pero que en principio le sorprendió a ella por su desconocimiento.
—Pero no voy a añadir nada más sobre Pedro y Pablo por el momento —declaró finalmente—. Me quedaría aquí toda la noche, pero se arruinaría nuestro té.
Todo el mundo rio de nuevo ante lo absurdo de la idea de que este buen y gran hombre pudiera preferir el alimento terrenal a aquel otro alimento que estaba en su mano dispensar. No había nada que las damas stumfoldianas de Littlebath amaran tanto como estas pequeñas bromas que rayaban en la impiedad del mundo exterior, y que les hacían sentir casi tan divertidas como pecaminosas, y les permitían, por así decirlo, saborear ligeramente los placeres de la inmoralidad.
—El vino alegra el corazón de la mujer[11], señora Jones —dijo el señor Stumfold mientras llenaba por segunda vez la copa de una vieja dama de su círculo.
Y la anciana le guiñó un ojo y chasqueó la lengua con la sensación de ser tan feliz como la malvada señora Smith, que pasaba todas las noches de su vida jugando a las cartas, o la horrible señora Brown, de la que en ocasiones se murmuraban cosas terribles cuando dos o tres damas se encontraban en suficiente privacidad como para susurrarlas; ¡la vida era casi tan agradable aquí en este mundo como en el otro, aunque acompañada por tanta seguridad en lo referente al futuro en este caso, como peligro en los otros! Pienso que fue esta aptitud para el libertinaje femenino, por encima de todas sus grandes virtudes, incluso más que su indomable energía, lo que hizo del señor Stumfold el hombre más popular de Littlebath. En ese momento, una docena de damas se deslizaron hacia la mesa del salón trasero con gozosa presteza, consecuencia del tratamiento poco ceremonioso que San Pedro y San Pablo habían recibido de su pastor.
La señorita Mackenzie solo había tenido tiempo de echar un vistazo al cuarto para examinar el escenario de las bromas del señor Stumfold mientras que el señor Maguire estaba leyendo. Pudo ver que solo había tres caballeros, además de dos clérigos. Había un hombre muy anciano sentado entre la señora Stumfold y otra dama, casi oculto por completo entre sus voluminosos ropajes. Era el señor Peters, un notario jubilado, y padre de la señora Stumfold, de cuyas arcas habían salido todas las superfluas comodidades que la señorita Mackenzie veía a su alrededor. Corría un rumor, incluso entre las santas gentes de Littlebath, según el cual el señor Peters había sido un hombre astuto en su juventud; todos admitían que había tenido mucho éxito en sus negocios.
—Sin duda se arrepintió —dijo en una ocasión la señorita Baker a la señorita Todd.
—Y si no fuera así, se ha olvidado de todo; cosa que generalmente viene a significar lo mismo —había respondido la señorita Todd.
—El señor Peters ya es muy anciano, y estoy predispuesta a pensar que se ha olvidado de todo.
Los otros dos caballeros eran jóvenes y disfrutaban de alta estima por parte de todo el grupo allí reunido. Eran muy apreciados por el señor Stumfold, pero en más alto aprecio aún los tenía la señora Stumfold, y casi eran objeto de veneración por parte de una o dos damas cuyas muestras públicas de adoración no se veían disminuidas por la posesión de maridos. Los jóvenes se habían instalado en Littlebath por algún tiempo para estar cerca del señor Stumfold, y tenían suficiente riqueza en este mundo para ocupar sus horas en actividades eclesiásticas.
El señor Frigidy, el de más edad, tenía intención de ordenarse en el futuro, pero hasta ahora no había avanzado lo suficiente en sus estudios para abrigar esperanzas de éxito en su prueba ante el obispo. Sus amigos le hablaron de Islington y St. Bees, de Durham, Birkenhead, y otros lugares en los que podría conseguirlo; pero vacilaba, temiendo no ser capaz de pasar ni siquiera los pasos iniciáticos, incluso en Islington. Era un buen muchacho, en paz con todo el mundo excepto con el señor Startup. Los cronistas más veraces no se atreverían a afirmar que estaba en paz con el señor Startup, que era el otro joven que la señorita Mackenzie había visto en la sala.
El señor Startup era también un muchacho muy bueno, pero de temperamento ardiente, mientras que Frigidy era suave por naturaleza. Startup ya predicaba en público, y tenía el coraje del que carecía Frigidy para hablar en voz alta. Startup no era clérigo porque ciertos escrúpulos se lo impedían, mientras en el corazón de Frigidy no existía un deseo tan fuerte como el de unir su nombre a la palabra reverendo. Aunque era más joven que Frigidy, Startup podía hablar con fluidez con siete mujeres a la vez, mientras que Frigidy no podía ni hablar con una sin ayuda de la dama en cuestión. En consecuencia, el señor Frigidy no podía obligarse a amar al señor Startup, y no podía autorizar al cronista veraz a decir que estaba en paz con todo el mundo, incluido el señor Startup.
Las mujeres eran demasiado numerosas como para que la señorita Mackenzie no se diera cuenta de ello, en especial mientras estaba sentada escuchando la impresionante voz del señor Maguire. Un señor Maguire en el que se fijó, advirtiendo que también poseía una agradable figura, un hermoso cabello azabache, una perfecta dentadura de dientes blancos, unos bigotes también muy negros y finos aunque salpicados de canas, y el más terrible estrabismo en el ojo derecho que jamás haya desfigurado un rostro que en todos los demás sentidos era digno de un Apolo. Tan notorio era el estrabismo que la señorita Mackenzie no podía dejar de mirarle incluso cuando era el señor Stumfold el que explicaba los textos. Si hubiera visto al señor Maguire de frente desde un principio, no creo que esta circunstancia hubiera tenido la más mínima importancia para ella; pero había visto en primer lugar la parte posterior de su cabeza y luego su perfil, y se había formado una alta opinión sobre su belleza casi perfecta. En consecuencia, cuando al fin se le reveló el ojo «defectuoso», sintió una agitación extraordinaria. ¡Cómo un hombre que la naturaleza había dotado con semejante cabeza, boca, barbilla, frente, y semejante ojo izquierdo, podía ser maldito con semejante ojo derecho! Todavía estaba pensando en ello cuando tuvo lugar un enérgico ajetreo a su alrededor, en el salón.
Cuando en ese momento el señor Stumfold le ofreció su brazo para dirigirla a través de las puertas plegables a tomar el té, esta condescendencia por su parte casi la confundió. Las otras damas sabían que siempre se comportaba de ese modo con los recién llegados, y por consiguiente no pensaron de igual modo. Ningún otro caballero tomó el brazo de ninguna de las otras damas, pero ella fue conducida a una ubicación especial —un lugar de honor, por así decirlo—, a la izquierda de una gran tetera de plata. Inmediatamente antes de la tetera estaba sentada la señora Stumfold; y, justamente antes de otra tetera, en otra mesa, estaba sentada la señorita Peters, hermana de la señora Stumfold. El salón trasero en el que se reunieron era más grande que el anterior y daba a un precioso jardín. Las líneas otorgaron al señor Stumfold una ubicación entre la familia Peters; su suerte estaba decidida, le había tocado un lugar delicioso[12]. A un lado de la señorita Mackenzie estaba sentada la señorita Baker y al otro lado de la señora Stumfold estaba situado el señor Startup, hablando en voz alta y distribuyendo las tazas de té con estudiada gracia. El señor Stumfold y el señor Frigidy estaban en la otra mesa, y el señor Maguire mariposeaba entre una y otra. La señorita Mackenzie deseaba con todo su corazón que se sentara dándole a ella la espalda, pues era incapaz de apartar la mirada de su ojo. Pero seguía allí, ante ella, y comenzó a sentir que el reverendo tenía un espíritu maligno —su espíritu maligno—, y que terminaría por sucumbir a él.
Antes de que nadie tuviese permiso para comenzar, la señora Stumfold se levantó con una gran taza de té llena hasta los bordes y un plato repleto de pan tostado con mantequilla, y con sus propias manos y piernas acercó estas delicias a su padre. En tal ocasión ningún criado, ni amigo, ni el señor Stumfold estaban autorizados a interferir en esta devoción filial.
—Siempre lo hace —susurró con admiración y de manera audible una dama sentada a la derecha de la señorita Baker—. Siempre lo hace.
La devota admiradora era la esposa de un carrocero jubilado que deseaba ardorosamente hacerse un hueco en la buena sociedad evangélica de Littlebath.
—Tal vez desee servirse el azúcar usted misma —dijo la señora Stumfold a la señorita Mackenzie, tan pronto como estuvo de regreso.
En esta ocasión la señorita Mackenzie recibió la primera taza después del padre de la señora de la casa, pero las palabras que le dirigió le parecieron severas.
—Podría servirse el azúcar usted misma, quizá —repitió—. Aligera la tarea.
La señorita Mackenzie expresó su voluntad de hacerlo y lamentó que la señora Stumfold tuviera que trabajar tan duro. ¿Tal vez podría serle de ayuda?
—Estoy acostumbrada, muchas gracias —dijo la señora Stumfold.
Las palabras no era descorteses, pero su tono era terriblemente severo y la señorita Mackenzie tuvo la dolorosa certeza de que su anfitriona ya estaba al tanto de la tarjeta que había dejado en la puerta de la señorita Todd.
El señor Startup estaba ahora manos a la obra.
—Para lady Grigg y la señorita Fleebody, ya sé. Mucho azúcar para lady Grigg y pastelitos para la señorita Fleebody. La señora Blow siempre toma bizcocho y cuidaré de que tenga uno a su lado. Mortimer —el criado— ha ido a buscar más tostadas. Maguire tiene dos platos de galletas dulces ahí; acérquenos uno. No se preocupe por mí, señora Stumfold, pronto será mi turno…
El señor Frigidy escuchaba todo esto con oídos envidiosos mientras permanecía sentado frente a su taza en la otra mesa. Habría dado el mundo entero por moverse por el cuarto como el señor Startup, haciéndose útil y visible; pero no podía hacerlo —sabía que no podía hacerlo—. Más tarde, al anochecer, tras dos horas dedicado a la señorita Trotter —junto a la que se había sentado muy a menudo con anterioridad—, se aventuró a hacer una observación.
—¿No encuentra usted que el señor Startup es demasiado atrevido?
—¡Oh!, Dios mío, sí, tiene usted razón —dijo la señorita Trotter—. Pienso que es un joven excelente, pero ahora que lo menciona, creo que también es un poco atrevido. Y a veces me pregunto cómo puede gustarle a la querida señora Stumfold. Pero, usted ya sabe, señor Frigidy, no estoy segura de que le guste a nadie más. Ya sabe lo que quiero decir.
Fa señorita Trotter continuó hablando y el señor Frigidy se sintió reconfortado, creyendo todo lo que le había dicho.
Cuando la señora Stumfold comenzó su conversación con el señor Startup, la señorita Baker se dirigió a la señorita Mackenzie, aunque en un principio hubo cierta rigidez en sus formas, tal como correspondía al comportamiento de una dama cuya visita no había sido devuelta.
—Espero que le guste Fittlebath —dijo la señorita Baker.
Fa señorita Mackenzie, que empezaba a comprender que se había equivocado, vaciló cuando respondió que le gustaba bastante.
—Creo que encontrará la ciudad agradable —dijo la señorita Baker. Y luego hubo una pausa.
No podían existir dos mujeres mejor dispuestas para la amistad que aquellas, y era de esperar, por el bien de nuestra pobre y especialmente solitaria heroína, que esa rígida capa de buenas maneras pudiera romperse y disiparse.
—Estoy segura de que me resultará agradable después de un tiempo —dijo la señorita Mackenzie.
Y luego se abalanzaron sobre sus propios panecillos con mantequilla.
—Imagino que no ha visto a la señorita Todd desde que la visité.
La señorita Baker hizo esta afirmación cuando advirtió que la señora Stumfold estaba inmersa en otra conversación privada con el señor Startup. No obstante, debe señalarse para mérito de la señorita Baker que hubiera mantenido su amistad con la señorita Todd a pesar de todas las influencias stumfoldianas. La señorita Mackenzie, por el momento menos valiente, miró a su alrededor horrorizada; pero al ver que su anfitriona estaba sumida en la discusión con su primer ministro, reunió el coraje necesario.
—La visité, pero no llegué a verla.
—Me prometió que la visitaría —dijo la señorita Baker.
—Y yo le devolví la visita, pero no estaba en casa —dijo la señorita Mackenzie.
—Ciertamente —dijo la señorita Baker.
Y quedaron en silencio de nuevo.
Pero, después de un momento, la señorita Mackenzie se armó de valor de nuevo. No creo que fuera demasiado cobarde por naturaleza. En verdad, el solo hecho de que estuviera sola en Littlebath librando su propia batalla en lugar de haberse dejado arrastrar por los Harry Handcock y Tom Mackenzie de este mundo, demostraba que podía ser cualquier cosa menos cobarde.
—Tal vez debería haberle devuelto la visita, señorita Baker.
—Como mejor le parezca —dijo la señorita Baker, con la más dulce de sus sonrisas.
—Me habría complacido mucho, porque su visita me resultó muy agradable; pero como venía acompañando a la señora Stumfold no estaba muy segura de que fuera lo correcto; y, por otra parte, no sé exactamente dónde vive.
Después las dos mujeres tuvieron una conversación muy agradable mientras permanecieron sentadas una junto a la otra. La señorita Baker le indicó a la señorita Mackenzie su dirección completa, y la señorita Mackenzie, con ese brillo en los ojos que siempre luce cuando se encuentra ansiosa, le rogó a su nueva amiga que la visitara de nuevo.
—Lo haré, por supuesto —contestó la señorita Baker.
Y después se separaron para regresar a la sala.
La señorita Mackenzie se encontró ahora sentada junto al señor Maguire. Con la aglomeración había sido empujada hasta un rincón en el que había dos sillas, y antes de que pudiera considerar las ventajas y desventajas de esta nueva ubicación, el señor Maguire se había sentado muy próximo a ella; estaba sentado de tal forma que se encontraban especialmente aislados del resto, pues ante ellos se alzaba una pared de crinolina; pared de crinolina que les separaba de cuatro o cinco invitados que compartían la elocuencia del señor Startup mientras llevaba a cabo un flirteo evangélico que a sus oyentes les resultaba muy agradable, y que a él le deleitaba poderosamente. La señorita Mackenzie, cuando se vio atrapada, dirigió su mirada hacia el ojo del señor Maguire con súbita consternación. Aunque con esa mirada se hubiera ganado el odio del reverendo, no hubiera podido evitarla; el ojo le fascinaba tanto como le espantaba. Pero el señor Maguire estaba acostumbrado a que examinaran su ojo, y no la odió. Por el contrario, fijó en apariencia su mirada en las esquinas de la pared, aunque la verdad es que la miraba a ella, y comentó:
—Me alegro de que esté entre nosotros, señorita Mackenzie.
—Tenga la seguridad de que me siento muy honrada.
—Tiene motivos para estarlo, se lo aseguro. No debe sorprenderse de que se lo diga, aunque suene descortés. Debe sentirse honrada y el honor es recíproco. Considerando todo orden de cosas, no creo que pudiera… encontrar un lugar mejor en Inglaterra que el salón de mi amigo el señor Stumfold; y, si me permite decirlo, mi amigo Stumfold no podría hacer mejor uso de su salón, que recibiéndola a usted.
—El señor Stumfold es muy amable, y también su esposa.
—Ciertamente, el señor Stumfold es muy amable; en cuanto a la señora Stumfold, la considero una mujer maravillosa, realmente maravillosa. Por el control de su mente, la profundidad de su pensamiento, la delicadeza de sus sentimientos —tal vez no esperaba algo así, pero es un hecho—, la fuerza de su fe, la pureza de su vida, su cordial hospitalidad y todos los deberes domésticos, la señora Stumfold no tiene igual en Littlebath, y quizá pocos la superan en otros lugares.
Aquí el señor Maguire hizo una pausa, y la señorita Mackenzie, al verse obligada a hablar, respondió que no tenía ninguna duda al respecto.
—No debe dudar, señorita Mackenzie. Es tal como se lo digo, y aún más. Sus modales pueden parecerle un poco rudos al principio. Sé que eso es lo que piensan las damas antes de conocerla bien; pero no es más que la superficie, señorita Mackenzie, solo la superficie. Está tan involucrada en su trabajo que no puede permitirse ser ligera y bromista como su marido. El señor Stumfold es tan juguetón como un lechón.
—Parece muy agradable.
—Y siempre es así. Hay gente, usted sabe, que opina que la religión es austera y taciturna. No opinarían de igual modo si conocieran a mi amigo Stumfold. Su vida está dedicada a sus deberes pastorales. No conozco a nadie que trabaje más duro en la viña Stumfold, y siempre tiene una sonrisa en los labios. ¿Y por qué no iba a ser así, señorita Mackenzie? Si uno se para a pensarlo, ¿por qué no?
—No hay duda de que es mejor no ser infeliz —dijo la señorita Mackenzie.
Solo hablaba cuando comprendía que se había detenido para darle tiempo a ella a responder.
—Por supuesto, sabemos que este mundo no puede hacer feliz a nadie. ¿Quiénes somos para atrevernos a ser felices aquí en la tierra?
De nuevo hizo una pausa, pero la señorita Mackenzie tenía la sensación de que había sido apresada en una trampa por su respuesta anterior, y decididamente permaneció en silencio.
—Desafío a cualquier hombre o mujer a ser feliz aquí —dijo Maguire, mirándola a ella con un ojo y a la esquina de la pared con el otro, de una manera que la aterrorizaba—. Pero podemos estar contentos, podemos emprender nuestro trabajo cantando salmos de alabanza en lugar de canciones de abatimiento. ¿No está de acuerdo conmigo, señorita Mackenzie, en que los salmos de alabanza son mejores que las canciones de desconsuelo?
—Yo no canto en absoluto —dijo la señorita Mackenzie.
—Canta en su corazón, amiga mía, estoy seguro de que canta en su corazón. ¿No canta en su corazón?
De nuevo hizo una pausa.
—Bueno, tal vez en mi corazón, sí.
—Yo sé que sí; sonoros salmos de alabanza con un arpa de diez cuerdas[13]. Pero Stumfold está siempre cantando en voz alta y con su laúd de veinte cuerdas.
Fue entonces cuando la voz del cantante de veinte cuerdas se oyó a través de la gran sala proponiendo un acertijo.
—¿Por qué Pedro estaba en prisión como un niñito descalzo?
—Así es él —dijo el señor Maguire.
Todas las damas esperaban la respuesta con expectación y el señor Stumfold formuló el acertijo de nuevo.
—No lo resolverá hasta la próxima reunión; pero no hay nadie aquí que no se vaya a pasar toda la semana estudiando la vida de San Pedro. Y nunca olvidarán lo que aprendan de esa forma.
—Pero ¿por qué estaba como un niñito descalzo? —preguntó la señorita Mackenzie.
—¡Ah, ese es el acertijo stumfoldiano! Puede preguntárselo y no se lo dirá hasta la semana próxima; pero algunas de esas damas ya lo habrán averiguado antes de esa fecha. ¿Ha venido para instalarse definitivamente en Littlebath, señorita Mackenzie?
Formuló la pregunta muy abruptamente, pero el señor Maguire la miró de tal forma mientras lo hacía, que se le hizo imposible evitar una respuesta.
—Creo que voy a quedarme aquí por un tiempo.
—Así sea, así sea —dijo con energía—. Así sea; venga y viva entre nosotros, y sea uno de los nuestros; venga y participe con nosotros en la fiesta que preparamos; venga y coma de nuestro pan y del mismo plato que nosotros. Únase a nuestro rebaño y caminemos juntos por los verdes pastos, a lo largo y ancho de los caminos y setos de la casa del Señor. Venga a pasear con nosotros el Sabbat por entre los campos de maíz y coseche las espigas si le aprieta el hambre[14], haciendo caso omiso de las supercherías. Venga a cantar con nosotros las canciones de un corazón jubiloso y a regocijamos juntos. ¿Qué otra cosa mejor puede hacer, señorita Mackenzie? No creo que haya un lugar más saludable en el mundo que Littlebath, y, teniendo en cuenta que este lugar está de moda, llevaría una vida muy razonable.
Este discurso fue pronunciado tan rápido y con tanta energía que la señorita Mackenzie apenas lograba entender si le estaba aconsejando mudarse al Edén terrenal o al Paraíso celestial, pero supuso que había querido ser cortés, y por tanto le dio las gracias y le confirmó su intención de permanecer en Littlebath. Fue una verdadera lástima que bizqueara tan terriblemente, pues en todos los demás aspectos era un hombre apuesto.
En ese preciso momento la reunión pareció disolverse.
—Nos vamos todos —dijo el señor Maguire—. Siempre lo hacemos cuando la señora Stumfold se levanta de su asiento. Lo hace cuando su padre asiente con la cabeza. Permítame un momento, pues he de rezar una oración. Por cierto, espero que me permita acompañarla a su casa. Me haría muy feliz poder serle útil.
La señorita Mackenzie le hizo saber que un coche vendría a buscarla y luego se alejó hacia el centro de la sala.
—Siempre volvemos caminando a casa tras las reuniones —dijo la señorita Baker, que, no obstante, había consentido acompañar a la señorita Mackenzie, en esta ocasión—. Es mucho más barato, ya sabe.
—Por supuesto; y es muy agradable si todo el mundo lo hace. Pero ¿usted viene a pie?
—Por lo general, no —dijo la señorita Baker—; pero hay algunos que sí lo hacen. La señorita Trotter se desplaza a pie tanto a la ida como a la vuelta, aunque llueva.
Entonces la señorita Baker dijo unas palabras sobre la señorita Trotter que no fueron del todo amables.
Tan pronto como llegó a casa, la señorita Mackenzie tomó su Biblia y durante una hora reflexionó sobre el acertijo del señor Stumfold; pero no pudo encontrar, a pesar de todo, por qué San Pedro en su prisión estaba como un niñito descalzo.