XXIX
EN LOS MOMENTOS DIFÍCILES SE RECONOCE A LOS VERDADEROS AMIGOS
Cuando su labor en el bazar hubo terminado, las cuatro damas Mackenzie se encaminaron hacia el hogar de la señora Mackenzie en Cavendish Square; agotadas, deseosas de tomar una taza de té, y resueltas a permanecer ociosas en lo que restaba de tarde. No se arreglarían para la cena ni saldrían; nada salvo reposo, té, chuletas de cordero, y comadreo sobre lo acontecido durante el día. El señor Mackenzie se encontraba en el Parlamento, y no existía razón alguna para efectuar ningún despliegue de esfuerzo doméstico. Y de este modo transcurrió la tarde. Conversaron sobre cómo la señora Chaucer Munro y su bullicioso grupo se toleraban entre ellas; lo que se dijo sobre la anciana Lady Ware y sus hijas, o la pobre, distinguida y preocupada duquesa, o el señor Manfred Smith, o los reyes y héroes que habían hecho su aparición maquillados y con armadura, no puede ser revelado. Me temo que el veredicto Mackenzie sobre el bazar en general fue desfavorable, y que todas estuvieron de acuerdo en abstenerse de tales iniciativas benéficas en un futuro. Lo que ahora nos ocupa principalmente es saber que nuestra Griselda se comportó con dignidad durante aquella noche, y se sintió cómoda y relajada entre sus primas, aunque ya se hubiese dado a conocer que el veredicto legal había fallado en su contra en el gran caso de los Ball contra los Mackenzie. Pero de haber sido ese veredicto completamente favorable a ella, no lo habría sido tanto como esas breves palabras pronunciadas por la señora Mackenzie manifestando que todavía no poseía derecho alguno a regañar a sir John por su extravagancia; esas breves palabras proferidas de buen humor, y aparentemente aceptadas con buen humor incluso por él. Pero aquella noche, la señora Mackenzie no gozó de la oportunidad de hablar con Margaret sobre sus posibilidades, ni de explicarle el oportunismo de hablar con sutileza de su vestido en presencia de sir John, a causa de las otras dos primas. Las otras dos primas, sin duda, conocían toda la historia del León y el Cordero, y hablaban con su cuñada, Clara, sobre su otra prima, Griselda, a espaldas de la propia Griselda; y se encontraban sin ninguna duda de lo más expectantes ante la posibilidad de que Griselda se convirtiese en esposa de un baronet. Pero en una reunión tan concurrida no existía oportunidad alguna para consejos confidenciales.
A la mañana siguiente se encontraban juntas la señora Mackenzie y Margaret, y la señora Mackenzie habló como sigue.
—Margaret, querida —dijo—, ese sombrero que le regalé ha valido su peso en oro.
—Costó casi otro tanto —replicó Margaret—, pues era muy caro y delicado.
—O su peso en billetes, pues nos ha demostrado a todos, a sir John y a mí, que puede vestir muy elegante si así lo desea. Ningún hombre desea casarse con una mujer sin estilo, ya lo sabe.
—Supongo que era una mujer sin estilo cuando me lo pidió.
—No estaba allí, no la conocía por aquel entonces, y no sabría decirle. Pero sí sé que ayer se sintió cautivado por su aspecto. Ahora, como es de esperar, no tardará en presentarse aquí.
—Me atrevería a decir que no regresará en lo que queda de verano.
—Si no lo hace, mandaré a buscarle.
—¡Oh, señora Mackenzie!
—¡Y, oh, Griselda! ¿Por qué no debería mandar a buscarle? No pretenderá que permita que esta situación se alargue un mes tras otro, hasta que esa anciana de Jos Cedars se las ingenie para salir victoriosa. De ninguna de las maneras.
—Ahora que ya está todo resuelto, no me quedaré aquí por más tiempo, naturalmente.
—No después de su matrimonio, querida. No podríamos alojar a sir John y todos los niños. Además, nos marcharemos a Escocia para la temporada de la caza del urogallo. Pero es mi intención que no salga de esta casa hasta que esté desposada. No ponga esa cara de asombro. Queda mucho tiempo por delante antes de que julio llegue a su fin[61].
—No creo que albergue ninguna intención parecida; estoy plenamente convencida de que no es así.
—Entonces debe ser el hombre más extraño que jamás haya conocido; y debo añadir que también el más artificioso y falto de corazón. Pero tanto si tiene intención de hacerlo como si no, alguna intención debe tener. ¿Acaso supone que va a arrebatarle toda su fortuna, para después abandonarla sin decirle ni una palabra al respecto? Si hubiese disputado el asunto, y le hubiese conducido a todo tipo de expendios; si, en pocas palabras, se hubiesen comportado ustedes como enemigos durante todo este tiempo, cabría la posibilidad. Pero ha obrado como un verdadero cordero, regalando su lana al esquilador de un modo tan dócil… tan semejante a una auténtica Griselda, que si renunciase a usted de esa manera, nadie volvería a dirigirle jamás la palabra.
—Pero se olvida de lady Ball.
—No, no me olvido de ella. Protagonizará una desagradable escena con su madre, y no pretendo adivinar cómo concluirá, pero una vez haya terminado con ella, vendrá aquí. Debe hacerlo. No tiene alternativa. Y cuando venga, quiero que ofrezca su mejor apariencia. Créame, querida, no existirían muselinas en el mundo, ni almidonados, si no existiese la intención de que las mujeres luciesen siempre con el mejor aspecto posible.
—Las mujeres jóvenes —sugirió Margaret.
—Las jóvenes, como usted las llama, pueden lucir buen aspecto sin muselinas ni almidonados. Tales cosas fueron creadas con el propósito de servir a personas como usted y yo; poseo la costumbre de aceptar los bienes que los dioses me proporcionan.
La filosofía de la señora Mackenzie demostró no ser carente de resultados, y su profecía se hizo realidad. Pasaron varios días y ningún pretendiente visitó la casa; pero una mañana temprano, el viernes posterior al bazar, Margaret, que en ese instante se encontraba en su propia habitación, fue informada de que sir John se hallaba abajo en el salón con la señora Mackenzie. Ya hacía un tiempo que se encontraba ahí, dijo la doncella, y la señora Mackenzie le había mandado subir para saber si la señorita Mackenzie haría el honor de bajar a reunirse con ellos. ¿Que si bajaría? Por supuesto que acudiría junto a su primo. No era una cobarde. A decir verdad, una auténtica Griselda difícilmente puede resultar una cobarde. Así que decidió acudir junto a su primo y escuchar su destino.
Las últimas veinticuatro horas habían sido muy amargas para sir John Ball. ¿Qué podía hacer, deambulando con la carta de ese hombre en su bolsillo… con el veneno de ese reptil todavía corriendo por sus venas? Aquel jueves por la mañana, mientras se dirigía hacia su oficina, había tomado la decisión, tal y como tenía pensado, de acudir junto a Margaret y ofrecerle que escogiese su propio destino. Dejaría a su elección convertirse en su esposa, o quedarse la mitad de la fortuna restante de Jonathan Ball. «Me rechazó», se decía a sí mismo, «cuando el dinero era todo suyo. ¿Por qué iba a desear pertenecer a una casa como la mía, casarse con un marido aburrido y hacerse responsable de un montón de niños?». Y entonces pensó en ella tal y como la había visto en el bazar, y comenzó a hacerse ilusiones de que, a pesar de su carácter tedioso y de todos sus hijos, elegiría convertirse en su esposa. Había urdido un plan en cuanto a la futura vida de su madre, teniendo intención de proponerle que dos de las muchachas viviesen con ella, y que residiera cerca de él, cuando la carta del señor Maguire llegó a sus manos.
¿Cómo iba a casarse con su prima después de eso? Si lo hiciese, ¿no manifestaría ese desgraciado de Littlebath, a través de todos los periódicos metropolitanos y provinciales, que él había forzado el matrimonio? Esa carta sería publicada en la misma columna que informase sobre la boda. Pero aun así, debía tomar una decisión. Tenía que hacer algo. Aquellos que lean esto probablemente afirmarán que era un tonto pusilánime por dar importancia a cualquier cosa que alguien como el señor Maguire pudiese decir sobre él. No era un tonto, pero hasta ese momento se había comportado de un modo pusilánime y estúpido; y en asuntos semejantes, hombres como él son pusilánimes y estúpidos, y a menudo cobardes.
Era, sin embargo, absolutamente necesario que hiciese algo. Comprendía tan bien como la señora Mackenzie que era esencial su deber de velar por su prima, ahora que la cuestión de la ley entre ellos había quedado resuelta. Incluso aunque hubiese considerado no volver a pedirle que fuese su esposa, no podía confiarle a nadie más la tarea de comunicarle cuál iba a ser su suerte. Su conducta hacia él en el asunto del patrimonio había sido ejemplar, y era su deber agradecerle la generosa paciencia que había mostrado. Así mismo se había hecho la firme promesa de darle a su madre una respuesta final el sábado.
El viernes por la mañana, por tanto, llamó a la puerta de la casa de los Mackenzie en Cavendish Square, y pronto se encontró a solas con la señora Mackenzie. Creo que ni siquiera entonces acudió allí con ningún propósito determinado. Si hubiese tenido elección, habría solicitado permiso para posponer cualquier acción relacionada con su prima durante seis meses más y autorización para emplear ese tiempo en aniquilar de la faz de la tierra al señor Maguire. Mas, tal cosa resultaba imposible, y de ahí que encaminase sus pasos hacia Cavendish Square, donde quizás pudiese decidir su destino.
—Quiere ver a Margaret, sin duda —dijo la señora Mackenzie—, para poder comunicarle que su ruina finalmente se ha hecho efectiva —y mientras hablaba en estos términos de la ruina de su prima, sonrió de la manera más dulce y adoptó su mirada más gentil.
—Sí, deseo verla de inmediato —respondió él.
La señora Mackenzie se había levantado como si se dispusiera a ir en busca de su prima, pero había vuelto a tomar asiento cuando las palabras «de inmediato» fueron pronunciadas. No era ni mucho menos reacia a mantener una breve conversación sobre Margaret, si ese era el deseo de sir John. Sir John, me temo, simplemente había hecho uso de esas palabras ante la intuición de que así retrasaría el trance durante un tiempo.
—¿No cree que Margaret lucía muy buen aspecto en el bazar? —dijo la señora Mackenzie.
—Muy bueno, ciertamente —respondió sir John—, muy bueno. No puedo decir que me gustase ese lugar.
—Tampoco a ninguna de nosotras, se lo aseguro. Pero a veces una se ve obligada a hacer ese tipo de cosas, como bien sabe. Margaret fue muy admirada allí. Se ha hablado tanto sobre esta singular historia relacionada con su fortuna que la gente, como es natural, conversó mucho más sobre ella de lo que lo hubiesen hecho en distintas circunstancias.
—Eso ha sido una gran desgracia —dijo sir John frunciendo el ceño.
—Ha sido una desgracia, pero también una de esas cosas que no pueden evitarse. No creo que tenga motivo para quejarse, puesto que Margaret se ha comportado como ninguna otra mujer lo hubiese hecho, creo. Su comportamiento ha sido perfecto.
—No albergo ninguna queja sobre ella.
—Y en cuanto al resto, debe sellar la disputa con el mundo usted mismo. Nadie salvo ella me importa. Pero, en lo que a mí respecta, creo que es mejor que esas cosas se desvanezcan por sí mismas. Después de todo, ¿qué importancia tienen mientras uno no haga nada de lo que deba avergonzarse? Lo que diga la gente no puede matarle.
—¿No consideraría harto desagradable, señora Mackenzie, que su nombre apareciese expuesto de esa manera en los periódicos?
—Le doy mi palabra de que no creo que me importase, siempre y cuando mi esposo permaneciese a mi lado ofreciéndome su apoyo. ¿Qué interés tiene, después de todo? La gente dice que Margaret y usted son el León y el Cordero. ¿Qué hay de malo en ser llamado león o cordero, una cosa o la otra? Mientras que no tengan motivo alguno para creer que se ha comportado mal, que ha sido falso o cruel, no considero que tenga mayor trascendencia. Evidentemente, nadie quiere que se escriban artículos en el periódico sobre uno mismo.
—No, le aseguro que no.
—Pero ni pueden matarle, ni pueden hacerle creer al mundo que ha mentido, siempre y cuando se cuide de comportarse como un hombre honesto. Bien, con respecto a esta cuestión, doy por hecho que Margaret y usted formalizarán su relación.
—¿Eso le ha dicho ella?
La señora Mackenzie se detuvo por un momento para poner orden a sus pensamientos antes de ofrecer una respuesta; pero este proceso duró tan solo un instante, y sir John Ball apenas percibió que hubiese cesado de hablar.
—No —dijo—, no me ha dicho nada. He sido yo quien le ha dicho que así es como debería ser.
—¿Y ella no lo desea?
—¿Quiere que revele el secreto de una dama? Pero en situaciones como esta, la verdad siempre es la mejor alternativa. Lo desea, con todo su corazón, más de lo que ninguna mujer haya deseado algo jamás. No debe albergar ninguna duda de su amor hacia usted.
—Naturalmente, señora Mackenzie, me encargaría de que nunca le faltase nada. Si ella considera que una vida en soltería es lo que más le conviene, tendrá la mitad de lo que una vez creyó que era suyo.
—¿Y eso es lo que usted desea?
—No he dicho eso, señora Mackenzie. Pero puede que mi deseo sea que la elección quede de manera justa en sus manos.
—Entonces estoy en situación de manifestar de inmediato cuál sería su elección. Su oferta es muy generosa. Más que generosa. Pero, sir John, una vida en soltería no sería lo más adecuado para ella; y, según creo, si le ofreciese el dinero sin ofrecerle su mano, ella no aceptaría ni un cuarto de penique.
—Debe poseer algún tipo de dotación.
—No aceptará nada suyo salvo a usted mismo, y no debe dudar ni por un instante que lo aceptará sin un solo momento de vacilación, pues de ello depende su propia felicidad futura. Y, sir John, creo que tendría a la mejor esposa que conozco de entre todas mis conocidas.
Entonces hizo una pausa, y él tomó asiento en silencio, sin ofrecer ninguna respuesta.
—¿Mando ya a buscarla? —dijo la señora Mackenzie.
—Supongo que será mejor que lo haga.
Entonces la señora Mackenzie se levantó y abandonó la estancia, pero no subió en persona a buscar a su prima. Tuvo la sensación de que no podría ver a Margaret sin desvelar nada de lo que había acontecido entre sir John y ella, y que sería mejor que nada fuese dicho. Por tanto se dirigió hacia su propia habitación, y encargó a su doncella que enviase al Cordero junto al León. Sin embargo, no fue sin cierto remordimiento, sin cierta sensación de consciencia femenina, que la señora Mackenzie renunció a su oportunidad de decirle unas últimas e importantes palabras, y quizás llevar a cabo un pequeño e importante gesto con respecto a esa amabilidad que, según estimaba, Margaret detentaba en demasía. La filosofía de la señora Mackenzie no carecía de verdad; pero un hombre de cincuenta años no debería casarse con una mujer por sus muselinas y almidonados, si no estaba preparado para casarse con ella atendiendo a otras consideraciones.
Cuando llegó el mensaje, Margaret no pensó en muselinas ni almidonados. El sombrero que había valido su peso en oro, y el vestido moteado, todo quedaba en el olvido. Pero sí pensó en las palabras con las que su primo le había hablado tan pronto cruzaron aquella pequeña verja, adentrándose en los terrenos de los Cedars, mientras volvían caminando juntos desde la estación de tren de Twickenham; y recordó que entonces prometió mantenerse firme. Si hacía alusión a la proposición que le hizo en aquel momento, y la repetía, se arrojaría en sus brazos de inmediato, y le diría que le serviría con todo su corazón y todo su ser mientras Dios les permitiese estar juntos. Pero estaba firmemente decidida a no aceptar de él ninguna otra clase de disposición. Ese dinero que durante un breve espacio de tiempo había sido suyo, ahora pertenecía a su primo; y no podría declararlo como suyo a menos que él la reivindicase como esposa. Después de todo lo que había sucedido entre ellos, no acabaría siendo la destinataria de su caridad. Ciertas palabras habían sido escritas y habladas, a partir de las cuales deducía la existencia, en la mente del señor Slow, de un plan semejante. Su cliente perdería su causa sumisa y gentilmente, y entonces aceptaría limosnas. Esa había sido la idea sobre la que el señor Slow había trabajado. Margaret había tomado la decisión, hacía mucho tiempo, de que el señor Slow aprendería a conocerla mejor si llegaba el día en que se produjese el ofrecimiento de dicha caridad. Quizás ahora había llegado ese momento. Tomó un pequeño pañuelo que llevaba normalmente, y lo ajustó sobre sus hombros, olvidando por completo las muselinas y almidonados, mientras descendía hacia el salón con el fin de que esta cuestión quedase zanjada de una vez por todas.
Sir John se acercó a ella casi en el mismo instante en que cruzó la puerta.
—Me temo que esperabas que viniese antes —dijo.
—No, por supuesto que no; ni siquiera estaba segura de que fueses a venir.
—Oh, sí; con certeza tenía que venir. Es poco probable que hayas recibido una notificación oficial de que has perdido tu causa.
—No era mi causa, John —dijo ella, sonriendo— y no he recibido ninguna otra notificación aparte de la que me llegó a través de la señora Mackenzie. Lo cierto es, como bien sabes, que en todo momento he considerado este asunto de leyes como un absurdo. Desde que el señor Slow y tú me hablasteis sobre ello, he sabido que ese patrimonio era tuyo.
—Pero era completamente necesario que existiese una sentencia.
—Supongo que sí, y ya ha llegado todo a su fin. Yo, por mi parte, no me encuentro en absoluto decepcionada… si saberlo te proporciona algún tipo de consuelo.
—Dudo que ninguna otra mujer en Inglaterra hubiese perdido su fortuna con la compostura que tú has mostrado.
Margaret no podía explicarle que, en los primeros días de consternación causados por su desgracia, él le había ofrecido un consuelo tal que había conseguido hacerle olvidar su pérdida, y que su posterior miseria había sido causada por la retirada de ese consuelo. No podía decirle que el mero recuerdo de su dinero había sido, como así era, ahogado por otras esperanzas que le ofrecía la vida… por otras esperanzas y por otra desesperación. Pero cuando él elogió su compostura, Margaret pensó en ello. Todavía sonreía mientras escuchaba su alabanza.
—Supongo que debería devolver el cumplido —dijo—, y manifestar que ningún primo que haya sido apartado durante tanto tiempo de su propio dinero se ha comportado jamás tan correctamente como tú lo has hecho. Puedo asegurarte que he pensado en ello muy a menudo… en la injusticia que te ha sido infringida involuntariamente.
—Ha sido en verdad injusto, ¿no es así? —respondió sir John, lastimeramente, pensando en sus propios perjuicios—. Gran cantidad de ese dinero se ha perdido en ese negocio de tela encerada, ¡y todo para nada!
—En cualquier caso, me alegro de que la parte de Walter no se perdiese.
Sir John sabía que esta no era la clase de conversación con la que hubiese deseado comenzar, y que debía cambiar de tema antes de que nada pudiera decidirse. Por tanto, se agitó levemente y comenzó de nuevo.
—Y ahora, Margaret, dado que los abogados han finalizado su parte en este asunto, la nuestra debe comenzar.
Hasta ese momento ella había permanecido de pie y se había sentido lo bastante fuerte como para continuar de ese modo, pero ante el sonido de esas palabras sus rodillas se debilitaron, y encontró refugio tomando asiento en el sofá. Claro está, nada dijo cuando él se acercó a ella y la miró desde arriba.
—Espero que hayas comprendido —continuó sir John—, que mientras todo esto tenía lugar no podía sugerir arreglo de ninguna clase entre nosotros.
—Sé que te han aquejado numerosos problemas.
—Lo cierto es que así ha sido. Parece que cualquier canalla tiene derecho a publicar las mentiras que considere convenientes en los periódicos sobre quien quiera, ¡y que nadie puede hacer nada para protegerse! ¡En algunas ocasiones creí volverme loco!
Pero nuevamente se dio cuenta de que se estaba alejando del rumbo adecuado al obcecarse en sus propias injurias. Había ido hasta allí para aliviarla de sus infortunios, no para hablar de los suyos.
—Sin embargo, ningún bien se consigue hablando sobre todo eso. ¿Verdad, Margaret?
—A partir de ahora cesará, ¿no es así?
—No sabría decirte. Me temo que no. Sea cual sea la decisión que tomo, me agravian por lo que hago. ¿Acaso es asunto suyo?
—Hablas de esa absurda historia… en la que se refieren a ti como a un león.
—No lo menciones, Margaret.
Entonces Margaret volvió a guardar silencio. No quería en modo alguno hablar sobre esa historia, si él dejaba de hacerlo.
—Y ahora centrémonos en ti.
Se acercó y tomó asiento junto a ella, y Margaret escondió su mano tras el cojín que se encontraba situado sobre el sofá, con la intención de evitar temblar en su presencia. No era necesario que se tomase tantas molestias, pues, aunque se hubiese permitido temblar de esa manera, él carecía en ese momento de la capacidad de poder percibirlo.
—Adelante, Margaret; quiero hacer lo que sea mejor para los dos. ¿Cómo debo proceder?
—John, tienes hijos, y deberías hacer lo que sea mejor para ellos.
A continuación se hizo de nuevo el silencio, y cuando él habló después de un rato, su mirada estaba fija en el suelo e hincaba el bastón en la alfombra siguiendo el dibujo estampado en ella.
—Margaret, la primera vez que te pedí que te casaras conmigo, me rechazaste.
—Así es —respondió ella—, y por aquel entonces el patrimonio era mío.
—Pero después dijiste que me aceptabas.
—Sí; y cuando me lo pediste por segunda vez no poseía nada. Todo eso ya lo sé.
—En aquel momento no pensé en el dinero. Me refiero a que jamás pensé que me rechazabas porque eras rica y me aceptabas porque eras pobre. Todo eso no me hacía sentirme desdichado cuando caminabas entre aquellos matorrales. Pero cuando creí que te habías encariñado con ese hombre…
—Jamás me encariñé con ese hombre —replicó Margaret, retirando con brío la mano que escondía tras el cojín, sin albergar ya temor alguno a posibles temblores—. Jamás me encariñé con él. Es un hombre falso, y lo que le contó a mi tía no eran más que mentiras.
—Sí, es un mentiroso… un maldito mentiroso. Al fin y al cabo eso es cierto.
—Es insignificante para ti, y también lo es para mí. Me niego a hablar sobre él.
Sir John, no obstante, era de la opinión de que en el momento en que sintió el veneno de la avispa corriendo por sus venas, la avispa ya no podía resultarle del todo insignificante.
—La cuestión es —dijo, hablando entre dientes, y apenas pronunciando las palabras—, la cuestión es si sientes cariño por mí.
—Por supuesto —dijo Margaret, volviéndose hacia él; y al hacerlo nuestra Griselda asió las manos de su primo entre las suyas—. Claro que sí, John. Te quiero. Te amo más que a nada en este mundo. ¿A quién más podría amar? Si decides pensar que es mezquino por mi parte, ahora que soy tan pobre, nada puedo hacer para evitarlo. ¿Pero quién me dijo que fuese firme? ¿Quién me lo dijo? ¿Quién fue?
Lady Ball había perdido la partida, y la señora Mackenzie había resultado ser una auténtica profeta. La señora Mackenzie había resultado ser una de esas profetas que sabían cómo ayudar a que sus propias profecías llegasen a buen término, y lady Ball había jugado su partida con una destreza de lo más impasible. Sir John procuró decir algo con respecto a esa otra alternativa que tenía que proponer, pero el cordero no fue lo bastante manso para escucharla. Dudo incluso que Margaret supiese, cuando al caer la noche reflexionó sobre los acontecimientos del día, que había recibido una proposición semejante. Durante el resto de la conversación fue, con diferencia, la más habladora, y no descansó hasta que le hizo jurar que la creía cuando decía que tanto al rechazarle como al aceptarle, se había dejado guiar simplemente por su afecto.
—Sabes, John —dijo—, que una mujer no puede amar a un hombre de repente.
Habían permanecido juntos durante casi dos horas, cuando la señora Mackenzie llamó a la puerta.
—¿Puedo entrar?
—Oh, sí —respondió Margaret.
—¿Y puedo hacer una pregunta?
Sabía por el tono de voz de su prima que ninguna pregunta sería recibida de manera inapropiada.
—Debe preguntarle a él —dijo Margaret, acercándose a ella y dándole un beso.
—Pero, antes que nada —dijo la señora Mackenzie, cerrando la puerta y adoptando un semblante muy serio—, yo también tengo algo que decirles. Hay un caballero abajo en el comedor que ha mandado comunicarme que quiere verme. Dice que es un clérigo.
Entonces sir John dejó de sonreír, y adoptó una expresión estúpida, pero apretó los puños y se encaminó hacia la puerta.
—¿Quién es? —preguntó Margaret entre susurros.
—No he oído su nombre, pero según la descripción del criado, no albergo muchas dudas; supongo que viene de Littlebath. Puede bajar a reunirse con él, si así lo desea, sir John; pero no se lo recomiendo.
—No —dijo Margaret, aferrándose a su brazo—, no bajes. ¿De qué serviría? Ese hombre es indigno de ti. Si le golpeas, la ley estará de su parte… y es un clérigo. Si no lo haces, te denigrará y te hará desgraciado.
De este modo, las dos mujeres consiguieron refrenar al baronet.
Era en verdad el señor Maguire. Al averiguar, gracias a su aliada, la señorita Colza, que Margaret se alojaba con sus primos en Cavendish Square, había tomado la decisión de apelar a la señora Mackenzie, y abrirse paso, si fuese posible, hasta encontrarse en presencia de Margaret. Las cosas no le iban bien en Littlebath, y en su desesperación había considerado que su mejor oportunidad de continuar luchando recaía en esa dirección. A continuación tuvo lugar un flujo de mensajes entre el salón y el comedor en la mansión de los Mackenzie. Se envió al criado a preguntarle al caballero su nombre, y el caballero mandó decir que era un clérigo; que su nombre no le resultaría conocido a la señora Mackenzie, pero que tenía un gran interés en verla para hablar de un asunto muy especial. Entonces el criado fue enviado nuevamente a preguntarle si era o no era el reverendo Jeremiah Maguire, de Littlebath, y mediante esta coacción comunicó en su mensaje de respuesta que así era como se llamaba. Entonces se le pidió que se marchase. En base a esto, escribió una nota a la señora Mackenzie, exponiendo que debía informarle sobre algo en privado que sería de gran beneficio para su prima, la señorita Margaret Mackenzie. Se le pidió nuevamente que se marchase; y cuando fue necesaria una tercera vez, se le comunicó que si no abandonaba la casa de inmediato, se requeriría la asistencia de un agente de policía. Entonces se marchó.
—Y daba miedo contemplarle —dijo el criado, subiendo por décima vez. Pero disfrutó sin ninguna duda del devaneo, y en una ocasión se atrevió a comentar que no creía que hubiese sido necesario realizar ninguna referencia a la policía—. ¡Menudo jaleo hemos tenido hoy arriba! —le dijo al cochero aquella tarde en la cocina.
el juego que había tenido lugar en el salón tampoco había resultado nada mal. Cuando el señor Maguire se negó a marcharse, las dos mujeres comenzaron a reír hasta que al fin las lágrimas surcaron el rostro de la señora Mackenzie.
—Imaginen que somos retenidos aquí como prisioneros por un clérigo de un solo ojo.
—Tiene dos ojos —dijo Margaret—. Si tuviese diez sería incapaz de vemos.
Y finalmente sir John rio, y mientras reía se acercó a Margaret; y de repente le rodeó la cintura con su brazo, y Griselda se sintió enormemente feliz. En ese instante, el señor Maguire y cualquier táctica que pudiese adoptar para la contienda le resultaban del todo indiferentes.