III

LOS PRIMEROS CONOCIDOS DE LA SEÑORITA MACKENZIE

En la primera quincena de estancia de la señorita Mackenzie en Littlebath, cuatro personas la visitaron; y aunque tal cosa sin duda fue un éxito, esas dos semanas se hicieron muy pesadas. Durante su anterior visita había hecho preparativos para inscribir a su sobrina en una escuela que le había sido recomendada como muy refinada, y que se conducía bajo los más exaltados auspicios morales y religiosos. Susanna acudía cada mañana después del desayuno y llegaba a casa a las ocho de la tarde, en aquellos días de verano. Los domingos acudía a la catequesis con otras jóvenes muchachas, de suerte que la señorita Mackenzie se quedaba mucho tiempo sola.

La señora Pottinger fue la primera en acudir a visitarla; la esposa del doctor se contentó con algunas sencillas propuestas de asistencia general. Le indicó a la señorita Mackenzie un panadero y una costurera, y le explicó el precio justo a pagar por una hora de alquiler de un carruaje privado y un coche de punto. Todas estas indicaciones le eran muy útiles, pues la señorita Mackenzie se encontraba en un estado de absoluta ignorancia, pero su relación con la señora Pottinger no prometía demasiado en materia de entretenimiento. La dama no comentó cosa alguna sobre las salas de reunión y tampoco habló de la forma de vida de los stumfoldianos. Sin duda su esposo le había explicado que la recién llegada no se había declarado aún abiertamente discípula de una u otra escuela. La señorita Mackenzie hubiera querido preguntar algo acerca de las reuniones, pero el temor la había disuadido. Después la visitó el señor Stumfold en persona y, por supuesto, nada dijo sobre las salas de reunión. Se mostró muy agradable y la señorita Mackenzie casi resolvió ponerse en sus manos. No la miró con amargura, ni la intimidó con severas palabras, ni le exigió el cumplimiento de arduas tareas. Se comprometió a encontrarle un banco en la iglesia y le informó de las horas de los oficios religiosos. Había tres servicios dominicales, pero consideraba suficiente, para el común de los mortales, asistir regularmente a dos de ellos cada domingo. Se mostró encantado de serle de utilidad y le prometió que la señora Stumfold iría a visitarla. Después de esta promesa se puso en camino. Luego llegó la señora Stumfold, según lo acordado, acompañada de la señorita Baker, una dama soltera. De la señora Stumfold nuestra amiga recibió muy poca asistencia. Era dura, severa, y tal vez un poco imponente. Dejó caer dos o tres palabras que insinuaban su certeza de que la señorita Mackenzie se convertiría en una total stumfoldiana, pues ella misma había pedido protección y asistencia al gran hombre en su primera visita. Pero, más allá de esto, la señora Stumfold no se permitió ofrecer ningún consuelo adicional. Nuestra amiga no podía explicarse la razón, pero después de conocer a la señora Stumfold se sentía menos inclinada a convertirse en discípula que cuando solo conocía al gran maestro. No era solo que la señora Stumfold, a juzgar por las apariencias, fuera más severa que su marido en lo concerniente a los dogmas, sino que también era más severa en lo referente a la práctica eclesiástica. La señorita Mackenzie pensó que probablemente podría obedecer al hombre de iglesia, pero sin duda se rebelaría contra la mujer de iglesia.

Como ya he dicho, la ministra de la iglesia había llegado acompañada de la señorita Baker, y la señorita Mackenzie percibió inmediatamente que si la tal señorita Baker hubiera estado sola, la visita habría sido mucho más agradable. Tenía la voz suave y estaba predispuesta a la conversación afable; era amable en las formas y propensa a las intimidades rápidas con otras damas de su naturaleza. La señorita Mackenzie sintió todas estas cosas antes de poder comprobarlas, y habría estado encantada de recibir a la señorita Baker sin la compañía de la señora Stumfold. Si hubieran podido hablar libremente, sentadas una junto a la otra, habría podido, suponía ella, tener conocimiento de todo en tan solo cinco minutos. Pero la señorita Baker, pobre alma, estaba en aquellos días totalmente sujeta a la influencia de la femenina stumfoldiana, y había evolucionado en Littlebath bajo tal forma de represión, que inspiraba verdadera lástima a los que la habían conocido antes de sus días de esclavitud.

No obstante, cuando se levantaba para dejar el cuarto a las órdenes de su tirana, tuvo unas palabras de consuelo.

—Tengo una amiga, señorita Mackenzie, que vive pegada a su casa, y me ha pedido que le diga que sería un placer para ella poder visitarla, si usted se lo permite.

La dama pronunció este pequeño discurso con vacilación y lanzó una mirada temerosa a su compañera.

—Sin duda, estaré encantada —dijo la señorita Mackenzie.

—Es la señorita Todd, ¿no es cierto? —preguntó la señora Stumfold; y quedaba de manifiesto, por el tono con el que hablaba, que no tenía buena opinión de la señorita Todd.

—Sí, la señorita Todd. Como ya sabe, vive tan cerca… —dijo la señorita Baker en tono de disculpa.

La señora Stumfold sacudió la cabeza con desaprobación y se fue sin añadir nada más.

De inmediato, la señorita Mackenzie comenzó a impacientarse por la llegada de la señorita Todd, y se vio inducida a vigilar con ojo expectante las dos puertas vecinas de Paragon, con el fin de ver a la señorita Todd entre aquellos que entraban y salían. Dos veces vio salir una dama de la casa de su derecha, una señora gruesa de aspecto jovial con la cara roja y un ancho sombrero, que cerraba la puerta tras ella con un portazo y parecía no temer a ningún Stumfold, fuera este hombre o mujer. La señorita Mackenzie, no obstante, resolvió que no era la señorita Todd. Esa dama era una señora casada —pensó ella—; una de las veces había niños con ella y, a juicio de la señorita Mackenzie, era demasiado corpulenta, demasiado decidida, y quizá demasiado estridente para ser una mujer soltera. Toda una semana transcurrió imperceptiblemente antes de que la duda fuera disipada con la visita prometida; semana en la que la recién llegada no salió nunca de su casa en las horas en que se podía esperar una visita, tan ansiosa estaba de entablar relación con su vecina. Casi había perdido la esperanza pensando que la señora Stumfold había interferido con su tiranía, cuando un día, tras el almuerzo —en esa época la señorita Mackenzie desayunaba siempre, pero rara vez cenaba—, fue anunciada la señorita Todd.

La señorita Mackenzie pudo comprobar inmediatamente que se había equivocado. La señorita Todd era la dama corpulenta y de rostro encendido que había visto con los niños. Estaba acompañada de dos niñas de once y trece años. Cuando la señorita Todd cruzó la habitación para estrecharle la mano a su nueva conocida, la señorita Mackenzie reconoció de inmediato la manera en que había cerrado la puerta, y supo que se trataba del mismo paso firme que había escuchado resonar sobre buena parte de la acera de Paragon.

—Mi amiga, la señorita Baker, me dijo que acababa de instalarse como vecina —comenzó la señorita Todd—, y por ese motivo le pedí que le anunciara mi visita. A las mujeres solteras, cuando llegan aquí, por lo general les gusta que alguien venga a visitarlas. Yo misma estoy soltera, y estas dos niñas son mis sobrinas. También usted tiene una sobrina, creo. Cuando los Papas tienen sobrinos, las gentes murmuran toda clase de maldades. Espero que con nosotras no sean tan irrespetuosos.

La señorita Mackenzie sonrió burlonamente y aseguró a la señorita Todd que estaba muy feliz de verla. La alusión a los Papas no la entendió.

—La señorita Baker acompañaba a la señora Stumfold, ¿verdad? —continuó la señorita Todd—. Casi nunca sale sin la señora Stumfold, excepto cuando viene a visitarme. Somos viejas amigas. ¿Conoce al señor Stumfold desde hace tiempo? Tal vez ha venido aquí para estar cerca de él… Muchas damas lo hacen.

En respuesta a la pregunta, la señorita Mackenzie explicó que no era seguidora del señor Stumfold en ese sentido, aunque era cierto que había traído una carta de presentación para él y que tenía intención de ir a su iglesia. A consecuencia de la carta, la señora Stumfold había tenido la bondad de visitarla.

—¡Oh!, sí, ella no pierde el tiempo. ¿Vino en su propio carruaje?

—Creo que venía a pie —dijo la señorita Mackenzie.

—Pues debería reprochárselo. Para una primera visita a la mejor casa de Paragon, debería haber tomado su propio carruaje y sus caballos.

—¡Le haré la observación!

—Muchas damas lo harían antes de final de mes, a menos que la visitara con su carruaje entretanto. Yo no se lo recomiendo, no tiene una posición fuerte todavía y es posible que se lo hiciera lamentar.

—Me importa poco cómo ha venido.

—Por supuesto querida, y a mí todavía menos. Por mi parte, estaría feliz de verla aunque viniera a verme en carretilla. Pero debe saber que nunca viene a mi casa, Dios mío, no. Descubrió años atrás que estoy más allá de toda gracia.

—La señora Stumfold piensa que la tía Sally es el mismo diablo —dijo la mayor de las chicas.

—¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! —rio la tía—. Verá, señorita Mackenzie, nosotros nos dividimos en grupos aquí, como en la mayoría de lugares de la misma clase, y si usted tiene la firme intención de pertenecer al grupo Stumfold, debe serme franca, y no habrá ningún problema. No me agradará menos, por decirlo así; simplemente, será inútil tratar de vemos.

Un poco asustada, la señorita Mackenzie no supo qué contestar. Estaba ansiosa por hacerle comprender que nada la ligaba todavía a la señora Stumfold. Aún necesitaba decidir si quería ser una santa o una pecadora; habría estado encantada de poder indicarle a su vecina que estaba dispuesta a vivir de forma pecaminosa, aunque solo fuera por un mes o dos; ¡pero su vecina la amedrentaba! Y cuando la jovencita le dijo que la señorita Todd era consideraba ex parte Stumfold, como el diablo en persona, la señorita Mackenzie pensó de nuevo, por un instante, que habría cierta seguridad en rendirse a la influencia evangélico eclesiástica, y que tal vez la vida podría ser lo suficientemente agradable si tuviera permiso para pasear en compañía de la delicada señorita Baker.

—Puesto que ha tenido usted la amabilidad de visitarme —dijo la señorita Mackenzie—, espero que me permitirá devolverle la visita.

—Oh, querida, ¡por supuesto!, estaré encantada de verla. No puede hacerme ningún mal, ya lo sabe. La cuestión es si yo puedo causarle la ruina. No obstante, el señor Stumfold es un viejo amigo mío. Nos encontramos en terreno neutral y somos los mejores amigos del mundo. Sabe que soy una oveja descarriada, la oveja negra, como dicen, de modo que se burla de mí y nos divertimos como locos. Pero Santa Stumfolda está hecha de otra pasta y no tolera la menor ligereza femenina. Solo se burla de los caballeros pecadores, e imagino que ellos deben pasar un mal rato. ¡Pobre Mary Baker!, es la mejor criatura del mundo. Lamento el mal momento que pasa pero, ya sabe, quizá sea el tipo de vida que a usted le gusta.

—Ya ve que conozco poco a la señora Stumfold.

—Es una desgracia de la que pronto estará curada… si les permite hacer su voluntad. Pregúntele a Mary Baker. Pero no quiero hablar de nadie a sus espaldas…; no lo haré. Estoy segura de que esas personas son buenas a su manera; es solo que sus maneras no son las mías. Y no es muy agradable escuchar constantemente que la vida que llevamos es la mejor manera de terminar donde usted ya sabe. Venga, Patty, nos vamos. Cuando haya tomado una decisión, señorita Mackenzie, ya me lo hará saber. Si me dice: «señorita Todd, creo que es demasiado malvada para mí», lo entenderé; no sentiré la más mínima ofensa. Pero si mi forma de vida no es… digamos, demasiado depravada para usted, entonces, estaré encantada de verla.

Entonces la señorita Mackenzie se armó de valor y le hizo una pregunta.

—¿Alguna vez va a las salas de reunión, señorita Todd?

La señorita Todd casi silbó antes de contestar.

—Pero, señorita Mackenzie, ahí es donde bailamos, jugamos a las cartas, donde las chicas coquetean y los jóvenes gastan bromas. Yo no voy muy a menudo porque me preocupo poco del coqueteo y soy demasiado vieja para bailar. En cuanto a jugar a las cartas, juego mucho en mi propia casa. Creo que me inscribí y pagué algo cuando llegué aquí, pero fue hace mucho tiempo. No voy a los salones ahora.

En cuanto se fue la señorita Todd, la señorita Mackenzie comenzó a reflexionar seriamente sobre lo que acababa de oír. Por supuesto, no podía plantearse en modo alguno el acudir a las salas de reunión; incluso una pecadora como la señorita Todd, no las frecuentaba. Pero ¿debía devolverle la visita a la señorita Todd? Si lo hacía, estaría tomando parte en una forma de vida que la propia señorita Todd había descrito como depravada. En ese caso, cualquier progreso en la dirección Stumfold estaría prohibido para ella. Pero no visitar a la señorita Todd, supondría declarar abiertamente que tenía la intención de ser una discípula como la señorita Baker, y tal elección sería irrevocable. Debía tomar una decisión, y en ello se empeñaba con todas sus fuerzas. En cuanto a la acusación de descortesía que supondría no devolver una visita a una dama que había sido tan amable con ella, no le preocupaba; la propia señorita Todd había declarado que no se sentiría en absoluto ofendida. Pero le gustaba esta nueva conocida. En honor a la verdad, he de confesar que en el ánimo de la señorita Mackenzie estaba el aspirar a tener ciertos logros en este mundo. Pensó que si tan solo pudiera establecerse como se había establecido la señorita Todd, no le importarían los Stumfold del mundo, ya fueran hombre o mujer. Pero ¿cómo podría conseguirlo? Sería más fácil, tal vez, establecerse siguiendo el camino de los Stumfold.

Durante la semana siguiente, dos asuntos de importancia ocuparon a la señorita Mackenzie. La mañana del miércoles recibió una carta formal de Londres que le causó una considerable ansiedad; y en la tarde del jueves, le trajeron una nota de la señora Stumfold, o más bien un sobre que contenía una tarjeta con una invitación impresa para tomar el té con esta dama, ocho días más tarde. Aceptó la invitación sin demasiada vacilación. Visitaría a la señora Stumfold en su casa y después podría decidir mejor si el estilo de vida de los Stumfold era de su agrado. De modo que escribió una respuesta y la envió a través de su doncella, con serias dudas sobre si había hecho bien en escribirla en una hoja de papel vulgar, o si tal vez debía procurarse alguna clase de tarjeta para la ocasión.

La carta formal era de su hermano Tom, y contenía una solicitud de préstamo de algún dinero; una solicitud de préstamo, de hecho, de una suma considerable. El dinero no era para él sino para la firma «Rubb y Mackenzie», y no era un simple préstamo de apoyo a la firma con propósitos especulativos o de gestión. Debía ser extendido para la compra de un nuevo local en New Road, sobre el cual la señorita Mackenzie tendría una hipoteca; ella recibiría un interés del cinco por ciento sobre el dinero adelantado. La carta era larga y aunque resultaba evidente, incluso para la propia señorita Mackenzie, que la primera página había sido escrita con gran vacilación, el autor había ido ganando poco a poco confianza y defendía bastante bien su causa. «Debes entender, claro está, que todo se hará a través de tu abogado, que no te permitiría firmar el préstamo si no estuviera conforme con las garantías. Los propietarios se ven obligados a vender el local y, a menos que lo compremos nosotros mismos, probablemente seremos desalojados, pues solo tenemos un año o dos más de contrato de arrendamiento. Podrías adquirirlo todo por ti misma, pero en ese caso, no se podría garantizar el mismo interés para tu dinero». Tom proseguía diciendo que Samuel Rubb junior, el hijo del viejo Rubb, llegaría a Littlebath en el transcurso de la semana siguiente con el fin de explicárselo todo. Samuel Rubb no era el socio cuyo nombre figuraba en la designación de la firma, pero era un hombre joven —«comparativamente joven», como decía su hermano—, que había sido recientemente admitido en el negocio.

La carta puso a la señorita Mackenzie muy agitada. Como al resto de solteras, los asuntos de dinero la ponían muy nerviosa. Se sentía ciertamente atraída por la belleza de una tasa de interés elevada, pero realmente no entendía muy bien por qué ese tipo alto de interés debía dar la mano a una disminución de las garantías. Tenía el deseo de complacer a su hermano, y era consciente de que sus abogados buscaban una posible inversión; pero, incluso eso la molestaba, pues no estaba realmente segura de que sus abogados no se gastarían su dinero. Sabía que las mujeres solteras eran objeto de terribles robos algunas veces, y estaba casi decidida a insistir para que su dinero se invirtiera al tres por ciento. Pero había hecho sus cálculos y, habiendo verificado que procediendo de tal modo vería recortada su renta anual estimada en veinticinco libras al año, no había dado ninguna orden. De nuevo comenzó los cálculos y descubrió que si el préstamo fuera ejecutado, añadiría veinticinco libras a su renta anual estimada. Las hipotecas, lo sabía bien, eran cosas buenas, fuertes y firmes, basadas en la garantía de los propietarios, y muy respetables. De modo que escribió a sus abogados, diciendo que se sentiría feliz de poder complacer a su hermano, si todo se presentaba bien. Sus abogados le respondieron aconsejándole que les fuera enviado al despacho el señor Rubb junior. En la fecha indicada en la carta de Tom, el señor Samuel Rubb llegó a Littlebath, y se presentó a la señorita Mackenzie en Paragon.

La señorita Mackenzie había sido criada con desprecio y casi con odio hacia la familia Rubb. En primer lugar, el viejo Samuel Rubb había arrastrado a su hermano Tom hacia el campo del comercio; un comercio que no había sido fértil ni próspero, ni por tanto excusable, resultando mediocre y problemático por añadidura. Walter Mackenzie siempre había hablado de estos Rubb con la mayor aversión y se había negado obstinadamente a mantener ningún tipo de relación con ellos. Por consiguiente, cuando el señor Samuel Rubb fue anunciado, nuestra heroína se sentía inclinada a sentarse en su «prominente trono». Cuando el señor Samuel Rubb junior llegó a la primera planta, resultó no ser en modo alguno el tipo de persona que la señorita Mackenzie esperaba encontrar. En primer lugar, tendría aproximadamente unos cuarenta años, tal como pudo adivinar, mientras ella esperaba ver a un hombre joven. Pensaba que un hombre que recorre el mundo bajo un apelativo tan especial como junior, debía ser muy joven. Y en segundo lugar, el señor Rubb tenía un aire de dignidad y emanaba de su presencia tal especie de autoridad, que la hizo sentirse un peldaño por debajo de lo que inicialmente pretendía. Era un hombre apuesto, cercano a los seis pies de altura, dotado de grandes pies y manos, pero también de una frente tan grande que le hizo olvidar sus manos y sus pies. Iba vestido de negro, tal como acostumbran los comerciantes en estos tiempos, pero, tal como la señorita Mackenzie se había dicho a sí misma, nadie habría podido adivinar, por el corte de su chaqueta o la caída de sus pantalones, que se dedicaba al negocio de la tela encerada.

Comenzó su tarea con gran cuidado, y no parecía estar afectado por ninguna de las vacilaciones que habían afligido a su hermano al escribir la carta. La inversión, dijo, sería sin duda excelente. La suma requerida eran dos mil cuatrocientas libras, que según tenía entendido, no tenía invertidas. Los abogados ya se habían reunido y no había duda alguna en cuanto a la solidez de la hipoteca. Una compañía de seguros, con la que la firma tenía negociaciones, estaba plenamente dispuesta a adelantar el dinero con la garantía y la tasa de interés propuestas, pero en tales circunstancias, «Rubb y Mackenzie» no querían tratar con una compañía de seguros; requerían la plena posesión del local, ya fuera en sus propias manos o en las de alguna persona relacionada con ellos.

Cuando el señor Samuel Rubb concluyó, la señorita Mackenzie encontró que había descendido por completo de su trono, y se sintió invadida por el ligero temor de que sus abogados dejasen escapar una oportunidad tan favorable para invertir su dinero.

Entonces, de pronto, el señor Rubb dejó el tema del préstamo y la señorita Mackenzie se sintió casi decepcionada.

Cuando le oyó abordar con tanta facilidad asuntos más mundanos, aunque ella le respondió con buena voluntad, tuvo la sensación de que debía sentirse ofendida. El señor Rubb junior era un comerciante que había acudido a ella para hablar de negocios, y una vez concluidos, ¿por qué no se había ido? No obstante, la señorita Mackenzie respondió a sus preguntas y se permitió sentirse seducida por la conversación.

—Sí, por mi honor —dijo, mirando por la ventana a los jardines de Montpellier—, es un lugar muy hermoso, ciertamente. ¡Cuánto mejor hacen las cosas en un lugar como este que nosotros en Londres! ¡En qué sórdidas casas vivimos, y qué relucientes los hogares que construyen aquí!

—No están tan abarrotados, supongo —dijo la señorita Mackenzie.

—No es solo eso. Lo cierto es que en Londres a nadie le importa la apariencia de su casa. Toda la ciudad es tan fea que cualquier cosa bonita estaría fuera de lugar. En París, por el contrario… ¿Conoce París, señorita Mackenzie?

En respuesta a la pregunta, la señorita Mackenzie se vio obligada a admitir que nunca había estado en París.

—¡Ah!, debería usted ir, señorita Mackenzie; debería, ciertamente. Ahora es usted una dama y no hay nada que le impida ir a donde guste. Si yo fuera usted, me gustaría visitar muchos lugares, pero sobre todo, iría a París. No hay nada como París.

—Supongo que no —dijo ella.

Y mientras, el señor Rubb había regresado de la ventana y se había sentado en un sillón en el centro de la habitación. Al hacerlo, extendió las piernas, cruzó las manos una sobre otra, y parecía muy cómodo.

—Ahora soy un esclavo de los negocios. Ese lugar horrible en New Road que queremos comprar con su dinero, me ha tenido prisionero durante los últimos veinte años. Me uní como copista de niño, cuando su hermano se convirtió en socio. ¡Dios mío, cuánto lo odiaba!

—¿Y ahora?

—Creo que sí. Hice mis estudios en la Merchant Taylors[9] y luego tenían intención de enviarme a Oxford. Eso fue cinco años antes de abrir el negocio en New Road. Luego sobrevino la ruina de nuestra firma en Manchester, y cuando recogimos los pedazos, supimos que tenía que renunciar a mis ideas universitarias. No obstante, tengo la oportunidad de hacer negocio; ya lo verá, señorita Mackenzie. Su hermano ha estado con nosotros tantos años que me hace muy feliz hablar de él con usted.

La señorita Mackenzie no estaba muy segura de que el placer fuera mutuo; después de todo, aunque parecía mejor de lo que esperaba, no era más que Rubb junior, de la firma «Rubb y Mackenzie»; y cualquier relación permanente con el señor Rubb no sería adecuada para el estilo de vida que estaba deseosa de comenzar. Pero no tenía la mínima idea de cómo poner fin al encuentro, o la forma de mostrarle que tenía intención de recibirlo simplemente como hombre de negocios. Pero era tan inusual que alguien viniera a hablar con ella, que estuvo tentada a abandonar sus principios.

—Sé muy poco de los negocios de mi hermano —dijo, tratando de ser cautelosa.

Y luego él se sentó durante otra hora, mostrándose muy agradable, y al cabo de ese tiempo ella le ofreció una copa de vino y una galleta que él aceptó con agrado. Se iba a quedar dos o tres días por los alrededores, dijo, y podría visitarla de nuevo antes de irse. La señorita Mackenzie estuvo de acuerdo. ¿Cómo hubiera podido contestar a la petición de cualquier otra forma? Luego él se levantó, le estrechó la mano, y le dijo en tono muy cordial y amistoso que estaba muy feliz de haber venido a Littlebath. La señorita Mackenzie incluso se sorprendió de verse riendo con él mientras permanecían de pie en la habitación y, aunque era del todo consciente de lo impropio de la situación, se sintió complacida. Cuando se marchó no podía recordar qué era lo que la había hecho reír, pero recordaba que se había reído. Desde hacía mucho tiempo, había tenido pocas ocasiones para reír.

Cuando se fue se dispuso a pensar en él largamente. ¿Por qué le había hablado de esa forma? ¿Por qué quería visitarla de nuevo? ¿Por qué Rubb junior, de «Rubb y Mackenzie», era un hombre tan agradable? Después de todo, vendía tela encerada al por menor a tanto la yarda; y, aunque apenas sabía nada del mundo, con el buen linaje que corría por sus venas, y con tantos cientos de libras de renta, tenía derecho a buscar conocidos en una sociedad superior. Si tenía algún derecho a alardear de algo, aunque tales jactancias no eran su costumbre, era de ser una dama. Pero el señor Rubb no era un caballero. No era un caballero por su posición, lo sabía muy bien, y pensó que en verdad también había descubierto que no era del todo caballero en sus modales ni en su forma de hablar. Sin embargo, le había gustado y se había reído con él, y el recuerdo de este hecho la entristeció.

Esa misma tarde escribió a su abogado diciéndole lo mucho que ansiaba complacer a su hermano si las garantías eran buenas. Entró en detalles del asunto, repitiendo mucho de lo que había dicho el señor Rubb, en cuanto a la excelencia de las hipotecas en general, y de esta hipoteca en particular. Más tarde se vistió con sumo cuidado y salió a tomar el té con la señora Stumfold. Era la primera ocasión en toda su vida que había sido invitada a una reunión, invitación que le había llegado en forma de tarjeta, y, claro está, se sintió un tanto nerviosa.