XII
LA SEÑORA STUMFOLD SE ENTROMETE
La mañana siguiente a la reunión en casa de la señorita Todd, el señor Rubb pasó a presentar sus respetos a la señorita Mackenzie y a despedirse de ella. Según dijo, partía hacia Londres de inmediato, pues había recibido una carta que hacía su presencia allí imprescindible. Naturalmente, la señorita Mackenzie poco más pudo hacer salvo decirle adiós. Pero una vez manifestado esto, no se marchó inmediatamente. Se encontraba de pie, sombrero en mano, y se había despedido; pero aun así no se iba. Tenía algo que decir, y permaneció quieta y temblorosa, temiendo a medias cuál sería la naturaleza de ese algo.
—Espero volver a verla en un breve espacio de tiempo —dijo él al fin.
—Espero que así sea —respondió ella.
—Por supuesto que así será. Después de todo lo que ha ocurrido, no pensaré en otra cosa que no sea regresar en cuanto me sea posible, aunque solo sea para hacerle una visita por la mañana.
—Le ruego que no haga tal cosa, señor Rubb.
—Es lo que suelo hacer habitualmente. Pero a pesar de ello, señorita Mackenzie, no puedo partir sin decirle algo más sobre el dinero. Me resulta imposible no hacerlo.
—No es necesario volver a hablar sobre ese asunto, señor Rubb.
—Pero sí que lo es, señorita Mackenzie; debe hacerse, sin lugar a dudas. Aunque solo sea esto. Sé que he obrado mal en lo concerniente al dinero.
—No hablemos sobre ello. Si tomé la decisión de prestárselo a mi hermano y a usted sin seguridad alguna, no hay nada extraordinario en ello.
—No, no lo hay; o al menos puede que no lo haya. Pues tal y como yo lo veo, hermanos y hermanas, ahí fuera en el mundo, en su mayor parte son severos los unos con los otros en lo que respecta al dinero al igual que lo es cualquier otra persona. Pero lo importante es que su intención no era la de prestarlo sin ningún tipo de seguridad.
—Estoy bastante satisfecha tal y como están las cosas.
—Y yo he obrado mal a lo largo de todo este asunto; lo siento tanto que apenas sé cómo expresarlo. Lo siento mucho, se lo aseguro. Pero jamás descansaré hasta que el dinero le sea devuelto. Jamás lo haré.
Entonces, habiendo dicho esto, partió. Al lucir la noche anterior sus relucientes guantes amarillos, acicalándose para presentarse ante la dama que amaba, debe presumirse que lo hizo con ciertas esperanzas de triunfo. Esas esperanzas se vieron truncadas por completo. Cuando se acercó y confesó su fraude respecto al dinero, es de suponer que tuviera la sensación de que se atenuaba el respeto que le profesaba aquella que deseaba convertir en su esposa. Pero, en cuanto se percató de ello, adoptó las medidas más eficaces con el fin de ganarse de nuevo su estima. Los guantes casi habían resultado funestos para él; pero esas palabras («lo siento tanto que apenas sé cómo expresarlo»), compensaron el mal que los guantes habían causado. Se despidió, sin embargo, sin decir nada más, fracasando al no concluir lo que había empezado.
Unas semanas después de estos hechos, la señora Stumfold pasó a saludar a la señorita Mackenzie, y su visita resultó de lo más importante. Pero debería aclarar en primer lugar, antes de describir la naturaleza de la visita, que la señorita Mackenzie había acudido dos veces a casa de la señora Stumfold desde la noche de la reunión en casa de la señorita Todd; a tomar el té en ambas ocasiones, y habiendo coincidido las dos veces con el señor Maguire. Durante la primera ocasión habían conversado brevemente, pero en relación a nada de cierta trascendencia. Él no hizo mención alguna a los placeres del amor, ni hizo ninguna alusión a la placidez semejante a la de las palomas que debían poseer las mujeres. En la segunda reunión dio la impresión de querer mantenerse apartado por completo de ella —que había comenzado a decirse a sí misma que el sueño había llegado a su fin, y a regañarse interiormente por haber siquiera soñado con ello—, cuando él se acercó por detrás y le susurró unas palabras al oído.
—Ya sabe —dijo—, cuanto desearía estar junto a usted, pero me resulta imposible.
Se había visto sorprendida, por lo que se había girado, encontrándose muy próxima a su terrible ojo. Nunca lo había observado a tan poca distancia, y le asustó. Se acercó una vez más a ella antes de su partida, hablándole del mismo modo misterioso:
—Iré a verla dentro de un día o dos —dijo—, pero no se preocupe ahora por eso —y sin más se alejó. Ella no le había dirigido palabra alguna anteriormente, ni le dirigió palabra alguna aquella noche.
La señorita Mackenzie no había vuelto a ver a la señora Stumfold desde su primera visita de cortesía, salvo en el propio salón de la dama, y se vio sorprendida cuando escuchó su nombre anunciado. Era algo sabido que la señora Stumfold no hacía visitas a los stumfoldianos a menos que tuviese una razón muy poderosa y particular para hacerlo: que una hermana descarriada precisase ser amonestada, o que el curso de los acontecimientos en la vida de algún stumfoldiano pudiese requerir una atención especial. No sé de ningún decreto de este tipo que hubiese sido realmente emitido, pero la señorita Mackenzie, a pesar de que no habían pasado todavía ni doce meses desde su llegada a Littlebath, sabía que la existencia de este arreglo se daba por entendida. Saltaba a la vista en el rostro de la dama, conforme hizo su entrada en la habitación, que un motivo especial la había llevado hasta allí. No lucía una de esas bonitas sonrisas con las que las visitas tempranas saludan a sus amistades antes de comenzar sus primeros amables intentos de mantener una conversación variada. Cierto es que le dio la mano a la señorita Mackenzie, pero incluso este gesto fue realizado con austeridad; y cuando tomó asiento —no en el sillón, tal y como fue invitada a hacer, sino sobre una de las sillas cuadradas y rígidas de respaldo recto—, la señorita Mackenzie supo a ciencia cierta que la amabilidad no formaría parte del orden de esa mañana.
—Mi querida señorita Mackenzie —dijo la señora Stumfold—, espero que me perdone si expreso la más tierna solicitud por su bienestar.
La señorita Mackenzie quedó tan asombrada por este modo de dirigirse a ella, y el tono con que fue pronunciado, que no ofreció réplica alguna. Las propias palabras albergaban una intención de gentileza, pero la voz y la mirada de la dama eran, aunque amables, en absoluto tiernas.
—Usted vino a nosotros —continuó la señora Stumfold—, y se convirtió en uno de los nuestros, y estamos encantados de haberle dado la bienvenida.
—Confío en haberles dado las gracias como merecen.
—Siempre nos alegramos de dar la bienvenida a aquellos que se acercan a nosotros de buena voluntad. Jamás contemplo la sociedad como una finalidad en sí misma, señorita Mackenzie. Solo es un medio para obtener un fin. Ninguna mujer aprecia la vida en sociedad de manera más favorable que yo. Creo que nos ofrece uno de los medios más eficaces para difundir la verdadera enseñanza de la palabra de Dios. Desde este punto de vista, siempre he considerado adecuado abrir mi casa con un espíritu, espero, de humilde hospitalidad; y el señor Stumfold es de la misma opinión. Abrazando esta forma de pensar, nos sentimos encantados de acogerla y, como ya he dicho, de darle la bienvenida como una más entre nosotros.
Había algo en todo esto tan espantoso que la señorita Mackenzie apenas supo qué decir, o cómo dejarlo pasar sin tomar la palabra. Al poseer un carácter de lo más firme, no le agradó que le manifestasen cómo había sido, por así decirlo, sentada ante un tribunal y juzgada, y posteriormente admitida en la sociedad de la señora Stumfold igual que un niño solo es admitido en una escuela tras aprobar un examen. Y aun así, ante lo inusitado de la situación, le fue de todo punto imposible pensar en qué palabras resultarían apropiadas como respuesta. Por lo tanto, tomó asiento en silencio, y la señora Stumfold continuó.
—Confío en que admitirá que hemos mostrado buena voluntad hacia usted así como nuestro deseo de cultivar una amistad cristiana, y que por lo tanto me disculpará si le hago una pregunta que de otra manera podría parecer una intromisión. Señorita Mackenzie, ¿existe algo entre usted y el coadjutor de mi esposo, el señor Maguire?
El rostro de la señorita Mackenzie se tornó repentinamente tan rojo como el fuego, pero durante un instante o dos no ofreció respuesta alguna. Desconozco si he conseguido con éxito hacer comprender al lector tanto las fortalezas como las debilidades del carácter de mi heroína; pero la señora Stumfold ciertamente no había triunfado a la hora de percibirlas. Estaba acostumbrada, probablemente, a mujeres obedientes, débiles; a mujeres que se habían persuadido a sí mismas en la creencia de que la sumisión a la autoridad stumfoldiana era la señal de un cristianismo superior; y en la dama de apariencia amable y tranquila que se había acercado a ellos en los últimos tiempos, no cabía duda de que no esperaba encontrarse a una rebelde. Pero en tales asuntos como a los que ahora aludía la jerarca femenina de Littlebath, la señorita Mackenzie no estaba por naturaleza acostumbrada a mostrarse sumisa.
—¿Existe algo entre usted y el señor Maguire? —repitió la señora Stumfold—. Si le soy sincera, espero una respuesta sencilla a la pregunta.
El rostro de la señorita Mackenzie, tal y como he comentado, se había sonrojado. Cuando la pregunta le fue repetida, se vio en la obligación de hablar.
—Señora Stumfold, desconocía que tuviese usted ningún derecho a interpelarme de esa manera.
—¡Ningún derecho, dice! ¡Ningún derecho a preguntarle a la dama que se acoge bajo las enseñanzas del señor Stumfold si está o no prometida al propio coadjutor del señor Stumfold! ¡Piense de nuevo en lo que está diciendo, señorita Mackenzie!
Y mientras hablaba, la voz de la señora Stumfold revelaba una expresión de majestad ofendida, y su semblante la apariencia de una infame autoridad, suficientes ambas sin duda para persuadir a la mayoría de las damas stumfoldianas a hacer su voluntad.
—Antes no ha mencionado nada sobre un compromiso con él.
—¡Oh, señorita Mackenzie!
—Antes no ha mencionado nada sobre un compromiso con él pero, de haberlo hecho, le hubiese ofrecido la misma respuesta. Me ha preguntado si existía algo entre él y yo, y creo que era una pregunta muy ofensiva.
—¡Ofensiva! Me temo, señorita Mackenzie, que no tiene su espíritu sujeto bajo un control apropiado. He venido hasta usted en un gesto de amabilidad para prevenirle contra el peligro, ¡y me dice que soy ofensiva! ¿Qué opinión debería tener de usted?
—No tiene derecho alguno a relacionar mi nombre con el de ningún caballero. No puede creerse en posesión de ningún derecho simplemente porque asista a la iglesia del señor Stumfold. Esa es una idea bastante ridícula. Si asistiese a la iglesia del señor Paul —el señor Paul era un pastor muy joven de la Alta iglesia[24] cuyo deseo había sido el de colocar velas en su parroquia, y de quien se afirmaba que guardaba un par de cirios dentro una caja tapizada en un armario en el interior de su dormitorio—… si asistiese a la iglesia del señor Paul, ¿podría su esposa, si tuviese una, acercarse a mí y hacerme toda clase de preguntas como esa?
El nombre del señor Paul apestaba en las fosas nasales de la señora Stumfold. Para ella representaba todo aquello que estaba maldito. Si la señorita Mackenzie hubiese citado al Papa, o al cardenal Wiseman, o incluso al doctor Newman[25], no se le habría antojado peor. La señora Stumfold se había encontrado una vez con el señor Paul, y le había dicho a la cara que era el más despreciable esclavo de esa ramera vestida de color escarlata[26]. A esta cortesía, el señor Paul, siendo como era de carácter jovial y, en cierto modo, un joven travieso, replicó que ella también lo era. La señora Stumfold interpretó erróneamente las palabras del caballero, y desde entonces le rechinaban los dientes y refulgían sus ojos siempre que el nombre del señor Paul era mencionado en su presencia. «Un vulgar rufián», había dicho una vez de él; «no obstante, si no albergase la creencia de que sus harapos sacerdotales le protegen, jamás se hubiese atrevido a insultarme». Se decía que se había quejado ante Stumfold, pero las ropas sacerdotales del señor Stumfold, estuviesen raídas o en perfecto estado, también le previnieron de llevar a cabo cualquier intromisión, y nada que tuviese una naturaleza de carácter personal se había interpuesto entre los oponentes.
Pero la señorita Mackenzie, quien ciertamente era una stumfoldiana por elección propia, no debería haber usado ese nombre. Lo más probable es que desconociese toda la verdad sobre ese intercambio de palabras entre el señor Paul y la señora Stumfold, pero sí sabía que ningún nombre en Littlebath resultaba tan odioso para la dama como el de ese clérigo rival.
—Muy bien, señorita Mackenzie —dijo ella con voz muy alta, impulsada por la ira—; déjeme decirle que como no rectifique, será su perdición… sí, su perdición. Usted, una pobre mujer desgraciada, no está capacitada para encauzar sus propios pasos, ¡y no admite consejo alguno de aquellos que son capaces de guiarle en la dirección correcta!
—¿De qué modo será mi perdición? —preguntó la señorita Mackenzie, levantándose de su asiento de un brinco.
—¿De qué modo? Ahora quiere saber cómo. Tras haberme insultado en agradecimiento a mi generosidad al venir a visitarla, me hace preguntas. Si le digo de qué modo, no cabe duda de que volverá a insultarme.
—No la he insultado, señora Stumfold. Y si no quiere decírmelo, no tiene necesidad alguna de hacerlo. Ciertamente, no es mi deseo que venga a visitarme y se dirija a mí de este modo.
—¡Que no es su deseo! ¿Quién desea ser reprobado por su propia estupidez? Supongo que lo que usted anhela es seguir adelante y casarse con ese hombre, que podría tener hasta dos o tres esposas más por lo que usted sabe, y poner su dinero y a usted misma en manos de una persona que jamás había visto en su vida hasta hace solo unos cuantos meses, y de cuya vida anterior usted lo desconoce absolutamente todo. Dígame la verdad, señorita Mackenzie, ¿acaso no es eso lo que pretende hacer?
—Según creo es el coadjutor del señor Stumfold.
—Sí; y cuando vengo a ponerle sobre aviso, me insulta. Es el coadjutor del señor Stumfold, y en muchos aspectos es de lo más adecuado para su puesto.
—¿Pero acaso tiene ya dos o tres esposas, señora Stumfold?
—Jamás he dicho que las tuviera.
—Creía que lo había dado a entender.
—Jamás lo he dado a entender, señorita Mackenzie. Si tan solo fuese usted un poco más cuidadosa con aquellas cosas que se permite expresar en voz alta, sería mejor para usted; y para mí también, en vista de que estamos manteniendo una conversación.
—Afirmo que ha manifestado algo relacionado con dos o tres esposas; y si existe algo de verdad en esa aseveración sobre un caballero y clérigo, no creo que se le debiera permitir conducirse como si fuese un caballero soltero. Me refiero a la posición como coadjutor que ocupa. El señor Maguire no significa nada para mí… nada en absoluto; y no sé por qué se me debería relacionar con él. Pero si realmente hay algo de verdad en eso…
—Pero no lo hay.
—Entonces, señora Stumfold, considero que no debería haber mencionado dos o tres esposas. No debería haberlo hecho, desde luego. Es una idea de lo más horrible… ¡completamente horrible! Y supongo que, después de todo, el pobre hombre no tiene ni siquiera una.
—Si me lo hubiese permitido, se lo habría contado todo, señorita Mackenzie. El señor Maguire no está casado, y nunca lo ha estado, hasta donde yo sé.
—Entonces pienso que lo que ha dicho sobre él ha sido muy cruel.
—No he dicho nada; se habría dado cuenta si no estuviese tan alterada. Señorita Mackenzie, me asombra usted; lo hace, y mucho. Había esperado encontrarla moderada y tranquila; en vez de eso, muestra un carácter tan impetuoso que apenas escucha una palabra de lo que digo. La primera vez que llegó a mis oídos la noticia de que podría existir algo entre usted y el señor Maguire…
—No me hable usted de algo. ¿Qué significa ese algo, señora Stumfold?
—Cuando me hablaron sobre esto —prosiguió la señora Stumfold, decidida a no dejarse interrumpir ni una sola vez más por la energía de la señorita Mackenzie—; cuando me hablaron sobre esto y, ciertamente, lo vi con mis propios ojos…
—Jamás ha podido ver nada, señora Stumfold.
—… Inmediatamente percibí que mi obligación era la de venir a visitarla; visitarla para decirle que otra dama tiene prioridad para reclamar la mano y el corazón del señor Maguire.
—Oh, no me diga.
—Otra joven dama —con gran énfasis sobre la palabra joven—, a la cual conoció en mi casa, que le fue presentada por mí… una joven dama que no sobrepasa los treinta años de edad, y que resulta apropiada de todas las maneras posibles para ser la esposa del señor Maguire. Puede que no atesore tanto dinero como usted; pero posee una dote razonable, y el dinero no lo es todo. Una dama adecuada en todos los sentidos.
—Pero esta dama tan apropiada, de solo treinta años de edad, ¿está prometida a él?
—Presumo, señorita Mackenzie, que al dirigirme a usted, lo estoy haciendo a una dama cuyo deseo jamás sería el de interferir en el camino de otra dama que tiene prioridad sobre usted. Espero que no sea indiferente a unos sentimientos que no dejan de ser normales en una mujer cristiana ante un asunto como este. ¿Qué pensaría usted si se entrometieran en sus aspiraciones? Aunque, quizás, al no haber dispuesto de su fortuna a una edad temprana, puede que nunca haya sabido lo que se siente en tales circunstancias.
Esto fue demasiado incluso para la señorita Mackenzie.
—Señora Stumfold —dijo, alzándose nuevamente de su asiento—, no tengo intención alguna de seguir hablando sobre esta cuestión con usted. El señor Maguire no tiene nada que ver conmigo; y, tal y como yo lo veo, si lo tuviese, no sería asunto suyo.
—Pero sí que lo sería… muchísimo.
—No, no lo sería. Puede manifestarle a él cuanto quiera aunque, respecto a eso, considero bastante indiscreto por parte de una dama el ir abordando a la gente planteando preguntas de cualquier clase. Pero quizás usted le conoce desde hace mucho tiempo, y yo no tengo nada que ver en los asuntos sobre los que usted y él deciden conversar. Si se está comportando inadecuadamente con cualquier amiga suya, vaya y dígaselo. En cuanto a mí, no estoy dispuesta a escuchar ni una sola palabra más sobre eso.
Dado que la señorita Mackenzie se mantuvo de pie, también la señora Stumfold se vio forzada a levantarse, y poco después se vio en la obligación de marcharse. Había expuesto, sin lugar a dudas, todo lo que había ido a exponer, y aunque habría repetido todo de buena gana si la señorita Mackenzie se hubiese mostrado sumisa, no se vio alentada a hacerlo ante la naturaleza rebelde desplegada por la dama a la que estaba visitando.
—Mi intención ha sido buena, señorita Mackenzie —dijo mientras se despedía—, y espero verla como siempre en mi reunión de los jueves.
La señorita Mackenzie respondió a esto haciendo únicamente una ligera reverencia, y la señora Stumfold partió al fin.
La señorita Mackenzie, tan pronto se hubo marchado, comenzó a llorar. Si la señora Stumfold hubiese podido verla, ¡cómo se hubiese reconfortado y regocijado el perturbado espíritu de esa dama! La señorita Mackenzie hubiese preferido la muerte antes que gimotear en presencia de la señora Stumfold, pero en cuanto la puerta principal se cerró, le fue imposible evitarlo. Verse atacada de esa manera en lo más mínimo ya hubiese sido excesivo para ella, que la hubiera llamado vieja e inapropiada (pues ese era, en realidad, el caso); escuchar cómo era acusada de ser cortejada únicamente gracias a su dinero, cuando lo cierto era que no había sido cortejada en absoluto; ¡haber sido informada de la imposibilidad de haber tenido un pretendiente tiempo atrás cuando no poseía dinero! ¿Acaso no era todo esto suficiente para hacerla sufrir? Y entonces, ¿era cierto que el señor Maguire debía casarse con otra? Si así era, ella sería la última mujer en Littlebath en interponerse entre él y esa otra. ¿Pero cómo podía estar segura de que todo esto no era una villanía por parte de la señora Stumfold? Estaba segura, después de lo que había visto y oído, de que nada de lo que pudiese decir o hacer la señora Stumfold carecía de maldad. Jamás volvería a entrar en casa de la señora Stumfold; de eso estaba completamente segura. ¿Pero qué podía hacer con respecto al señor Maguire? Podría ocurrir que el señor Maguire nunca volviese a hablarle de manera afectuosa… probablemente no volvería a hacerlo. Eso podía soportarlo; ¿pero cómo podría sobrellevar el hecho de que cada stumfoldiano en Littlebath lo supiera todo sobre este asunto? Finalmente tomó la decisión de que si el señor Maguire volvía a hablarle sobre dicha cuestión, le contaría todo lo que había ocurrido. Después de esto, lloró hasta quedarse dormida.
Aquella tarde se sintió de lo más desconsolada y con la necesidad de tener cerca una amiga. Cuando Susanna regresó de la escuela por la noche, se encontró todavía más desolada. No podía compartir sus problemas con alguien tan joven, pero tampoco podía librarse de ellos. Se había comportado de manera valiente mientras la señora Stumfold estaba presente, pero ahora que se hallaba sola, o algo mucho peor que sola, estando Susanna junto a ella… ahora que al final había reaccionado, empezó a decirse a sí misma que una prolongación de esta vida en soledad le resultaría completamente imposible de sobrellevar. ¿Cómo vivir si iba a ser pisoteada de esta manera? ¿No se hacía casi imprescindible que abandonase Littlebath? Y aun así, si se marchase de Littlebath, ¿a dónde iría, y cómo se armaría de coraje para volver a empezar de nuevo? Si tan solo le hubiese sido concedido tener una amiga… ¡una amiga a la que hubiese podido confiarle todo! Pensó en la señorita Baker, pero la señorita Baker era una devota stumfoldiana; ¿y qué sabía ella sobre la señorita Baker que le diese derecho alguno a molestarla con un asunto como este? Casi preferiría haber acudido a la señorita Todd, en caso de haberse atrevido.
Permaneció despierta llorando la mitad de la noche. Jamás en su vida se había encontrado en una situación parecida. Nadie la había acusado nunca de hacer nada inapropiado; nadie le había echado jamás en cara que anhelase una fruta que le estaba prohibida. En su antigua oscuridad y dependencia se había sentido a salvo. Ahora que había comenzado a mirar a su alrededor con la esperanza de regocijarse con todo aquello que el mundo le ofrecía, ¡había caído en esta terrible desgracia! ¿No habría resultado mejor para ella que se hubiese casado con su primo John Ball, y de ese modo haber tenido un claro rumbo en cuanto a sus obligaciones, designadas expresamente para ella? ¿No habría sido incluso mejor para ella si se hubiese casado con Harry Handcock que haber alcanzado este infortunio? ¿Qué bien le hacía su dinero, si el mundo iba a tratarla de esta manera?
Y además, ¿era cierto? ¿Lo era el hecho de que el señor Maguire se estaba comportando de manera reprobable con otra mujer con el fin de poder obtener su dinero? Inmersa en su desdicha recordó que la señora Stumfold no se había comprometido realizando ninguna afirmación directa, y también recordó que la señora Stumfold había insistido especialmente en su propio agravio… en el hecho de que el señor Maguire había conocido a la joven y adecuada dama en su propio salón. En cuanto al mismo señor Maguire, podía reconciliarse con la idea de su pérdida. Bien es cierto que ni siquiera se había reconciliado todavía con la idea de aceptarle. Pero no podía soportar la idea de que la intromisión de la señora Stumfold prevaleciese o, peor aún, que otras personas presumieran que había prevalecido.
El día siguiente resultó ser jueves —uno de los jueves de la señora Stumfold—, y durante el transcurso de la mañana la señorita Baker acudió a visitarla, suponiendo que, como era habitual, acudiría a la reunión.
—Esta noche no, señorita Baker —dijo ella.
—¡No va a asistir! ¿Y por qué no?
—Preferiría no salir esta noche.
—Vaya, qué extraño me parece. Pensaba que usted siempre acudía a las reuniones de la señora Stumfold. No ocurre nada malo, espero.
Entonces la señorita Mackenzie se sintió incapaz de contenerse, y le relató todo a la señorita Baker. Y le contó su propia historia, sin gimoteos ni lamentaciones —como había imaginado que ocurriría mientras se encontraba recostada y despierta la pasada noche—, sino con una vivaz indignación.
—¿Qué derecho tenía a dirigirse a mí para acusarme?
—Supongo que albergaba la mejor de las intenciones —dijo la señorita Baker.
—No, señorita Baker, albergaba la peor. Lamento hablar en estos términos de su amiga, pero debo hacerlo como mejor me parece. Su intención era la de insultarme. ¿Por qué me habló sobre mi edad y mi dinero? ¿Acaso he pretendido tener menos edad de la que tengo? ¿O he obrado mal con los medios que la Providencia me ha otorgado? Y en lo que respecta al caballero, ¿me he comportado de un modo tal que sea digna de recibir reproche alguno? No tengo constancia de haber estado ni diez minutos en su compañía en los que usted no estuviese siempre presente.
—Sería la última acusación que se me ocurriría lanzar en su contra —se lamentó la señorita Baker.
—¿Entonces por qué me trató de ese modo? ¿Qué derecho le he dado para erigirse en mi consejera, tan solo por el hecho de acudir a la iglesia de su esposo? El señor Maguire es amigo mío, y pudiera darse el caso de que se convierta en mi esposo. ¿Existe algún pecado en ello que merezca algún reproche?
—Quizás lo hizo en nombre de la otra dama.
—Que acuda entonces a esa otra dama, o a él. Le reprocho que haya acudido a mí, y de este modo sabrá que es así como me siento.
Cuando dejó Paragon, la señorita Baker sentía más respeto y más estima por la señorita Mackenzie del que jamás había sentido antes. Pero la señorita Mackenzie, cuando se encontró de nuevo sola, subió escaleras arriba, se metió en la cama, y se vio anegada nuevamente por las lágrimas.