XXVIII
DE CÓMO EL LEÓN FUE PICADO POR LA AVISPA
Cabe recordar que cuando el señor Maguire hizo pública la historia del León y el Cordero declaró que no dejaría al león tranquilo hasta que la bestia hubiera soltado su presa; y que se comprometía a continuar la lucha hasta conseguir restituir al cordero a los agradables pastos de Littlebath. No obstante, el señor Maguire encontró ciertas dificultades para cumplir su promesa. Estaba dispuesto a luchar, pero le faltaban armas. El Christian Examiner, después de haber llegado tan lejos en el asunto y comprobar que las ventas aumentaban mucho y bien con cualquier artículo sobre el León y el Cordero, estaba listo para continuar la difamación. Probablemente, el Christian Examiner no tenía mucho que perder. Pero se planteaba una cuestión: si la lucha se limitaba simplemente a las columnas del Christian Examiner, ¿no era casi equivalente a no luchar en absoluto? El señor Maguire quería demandar a sir John Ball; llevarle ante los tribunales y preguntarle acerca del dinero; escuchar cómo un abogado agresivo le decía a sir John Ball que no podía escapar al desprecio de un público escandalizado ocultándose tras el brillo de su título de baronet advenedizo. Tenía la sensación de que el león sería despedazado solo con que pudiera convencer a un abogado suficientemente agresivo para que hundiera sus garras en él. Pero, desafortunadamente, ningún abogado —ni siquiera Salomón Walker, el abogado de la Baja Iglesia de Littlebath—, estaba dispuesto a reconocer que su causa tuviera algún tipo de fundamento. Si, ciertamente, se decidía a proceder contra la dama por incumplimiento de promesa de matrimonio, el resultado dependería de las pruebas presentadas. En tal caso, el abogado de Littlebath estaba dispuesto a hacerse cargo del caso.
«Pero el señor Maguire era, como es obvio, plenamente consciente —había dicho Salomón Walker— del prejuicio público en contra de los caballeros que tomaban parte en este tipo de pleitos».
El señor Maguire también era consciente de que no podía aducir prueba alguna más allá de su propia palabra, y en tal caso, palabra falsa, y por tanto le dijo al abogado, en un tono ciertamente alto, que en modo alguno daría su consentimiento para emprender cualquier acción que pudiera hostigar a la dama. Simplemente quería proceder contra sir John Ball.
—Este proceso revelaría cosas que le asombrarían a usted, señor Walker, y a todo el estamento jurídico —dijo—. Un plan de una infame rapacidad se ha urdido y llevado a cabo por la estupidez de unos y la iniquidad de otros, y toda la atrocidad se revelará poco a poco —tan seguro como que estoy aquí ante usted en este momento—, si el caso le fuera confiado a un abogado competente en uno de nuestros tribunales de justicia.
Pienso que el señor Maguire creía en lo que decía, y por otra parte, también creía que decía la verdad cuando le aseguraba al señor Walker que la dama había prometido casarse con él. Algunos hombres que no consiguen engañar a nadie, terminan a veces por tener éxito en engañarse a sí mismos. Pero el abogado le replicó, repitiéndole una y otra vez, que el proyecto no era factible; que no había manera alguna de llevar el asunto lo suficientemente lejos como para lograr que sir John Ball fuese llamado a testificar. Sir John había actuado en todo momento dentro de la legalidad; e incluso en el mismo momento en que tenía lugar la conversación entre el señor Walker y el señor Maguire, el asunto de la titularidad de la propiedad estaba siendo juzgado en debida forma ante un competente tribunal londinense. El señor Maguire estaba persuadido de que el señor Walker estaba equivocado —pensaba que su abogado era un hombre débil e ignorante—; pero reconocía que, en su lamentable situación, era incapaz de conseguir que algún otro astuto abogado pudiera encargarse del asunto. No obstante, aún le quedaba el Christian Examinen y usó la baza con diligencia. Cada semana aparecían artículos que atacaban al león afirmando que la bestia estaba siendo vigilada, que su presa le sería finalmente arrebatada, que algún día se haría justicia con el cordero, y otras cosas por el estilo. Y como el asunto continuaba, la propia publicación y el autor se volvieron más atrevidos por la costumbre, hasta el día en que sir John encontró los artículos impresos casi imposibles de tolerar. El león iba a renunciar al cordero, ahora que había tomado todas sus propiedades; y el cordero, trasquilada toda su lana, se vería condenado a ganarse el pan como simple enfermera en un vulgar hospital; informaciones estas que la señorita Colza transmitía voluntariamente al señor Maguire. Sir John Ball y la señorita Mackenzie seguían recibiendo los números en los que se publicaban estos artículos, que llevaban siempre por título «El León y el Cordero». En virtud de un acuerdo previsto para la ocasión, la señorita Mackenzie enviaba los diarios al señor Slow tan pronto como los recibía; pero sir John Ball no tenía forma de librarse tan fácilmente de su carga. Gemía y se afanaba bajo su peso, visitando a su abogado con los periódicos e implorando permiso para interponer una demanda por difamación contra el señor Maguire. El veneno de la picadura de la bestia inmunda le había alcanzado tan vivamente que, preocupado como estaba por el dinero, le había dicho a su abogado que no repararía en gasto alguno si con ello pudiera castigar al hombre que tanto daño le estaba infligiendo. Pero el abogado, que entendía un poco de sentimientos y también de dinero, le había rogado que mantuviera la calma hasta que el destino de las propiedades estuviera resuelto.
—Y si usted sigue mi consejo, sir John, no le prestará la más mínima atención. Puede estar seguro de que no tiene un chelín y quiere que le enjuicie. Cuando tenga que indemnizarle a usted por daños y perjuicios, desaparecerá de la circulación.
—Pero yo quiero ponerle fin a su insolente obscenidad —dijo sir John Ball.
El abogado trató de explicarle que nadie leía tales obscenidades; pero fue en vano. Sir John las leía, y eso era suficiente para sentirse un desgraciado.
En los últimos meses, la pequeña fábula que hacía a sir John tan infeliz dejó de publicarse en los periódicos metropolitanos. Pero cuando la investigación legal sobre la correcta disposición de los bienes del señor Jonathan Ball concluyó, y cuando se supo que, como resultado de esta investigación, la herencia en favor de los Mackenzie se anulaba y los restos de la misma pasaban a las manos de sir John, el influyente periódico —que en los primeros días había relatado la historia del León y el Cordero—, la contó íntegramente de nuevo destrozando al Chrístian Examiner de Littlebath por su iniquidad, pero evocando la romántica desventura del cordero en unos términos que hicieron a sir John Ball muy desdichado. La notoriedad que le supuso el ser identificado públicamente como el león no era algo de lo que sentirse orgulloso. Y cuando el reportero de este diario tan influyente señaló que el mundo permanecía a la espera del resultado de esta maravillosa historia que haría las delicias de todos los interesados, sir John se encontró casi fuera de sí. ¡Él, un hombre de cincuenta años que llevaba una vida tranquila, que había perdido toda la energía de la juventud, que se consideraba más viejo de lo que realmente era, que había vivido con su padre y su madre compartiendo con ellos una existencia retirada, padre de una familia numerosa de la que el hijo mayor era ya un hombre! ¿Podía tolerarse que alguien como él contrajera matrimonio en medio del estruendo de las trompetas públicas y bajo un halo de romanticismo? La idea le resultaba aterradora. El mismo día en que le fue oficialmente comunicado el resultado de la investigación judicial, se sentó en su viejo despacho de los Cedars con dos periódicos bajo sus ojos. En uno de ellos se detallaba una descripción de sus amoríos, que era consciente que pretendía ridiculizarle solapadamente, en la que se aseguraba al público que las desgracias del cordero serían remediadas por la dulce música de la marcha nupcial. ¿Qué derecho tenía nadie a afirmar públicamente que tenía la intención de casarse? En su angustia y su ira habría acusado también al diario de difamación si su abogado no le hubiera asegurado que no había difamación alguna en manifestar que un hombre iba a casarse. Al otro diario lo acusó de rapacidad e impudicia porque afirmaba que no se casaría con el cordero, una vez que se había asegurado su lana; de modo que, ciertamente, no tenía escapatoria por ningún lado. El señor Maguire, una vez que tuvo la certeza absoluta de que el cordero había perdido su lana, ya no sintió deseo alguno de ningún tipo de relación personal, y comprendió que podía cumplir mejor su promesa atacando únicamente al poseedor de la lana. Bajo tales circunstancias, ¿qué podía hacer un hombre como John Ball? ¿Podía casarse con su prima bajo el sonido de las trompetas, el halo, y los poemas de aleluya que plagaban las calles? ¿Era justo que fuera señalado por el dedo del desprecio? ¿Había hecho alguna cosa que mereciera tal castigo?
Y no hay que olvidar que todos los días, su propia madre, que vivía bajo su mismo techo, se sentaba con él cada tarde a discutir sobre el tema hasta altas horas de la madrugada, instigándole a abandonar a su prima. Había admitido ante lady Ball que ya no estaba obligado por su promesa. Margaret misma lo había admitido, «al no tratar de negarlo», como lady Ball repetía muchas veces. Cuando él había hecho su propuesta de matrimonio no sabía nada de la proposición del señor Maguire, ni Margaret le había hecho alusión alguna a la misma. Tal ocultamiento por su parte, como es natural, le liberaba de cualquier compromiso. De este modo argumentaba lady Ball, y contra dicho argumento su hijo no formulaba objeción alguna. Ciertamente, no podía entender lo que había sucedido exactamente entre su prima y el señor Maguire. Su madre no tenía escrúpulos en afirmar que, sin duda, ella había aceptado en algún momento la propuesta de ese hombre. En respuesta a dicha aseveración, John Ball siempre reiteraba su plena confianza en la palabra de su prima.
—No se dio cuenta de que lo hacía —replicaba lady Ball—, pero de un modo u otro, sin duda había aceptado.
Pero la madre nunca pudo sonsacarle al hijo el menor indicio de su intención acerca de la renuncia al matrimonio, a pesar de las amenazas, las lágrimas, las burlas y los argumentos apelando al orgullo y apelando al dinero. Él nunca había dicho que se casaría con toda seguridad; al menos no después de aquella noche en la que Margaret le había contado en su habitación la historia de su relación con el señor Maguire. Pero tampoco había dicho con toda seguridad que no se casaría con ella. Lady Ball había inferido de sus palabras la convicción de que estaría encantado de ser liberado de su promesa, si dicha liberación procediera de la propia Margaret, y fue por ese motivo por el que había intentado conseguirla de la propia interesada. Con qué éxito, el lector sin duda recordará; así lo espero. Cuando Margaret aceptó la propuesta de su primo, este le pidió especialmente que se mostrara firme. Ella había obedecido la orden, y por ese lado no existía esperanza alguna para lady Ball.
Me temo que había mucha cobardía en la actitud de sir John. En verdad le había perdonado a Margaret cualquier tipo de ofensa que le hubiera ocasionado en relación al señor Maguire. Había aceptado su propuesta mientras la otra oferta aún continuaba en vigor, por así decirlo, y no había sido ella misma la que le había hecho partícipe de dicha circunstancia. Esta ocultación constituía una ofensa en sí misma, pero dicha ofensa, en verdad, él ya la había perdonado. Si no hubiera existido el Chrístian Examiner de Littlebath, ni la fábula del León y el Cordero, ni la publicidad y el ridículo, tranquilamente hubiera llevado a su prima a alguna iglesia —después de haber pasado por todas las ceremonias preliminares de la manera más discreta posible—, se habría casado con la misma discreción, y habría llevado a Margaret con él a su morada. Ahora que su padre había muerto y que el dinero de su tío Jonathan había vuelto a sus manos, sus preocupaciones financieras eran relativamente ligeras, y pensaba que podía ser muy feliz con Margaret y sus hijos. ¡Pero en la actualidad se veía señalado diariamente como el león y todos sus conocidos le pedían noticias sobre el cordero! Es preciso confesar que era un cobarde; ¿pero acaso no son cobardes la mayoría de los hombres en cuestiones similares?
Ahora el juicio había terminado, y el dinero era suyo. Margaret se había quedado sin un chelín y era indispensable que tomara una decisión. En un momento de prematura alegría, el mismo día que el señor Maguire había llegado a los Cedars, le había dicho a su abogado que todas las dificultades quedarían allanadas con la celebración de un matrimonio entre él y la heredera desheredada. Desde entonces, le había dicho al abogado que un incidente inesperado podía alterar este acuerdo. Después dicho letrado no le había vuelto a preguntar sobre el tema, pero cuando se enteró de que el dinero de sir Jonathan Ball era finalmente para él, le indicó que haría bien en llevar a cabo los arreglos necesarios en favor de la señorita Mackenzie. Sir John Ball se sintió claramente molesto al escuchar esta reflexión.
—Le prometí al señor Slow que le hablaría de ello —dijo el abogado—. El señor Slow se preocupa mucho por los intereses de su cliente, como es lógico.
—Es asunto mío y no del señor Slow —dijo sir John Ball—; puede usted decírselo de mi parte.
Hubo entonces un momento de silencio, y sir John Ball se dio cuenta de que estaba equivocado.
—Por favor, dígale también —dijo el señor Ball—, que le estoy muy agradecido por su preocupación por mi prima, y que aprecio mucho el admirable comportamiento que ha tenido con ambos a lo largo de todo este asunto. Una vez que haya tomado mi decisión, se la haré saber de inmediato.
Mientras bajaba del despacho de su abogado en Bedford Row en dirección a la estación de tren iba pensando en todo esto, y también pensaba en las palabras de la señora Mackenzie el día del bazar. «No tiene derecho a regañarlo aún» —le había dicho a Margaret. Como es lógico, entendía lo que tales palabras significaban, y Margaret, naturalmente, también lo había entendido. Ese día la frase no le hizo sentir enojo alguno cuando fue pronunciada. Margaret iba tan hermosamente vestida, y se veía tan fresca y encantadora, que en ese momento de admiración se le habían olvidado todos sus problemas y había escuchado todo el discurso de la maliciosa señora Mackenzie, no sin confusión, pero sin ningún deseo inmediato de contradecir su razonable deducción. Unos momentos más tarde, las arpías le habían alcanzado y él se había marchado encolerizado. La pobre Margaret había sido incapaz de discernir entre los efectos provocados por el discurso y las arpías; pero la señora Mackenzie había sido más lista, y consecuentemente había predicho el rápido ascenso de su prima en la escala social.
Al regresar a casa, sir John decidió elegir entre las dos posibilidades. O se casaba con su prima o dividía a partes iguales el dinero de Jonathan Ball con Margaret. Él deseaba casarse con ella y conservar el dinero. Deseaba casarse con ella especialmente desde que la había visto tan bonita, con su muselina moteada. Pero quería casarse con ella discretamente, sin el estruendo de trompetas absurdas, sin artículos satíricos, y sin dedos apuntando al león triunfante. Decidió tomar una decisión y decidió que la tomaría esa misma noche. Haría su elección e informaría a su madre antes de irse a la cama. Pero cuando Jack y sus hermanas se fueron, y se quedó a solas con lady Ball, ¡aún no había hecho ninguna elección!
Su madre no le dio tregua en este asunto. Fue ella la que inició la conversación en esta ocasión.
—John, ha llegado el momento de que resuelva la cuestión de mi residencia.
La casa de Twickenham era propiedad del actual barón, pero lady Ball recibía unas quinientas libras anuales sobre los bienes de su difunto marido. Siempre se había dado por supuesto que la madre seguiría viviendo con su hijo y sus nietos en el probable caso de que se quedara viuda; y todos sabían que sus medios no alcanzaban para permitirles costear dos casas separadas; pero lady Ball había declarado en más de una ocasión, con gran vehemencia, que nada la obligaría a vivir en los Cedars si Margaret se convertía en la dueña de la casa.
—¿El momento ha llegado hoy, en especial? —preguntó a su vez.
—Creo que podríamos decir que sí. Ahora ya sabemos que has conseguido ese aumento en tus ingresos y ya no queda ninguna duda de que no podemos reacomodarnos. No necesito decir que mi mayor deseo es permanecer en esta casa, pero sabes mi opinión al respecto.
—No veo ninguna razón por la que debieras irte.
—Yo tampoco excepto una. Ya sabes, supongo, cuáles son tus intenciones con respecto a tu prima. Todo el mundo sabe lo que se debe hacer después de los horrores que se han publicado en todos los periódicos.
—No fue culpa de Margaret.
—Yo no estoy tan segura de ello. En verdad, creo que fue por su culpa; y ahora aparece en público en ese bazar, cuando todo el mundo la llama con ese nombre ridículo. Nada me hará creer que a ella no le complace.
—¿Estás pronta a creerla capaz de cometer cualquier crimen, madre, cuando no hace dos años deseabas que me casara con ella?
—Las cosas han cambiado mucho desde entonces; ciertamente, han cambiado mucho. Y no la conocía entonces como la conozco ahora, de lo contrario nunca habría considerado tal cosa, aunque hubiera tenido todo el dinero del mundo. Es a partir de su mal comportamiento… con ese cura horrible.
—Nunca hubo un mal comportamiento de su parte —dijo el hijo con un tono airado.
—Sí, John —replicó la madre con el tono de voz aún más enojado.
—Ese es un tema que me atañe a mí juzgar. Ella no se ha comportado mal a mis ojos. La conducta de ese hombre es la que ha supuesto una desgracia…, una gran desgracia para los dos… Pero no voy a permitir que se diga que ha sido por su culpa.
—Muy bien. Luego entiendo que debo hacer los preparativos para irme. Nunca hubiera creído, John, que tuviera que salir de la casa de tu padre tan pronto después de su muerte. Nunca lo hubiera creído, ciertamente.
Lady Ball tomó entonces su pañuelo, y su hijo pudo percibir las lágrimas reales que bajaban recorriendo su cara.
—Nadie ha hablado nunca de que tuvieras que irte, madre.
—No viviré en esta casa con ella.
—¿Y qué quieres que haga? ¿Desearías que la dejara seguir su camino y que se muriera de hambre sola?
—No, ciertamente, no. Creo que debes asegurarte de que no le falte nada. Podría vivir con su cuñada y con los intereses del dinero que los Rubb le robaron. Era tu dinero…
—Te he explicado repetidas veces, madre, que eso ya se ha traspasado a la señora Tom Mackenzie…; y en todo caso sería absolutamente insuficiente. En realidad, mi decisión está tomada. Cuando los abogados y todos los gastos estén pagados, aún quedarán cerca de ochocientas libras al año. Y voy a compartirlas con ella.
—¡John!
—Esa es mi intención; y por eso si me casara con ella obtendría un ingreso adicional de cuatrocientas libras anuales para mis hijos y para mí.
—No lo dices en serio, ¿verdad John?
—Sí, madre. Estoy seguro de que es lo mínimo que se espera de mí.
—¡Que se espera de ti! ¿Y quieres robar a tus hijos, John, porque eso es lo que se espera de ti? Nunca había oído nada igual. ¿Regalar cuatrocientas libras al año, simplemente porque temes a esos periódicos miserables? Pensé que tendrías más valor.
—Si no hago uno, madre, haré lo otro, ciertamente.
—Entonces, te ruego que me digas lo que piensas hacer. Si le das la mitad de lo que te pertenece, debo permanecer en la casa, por supuesto, porque no podrás vivir aquí sin mi ayuda. Tus ingresos serán insuficientes. Pero debes comunicarme de inmediato lo que debo hacer.
Su hijo no le respondió de inmediato; se sentó con los codos sobre la mesa, la cabeza apoyada sobre una mano, mirando la chimenea con aire melancólico. No quería comprometerse, si le fuera posible evitarlo.
—John, debo insistir en una respuesta —dijo su madre—; tengo derecho a esperar una respuesta.
—Puedes hacer lo que quieras, madre, independientemente de mí. Si piensas que puedes vivir aquí con tus ingresos de aquí en adelante, me iré y te dejaré la casa.
—Esto es absurdo, John. Necesitas una casa grande para los niños, y yo, si tengo que estar sola, no necesitaría más que una sola estancia. ¿Qué haría con la casa?
Luego hubo otra pausa por unos momentos.
—Te daré una respuesta definitiva el sábado —dijo finalmente—. Para esa fecha ya habré visto a Margaret.
Luego tomó su vela y se acostó. Esto sucedió un martes, y lady Ball tuvo que conformarse con esta promesa.
El miércoles no hizo nada. En la mañana del jueves recibió una carta que casi le enloqueció. Estaba dirigida a él en la oficina de la Shadrach Fire Insurance Company, y allí la recibió. Decía como sigue…
Littlebath, junio, 186*
Señor,
Usted estará sin duda bien informado de todos los esfuerzos que he hecho durante los últimos seis meses con el fin de arrebatarle la fortuna que pertenecía a mi querida, mi muy querida amiga, Margaret Mackenzie. Porque yo la consideraré siempre una muy querida amiga, aunque hayamos sido separados por maquinaciones de las que ella jamás ha sido consciente, estoy muy seguro de ello. Ahora compruebo que alguno de los tribunales de segundo rango ha desestimado, bajo la influencia de algún tipo de presión que desconozco, el testamento que se firmó hace veinte años en favor de la familia Mackenzie; y de este modo, se le transfieren a usted las propiedades que les pertenecían. No hay duda ninguna, así lo creo, de que un tribunal superior revertirá la sentencia; pero aún no sé si cuento con los medios que me permitirían llevar el caso ante las más altas instancias judiciales del país. Es muy probable que no disponga de tal potestad, y en ese caso, Margaret Mackenzie, a día de hoy y por su causa, se vería reducida a la indigencia.
Desde que este asunto se hizo público, se las ha ingeniado usted para mitigar la ira de la opinión pública haciéndola creer que tenía la intención de casarse con la dama cuya riqueza trataba de obtener mediante argucias legales. Usted ha hecho públicas sus generosas intenciones y ha fabricado un romance que, debo decirle, resulta muy poco adecuado para su edad. Si fuera cierto lo que oí la última vez que vi a la señorita Mackenzie en Twickenham, usted habría cumplido con la formalidad de pedirle en matrimonio. Pero, a mi entender, la burla ha llegado demasiado lejos, y como el dinero ya le pertenece, tiene usted Ja intención de disfrutar de su papel de león, dejando perecer al cordero en el desierto.
Le pido, pues, que declare, en su nombre y con su propia firma, cuáles son sus intenciones con respecto a Margaret Mackenzie. Su fortuna, al menos en este momento, es suya. ¿Tiene la intención de casarse o no? Y si la respuesta es afirmativa, ¿dónde y cuándo se propone celebrar la unión?
Me reservo el derecho a publicar esta carta y su respuesta; y por supuesto, será publicada si la cobardía le impide responderla. Ciertamente, nada me inducirá a detenerme en este sentido hasta que tenga la seguridad de haber sido el instrumento por el cual se le restituyan a Margaret los medios para un sustento decente.
Tengo el honor de ser, señor, su humilde servidor,
Jeremiah Maguire
Después de leer la carta, sir John casi se volvió loco de dolor y rabia. Levantó los brazos al cielo con súbita consternación mientras caminaba por los pasillos de la Shadrach Office lanzando maldiciones mentales contra la avispa que había sido capaz de aguijonearle tan profundamente. ¿Qué debía hacer con ese hombre? En cuanto a responder a la carta, estaba fuera de toda consideración; pero el reptil cumpliría su amenaza de publicarla, y todo el asunto de su matrimonio se discutiría de nuevo en los periódicos. Le vino a la mente la idea de que la prensa libre era perversa y estaba podrida de principio a fin. Este individuo le estaba provocando un daño terrible, hostigándole casi hasta la muerte; y sin embargo, él no le podía castigar. Era un clérigo y no podía castigarle, ni patearle, ni siquiera retarle a un duelo de pistola. En cuanto a procesar al bribón, su abogado le había repetido muchas veces que dicho procesamiento es lo que deseaba precisamente el malhechor. La publicidad añadida que supondría dicha demanda, el tañido de falso romance que le seguiría, la terrible ironía de la fábula animal, y toda la burla de los distintos incidentes, se hacinaron en su mente, y le abrumaron y desesperaron de tal modo, que abandonó la Shadrach Office para perderse entre la multitud de la City.