COMILLAS, JULIO DE 1881

REUNIÓN INFORMAL

 

Esa mañana iba a tener lugar una importante reunión que podría cambiar el destino de Arístides. El cubano se dirigía, en compañía del señor Barreda, a visitar al marqués de Comillas en su recién inaugurado palacio de Sobrellano.

Arístides había madrugado esa mañana y había esperado la llegada de Barreda para recogerle. Les aguardaba un largo camino hasta Comillas, y el de Suances ya llevaba un buen trecho recorrido desde su pueblo hasta la finca del cubano en Santillana. Uno de los hombres de confianza de Barreda guiaba el carruaje cubierto, algo de agradecer en un día tan caluroso, por lo que Arístides se acomodó en el interior del vehículo junto a su nuevo amigo, dispuestos a repasar lo preparado para su encuentro con el marqués.

—Magnífica berlina, amigo Barreda —dijo Arístides para adular más a su acompañante—. Voy a tener que hacerme con una para mis propios desplazamientos. ¿Todo bien con el marqués?

—Por supuesto, gracias a Dios. Nuestra amistad viene de lejos, y hemos sido socios comerciales en varios negocios.

—Sí, claro. Me refería a si le parece bien recibirme en su casa sin demasiadas referencias. Creo que es un hombre muy ocupado.

—No te preocupes, le he hablado muy bien de ti. Don Antonio siempre tiene varios proyectos en mente y conocer a un posible inversionista que pueda aportar capital a sus negocios no creo que le parezca mala idea.

—Además, siempre le puedo hablar de Cuba. Creo que el marqués hizo su fortuna en mi isla, ¿me equivoco?

Arístides tuvo que escuchar entonces un resumen de los logros del marqués en boca de Barreda. Por lo visto el marqués vivía en Barcelona la mayor parte del año, ciudad en la que se estableció tras regresar de Cuba con una posición más que acomodada. El indiano de Suances también le explicó algunos detalles sobre la increíble residencia de verano que se estaba construyendo don Antonio en su tierra natal, el mismo palacio que estaban a punto de visitar.

—Creo que es un espectacular edificio construido en neogótico inglés, aunque con influencias de otros estilos. Don Antonio no ha escatimado en gastos y, al parecer, lo ha decorado además con exquisitos muebles, pinturas y esculturas de los mejores artistas.

Arístides pensaba en sus propios planes, por lo que su mente se desconectó unos momentos de la conversación con Barreda. No le interesaba tanto detalle, aunque volvió a atender al mencionar el indiano la capilla que también estaba ultimando el marqués, un edificio anexo al propio palacio.

—Creo que se consagrará en estos días. Al parecer el propio Alfonso XII va a apadrinar la inauguración de la capilla.

Ese asunto interesaba más a Arístides. Semanas atrás se había rumoreado por toda la región que los reyes de España visitarían Comillas, pero en cuanto tuvo confirmación del hecho, habló con Barreda para organizar una reunión con el marqués que esperaba fuera muy provechosa.

Habían acordado que Barreda fuera el que llevara la voz cantante en la reunión con el marqués; para eso era su amigo personal. Arístides intentaría mantenerse en un segundo plano, pero en cuanto el de Suances le diera pie sacaría toda la artillería.

Aunque era un recién llegado a tierras cántabras, le hablaría de su posición y de sus rentas, por si el marqués necesitaba algún tipo de apoyo económico. Sabía que los recursos de don Antonio eran abundantes, pero tal vez su liquidez se había visto afectada por los numerosos gastos que supondría la visita real a Comillas.

Cuando Arístides intentó preguntarle a Barreda lo que podrían obtener del marqués a cambio de su apoyo económico, el de Suances pareció ofenderse con la cuestión, por lo que obvió el tema. Barreda aseguraba que él solo lo hacía por amistad: no necesitaba ningún título nobiliario ni nada por el estilo. Pero el cubano no opinaba lo mismo y pretendía que su dinero sirviera para algo.

Por lo menos consiguió que Barreda entrara en razón acerca de una cuestión que le preocupaba: Arístides quería conocer al rey de España, o por lo menos estar presente en la recepción oficial del marqués a los monarcas. Barreda no era muy aficionado a ese tipo de actos oficiales con tanto boato, pero al final transigió en apoyar a su nuevo amigo.

Arístides le doró la píldora a Barreda con la intención de que no se diera cuenta del desprecio absoluto que sentía por alguien de la calaña del marqués. Ante todo, él era un hombre de negocios y, en su opinión, sabía comportarse en la gran mayoría de los ambientes, por lo que debía dejar a un lado su animadversión por don Antonio López antes de entrar en materia.

Los planes con los carlistas seguían adelante, pero no las tenía todas consigo. A lo largo de su vida, Arístides siempre había procurado obtener ventajas de todos los tratos a los que llegaba con cualquiera y ese día no iba a ser una excepción. Por lo tanto, debía comportarse y ejercer de perfecto invitado, un hombre de posibles que pretendía invertir en negocios para los que el marqués necesitaba una inyección de capital. Y si luego sacaba algo en claro, ya fuera información confidencial que pudiera vender a sus amigos carlistas, o alguna otra ventaja favorecida por su anfitrión de esa jornada, no pensaba desaprovecharla.

El marqués era amigo personal del rey y una persona con acceso directo a Alfonso XII. Arístides veía en eso una ventaja, tanto si tomaba partido definitivamente a favor de los carlistas, como si al final se decantaba por los alfonsinos, representados por el actual monarca y el marqués de Comillas, entre otros. De hecho, don Antonio era la cabeza visible de la alta burguesía catalana que había apoyado la restauración borbónica en la persona del hijo de la exiliada Isabel II. Y convenía jugar a dos barajas, por lo que pudiera pasar.

Si sus planes con los carlistas fracasaban, Arístides siempre podía negar conocerlos y, de paso, acusarlos de alta traición. Don Carlos se encontraba en Francia, y sus emisarios tenían que andarse con ojo para no ser apresados por las autoridades. Así que una pátina de respetabilidad, ganada al ser amigo, o por lo menos conocido y quizás socio del marqués de Comillas, amigo íntimo del monarca, le granjearía una coartada perfecta llegado el caso.

Y si todo salía bien, ya se cobraría con creces la deuda que los carlistas contraerían con él si les ayudaba en sus planes. Ellos querían obtener el poder, aupar a Carlos VII al trono de España, y no iban a escatimar esfuerzos.

Afortunadamente, esa mañana avanzaron a buena velocidad por los caminos de la comarca, gracias sin duda al poderío de la recua de caballos enjaezados que tiraba de la berlina de Barreda. Consiguieron llegar a Comillas antes del mediodía, y el ánimo de los viajeros, después de varias horas encerrados en aquel carruaje, mejoró bastante al poder bajar del vehículo para estirar las piernas a su llegada al palacio de Sobrellano.

Arístides se había vestido con sus mejores galas, algo recargadas para el gusto más sobrio de Barreda y del marqués, por lo que pudo comprobar nada más encontrarse a su lado. Pero, bueno, él era así, para bien y para mal. En Cuba se había acostumbrado a otras ropas, más coloridas y de tejidos más frescos, por lo que no iba a cambiar ahora, por mucho que fuera a reunirse con todo un grande de España.

Se asombró al contemplar de cerca la magnificencia del palacio del marqués, una construcción soberbia a su entender. El edificio dominaba una extensión enorme de terreno desde su atalaya, situado como eje principal de uno de los nuevos barrios de la ciudad. Arístides se fijó entonces en la fachada principal, con sus hermosas galerías decoradas con arcos y columnas rematadas de forma nada convencional, con motivos vegetales e incluso animales.

Fingió no haber visto el gesto de desagrado de don Antonio al verle bajar del vehículo, y prefirió saludarle con respeto, antes de acompañar a los dos hombres al interior del palacio.

—¡Mis queridos amigos! —exclamó el marqués al verlos llegar—. Es un placer recibirlos en mi nueva casa, espero que hayan tenido un buen viaje.

—Sí, don Antonio, el trayecto se nos ha hecho corto en mi nuevo carruaje —afirmó orgulloso Barreda—. Quería presentarle a mi buen amigo, don Arístides Maestro.

—Tanto gusto, señor marqués —replicó el interpelado—. Tiene usted aquí un edificio hermoso, si me permite decírselo.

—Claro, señor Maestro, faltaría más —respondió el marqués—. Le agradezco sus amables palabras. Y les pido a los dos mis más humildes disculpas. Nos encontramos todavía en plenas obras y el edificio no está completamente terminado, espero que sepan perdonar las molestias.

—Por favor, don Antonio, no sea modesto. Arístides se ha quedado corto en sus elogios. Yo tampoco conocía su nueva residencia de verano, pero debo afirmar que es absolutamente magnífica.

—Pasen y les enseñaré las partes que ya están ultimadas. En el exterior hoy hace un calor bochornoso, y dentro estaremos mucho más frescos.

Los tres caballeros se adentraron en el vestíbulo principal, donde Arístides se sintió mucho más pequeño de lo habitual. La imponente escalera de mármol y alabastro le llamó la atención, iluminada gracias a una claraboya superior en la que destacaba una vidriera de variados colores, y cuyo efecto visual dotaba al conjunto de un aire casi irreal.

Arístides siguió elogiando la residencia del marqués con el fin de caerle en gracia. Necesitaba que el marqués se llevara una buena impresión. Don Antonio les hizo entonces una pequeña visita guiada por la planta baja del palacio: la biblioteca, un salón de billar, el comedor y un salón central o de trono, aparte de otras estancias menores. En la planta superior se hallaban las habitaciones, pero no llegaron a visitarlas en esa ocasión.

Al cubano le pareció algo pretencioso el recargado salón central, con su artesonado, sus vidrieras y unas paredes excesivamente decoradas con pan de oro. Pero él no estaba allí para hablar de arquitectura o decoración, lo que quería era tratar de negocios, por lo que asintió sin mencionar palabra ante las excesivas explicaciones del marqués.

—Un edificio singular, don Antonio —afirmó Barreda—. Un palacio digno de un grande de España, no hay duda.

—Tengan en cuenta que el palacio está recién terminado y son ustedes los primeros visitantes de mi nueva residencia —replicó el marqués sin hacer caso a las alabanzas del indiano—. Espero que mis próximos huéspedes estén de acuerdo con sus apreciaciones.

Arístides lanzó una mirada a su socio, esperando que Barreda recogiera el testigo. El de Suances se percató enseguida y atacó con algo que llevaban ya preparado instantes antes de cruzar los tres hombres el umbral de la soberbia biblioteca.

—No quisiera ser indiscreto, don Antonio, pero toda la región conoce ya la identidad de esos ilustres visitantes. Los reyes de España van a visitar la región, y solo nos falta por conocer la fecha exacta.

—Tiene razón, querido Barreda. El Ayuntamiento de Comillas me está ayudando con los preparativos y el acontecimiento está en boca de todo el mundo; es tontería ocultarlo.

—Entonces…

—Sí, caballeros. El próximo 6 de agosto Sus Majestades, los reyes de España, me harán el honor de visitar mi ciudad natal y alojarse en esta humilde morada.

—Eso es una magnífica noticia, don Antonio. Tiene que contarnos más detalles, la ocasión lo merece.

—Por supuesto, amigos. Nos encontramos un poco desbordados, la verdad. Solo para alojar a todo el séquito real en las casonas de los alrededores estamos teniendo un sinfín de problemas. Pero no voy a aburrirlos ahora con temas de logística.

—Quizás nosotros podamos ayudarles —afirmó Arístides.

El cubano sonrió para sus adentros, ya tenía la confirmación de la fecha que necesitaba. Intentaría obtener más datos a lo largo de la charla, pero debían comenzar cuanto antes a hablar de temas serios.

El marqués los hizo pasar a la biblioteca, una amplia estancia cuyas paredes aparecían cubiertas de libros en su mayor parte, colocados primorosamente en las baldas de unas estanterías realizadas en maderas nobles de tono oscuro. Pisaron mullidas alfombras, precedidos por el dueño del edificio, hasta que se acomodaron en unos divanes aterciopelados, situados estratégicamente junto a una mesa auxiliar, y justo enfrente de un enorme ventanal por el que se colaba la luz veraniega del mediodía.

Arístides rememoró entonces una estancia similar, mucho menos recargada y con menor número de volúmenes, que le traía recuerdos del pasado. Se trataba de la biblioteca de su padre, una de las posesiones más valiosas para Andrés Maestro, allá en La Hacienduca, su plantación de Cienfuegos. El cubano sabía que su cultura dejaba mucho que desear, por mucho que intentara disimularlo, por eso se afanó en aprender todo lo que pudo. Gracias a esos libros pudo adquirir conocimientos de los que no disponía antes de recibir la legitimidad de su apellido, pero al final tuvo que desprenderse de la biblioteca cuando liquidó todas las pertenencias de su padre para obtener el mayor beneficio en metálico, justo antes de partir hacia España.

Una voz grave, autoritaria, le sacó de su ensimismamiento. Había llegado el momento que llevaba tanto tiempo esperando.

—Caballeros, creo que va siendo hora de hablar de negocios. ¿Les apetece un jerez? —preguntó el marqués.

Barreda asintió y él hizo un gesto displicente con el que quiso dar a entender que estaban preparados para comenzar a hablar de asuntos más serios. Tras unos minutos de conversación superficial, don Antonio entró directamente en materia.

—Señor Maestro, me han comentado que busca usted invertir en algún negocio por la zona. Creo que en eso podría ayudarle. ¿Conoce usted algo del mundo naviero o bancario?

—La verdad es que no, don Antonio —replicó Arístides, satisfecho por que el marqués se dirigiera directamente a él—. Pero suena muy interesante, seguro que usted puede aconsejarme sobre el particular.

El marqués parecía sentirse a gusto hablando de temas que dominaba, y Arístides supo engatusarle al asegurarle que estaría dispuesto a invertir grandes cantidades de dinero en los negocios de don Antonio, ya que eran garantía de éxito asegurado dada la solvencia del marqués y sus conocidos logros en el mundo empresarial.

Don Antonio parecía complacido a ojos del cubano, e incluso su gesto se había relajado bastante respecto al que tenía tras estrechar la mano de su interlocutor aquella mañana. Arístides no quería soltar la presa y le hizo un gesto a Barreda para que no pareciera que la siguiente idea partía de él, algo acordado de antemano entre los dos. La reunión se había alargado demasiado y no podían descuidarse: un hombre tan ocupado como el marqués podía dar por finalizada la reunión en cualquier momento, y el hijo de Andrés Maestro todavía no había obtenido su objetivo principal.

—En cuanto a lo que comentaba antes, don Antonio, creo que nosotros podríamos echarle una mano con la logística de la visita real. Disponemos de alojamientos en Suances y en Santillana: tal vez algunos miembros de la corte podrían ser ubicados en nuestras ciudades. Por supuesto, todos los gastos correrían de nuestra parte.

—No hace falta, queridos amigos, no se preocupen. El rey quiere visitar mi tierra natal, y yo tengo que encargarme de este acontecimiento tan especial. Aunque tal vez…

El marqués pareció negarse en un principio, pero su gesto pensativo denotaba que tal vez habría una oportunidad de intervenir. Arístides cogió el testigo y continuó con la historia que llevaba preparada.

—No se preocupe, don Antonio, entendemos su postura. Pero podemos hacernos cargo de cualquier otra menudencia: regalos para los invitados, aportar capital para los festejos o las viandas de la fiesta, lo que usted necesite.

—La verdad es que queda mucho por hacer en estas semanas y el presupuesto se ha disparado. Pero no voy a permitir que ustedes se hagan cargo de estas cosas.

—No se preocupe, don Antonio, para mí será todo un honor —aseguró Arístides—. Mi pobre padre, que en paz descanse, estaría muy orgulloso de mí si pudiera saber que los Maestro podemos servir en algo a nuestro amado rey.

—Es cierto, señor Maestro. Creo que su padre era de Ubiarco, ¿verdad? No sabía que fuera un ferviente alfonsino.

—En efecto, don Antonio. —Arístides no se sorprendió al escuchar al marqués, suponía que se había informado sobre él antes de recibirle en su palacio—. Mi padre abandonó este terruño, como decía él, para hacerse un nombre en Cuba. Él me hablaba de Isabel II y sé que sufrió mucho con la revolución que llevó a la reina al exilio. Fue un firme defensor de la restauración borbónica, un monárquico convencido, y cuando tuvo noticias de la llegada al trono de Alfonso XII, pudo al fin respirar tranquilo.

—Vaya, me hubiera gustado conocer a su padre —contestó el marqués—. Siempre hacen falta grandes hombres para construir un país, y en España no nos sobran, la verdad.

—Mi padre quería regresar a Santillana y conocer por fin un período de paz en España bajo el reinado de un Borbón. Pero el destino le jugó una mala pasada, y el corazón le falló. Yo regresé a la tierra de mis antepasados, y ahora intento llevar a cabo los deseos de mi padre. Sé que se sentiría muy orgulloso de que su hijo pudiera ayudar a nuestro rey, y para mí sería un auténtico privilegio.

Arístides mintió sin pestañear y creyó que su estratagema había dado resultado. El marqués se estaba ablandando, pero no creyó en su buena suerte hasta que el de Comillas dictó sentencia.

—No se hable más, señor Maestro. Su padre se merece eso y mucho más. Hablaré con mi administrador y veremos la mejor forma en la que ustedes puedan colaborar en esta gran efeméride. Y, si me disculpan, querría pedirles otro pequeño favor.

—Por supuesto, don Antonio, lo que haga falta —respondió Arístides con curiosidad mientras Barreda asentía con un gesto.

—¿Querrían ustedes acompañarme en la recepción oficial a los reyes? —Arístides y Barreda intercambiaron una fugaz mirada antes de la confirmación del marqués—. Voy a celebrar una pequeña fiesta en honor de don Alfonso, y me encantaría que formaran parte de la pequeña lista de amigos que participarán en ese día tan especial.

—Naturalmente, don Antonio, será un honor —se adelantó Barreda.

—Por supuesto, cuente con nosotros —replicó Arístides con un brillo especial en sus ojos que tal vez confundiera al marqués—. Y si además pudiera conseguirme unos minutos de audiencia privada con el rey para presentarle mis respetos, los Maestro estaríamos en deuda eterna con usted.

—Veré lo que puedo hacer —respondió el de Comillas.