SUANCES, JUNIO DE 1881

UNA ILUSTRE VISITA

 

Al final nada salió como había planeado. Declan le pidió permiso a mi madre para ausentarse durante unos días, y ella se lo concedió sin ponerle trabas. Al parecer debía arreglar algún asunto burocrático en Santander, y después de dos meses de duro trabajo no podía negárselo.

El desagradecido ni siquiera se despidió de nosotras como cabía esperar. Terminó unas pequeñas tareas aquella mañana y enseguida se marchó, camino del pueblo. Creo que conocía a unos parroquianos que viajaban con asiduidad a Santander, y habló con ellos para ver si le llevaban también a él. Yo desconocía los días que iba a estar Declan fuera de Suances y ni siquiera estaba segura de que regresara a nuestro lado.

Tal vez fuera mejor así y evitar una despedida violenta en la que ninguno de los dos hubiera sabido qué decir. Declan había aprovechado que nosotras nos encontrábamos atareadas para salir de Casa Abascal sin que lo viéramos. El abuelo me confirmó más tarde que le había visto partir con un hatillo al hombro.

Comenzó entonces una nueva semana, diferente a las anteriores por diversas razones. En cierto momento, mientras recogía las habitaciones del segundo piso, escuché unos pasos por la escalera. Había visto segundos antes a mi madre por la ventana, en la puerta de entrada a nuestra cocina, por lo que me pareció extraño que fuera ella la que accediera a la casona. Y no me equivocaba: el ruido de pasos ligeros me confirmó que no era mi madre la que se acercaba a toda velocidad.

Salí de uno de los cuartos recién recogidos y me topé de frente con María. La niña tenía las mejillas arreboladas por el esfuerzo de la carrera, y sus ojos refulgían con una mirada fiera. Temí entonces una nueva confrontación para la que no estaba preparada. La marcha de Declan me había sumido en el abatimiento, y no me apetecía discutir otra vez con mi hermana por las mismas tonterías.

—¿Estarás contenta, verdad? Al final lo has conseguido, muchas gracias.

—Para no perder la costumbre, no sé de qué demonios me hablas. En los últimos tiempos no hay quien te entienda, la verdad.

—No te hagas la inocente conmigo, Amaya, sabes de lo que te hablo. Declan se ha marchado por tu culpa, y ya nunca volverá.

—Tengamos la fiesta en paz, no tengo ganas de discutir contigo. Déjame continuar con la tarea, que no quiero ganarme la bronca de madre.

Me di la vuelta y dejé a mi hermana con la palabra en la boca. Me adentré entonces en la habitación de la Anjana, pero María me siguió. Tenía ganas de pelea, una vez más. ¿A quién habría salido esa niña tan guerrera?

De espaldas a ella comencé a alisar las sábanas del lecho, pero su brazo me lo impidió. María me obligó por la fuerza a darme la vuelta y enfrentarme con ella. Yo me estaba empezando a alterar y mi indolencia del principio podía derivar en una bronca monumental.

—Te estoy hablando, no he terminado todavía.

Volví a ignorar a mi hermana, temerosa de no poder contenerme. Ella siguió insistiendo y me tiró de nuevo del vestido sin mesura. Yo me enfadé y dejé lo que estaba haciendo, dispuesta a zanjar esa trifulca de una vez por todas.

—Esto pasa ya de castaño oscuro, voy a hablar con nuestra madre. Y espero que te caiga un castigo de los gordos, a ver si espabilas de una santa vez.

—Eso de los papeles que me ha dicho el abuelo es mentira. Seguro que Declan se ha ido por tu culpa, por acosarle todo el día.

—No pienso rebajarme a discutir contigo, ya está bien. Además, no creo que tenga que darte explicaciones de lo que hago o dejo de hacer…

—O sea, que no lo niegas. ¡Eres una maldita bruja!

—¡Cállate ya de una vez! Y sal de aquí antes de que te cruce la cara.

Le lancé una mirada furibunda y ella no se achantó, pero salió de la habitación sin decir nada más. La sangre no había llegado al río, aunque la situación empeoraba por momentos.

El sonido de los pasos apresurados de María saliendo de la casona se mezcló con unas voces desconocidas que escuché entonces en el antepatio. No quería delatar mi presencia, pero la curiosidad me pudo y entreabrí la ventana para oír mejor.

—Encantado de saludarle de nuevo, don Marcelino. Siempre es un placer verle por nuestra humilde casa —escuché entonces decir con nitidez a mi abuelo.

—Venga, Ángel, que nos conocemos hace tiempo. Déjate de formalismos, anda. Además, quiero presentarte a un buen amigo, y creo que a él tampoco le gustan esas cosas. ¿Verdad, Benito?

—Es cierto, Marcelino. Me han hablado maravillas de Casa Abascal y he querido comprobarlo en persona.

Me asomé un momento y vi a los tres hombres en el medio del patio. También divisé a María, que entraba en casa en ese momento. Solo esperaba que no se cruzara con mi madre en la cocina en ese estado de ofuscación, o podrían saltar chispas entre las dos. Mientras tanto, los hombres seguían conversando, ajenos a todo esto.

—Honra que nos hace, don Benito —aseguró mi abuelo antes de llamarme a voces—. ¡Amaya! ¿Estás por ahí?

Mi abuelo había entrado en la casona, acompañado por esos dos caballeros que iban vestidos con trajes más elegantes de los que estábamos acostumbrados a ver por esos lares. Yo salí de la habitación y me asomé a la escalera, temerosa de llevarme una reprimenda por haber estado escuchando las conversaciones de los mayores, una lección que nos habían recalcado desde pequeños pero que todos los hermanos terminábamos por incumplir.

—Ve a buscar a tu madre, anda —dijo el güelu al verme asomar por la escalera—. Estos caballeros quieren hablar con ella. Y de paso, mira si tenemos café preparado en la cocina.

—Ahora mismo. No tardo.

Salí de allí a toda velocidad. Bajé las escaleras en un santiamén, saludé a los visitantes con un gesto que pretendió ser gracioso sin conseguirlo y me encaminé hacia nuestra casa. Madre ya había oído el revuelo y salía de la cocina en esos mismos momentos. Con el rabillo del ojo vi también alejarse de la finca a Nelu y María. Me olvidé de mis hermanos y miré de nuevo al frente antes de que mi madre me interceptara a medio camino:

—¿Qué ocurre, Amaya? ¿Qué es todo ese jaleo?

Le conté la petición del güelu, aderezada por mis propias impresiones sobre los visitantes de aquel día.

—Oír, ver y callar, ya lo sabes, Amaya. Anda, ve a la cocina por el café de puchero, está recién hecho. Se lo sirves en el saloncito a los señores y nos dejas a los mayores que conversemos tranquilos.

Mi madre me dejó allí y ella se encaminó hacia la casona. No me dio tiempo a replicar, y sabía que debía obedecer lo antes posible, sus órdenes no admitían discusión. Yo quería regresar a la planta superior de la casona para seguir limpiando habitaciones, de ese modo quizás llegara a enterarme de algún detalle de la extraña reunión. Pero mi madre, que era perro viejo, no me lo permitió y se adelantó a mis pensamientos.

Siempre he sido muy curiosa, y la situación me reconcomía. Serví café en cuatro tazas, por si acaso, y llevé el servicio en una bandeja, con cuidado de no derramar ni una sola gota para no acabar llevándome una bronca delante de los invitados.

Cuando llegué allí me encontré al abuelo sentado en su sillón preferido, dialogando animadamente con el tal don Benito. Mientras tanto mi madre, de pie al lado del otro visitante, charlaba también con don Marcelino, el hombre cuya cara me sonaba pero no terminaba de ubicar del todo.

Salí de allí sin que se me ocurriera ninguna otra excusa para permanecer más tiempo en el saloncito. Sentí las miradas de los dos extraños posadas en mi espalda, pero preferí seguir caminando sin darme la vuelta.

—¿Dónde andan los críos, Inés? —preguntó entonces el güelu.

—Los he mandado a comprar pescado. Así están entretenidos mientras regresan de la Riberuca, que por aquí no hacen más que zascandilear.

—Ya será menos, mujer. Seguro que son unos muchachos extraordinarios; no puede ser de otro modo —contestó don Marcelino.

No quise escuchar más y me alejé de la puerta principal antes de ser descubierta espiando a mis mayores. Caminé entonces en silencio hasta nuestra casa y me adentré en la cocina, dejando la puerta exterior abierta, por si acaso mi madre me reclamaba para algo más.

¿De qué se estaría hablando en el saloncito? ¿Tendría algo que ver con Declan? Yo creía que no, viendo lo contenta que se había puesto mi madre al recibir la visita de los dos misteriosos visitantes, pero no podría asegurarlo.

Un buen rato más tarde seguía sin tener noticias ni de la casona ni de mis hermanos. Pensé entonces en lo mal que estaba llevando la situación con María, me había comportado casi peor que ella. Tendría que buscar una pequeña tregua entre nosotras. De todas formas, Mariuca debía darse cuenta de que llevaba las de perder si yo le iba con el cuento a mi madre. Ambas permaneceríamos atentas, esperando que Declan regresara, aunque ya hacía tres días que no teníamos noticias de él.

Decidí hablar más tarde con mi abuelo para sonsacarle. Tal vez supiera algo de Declan y, además, seguro que me contaba algún detalle de ese famoso don Marcelino con el que parecía llevarse tan bien.

Un rato después me asomé al exterior y me pareció ver a dos o más personas a través del cristal de la habitación que acababa de arreglar. ¿Les estaban enseñando el cuarto a nuestros ilustres visitantes? ¿Se quedaría don Marcelino o don Benito como huésped de nuestra posada? Si era así, no entendía tanto alboroto: sería un visitante más de nuestra casa en una época en la que comenzaban a escasear las camas libres. En esos días asomaba ya el buen tiempo y la zona se había puesto de moda por varias razones.

Para empezar, por los famosos baños de ola. La capital de nuestra región, Santander, se había alzado con el título de ciudad turística por excelencia del norte de España durante los últimos años. Los reyes, comenzando por Isabel I, más tarde Amadeo de Saboya y en nuestra época el querido rey Alfonso XII, comenzaron a acercarse a las costas del Cantábrico para descansar en verano. Santander era uno de los puntos preferidos por la realeza y su séquito, los nobles y todo aquel que pretendiera ser alguien en el panorama social patrio. Y, claro, toda la zona se revitalizó como por encanto.

Suances no disponía de las magníficas instalaciones de la playa de El Sardinero de Santander, pero poco a poco fue atrayendo también a turistas y visitantes, llegados sobre todo de Castilla y otras regiones del interior, que querían conocer de primera mano las bondades del Cantábrico. Y ya que la zona de Santander estaba prácticamente tomada por aristócratas y advenedizos, los curiosos comenzaron a rondar también por las poblaciones cercanas, buscando lo mismo que Sus Majestades, pero a precios mucho más modestos.

De ese modo, durante los últimos años, nuestro pueblo comenzó a transformarse en una ciudad diferente: de ser una villa marinera, con la pesca como actividad principal de la región, pasó a convertirse también en un lugar turístico, de servicio al viajero, con lo que las infraestructuras fueron incrementándose poco a poco.

De ahí que comenzaran también a construirse hoteles y pensiones, no tan lujosos como los de Santander, en las márgenes de las playas de Suances. Estos establecimientos se hallaban algo alejados del barrio de la Cuba, donde se encontraba Casa Abascal y alguna que otra casona similar. De todos modos, desde mi barrio los visitantes podían acercarse a cualquiera de nuestras hermosas playas dando un agradable paseo.

Tal vez los caballeros que se habían acercado esa mañana a Casa Abascal pertenecían a la burguesía, o eran nobles venidos a menos. Yo me inclinaba más por alguna profesión liberal: abogados, banqueros, o quizás intelectuales en busca de un rincón para descansar.

Un rato después escuché abrirse la puerta principal de la casona. No me quise asomar para no delatarme, pero permanecí atenta a lo que se dijera.

—Es una hermosa propiedad, doña Inés. No me extraña que estén ustedes tan orgullosos de Casa Abascal. Mi amigo Marcelino tenía razón, no exageraba nada —afirmó el visitante con un curioso acento que no pude distinguir de primeras.

—Muchas gracias, don Benito —escuché decir a mi madre—. Será un placer tenerle entre nuestros huéspedes; le prepararé el mejor cuarto de Casa Abascal para el próximo viernes.

—No se apure, soy hombre de recias costumbres. Cualquiera de las habitaciones de su hogar será más que suficiente. Y, por favor, tráteme igual que al resto de sus huéspedes, sin alharacas de ningún tipo.

—Por supuesto, don Benito —replicó entonces mi abuelo—. Le esperamos entonces el viernes.

El güelu se despidió también de don Marcelino de manera muy afectuosa. Mi madre se perdió de nuevo en el interior de la casona mientras que el anciano se dirigió hacia mi posición, sabiendo que yo estaría en ascuas. Era el más listo de todos nosotros.

Me hice la sorprendida cuando apareció en la cocina en el momento en que yo intentaba disimular realizando tareas del hogar. Él sonrío al verme, pero no me dijo nada. El diablo sabe más por viejo que por diablo, como solía decirnos siempre. Sabía que no le había engañado ni un solo instante, pero ninguno de los dos lo mencionamos.

—Ya se han marchado los señores, Amaya. Y por lo visto a don Benito le ha encantado lo que ha visto por aquí.

—Vaya, me alegra saberlo —contesté mordiéndome la lengua.

Al abuelo le gustaba jugar conmigo, picándome, pero yo no pensaba seguirle la corriente. Sabía que acabaría por contármelo, solo tendría que esperar un poco más. El güelu era una persona tranquila, reposada, y le gustaba tomarse su tiempo para todo.

—Don Benito es un enamorado de nuestra tierra. Según me ha contado su amigo Marcelino, lleva varios años veraneando en La Montaña.

—No sé, yo no les conozco de nada —aseguré esperando una explicación.

El abuelo se sentó en una sencilla mecedora que teníamos en la cocina, cansado por permanecer de pie más rato de lo habitual en él.

—¿No te acuerdas de don Marcelino? —preguntó entonces.

—No, la verdad. Aunque tengo la sensación de conocerle, o de haberle visto en alguna ocasión. Su cara me suena, pero no consigo ubicarle en mi memoria.

—Claro, pequeña, es natural. La última vez que don Marcelino estuvo en esta casa tu padre todavía vivía…

El abuelo se emocionó un momento al recordar a su hijo, y yo le di un abrazo para reconfortarle. Él me acarició la cabeza mientras su respiración se iba calmando; abuelo y nieta unidos por un mismo recuerdo amargo. Instantes después me separé de él, y el güelu siguió con su explicación.

—Sí, creo que por lo menos lleva diez años sin pasar por aquí. Sé que ha estado en Suances a lo largo de todo este tiempo, pero yo no había vuelto a coincidir con él. Es un orgullo que nuestra familia pueda considerarse amiga de un erudito como don Marcelino.

—¿Erudito? No sabía que fuera un señor tan importante.

—Sí, hija, así es. Don Marcelino Menéndez Pelayo es una de las mentes más preclaras de nuestro tiempo: escritor, filósofo, político, historiador, poeta, académico y otro montón de actividades, todas relacionadas con la intelectualidad.

Yo asentí mientras rebuscaba en mi memoria algún dato que ya conociera de aquella eminencia, aunque no recordé nada destacado.

—¿Y el otro señor? ¿También es alguien importante?

—No conozco su apellido y no iba a preguntárselo tomando un café; hubiera sido de mala educación. Parece también un intelectual, seguro que es alguien conocido si es tan amigo de don Marcelino.

—Bueno, me alegra saber que personajes tan importantes se quieren alojar en nuestra casa. Madre estará contenta, aunque imagino que será más estricta con nosotros durante la estancia de este señor.

—Sí, pero no te preocupes por nada. Me encargaré de suavizar la tensión, que últimamente el ambiente anda un poco enrarecido.

Yo agaché la cabeza, y mis gestos dieron a entender el abatimiento general en el que me encontraba. El güelu se percató enseguida, y yo no hice nada por evitarlo. Quizás me vendría bien desahogarme con alguien.

—¿Qué te pasa, Amaya? Te veo muy apagada; la luz de tus ojos ha perdido fuerza, y eso no puede ser, mi niña.

—Nada, güelu. Últimamente no me encuentro demasiado bien, será el cambio de tiempo. Pero no te preocupes, ya se me pasará…

—Sí, claro, será eso. O tal vez el mal de amores.

El rubor cubrió mis mejillas al instante, sin que yo pudiera evitarlo. El anciano hizo un gesto condescendiente, y su media sonrisa me dio a entender que sabía perfectamente lo que me ocurría.

—No es eso, abuelo. Es que yo…

—Declan, ¿verdad?

Levanté la vista un solo segundo, pero no pude sostener su mirada. Y eso que el pobre no pretendía incomodarme, más bien esperaba ayudarme a superar mis desdichas.

—Sí, güelu —confirmé.

El anciano abrió de nuevo sus brazos y me invitó a refugiarme en ellos. Yo me recosté contra su pecho y comencé a gimotear sin darme cuenta. Notaba su calidez mientras me acunaba y me calmaba el mar de lágrimas que amenazaba con desbordarse a través de mis ojos. Yo suspiré, abochornada, y me separé un poco de él, secándome el rostro a duras penas.

—Lo siento, yo no quería…

—No pasa nada, es lo más natural del mundo. Te has enamorado de un muchachu, aunque quizás no sea la situación ideal para nadie. Es todo un poco complicado, la verdad.

Él parecía tener muy claro lo que yo sentía por Declan, y no quise ni pude contradecirle. ¿Para qué? El anciano llevaba toda la razón. Lo malo era que, si se había dado cuenta tan rápido, mi madre también lo sabría.

—¿Tienes alguna noticia suya? ¿Va a volver?

—No lo sé, pequeña, eso imagino. Me contó que tenía que arreglar unos papeles, nada más. ¿Hablaste con él?

—¿A qué te refieres? —pregunté confundida.

—A tus sentimientos, ¿a qué me voy a referir?

—No, por Dios. Solo somos amigos y hablamos de cosas sin importancia. Y, bueno, el otro día en la verbena…

—Sí, ya ha llegado hasta mis oídos lo que ocurrió en la verbena. Primero tú y luego tu hermana, menudo espectáculo.

—Te juro, güelu, que no he hecho nada malo. Sí, Declan me gusta mucho, pero nunca haría nada que os avergonzara.

—Ya lo sé, niña. Además, contigo se puede hablar con calma. No como tu hermana, que está un poco desbocada. Ella me preocupa más, y eso que tu madre no se ha enterado de todo lo ocurrido. Espero que las cotillas del pueblo no le vayan con el cuento.

—Sí, yo he tenido varias discusiones fuertes con ella a causa de este tema.

—Vaya, no lo sabía. Y yo que pensaba que me enteraba de todo lo que sucedía en esta casa. ¿Quieres contármelo?

—No sé yo si…

—No saldrá de aquí, te lo prometo. Ni voy a regañar a tu hermana, ni voy a darle tres cuartos al pregonero. Pero quiero hacerme una composición de lugar, por si puedo arreglar el desaguisado antes de que se enquiste más.

—En tal caso, de acuerdo. Bueno, veamos…

Dudé un instante, me parecía estar traicionando a María. El diablillo de mi cabeza me decía que sería mejor para mí. Si ponía al abuelo de mi parte, sin dejar en demasiado mal lugar a mi hermana, algo tendría ganado. Pero por otro lado me sentía fatal, culpable por abusar de mi posición de hermana mayor. Al fin y al cabo, el único delito cometido por María había sido el mismo que el mío: enamorarse de Declan.

Pero Mariuca era todavía una niña y solo podría causarnos problemas a todos, empezando por ella misma y su reputación. En los pueblos pequeños esa mancha te queda para siempre y ya nunca la puedes borrar. Así que opté por contarle al güelu todo lo que había sucedido en las últimas semanas, detallando más las conversaciones con María sobre Declan que mis propios sentimientos hacia el irlandés.

Sí, estaba escurriendo el bulto, pero hablar con mi abuelo me hizo bien. Despejé mi alma y mi corazón, y solté algo de lastre. Aunque todo podía ser en vano, ya que desconocíamos si el maldito Mclister regresaría algún día a nuestras vidas.

El abuelo negó con la cabeza. Parecía que no le gustaba nada lo que estaba escuchando de mi boca. Tampoco exageré demasiado: las frases lapidarias que me soltó María las tenía grabadas a fuego en mi mente, así que no podía inventármelas. Pero no le oculté información al güelu; podría incluso ser contraproducente para mí.

—¿Casarse con él? Esta muchacha ha perdido el juicio…

—Eso le dije yo, pero está convencida. Asegura que yo me interpongo entre ellos, como si fueran una pareja consolidada. Aunque jamás le he dicho nada a Declan al respecto, ni sobre mis sentimientos ni sobre los de Mariuca. Lo que no sé es si de verdad hay algo de razón en sus palabras y tampoco he estado delante cuando ellos han hablado; si es que han llegado a hacerlo y no es todo producto de su imaginación, claro.

—Bueno, Amaya, no te preocupes. Intentaré hablar con tu hermana en cuanto sea posible, a ver si puedo tener con ella una conversación pausada. Mientras, seguiremos con nuestras rutinas. Y a tu madre ni una palabra, ya sabes.

—No se me ocurriría, descuida. ¿Y si vuelve Declan?

—Si el irlandés regresa a casa ya veremos lo que hacemos, no te preocupes.

—Ojalá fuera tan fácil, güelu

Me quedé un poco preocupada, no voy a negarlo. Le había confesado todo a mi abuelo y ya no había vuelta atrás. Confiaba en él y esperaba que no hablara de nada de lo que le había contado, pero en el fondo me sentía culpable.

¿Y qué podía hacer yo? Tal vez lo mejor fuera que Declan nunca regresara, por el bien de la familia Abascal. A Mariuca se le pasaría el disgusto enseguida; a fin de cuentas era una niña. Y a mí… Bueno, a mí me costaría más, pero el tiempo lo cura todo.

La semana transcurrió con más o menos placidez, y el viernes, a primera hora de la mañana, se presentó don Benito en Casa Abascal. Mi madre me llamó para que hiciera los trámites necesarios de entrada y le acompañara a su habitación.

Don Benito era un hombre de estatura media, de pelo castaño entreverado de canas y con un frondoso bigote del que parecía muy orgulloso. Vestía un elegante traje de buen paño, acompañado de camisa blanca y corbata, y eso que estábamos en pleno verano. Se notaba a la legua que era todo un personaje, un intelectual que emanaba sabiduría y templanza.

—Muy bien, don Benito. Si me permite la documentación, por favor… —le pedí con respeto—. Es para la ficha oficial de hospedaje, ya sabe usted.

—Claro, no te preocupes. Aquí la tienes.

Recogí la documentación y me fijé en sus datos con curiosidad. El apellido no me dijo nada en un primer momento, pero sí la procedencia del viajero: Benito Pérez Galdós, natural de Las Palmas de Gran Canaria. De ahí el curioso acento, aunque hasta ese preciso momento nunca había tenido la fortuna de cruzarme con un canario.

No pude contenerme y solté en voz alta:

—Vaya, está usted muy lejos de su tierra. No conozco las islas Canarias, debe de ser una hermosa tierra.

—Sí, joven, llevo muchos años fuera de mi tierra, estoy afincado en Madrid desde hace tiempo. Y sí, es una tierra hermosa, pero La Montaña no se queda atrás. Llevo varios años veraneando por la zona y tengo incluso intención de construirme una casa en Santander. Me encanta esta comarca: sus gentes, sus paisajes, su gastronomía… Es un lugar idílico en el que se puede descansar, pensar, sentirse en paz con uno mismo e incluso inspirarse para futuros proyectos, como uno que tengo en mente.

Su media sonrisa me dio a entender que no le importaba mi impertinente curiosidad. E incluso pensé que me estaba dando pie para preguntar lo que de verdad me quemaba en la garganta.

—Me alegra saberlo. Perdone mi ignorancia y, sobre todo, mi atrevimiento, don Benito. ¿Es usted compañero de letras de don Marcelino? Me suena mucho su nombre completo, pero ya sabe usted que aquí es difícil enterarse de nada.

—¿Compañero de Marcelino? —preguntó a su vez—. Sí, podría decirse algo así, tenemos muchas cosas en común. Me gusta la política, como a mi buen amigo, y de forma más o menos afortunada también me dedico a la literatura.

Aquel hombre con cara de buena persona parecía divertido ante mis preguntas, y sus gestos relajados impidieron que me sintiera mal por abusar de su confianza. Si mi madre me hubiera visto molestando a un recién llegado de esa manera, y más tratándose de alguien recomendado por un señor tan importante como don Marcelino Menéndez Pelayo, seguramente no se habría quedado todo en una pequeña reprimenda.

—Disculpe la intromisión, don Benito, soy una maleducada y le estoy molestando demasiado. Es un placer tenerle entre nosotros, y espero que disfrute de su estancia en Casa Abascal.

El escritor pareció comprender lo que pasaba por mi cabeza y me tranquilizó con unas palabras que nunca olvidaré:

—No me has molestado, al contrario. Me gusta tu agudeza, tu curiosidad, tus ansias de saber y tu alegría de vivir… Esa es la grandeza del ser humano y lo que nunca le debe faltar, por muy mayores que nos hagamos: las ganas de aprender, cada día un poco más. Es el único modo de albergar una existencia plena.

Me dejó totalmente descolocada, no sabía que yo fuera tan transparente. Por un lado me halagaban sus palabras viniendo de alguien como él. Pero por otra parte me sentí desnuda ante sus ojos, no de un modo físico sino emocional, y eso me dio también algo de miedo. Pero el bueno de don Benito había acertado de pleno, y esa curiosidad innata era la que siempre me había traído tantos quebraderos de cabeza.

—Agradezco sus palabras, don Benito. Es cierto que me gusta aprender cosas nuevas, aunque aquí no tenga muchas oportunidades. Y por supuesto me encanta la literatura, aunque ya tengo más que leídos los pocos libros de los que disponemos en nuestra pequeña biblioteca.

—Me agrada saber que eres una fiel lectora, algo fundamental para seguir aprendiendo en esta vida. Y, sobre todo, para no dejarse engañar por subterfugios de ningún tipo.

—La verdad es que yo…

Don Benito se quedó un momento pensativo, aunque yo no quise interrumpirle.

—Disculpa, se me ha ido el santo al cielo… Por cierto, si en algún momento te apetece leer alguna de mis obras no tienes más que decírmelo. Guardo algún ejemplar añoso en mi ajada maleta, o puedo hacer que me lo envíen desde Madrid.

—No será necesario, no quisiera molestarle. Las labores en Casa Abascal no me dejan demasiado tiempo libre, ya se imaginará usted. Pero algún día me leeré todas sus obras, se lo aseguro. Puede que incluso alguna que comience a escribir en nuestra posada.

—Pudiera ser, jovencita, pudiera ser. Tengo varias ideas en la cabeza, y me gustaría ambientar una novela en La Montaña. De todos modos te agradezco la intención, que es lo que cuenta. Aunque tal vez no te atraigan mis escritos; ya sabes que para gustos los colores.

—Seguro que sí, no se apure. Y perdone, le estoy entreteniendo. Voy a enseñarle su habitación; acompáñeme, por favor.

Pérez Galdós me hizo un gesto cómplice, como si comprendiera la situación que vivía en mi propio entorno. No es que me quejara, pero realizar las labores del hogar y atender a los clientes de una casa de huéspedes no era, ni mucho menos, la idea que yo tenía de una vida plena y feliz.

Mis pensamientos errantes me llevaron de nuevo a Declan. El irlandés apareció de repente, sin avisar, y se coló otra vez en mi mente. No podía negarlo; en mi fuero interno ya me había hecho una idea en la cabeza, en la que me alejaba de Suances para vivir otra vida junto al irlandés. Aunque las circunstancias que nos rodeaban no fueran las más halagüeñas.

Subimos las escaleras hasta la planta superior. Abrí la puerta de la habitación de la Anjana e invité al señor Galdós a pasar. Él me lo agradeció con una sutil reverencia y se adentró en su cuarto.

—Y si necesita cualquier cosa no dude en avisarnos —añadí.

—Claro, no te preocupes. Y gracias de nuevo por todo, ya tendremos ocasión de conversar con calma en otro momento.

Yo no lo tenía tan claro, y menos al pensar que mi madre estaría más atenta de lo normal ante la visita de un señor tan importante. Mejor me estaba quietecita y callada; no me apetecía una discusión con ella, y menos con mi estado de ánimo.

—Por cierto, se me olvidaba —comenté de pasada para cambiar de tema—. No sé si estará interesado en los baños de ola, si quiere le puedo indicar cómo llegar a las playas.

—¿Me ves a mí vestido con uno de esos horribles trajes de baño hechos de lana, chapoteando entre la aristocracia venida a menos? —preguntó con una sonrisa en su rostro.

La moralidad obligaba a que los trajes de baño se confeccionaran en lana, más pendientes de su uso terapéutico que de su belleza o estética. Un conjunto formado por un pantalón largo y una blusa, generalmente en colores oscuros, que no eran demasiado favorecedores. A mí me parecían horribles e imaginarme al señor Galdós, embutido en semejante traje y dispuesto a saltar las olas del Cantábrico, se me antojó algo casi grotesco.

—La verdad es que no, don Benito.

—Chica lista, ya lo sabía yo.

—No pretendía decir que…

—No te preocupes, te he entendido a la primera. A mí también me parece una bufonada, pero si nuestros monarcas y nobles quieren hacerlo, no voy a ser yo el que se lo impida. A mí del mar me interesa su calma, su quietud, el sonido de las olas al romper contra los acantilados, o el bramido temible de sus tormentas, pero no bañarme en él. Y creo que el Cantábrico es una buena fuente de inspiración para los creadores.

—Ojalá nuestro pequeño mar le inspire a usted una obra maestra.

—Dios te oiga, Amaya.

Unas semanas más tarde, mi madre me dio permiso para acompañar al abuelo a Santillana del Mar, nuestro vecino pueblo. Y es que la villa de «las tres mentiras» (ni es santa, ni llana, ni tiene mar) se encontraba últimamente en boca de mucha gente debido al hallazgo de unas supuestas pinturas rupestres en las cuevas de Altamira, situadas en una de las entradas del municipio.

Al parecer un vecino de la zona descubrió las cuevas con su hija, aunque los expertos no terminaban de ponerse de acuerdo. Unos decían que eran un engaño, otros que podría ser un hallazgo único en el mundo. Incluso los más atrevidos aseguraban que el «supuesto» descubridor había contratado a un pintor francés para que decorara los techos y las paredes de las cuevas con figuras pictóricas de diferentes animales. A mí me daba igual, por lo menos me servía de excusa para pasar el día en Santillana, lejos de Casa Abascal.

Enganché al animal a nuestro carro y esperé sentada en el pescante, orientada ya para salir de la finca. En los últimos meses había sido Declan el encargado de conducir nuestro humilde vehículo, pero en la familia Abascal yo era la que tenía más destreza para llevarlo. Y en ausencia del irlandés no me quedaba otro remedio. Me gustaba conducir por los alrededores de Suances, y éramos unos privilegiados por poseer un medio de locomoción que nos permitiera recorrer toda la comarca de forma mucho más rápida y segura.

Poco después ayudé a subir al abuelo a mi lado y enfilamos la salida del pueblo, camino de nuestro destino de esa mañana; una mañana soleada que auguraba un gran día, aunque yo desconocía lo que me depararía nuestro viaje a Santillana.

Fuimos charlando tranquilamente durante el trayecto, refrescados por la suave brisa marina que nos llegaba del Cantábrico. Me gustaba recorrer ese camino, paralelo al mar, buscando los atajos naturales entre Suances y la vecina Santillana. Luego bajamos un poco, surcando las suaves colinas de la comarca, y nos adentramos en los terrenos limítrofes de una villa que a mí me gustaba también visitar de vez en cuando, aunque siempre andaba escasa de tiempo para recorrer sus centenarias calles, repletas de edificios y monumentos únicos en la zona.

—Voy a ver si se puede entrar a las dichosas cuevas —dijo el güelu—. ¿Te vienes conmigo?

—Más tarde, abuelo. Creo que voy a estirar las piernas un poco y a callejear por Santillana.

El anciano me dio un cariñoso beso en la mejilla para despedirse de mí. Le vi alejarse encorvado, andando con ritmo cada vez más pausado, apoyado desde hacía poco tiempo en un recio bastón que le ayudaba a sentirse más seguro a la hora de afrontar el camino.

Me di un momento la vuelta y vi a mi abuelo llegar hasta un grupo de personas que se había congregado junto a la entrada de la cueva. Parecía que los ánimos estaban algo caldeados, pero él me hizo un gesto para que no me preocupara.

Me alejé de allí rezongando, pendiente todavía de aquel abigarrado grupo de personas que crecía por momentos. Todavía algo pesarosa por dejar allí solo a mi abuelo, me adentré en el centro de Santillana del Mar, muy concurrido aquella mañana por parroquianos y visitantes llegados de diferentes lugares.

La pequeña ciudad, como muchas otras de la zona más cercana a Santander, se había convertido en lugar de visita obligada para muchos turistas durante la época veraniega. Contaba con un bonito centro histórico que necesitaba algunas reformas, ya que la mayoría de las casas se habían construido en los siglos XVI y XVII, y los nobles venidos a menos de la comarca no tenían dinero para arreglar sus propiedades.

Me gustaba contemplar esas construcciones recias, típicas cántabras: casas de dos plantas con artesonados y balcones de madera, algunos ya ruinosos por el tiempo o la carcoma. O esos blasones nobiliarios que pendían de la fachada de algunos edificios de piedra y mostraban al mundo una nobleza que no pasaba por sus mejores momentos.

Y aunque no tenía salida al mar como sus vecinas Suances y Comillas, también se aprovechó del aumento del turismo en toda la región. Si en las villas costeras se instaló toda una infraestructura para albergar a los que buscaban redimir cuerpo y alma con los famosos baños de ola, en Santillana comenzó a instalarse un turismo algo más selecto, de carácter intelectual por la visita de estudiosos de todo tipo: desde los historiadores y expertos en arte debido a las dichosas cuevas recién descubiertas, hasta escritores y otros intelectuales románticos que comenzaron a alojarse en la ciudad.

Todo esto se vio impulsado por la temible epidemia de cólera que asoló las Vascongadas a partir de la segunda mitad de siglo. De ese modo la aristocracia española, acostumbrada a veranear en San Sebastián y alrededores, se desplazó en masa hacia la vecina Santander, auspiciando de ese modo un gran auge en toda la región cántabra.

Yo sabía que eso era bueno para la economía de nuestros castigados pueblos, pero las aglomeraciones no terminaban de gustarme. Pasear por las viejas calles de Santillana, acompañada por decenas de curiosos transeúntes que miraban todo con ojos asombrados, no era la idea que tenía yo para disfrutar mejor del entorno. Sin embargo, no me quedaba otra opción, por lo que decidí aislarme de la algarabía, pendiente solo de la belleza que podía contemplar a mi alrededor y abstraerme de todo lo demás.

Llegué hasta la plaza principal del pueblo, sede del Ayuntamiento, y me perdí por una calle lateral. Recorrí la zona y llegué junto a la imponente fachada de la colegiata de Santa Juliana. No sabía si podía entrar a visitarla, pero entonces algo me llamó la atención y me giré, olvidándome del edificio religioso por un momento.

En los alrededores habían proliferado también las tascas, tabernas e incluso fondas y casas de comidas para albergar a los nuevos visitantes. En la puerta de una de ellas distinguí un grupo de hombres que bebían cerveza, mientras hablaban a voz en grito con expresiones de franca camaradería. En un lateral divisé también a varios caballos de buena raza, atados a un poste de madera mientras esperaban a sus dueños. Uno de los equinos relinchó entonces, como queriendo llamar la atención, y varios de los presentes se volvieron para admirar el soberbio ejemplar de crines abundantes y sedosa piel negra.

En Santillana convivían nobles e hidalgos venidos a menos, pero también ricos terratenientes que se podían permitir buenos jamelgos, e incluso indianos que habían regresado de América para restregarnos lo bien que les había ido en el Nuevo Continente. Y ese magnífico caballo solo podía pertenecer a alguien de esa categoría.

Entonces vi salir a un hombre del interior del establecimiento, flanqueado por dos tipos mal encarados. Algo me hizo fijarme de nuevo en el primer individuo, no sabría decir por qué. El hombre era grueso, de escasa talla e incluso algo patizambo. Vestía ropajes que aparentaban ser de buena calidad, pero no los portaba con demasiado estilo. Su pelo crespo y su piel tostada no se correspondían con el atuendo, y su mirada huidiza de comadreja me alertó enseguida sobre el personaje. Tiempo tendría de averiguar que no me había equivocado en mi primera apreciación.

Me encontraba bastante cerca y, sin saber los motivos, todavía seguía mirando a aquel hombrecillo, casi hipnotizada por su estrafalario aspecto. Otros transeúntes le miraron también al pasar a su lado. Debía de ser un personaje importante, a juzgar por los dos escoltas que lo seguían. Estaba a punto de darme la vuelta, decidida a abandonar el lugar y olvidarme de ese individuo para siempre, cuando su voz chillona me llamó de nuevo la atención. Su frase, casi escupida al pasar al lado del grupo de hombres de la entrada, clavó mis pies a la recia piedra del suelo de Santillana.

—Piensa con calma en lo que te he dicho, Declan. Sabes que pago bien, y conmigo no tendrías problemas para rehacer tu vida.

Me fijé entonces en el grupo, esperando encontrarme con la conocida silueta del irlandés o escuchar esa voz grave que me había conquistado el corazón. Pero solo percibí cómo el grupúsculo se abría a un lado y dejaba aislado en un lateral al hombre que pensaba no volvería a ver en mi vida: Declan Mclister.

El estrafalario ricachón no esperó la respuesta de Declan, y este se limitó a hacerle un gesto de asentimiento. Los secuaces de ese individuo le ayudaron a montar en el soberbio alazán que antes yo había admirado, un pobre animal que protestó nada más sentir el peso de su dueño sobre el lomo. Los animales tienen un sexto sentido, y al equino parecía hacerle tan poca gracia aquel tipo como a todos los que nos encontrábamos alrededor de la escena.

Los dos esbirros montaron en los otros caballos, dos bayos de buena apariencia, y se alejaron de allí al trote. El grupo de parroquianos recuperó entonces su animada charla, aunque creí distinguir a Declan algo alejado de la conversación, como ensimismado en sus propios pensamientos.

¿Debía acercarme a él? Por un lado me moría de ganas de verle, de hablar con él. Bueno, en realidad lo que deseaba era abrazarle, besarle y sentirme amada entre sus fuertes brazos. Algo impensable, y eso que en aquella plazuela no creí ver a nadie que me conociera como en la verbena de mi propio barrio, cuando bailamos aquellos pasos que jamás olvidaría.

No tuve tiempo siquiera de medir las posibles consecuencias de mis actos. Declan se dio la vuelta, quizás alertado por alguna clase de ruido a su espalda, y se quedó un momento parado, asombrado al encontrarse de frente con mi mirada. Debí de asemejarme a un espectro, allí plantada en medio de la calle, mirando al hombre del que me había enamorado.

—Amaya, ¿eres tú? —me pareció leer en sus labios.

—Sí, soy yo —contesté en voz baja.

Declan comenzó a caminar, disminuyendo enseguida la distancia que me separaba de él. Yo conseguí entonces moverme, anclada como estaba a aquellos adoquines hasta ese momento. Nos encontramos a medio camino, y me fui entusiasmando poco a poco al creer que Declan se dirigía directamente a abrazarme.

Pero el irlandés se contuvo al final, y al llegar a mi lado se paró y me cogió de los antebrazos en un saludo más frío de lo que a mí me hubiera gustado.

—Pero, Amaya, ¿qué haces en Santillana?

—Y tú, ¿qué demonios haces aquí? —pregunté contrariada—. Creí que tenías que arreglar unos asuntos en Santander, pero veo que has vuelto a la comarca, y ni siquiera has pasado por Casa Abascal.

—Perdona, pensaba…

—No hace falta que te justifiques, ya sé que no te importamos. Ni siquiera te despediste de nosotros cuando te marchaste, y pensamos que regresarías pronto. Y, sin embargo, aquí te encuentro, muy entretenido con tus amigotes. No te preocupes, puedes seguir a lo tuyo.

Me di la vuelta, airada, y me alejé de él con fingida indiferencia.

—¡Amaya! Espera, por favor. Déjame que te explique un momento.

—No hay nada que explicar, señor Mclister. Creí que eras alguien diferente, pero ya veo que me equivoqué contigo. No debí haberte auxiliado aquel día en el camino cuando te dejaron caer de mala manera…

—De verdad, Amaya, no sabes de lo que hablas. Todo es más complicado de lo que parece. Y no estoy precisamente de juerga; tomaba algo con unas personas que podrían ayudarme en un futuro.

—Sí, claro. Y luego dirás que te has emborrachado y te han atracado unos desconocidos, como la otra vez. En el fondo eres un vividor, y yo soy una idiota por pensar que eras alguien especial.

—Escúchame de una vez, por favor, no seas tan terca.

—No tengo nada que escucharte. Quédate con el trabajo que te ofrece el gañán ese que iba tan bien escoltado. Al fin y al cabo los Abascal somos pobres, pero honrados, y parece que tú prefieres a tipos de su calaña.

—¡Maldita sea! No es lo que piensas, Amaya, ahora no puedo explicártelo. Es por tu bien, tú no lo entiendes.

—Claro, será eso. Esta pobre ignorante no puede entender al gran hombre. Hasta nunca, irlandés. El placer ha sido únicamente tuyo.

—Amaya, no me dejes con la palabra en…

Volví a darle la espalda, dispuesta a alejarme de él. De pronto sentí cómo su mano se apoyaba en mi hombro, pero comencé a caminar. Él no se arredró, dio una zancada y cogiéndome del brazo izquierdo me obligó a volverme con violencia, hasta que me tuvo de nuevo frente a él. Yo le lancé una mirada furibunda, dispuesta a gritarle en medio de la calle, pero no me dio tiempo ya que el irlandés me silenció de una manera que no esperaba en absoluto.

Cuando quise darme cuenta, los suaves labios de Declan se posaron en los míos con fiereza. Seguía sujetándome con un brazo, mientras con el otro me intentaba atraer más hacia él. Yo me resistí un instante, pero al sentir la calidez de su beso me dejé llevar, derretida por poder saborear al fin la miel de sus labios. Entreabrí ligeramente la boca, anhelante, esperando que él la ocupara por entero, echando abajo mis escasas defensas para conquistar por fin mi corazón.

Pero no, no podía ser. Me pareció escuchar murmullos y vítores a mi alrededor, tal vez de los mismos tipos con los que Declan bebía minutos antes. El tiempo se había detenido en esa plaza y sentía la vehemencia de Declan, el ansia por devorarme allí mismo. Mi mente consiguió sobreponerse al resto de mi cuerpo, que deseaba que aquel beso fuera eterno, e intentó hacerme reaccionar. No estaba bien aquello. La decencia de una señorita no permitía ese tipo de alegrías en público y, además, yo estaba muy enfadada con Declan por su comportamiento de los últimos días. No se merecía tal regalo.

Me intenté zafar de sus fuertes brazos y al final lo conseguí, y me separé de él con un último empujón que deshizo el embrujo de nuestros cuerpos unidos. Yo boqueaba como pez fuera del agua, me faltaba el aire, y Declan me miraba con fuego en sus pupilas, contrariado por haber perdido su premio. Era hora de hacerle pagar por su atrevimiento.

—Amaya, yo…

Le callé con un solo movimiento. Mi mano derecha rasgó el aire a toda velocidad e impactó con fuerza en su rostro. El bofetón resonó en toda la plaza, e incluso me pareció escuchar algún murmullo de sorpresa o turbación ante el inesperado desenlace de la escena. El irlandés torció el gesto y me regaló su mejor sonrisa irónica, mientras se frotaba la mejilla dolorida con su mano izquierda.

—Vaya, veo que las chicas de Suances son de armas tomar —dijo con voz grave mientras se arrimaba a mí.

Sus gestos felinos al acercarse me hicieron pensar que yo no estaría segura en su presencia. Tal vez pensara que yo me había defendido simplemente por salvaguardar mi honor, no porque no deseara que él siguiera besándome. Y en verdad ni yo misma lo sabía, perdida en una absurda duda. Estaba loca por Declan, sí, pero no podía permitir que jugara conmigo a su antojo.

—Ni se te ocurra, Declan. Ahora no.

—Lo siento, soy un imbécil. Yo creí que…

—En efecto, eres un imbécil. Y a mí me está esperando mi abuelo, así que ya nos veremos por ahí. O no, tú sabrás.

Le dejé un resquicio de esperanza y él se percató de mi ardid. Su sonrisa de galán afloró de nuevo a su rostro, confiado tal vez en que no fuera el final. Yo todavía desconocía si iba a darle otra oportunidad, esa era la única verdad; su actitud me había hecho mucho daño, pero en el fondo deseaba que él no se olvidara de mí, que luchara por conquistar mi corazón.

Me alejé de allí con andar orgulloso. Apreté el paso y salí del centro del pueblo, sin darme la vuelta ni una sola vez. Notaba la calidez de su mirada en mi espalda, pero no podía darle esa satisfacción, por muchas ganas que tuviera. Entonces le escuché decir:

—Adiós, señorita Abascal. Nos volveremos a ver muy pronto, y entonces tendrás que escucharme, te lo aseguro.

—Ya lo veremos, Mclister —contesté a media voz sin molestarme en mirarle.

Continué mi camino, mientras notaba los ojos de los transeúntes fijos en mí. Ya habíamos dado bastante espectáculo por esa mañana, y no me apetecía seguir en boca de todo el mundo. Ojalá no llegara a oídos de mi madre; esperaba que la distancia entre ambos pueblos lo impidiera. Pero de todos modos me quedaba lidiar con el abuelo, al que iba a buscar en ese momento. Tenía que contarle algo, aunque no fuera toda la verdad, por lo que debía improvisar a toda prisa una historia creíble.

Recordé entonces el gesto altanero de Declan cuando le crucé la cara. Estaba guapísimo, arrebatador, con ese aire de perdonavidas que a lo largo de la historia nos ha llevado por la calle de la amargura a tantas y tantas mujeres. Y eso que él, aparte de su aire arrogante y su porte de dios griego, parecía ser buena persona. O eso había pensado yo hasta que lo encontré allí, rodeado de esa gente que no despertaba en mí la más mínima confianza.

¿Debería darle otra oportunidad? El fuego de mis entrañas me decía que sí, que no podía negarle nada al hombre de mi vida. Le evocaba allí plantado, frotándose la mejilla con aire ausente, y se me llevaban los demonios. No podía remediar que su imagen de chico malo, con el pelo despeinado y los labios todavía mojados de mí, me acompañara en mi paseo por Santillana. Pero de pronto recordaba todos sus desplantes, y la ira se apoderaba de mis actos.

Le amaba, le deseaba, le necesitaba. En mi fuero interno sabía que me había traicionado, que no se merecía que sintiera nada por él. Pero el corazón tiene razones que la razón no puede entender. Y él lo sabía. De ahí su mirada arrogante, su gesto altivo al intuir que yo estaba rendida, esperando su acometida final. Y eso me sacaba de quicio, porque él sabía que yo no podía resistirme a su embrujo, y mi naturaleza rebelde se revolvía, luchando por sobreponerse a lo inevitable.

¡Maldito irlandés! Yo había sentido mucho su marcha, su despedida a la francesa sin tan siquiera una palabra dirigida a mí. Pero los días habían ido tejiendo una malla invisible a mi alrededor, aislándome de la realidad, mientras luchaba por borrar el recuerdo de un imposible que se diluía poco a poco en mi mente, desvaído, casi etéreo. Hasta el momento en el que volví a cruzarme con él y los muros construidos en torno a mi maltrecho corazón se derrumbaron a golpe de cañonazos.

¿Era Declan el hombre de mi vida? ¿Podría ser feliz a su lado? Si ya de por sí las circunstancias de nuestra peculiar relación no eran las más idóneas para nadie, la escena contemplada en la plazuela de Santillana no me ayudaba a decidirme. Aquel tipejo extravagante que salió de la tasca acompañado de sus guardianes me había dado muy mala espina, y encima parecía tener algún tipo de influencia sobre Declan. Él no lo había negado, y además había soslayado la cuestión como si yo fuera tonta, algo que no podía soportar.

Decidí dejar de pensar en mi irlandés e intenté calmarme, reduciendo también el paso. Debía recomponerme: el abuelo me conocía como nadie y no podría engañarle ni un solo segundo.

Salí entonces del pueblo en dirección hacia la entrada de las cuevas. Allí se seguía arremolinando gente, aunque por lo que me parecía a mí no les permitían el paso al interior. Distinguí a mi abuelo enseguida, charlando con dos personas de su edad, sentados al sol en un banco de piedra.

Llegué hasta su lado y vi cómo se iluminaba su rostro al verme.

—Vaya, ya estás aquí, Amaya. ¿No os lo dije, amigos? —preguntó dirigiéndose a sus contertulios—. Tengo una nieta que no me la merezco.

—Sí, Ángel, es cierto —replicó uno de los allí presentes.

—Abuelo, no empecemos —respondí arrebolada—. ¿No os han dejado entrar a la cueva?

Cambié de tema enseguida, no me apetecía que se fijaran en mí. El güelu me miró de un modo extraño. Tal vez ya se había percatado de mi estado de ánimo tras el fugaz encuentro con Declan.

—No, al final el viaje ha sido en balde, las autoridades no nos han dejado entrar. Al parecer tienen que apuntalar las cuevas; es peligroso adentrarse en ellas ahora y los expertos tienen que inspeccionar primero toda la zona.

Escuché de lejos la respuesta de mi abuelo, sin darme cuenta de que mi mente me había transportado a otro lugar. Debí de quedarme alelada, pero el güelu me sacó enseguida de mi atolondramiento.

—¿Estás bien, Amaya? No tienes buena cara.

—Sí, no te preocupes. Solo estoy algo sofocada por el calor —contesté con la mirada baja.

—Pues nada, refréscate un poco y volvamos a casa —dijo mirándome con gesto extraño.

—Sí, será lo mejor antes de que se nos haga muy tarde. Y siento que no hayas podido entrar a las cuevas, con la ilusión que te hacía. Ya volveremos en otro momento si te parece bien.

—Claro, así podré discutir de nuevo con estos dos carcamales.

No creí haber engañado al abuelo. Seguro que se preguntaba las razones de mi desasosiego, pero me pareció buena idea abandonar Santillana, aunque Declan se hubiera quedado en el centro de la villa.

Mi abuelo se despidió de sus dos amigos y nos dirigimos hacia el carromato, que seguía en la misma posición en que yo lo había dejado. Ayudé al anciano a subir al pescante y me acomodé a su lado, azuzando al viejo mulo para que retomara el camino y nos llevara de regreso a casa.

El viaje se me hizo algo más pesado que a la ida. Mi abuelo iba distraído, rumiando quizás sus cosas mientras miraba al horizonte. No quise molestarle en sus pensamientos. De ese modo yo podría también recrearme en los míos.

Así que retorné a mi pasatiempo preferido: pensar en Declan. Por un lado me ofuscaba, cabreada conmigo misma por no poder alejarle de mi cabeza. Pero por otro lado esperaba volver a verle pronto, aunque lo último que recordara el irlandés de mí fueran mis cinco dedos plantándole un sonoro bofetón delante de todo el mundo.

¿Cómo reaccionaría Mariuca? ¿Y mi madre? Si Declan regresaba a nuestras vidas, después de todo lo sucedido, las consecuencias de nuestros hechos serían imprevisibles. No quería ponerme en lo peor, pero Declan no había vuelto por mí, ni por nadie de la familia Abascal. Tenía algún negocio turbio con aquella gentuza, y no me daba un buen pálpito.

Sí, debía admitirlo. Declan podía tener a la mujer que quisiera, y a mí solo me había besado por despecho. Como la mayoría de los hombres en una sociedad tan machista como la nuestra —al parecer la irlandesa no sería demasiado diferente de la española, por lo que pude entrever de nuestras conversaciones—, se sintió ultrajado por mi desprecio y quiso darme mi merecido.

El beso, su impetuoso beso. Su hombría se sintió ofendida ante mi desplante, y decidió demostrarme quién mandaba allí. No podía hacerme muchas ilusiones al respecto; eso no era una señal de amor, ni denotaba su interés en mí como mujer. Tan solo se trataba de una muestra de arrojo delante de sus amiguitos, una manera de dejar su impronta.

El abuelo me miró entonces de soslayo, y yo supe que estaba a punto de decirme algo. Seguí atenta al camino, intentando que el mulo nos llevara a casa en el menor tiempo posible, y mostrando indiferencia ante el escrutinio del anciano. Hasta que su voz cavernosa sonó cerca de mi oído, preguntándome lo que de verdad quería saber. Y, claro, mi débil defensa no surtió efecto:

—¿En qué piensas, Amaya? Te veo muy concentrada, pero no sé si en tus cosas o en el camino de vuelta a casa.

—Sí, permanecía atenta al camino —respondí en voz más baja de lo habitual. Comprendí que no podía engañar al abuelo, por lo que no aparté la vista ni un momento del camino—. Además, tampoco quería molestarte al verte tan ensimismado.

—Pensaba en mis cosas, ya sabes. Pero, bueno, dejemos la cuestión y vayamos a lo importante. ¿Qué te ocurre?

—¿Qué…? No, nada, a mí no me pasa nada —respondí a duras penas.

—Ya, como si pudieras engañarme. Venga, Amaya, suéltalo de una vez, algo te preocupa. ¿Te ha sucedido algo en Santillana?

—No, yo no quería…

De pronto me colapsé, y un torrente de lágrimas corrió por mis mejillas. Asustada, paré de repente el carro, ya que mis ojos no distinguían bien el camino. Solté las riendas y noté cómo el abuelo, muy seguro de sí, las cogió un instante para apartarnos a un lado.

—Me estás asustando, Amaya, ¿qué te ocurre?

—No… No es… No es nada —balbuceé como pude.

—¿Y pretendes que te crea? Anda, bájate del carro y ayuda a este viejo a llegar al suelo sin romperse la crisma. Sentémonos debajo de aquel árbol. Así te calmas un poco, me cuentas lo que te pasa y retomamos el camino cuando estés mejor.

—De acuerdo.

Bajé del pescante, me sequé las lágrimas de cualquier manera y ayudé a mi abuelo a bajar del carro. Le acompañé hasta el árbol y allí, a la sombra de sus frondosas ramas, comencé a respirar mejor, algo que me ayudó a serenarme.

El anciano me miró con una pena enorme, quizás temiendo que me hubiera sucedido algo realmente grave. Y la realidad era que solo sufría mal de amores y una incertidumbre total después del inesperado encuentro de Santillana. Y lo que era peor, por la ambigüedad mostrada por Declan ante mí, algo que todavía no sabía cómo relacionar con todo lo que había ocurrido hasta ese momento.

—Tómate tu tiempo, Amayuca, no hay prisa. Respira hondo, cálmate y cuéntame lo que te sucede. Llevas algo clavado en tu corazón y eso no puede ser, tienes que soltarlo.

El anciano había dado en la diana. Supo que era algo que llevaba conmigo, una pesada carga que me impedía casi respirar. Pero yo no sabía cómo afrontar la cuestión.

—No sé por dónde empezar.

—Venga, poco a poco. Ya verás cómo enseguida te sientes mejor. A ver, Amaya, si acierto en mis predicciones. Declan, ¿verdad?

Asentí a duras penas, y las lágrimas amenazaron con volver a saltar. Me enjugué como pude el amago de tormenta, sorbiéndome los mocos de mala manera. Estaba montando un espectáculo, lloriqueando como una niña pequeña delante de su abuelo. Y eso no podía ser: tenía que reaccionar y recomponerme. Quería soltar lastre y contarle la verdad al güelu, aunque tal vez lo almibarara un poco para evitarle un disgusto.

—¡Maldito irlandés! —exclamó airado—. ¿Qué te ha hecho esta vez ese indeseable? No me digas que…

—No, nada, no me ha hecho nada malo. Solo es que…

—¿Estaba Declan en Santillana? Menuda desfachatez, sin avisarnos siquiera de su regreso a la comarca. ¿Qué te ha dicho?

—Verás, yo…

Al final se lo conté todo, sin omitir ningún detalle. Le hablé del ricachón aquel que iba acompañado de sus secuaces, de los amigotes de Declan que se emborrachaban en la tasca, de los gestos altaneros del irlandés y por fin, aunque me arrepentí al instante de decírselo, le conté cómo me había besado en la plaza.

—¿Eso es todo, Amaya? —preguntó más tranquilo el anciano.

—¿Te parece poco, güelu?

—Bueno, hija, tampoco es para tanto. Me habías asustado, creí que te había violentado o algo así. Un beso es algo normal entre dos enamorados, ¿no? O por lo menos así era en mis tiempos.

Me pareció que mi abuelo se lo tomaba a broma y eso me enfadó. No entendía mi postura ni lo mal que lo estaba yo pasando, o eso creí en un primer momento.

—Pero, abuelo, ¿no lo entiendes?

Le expliqué lo que sentía, lo que pasaba por mi cabeza. La manera en la que me entregué a su beso, como una cualquiera, deseando que no parara nunca. Las amarras de mi corazón se soltaron de golpe, y hablé desde las entrañas, sin esconderle nada. Le conté lo que podría ocurrir, tanto si nuestra relación continuaba como si no, y las consecuencias de nuestros actos, sin ocultarle las reticencias ante lo que había visto entre aquel tipo vestido de fantoche y Declan.

Él me miró algo sorprendido, pero enseguida se rehizo y escuchó atentamente mis explicaciones mientras puntualizaba de vez en cuando con algún comentario.

—Bueno, Amaya, tampoco es tan grave. Ya verás cómo al final se soluciona todo. Buscaremos el mejor modo de no dañar a nadie. Ya se nos ocurrirá algo. Tú debes aclarar algunas cosas con el muchachu, pero yo también quiero tener mi propia conversación con él, de hombre a hombre.

—No, abuelo, no creo que debas…

—Sí, mi niña. Tu padre no está con nosotros, y yo debo asumir su papel. ¿O prefieres que Declan se enfrente a tu madre? Sería un hueso demasiado difícil de roer si es que de verdad pretende cortejarte.

—No creo, güelu, igual lo hizo solo por despecho. Yo no lo tengo tan claro.

—Tonterías, niña. Estáis hechos el uno para el otro, y el que no lo vea así es que está ciego. Yo lo noté enseguida y asumí que podría suceder algo entre vosotros, aunque prefería que el irlandés hubiera desaparecido para siempre de nuestras vidas, no voy a negarlo.

—Vaya, no sabía…

—No te preocupes, el muchachu me cae bien. Pero si quiere andar con mi nieta tendrá que comportarse de otra manera. Tenemos muchos frentes abiertos, habrá que ir cerrándolos poco a poco. Venga, retomemos el camino. ¿Te encuentras mejor?

—Sí, abuelo, ya estoy más calmada. Muchas gracias de nuevo por todo. Tú sí que sabes tratar a una chica.

Le guiñé un ojo y me abracé a él. Mi gesto le sorprendió, pero enseguida me estrechó con fuerza entre sus brazos y disipó las pocas dudas que pudieran seguir existiendo en el fondo de mi corazón. Todo saldría bien; mi abuelo me lo había dicho y yo le creí a pies juntillas. Con eso me bastaba para seguir tirando, no me quedaba otra opción.

—De momento, ni palabra a tu madre de todo esto, ni tampoco a tu hermana. Ya veremos cómo afrontamos la situación; puede que el irlandés aparezca por casa pronto.

—No sé yo…

Continuamos el camino, charlando sobre otras cosas para postergar un poco lo inevitable. Mi abuelo supo recomponer la situación, e incluso me arrancó alguna sonrisa durante el resto del trayecto. Sus cuidados del alma me reconfortaban, aunque seguía sin tenerlo claro.

Disimulé lo que pude al llegar a casa sin conseguir del todo mi propósito. Mi madre me miró de una forma extraña y no supe esconder mi azoramiento. Al fin y al cabo ella me había parido, y tampoco podría engañarla tan fácilmente. Tuve la suerte de que no quisiera ahondar más en la herida, y el resto del domingo transcurrió de forma más o menos plácida. Incluso María estuvo más cariñosa que de costumbre conmigo.

El sosiego no me duró demasiado. Al día siguiente, después de ayudar a mi madre con las tareas del comienzo de semana, decidí dar un paseo. No sabía si acercarme a alguna de las playas, aunque fuera para ver cómo rompía el mar contra los acantilados de la playa de Los Locos. O tal vez deambular por el barrio, recorrer esa senda mágica paralela a la ría y embriagarme de nuevo con las vistas que siempre llevaría conmigo como recuerdo imborrable de Suances.

No tuve casi tiempo ni de poner un pie en el exterior de nuestra finca. Detrás de un árbol, acechando como un vulgar delincuente, me encontré de bruces con Declan. Debía de estar esperándome, o quizás decidiendo si entrar o no a molestar a la familia Abascal en aquella tarde de un lunes veraniego.

—¿Qué demonios haces aquí, Declan? No estarás espiándome…

—Creo que la última vez que nos vimos comenzaste igual la conversación, con la misma pregunta. ¿Quieres probar de nuevo?

—¿Tú eres idiota o qué? Creo que lo del bofetón no te ha quedado lo suficientemente claro; igual te lo tengo que repetir.

—Preferiría repetir la escena anterior al bofetón, en todo caso.

Aquel hombre me sulfuraba. ¿Se estaba riendo de mí? De nuevo se mostraba con gesto esquivo, con esa sonrisa cínica que llevaba prendida en su rostro como una marca de nacimiento. No, no podía echarlo a perder, quería darle una oportunidad. Pero me lo ponía muy difícil.

Debió de percibir mi enfado, además de notar mi furibunda mirada. Tenía ganas de asesinarle, era cierto, pero también deseaba lo que él me había pedido: besarle de nuevo. Desde luego, iba a volverme loca, no tenía remedio.

Él rectificó, temeroso quizás de que desapareciera de nuevo dentro de nuestra casa. Se adelantó unos metros, suavizó el gesto y dijo con voz serena:

—Disculpa, Amaya, soy un idiota. No te espiaba, eso ni lo dudes. Llevaba aquí un rato esperando por si salías, nada más.

—Y eso, ¿por qué?

—Quería entrar, pedir disculpas a tu familia por haber desaparecido sin dar explicaciones, y tal vez regresar a Casa Abascal si me lo permitís. Pero, después de lo sucedido entre nosotros en Santillana, pensé que tal vez preferías hablar conmigo primero antes de que me enfrentara a tu familia. No creas ni por un momento que pretendo reírme de ti, yo no soy así.

—No, ya veo, eres todo un caballero.

—Por favor, permíteme explicarme. Tengo que contarte muchas cosas y necesito un rato para ponerte en antecedentes. ¿Podríamos hablar ahora?

Declan me miró con ojos de carnero degollado, pero temía que fuera solo una pose. De todos modos me moría de ganas por conocer su historia, o por lo menos la coartada que se hubiera inventado para mí, porque seguía sin fiarme de él. Su cara de niño bueno decía una cosa, pero sus gestos y su comportamiento me decían otra, por lo que tenía que andarme con cuidado. Al final transigí sin poder remediarlo.

—Está bien. Acompáñame si quieres en mi paseo, y espero que esas explicaciones sean convincentes. No vas a tener otra oportunidad, te lo aseguro.

—De acuerdo, Amaya. Ya verás como no soy tan malo como tú te crees, ni me junto con indeseables porque yo sea igual que ellos. Las cosas, a veces, no son lo que parecen…

—¿Qué insinúas?

—No, nada. Veamos, ¿por dónde empiezo? Es una historia muy larga y no sé yo si tendremos tiempo solo con un paseo.

—Abrevia entonces, muchachu. No tengo todo el día, debo volver a casa pronto, antes de que me echen de menos.

—De acuerdo, allá voy.

Primero comenzó a contarme el motivo de su visita a Santander. Tampoco me explicó mucho más de lo que ya sabía: tenía que arreglar un asunto relacionado con su documentación, y eso le demoró unos días más de lo previsto, ya que al final tuvo que viajar hasta Madrid.

—En esos días, en una conversación casual dentro de un establecimiento de Santander, escuché el nombre de alguien que conocí hace tiempo. Eso me hizo regresar a vuestra comarca, aunque antes de hacer nada debía averiguar si era cierto lo que me habían contado.

—¿De quién estás hablando? ¿Del nuevo rico que te trataba como a un lacayo?

—Sí, del mismo. Las apariencias engañan, no creas todo lo que tus ojos ven. Hace tiempo llegó a mis oídos que ese tipo andaba por España, y me propuse averiguar la verdad. Y si para eso tengo que rebajarme un poco, me da igual. Lo importante es descubrir la verdad sobre ese tipejo.

—No entiendo nada, la verdad. De todas formas, menudas amistades que te gastas…

—No te adelantes, hay mucho más detrás de todo este asunto, más de lo que te crees. Incluso puede llegar a ser algo grave.

—Venga, no me asustes con cuentos de viejas, ya será menos. Por cierto, ¿regresaste a la comarca solo por ese tipo? Imagino que no tenías intención de volver a poner un pie en Casa Abascal en la vida, ¿me equivoco?

Le miré de nuevo con fuego en los ojos, y él apagó su sonrisa de medio lado. Por mi pose debió de saber que esa vez no podría besarme para esquivar la cuestión, y mi gesto defensivo, con los brazos cruzados delante del pecho y las piernas bien asentadas en la tierra, le dieron a entender que sería la última oportunidad que tendría, antes de que me diera la vuelta y desapareciera para siempre de su vista.

—Está bien, tú ganas. Tienes parte de razón, pero ni siquiera yo lo tenía claro del todo. Sabes que antes de llegar a Suances pasé una temporada en Vizcaya. Allí hay muchos ingleses e irlandeses trabajando. Me hablaron entonces de un buen empleo al que podría optar dentro de la nueva fábrica de acero de la comarca, y pensé que tal vez pudiera regresar allí. Por eso estuve hablando con ciertas personas en Santander sobre esa posible propuesta de trabajo; esa es la realidad.

—Ya veo, el pobre irlandés se ahogaba trabajando en una simple casa de huéspedes, él tenía otras miras mayores.

—No seas injusta y cruel, eso no va contigo.

—¿Injusta yo? El cruel eres tú, abandonándome aquí y dejándome sola.

De nuevo me había precipitado al abrirle de ese modo mi corazón. Él me miró algo atribulado, tal vez percatándose del trasfondo real de mi sentencia. Azorado todavía, movió la cabeza en un gesto de negación, buscando las palabras que pudieran reconducir la situación.

—Yo no te he abandonado, Amaya, solo quería sopesar mis posibilidades. Además, no es que fuera fácil mi situación en tu casa, ¿verdad?

—Bueno, no, pero…

En ese punto llevaba razón el irlandés. Solo un idiota no se habría dado cuenta de que tenía todas las de perder con lo ocurrido en nuestro entorno en las últimas semanas. Tal vez su baile conmigo en la verbena, con ese momento delicioso en el que nuestras miradas se fundieron en una sola mientras el tiempo se detenía a nuestro alrededor, fuera más real de lo que yo creía. E incluso el beso de Santillana podía considerarse algo más que un simple signo de despecho por su parte ante mi insolencia.

—¿Te refieres a María? —pregunté acongojada.

—Sí, claro. Lo de tu hermana me pilló desprevenido, la verdad. Yo le reía las gracias, pensando que era solo un juego, cosas de niña. Hasta que me percaté de la realidad: Mariuca me miraba como mujer, y yo no quería meterme en un lío con tu familia.

—¿Sucedió algo que…?

—No te preocupes, no pasó nada. Creo que malinterpretó alguno de mis gestos hacia ella, y preferí poner tierra de por medio. No quería ser la comidilla del pueblo, ni poner en un aprieto a tu familia por algo que ni había sucedido ni iba a suceder nunca. Así que preferí marcharme sin mirar atrás.

No me extrañaba que el irlandés hubiera huido: la tensión se había vuelto insoportable en nuestra casa. Pensándolo con calma, tal vez yo había pecado de egoísmo. En esos momentos ignoraba lo que sentía Declan, ni tan siquiera lo que pasaba por su cabeza, y tal vez fui demasiado injusta. ¿Y si él sufría también en silencio? En el fondo era un buen chico y no quería aprovecharse de la situación; más bien prefería mantenerse al margen, aunque de ese modo hiciera también daño a mucha gente.

—Pero aparte de todo esto, que de por sí ya es importante, me topé de bruces con una información que me heló la sangre.

—Ya estamos con la misma historia otra vez. ¿Se puede saber a qué te refieres?

—Verás, el tipo aquel que viste en Santillana…

—¿El fantoche que se las daba de gran señor?

—Sí, el mismo. Se llama Arístides Maestro, y es un indiano que lleva poco tiempo en Santillana. Bueno, el hijo de un indiano.

—Ya me parecía a mí que sus trazas no eran muy normales.

—Es un tipo ruin, despreciable, mejor no tener tratos con él. Te lo digo por experiencia, es un mal bicho.

—¿Y entonces? —Yo no entendía nada—. Le vi muy dispuesto contigo, y te dijo algo de que debías pensártelo bien.

—Sí, me ha ofrecido trabajo en sus tierras, y yo estoy pensando si aceptarlo o no. Pero no por la razón que tú crees. No ha surgido por casualidad: yo le andaba buscando y él ha picado el anzuelo.

—¿Y cómo demonios sabes lo que estoy pensando? —le increpé—. No te entiendo, a ver si me lo aclaras mejor.

—No me he explicado bien. Si aceptara su oferta, sería para tenerle cerca, para controlarle mejor.

—¿Por qué quieres controlarle?

—He escuchado cosas sueltas, detalles que no me terminan de convencer. Se junta con elementos peligrosos y creo que trama algo.

—Bueno, pero eso no es asunto tuyo. Si sospechas de algo, lo mejor sería acudir a las autoridades y no meterte en ningún lío, ¿no?

—Es complicado, Amaya. Ese tipo me conoce de Cuba, y él prefiere también tenerme controlado. No se fía de mí: seguro que cree que yo intuyo lo que sucedió en la isla con su padre.

—Ahora sí que no entiendo nada. Me estás volviendo loca. ¿Quién es su padre y qué le sucedió?

—Su padre era mi antiguo patrón en Cuba: el bueno de Andrés Maestro, que en paz descanse.

—Es verdad, mencionaste su nombre en casa. ¿No era de Ubiarco o por aquí cerca?

—Efectivamente, Amaya, buena memoria —confirmó Declan—. El pobre falleció en extrañas circunstancias, y su bastardo creo que tuvo algo que ver, aunque no tengo prueba alguna ni modo de asegurarlo.

—¿Ese hombre es un bastardo? Pues menudos aires que se da de gran señor.

—Sí, lo he visto. Por eso pretendo averiguar lo que trama: no me fío ni un pelo de él.

—¿Y qué sucedió en Cuba?

—Es una larga historia, pero te la voy a contar. Aunque primero tendré que ponerte en antecedentes.

—Creo que voy a llegar tarde a casa —aseguré mientras continuamos el paseo en dirección a las playas.

—Puede ser, Amaya, pero creo que merecerá la pena…

Y Declan comenzó con su historia. Yo sabía que me acabaría contando lo que quisiera de su estancia en las Antillas; no podía resumir tantos años en una sola charla, pero decidí darle una oportunidad. Solo el tiempo me diría si hacía bien al confiar en aquel irlandés de mirada ensoñadora.