SUANCES, JUNIO DE 1881

UN PLAN INACABADO

 

La extensa y detallada historia que me había narrado Declan sobre el tal Arístides me dejó sin habla. Era todo tan sorprendente que costaba trabajo creerlo, pero en el fondo yo sabía que me estaba diciendo la verdad. Fui muy injusta con él, al acusarle sin pruebas de delitos que no cometió, sin saber siquiera por lo que había pasado durante los últimos años.

—Entonces ese hombre es un asesino —le dije aún con el corazón en un puño.

—Sí, pero no me va a ser fácil demostrarlo. Un empleado de La Hacienduca me contó una extraña historia antes de abandonar Cienfuegos, pero son simples sospechas, nada más.

Yo permanecí atenta a sus explicaciones. Parecía que Declan se estaba quitando un enorme peso de encima al confesarse conmigo.

—Y ahora ese malnacido está aquí, preparando alguna otra maldad por lo que he podido entender —añadió el irlandés—. Siempre ha sido un bocazas, y sus hombres hablan de más, aunque sigo sin comprender lo que trama. Por eso quiero mantenerme cerca de él. Y, por supuesto, quiero encontrar alguna prueba del asesinato de Andrés; es lo menos que puedo hacer por él, vengar su muerte.

—Vale, lo entiendo, aunque puede ser muy peligroso si realmente se trata de un asesino. Me parece extraño que él te quiera a su lado después de vuestros enfrentamientos pasados.

—Él es muy listo, pero yo lo seré más. Arístides conoce mi proceder y sabe que puede confiar en mi trabajo, aunque tenga que estar encima de mí. Sabe que soy la única persona que puede desenmascararle en toda la comarca, y preferirá tenerme cerca para controlarme.

—Deberías alejarte de él, y más si dices que ese tipo anda preparando algo malo. No vaya a ser que por convertirte en empleado suyo acabes en la cárcel o algo peor. Por lo que me has contado, el cubano es experto en echarles la culpa a los demás.

—No te preocupes, tendré cuidado. Pero en estas circunstancias comprenderás que es mejor mantenerme cerca del personaje. Por un lado, tal vez encuentre alguna prueba de que él mató al bueno de Andrés. Y por otro lado, así controlo sus movimientos en la zona. Por lo visto ha regresado con aires de gran señor: se ha comprado un enorme caserón a las afueras de Santillana y despilfarra dinero a diestro y siniestro.

—¿Ese no era el sueño de su padre?

—El mismo, Amaya. Este idiota es tan pobre que solo tiene dinero, ni tan siquiera sueños propios.

—O quizás lo hizo para huir de allí, si es que de verdad cometió un crimen.

—También es cierto. Una mala bestia que ahora tenemos entre nosotros, y por eso quiero controlarle. Esta vez no se me escapará: acabaré con ese tipejo de una vez por todas.

—No te ofusques, Declan, solo te harás daño. Si te lo tomas como algo personal, te arrepentirás; puede que para siempre. Olvida a ese hombre y sigue con tu vida.

Tal vez pecara de egoísta, pero no quería que al irlandés le sucediera nada malo. Y, por supuesto, prefería que Declan regresara conmigo a Casa Abascal y se apartara todo lo posible del indeseable de Arístides Maestro. Santillana era una población cercana, pero podríamos vivir relativamente tranquilos en Suances sin preocuparnos por las andanzas de aquel personaje de tres al cuarto.

—No es tan fácil, tú no lo entiendes. En mi fuero interno creo que le debo algo a Andrés, por mucho que sus últimos días en este mundo no fueran los más afortunados de nuestra larga amistad. Él me dio una oportunidad, me sacó del arroyo y me hizo un hombre de provecho. Y yo le abandoné cuando más me necesitaba; debería haberme quedado en la plantación para evitar la catástrofe.

—No podías haber hecho nada. Si fue una muerte natural, tu presencia no la habría evitado. Y si el bastardo tuvo algo que ver con el fallecimiento de su padre, lo único que podías haber sacado en claro es que él te acusara delante de tus antiguos compañeros.

—Eso es cierto. Ese cabrón es capaz de eso y de mucho más. Por eso tengo que pararle los pies, ¿me comprendes?

—No mucho, la verdad. Ese orgullo masculino malentendido te acabará pasando factura. No puedes ser el Quijote irlandés que va arreglando los problemas del mundo. No todo te concierne a ti, te lo aseguro. A veces es mejor pasar página y dedicarse a otras cosas.

—Puede que tengas razón, pero no me sentiría bien si no lo intentara al menos. Siento que se lo debo a Andrés, por los viejos tiempos. Si el hijo bastardo tuvo algo que ver con su muerte, tendrá que pagarlo. Y, si Arístides tiene alguna otra jugarreta pensada, quiero impedírselo antes de que haga daño a alguien. Y creo que ahora tiene miras más altas.

—¿Qué quieres decir?

—No sé, no conozco bien los pormenores, pero algo escuché decir a sus hombres mientras le daban a la cerveza en la taberna de Santillana. Ya sabes que un borracho no suele mentir, así que me seguiré arrimando a ellos, a ver qué averiguo. Al parecer Arístides está haciendo nuevas amistades en la zona, amigos importantes creo, aunque de eso sabrás tú más que yo.

—No te entiendo, ¿a qué te refieres?

—A que yo no tengo ni idea de la política española. La verdad es que no me he preocupado demasiado desde que vivo aquí. Creo que Arístides tiene una reunión pendiente con un tal Barreda, otro rico indiano de la zona con amistades de alcurnia, por lo poco que he podido averiguar.

—¿Juan Antonio Barreda? —pregunté asustada.

—Sí, juraría que era ese nombre el que mencionaron. ¿Le conoces?

—Como para no conocerle. Es uno de los prohombres de Suances, benefactor de nuestra villa y un gran empresario, con intereses en varios negocios. Creo que incluso es amigo personal y socio del marqués de Comillas, no te digo más.

—A eso me refería; por algo querrá ver entonces al tal Barreda. Aunque tampoco conozco al marquesito, no sé si será alguien importante. Lo mío no es la nobleza, lo siento. Pero ahora que lo dices puede que también mencionaran a ese hombre. Creo que Arístides quería reunirse con ambos para algún negocio; tengo que enterarme mejor de los detalles. ¿Puede tener relación con un asunto político? Arístides se cree que está por encima del bien y del mal, y tal vez crea que ha llegado su hora de dar el gran salto.

—Hombre, el marqués recibió su título de manos del mismísimo rey Alfonso. Tengo entendido que son buenos amigos. Y juraría que incluso le han nombrado hace poco grande de España. No sé si te referías a eso.

—Ni idea, Amaya. Eso de grande de España me suena a algo importante; la verdad es que no me puedo hacer una idea. La grandilocuencia no va mucho conmigo, pero quiero enterarme de lo que sucede. No me fío de este tipo, porque ya he visto cómo se las gasta.

—Tal vez no sea tan grave, Declan. Si el cubano es un tipo ambicioso, nada mejor que juntarse con hombres importantes para prosperar en España. Aquí siempre se ha estilado el refrán «quien a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija». Y en nuestro país, la mayoría de las veces, todo se mueve por contactos. Quizás lo único que pretenda sea una recomendación para ser concejal, gobernador o diputado en Cortes.

—Puede ser, ya veremos. Creo que es algo diferente, aunque como bien dices, si se arrima a los poderosos, siempre puede sacar algún beneficio para sus negocios. Si es que los tiene ya en España, que no lo sé. Tal vez solo sea rentista y viva del cuento unos pocos años, como un noble cualquiera pero sin título.

—Por eso lo digo: quizás te estés precipitando en tus conclusiones. Por mucha ojeriza que le tengas, de momento no ha hecho nada malo, por lo menos en España. Deberías olvidarte del asunto y seguir con lo tuyo. Lo de Cuba ya no puedes enmendarlo y, aunque viváis en poblaciones cercanas, siempre podrás rehacer tu vida sin tener en cuenta a ese tipo. No te hagas mala sangre, eso es lo que quiere él. Lo mejor es ignorarle y mirar hacia delante.

—No puedo hacer eso, de verdad. Algo trama, lo sé, lo siento en mis entrañas. Y esta vez no se va a salir con la suya. Además, hay otro detalle que puede ser importante y me gustaría saber tu opinión al respecto.

—¿De qué se trata? —pregunté curiosa.

—Ya sabes que no conozco la vida y milagros de todos vuestros nobles, cortesanos o aspirantes al trono, pero hay algo más que aún no te he contado. Esos idiotas hablaron de otras muchas cosas en la taberna, algunas bastante inconexas. Decían también algo de apoyar la causa de un tal Carlos, duque de Madrid, otro de vuestros nobles. Y que harían lo que fuera necesario para restituirle en su legítimo puesto siguiendo las directrices de su patrón, Arístides Maestro.

—La verdad es que no suena demasiado bien; a ver si te enteras de algo más —contesté sin pensarlo. Al momento me arrepentí, eso era exactamente lo que Declan necesitaba: apoyos para una causa perdida. Yo misma acababa de animarle para que se metiera de cabeza en ese embrollo. Y esa no era mi intención, ni mucho menos—. Yo tampoco conozco los entresijos de palacio, pero intentaré averiguarlo de algún modo. Aunque sigo diciendo que lo mejor sería denunciarlo a las autoridades.

—¿Y acabar en la cárcel? No tengo pruebas de ningún delito, únicamente la declaración de un mayordomo que vive a miles de kilómetros. En caso de llegar a un pleito de su palabra contra la mía tengo todas las de perder. Debería pillarle in fraganti.

Declan parecía decidido a enfrentarse a su enemigo, y yo no podía hacer nada para impedirlo. Se había tomado el asunto muy a pecho, y parecía que no tuviera otro pensamiento en la cabeza. Ya me podía ir olvidando de cualquier intención romántica por su parte, por lo menos hasta que el irlandés supiera a qué atenerse con el malvado cubano.

—No te preocupes por mí, en serio. Creo que es lo mejor para todos. Me pasaré entonces en otro momento por Casa Abascal para hablar con tu familia. No quiero que piensen que soy un desagradecido.

—Eso ya lo piensan, no te vayas a creer —bromeé sin mucho ánimo.

—Venga, no pongas esa cara. Yo estaré bien, te lo prometo. Aceptaré el trabajo en casa de Arístides, pero no me meteré en la boca del lobo. Alquilaré una habitación en alguna pensión a medio camino entre Santillana y Suances, y te mantendré informada de mis avances, por si necesito tu ayuda.

Su concesión me dio algo de esperanza. Si pretendía mantenerme al tanto de todo, eso quería decir que yo seguía significando algo para él. No era la mejor manera de comenzar una relación sentimental; pero, si lo alejaba de mi lado para siempre, entonces sí que perdería mi última oportunidad. Asentí con la cabeza, algo compungida, temerosa de lo que el destino pudiera tenernos preparado.

Declan se dio cuenta de mi estado de ánimo y me levantó dulcemente la cabeza, tomándome del mentón con suavidad. Sentí entonces la calidez de sus dedos en mi barbilla, mientras mi rostro iba alzándose poco a poco, hasta que nuestros ojos se enfrentaron en la penumbra del crepúsculo. Sus pupilas se clavaron en mí con toda la fuerza de la que eran capaces, y yo creí desfallecer. Todo se nubló a mi alrededor: creí que un abismo se abriría a mis pies en ese preciso instante y me tragaría para siempre en las profundidades de la tierra. Deseaba y temía aquel momento, justo cuando mis instintos ancestrales se apoderaron de mi cuerpo, y entreabrí los labios para recibir el maná de sus besos.

Declan no me dejó en ridículo, aunque no fue todo lo generoso que yo deseaba. Se agachó durante un efímero instante y me besó con ternura en los labios, depositando en mi boca todo el sentimiento que albergaba hacia mí. No fue un beso largo ni impetuoso y, aparte de sus dulces labios, únicamente sentí el ligero roce de sus dedos en mi barbilla mientras me besaba, pero fue un momento mágico que me llenó de gozo. El irlandés había vuelto al redil, y yo solo debía esperar mi oportunidad. Y en ese momento el caballero andante tenía que «desfacer entuertos», y eso era lo primero, antes siquiera de contentar a su dama.

—Declan, yo…

—No digas nada, no estropeemos este instante. —Declan llevaba toda la razón, lo mejor era quedarme con el buen regusto de sus labios en mi boca y esperar que fuera el preludio de una sinfonía de besos que no terminara nunca—. Creo que es hora de regresar a tu casa, tu familia estará preocupada.

—Sí, es verdad.

En nuestra larga conversación habíamos llegado desde mi casa hasta la playa más cercana, y después habíamos desandado el camino para alcanzar de nuevo el barrio de la Cuba, el lugar de Suances donde se ubicaba nuestra posada; una casualidad de la que me daba cuenta entonces, ya que Cuba era la procedencia de Declan, y yo siempre le estaría agradecida a la isla antillana por haberme permitido conocer a un hombre tan maravilloso.

—Sabrás de mí muy pronto, te lo prometo. En cuanto esté instalado vendré de nuevo aquí; tengo que hablar en persona con tu familia y disculparme por lo sucedido. Y, por supuesto, regresaré para verte a ti; creo que tenemos muchas cosas de las que hablar, aparte de esas intrigas políticas que en el fondo no van con nosotros.

—Pues hazme caso y olvídate de esta gente. Vuelve a casa, seguro que podremos arreglar la situación con mi hermana y con mi madre.

—No, Amaya, ya lo hemos hablado. Primero me encargaré de Arístides, y luego ya veremos. No creo que quieras que nos veamos envueltos de nuevo en malentendidos. Sé que tenemos que hablar de nosotros dos, sin injerencias de ningún tipo, pero primero tengo que despejar un poco mi mente. Lo entiendes, ¿verdad?

—Sí, Declan, no te preocupes. Lo comprendo y esperaré ese momento. Pero más te vale aparecer por aquí, porque me debes algo más que un simple beso de buenas noches…

—No lo dudes, te recompensaré por la espera. Palabra de irlandés.

Declan se alejó de mí, lanzándome un beso en el aire que yo intenté atrapar antes de que se deshiciera el hechizo. Perdí de vista su silueta e instantes después ya no escuchaba ni tan siquiera sus pasos sobre el camino pedregoso que bordeaba nuestro barrio. El irlandés había desaparecido de nuevo y me había dejado allí sola, aterrada ante la posibilidad de que le sucediera algo malo. Pero también esperanzada después de haberle visto las costuras a su corazón, ese tierno órgano que alojaba dentro de un caparazón que se empezaba a resquebrajar poco a poco y a ceder ante el impulso de mi amor. Eso era lo único que importaba, ni más ni menos.

Regresé yo también a casa y me encaminé directamente hacia mi habitación. Ya se había pasado la hora de cenar y no me apetecía enfrentarme a la mirada inquisitorial de mi madre, por lo que decidí retirarme a descansar. Además, el estómago se me había cerrado tras las revelaciones de Declan y sabía que en ese estado no podría tragar nada. El desasosiego y la preocupación se habían instalado en mí, y solo respiraría tranquila cuando Declan regresara a mi lado.

Sabía que la noche sería larga y poco provechosa para mi descanso. Por un lado, estaba muy contenta con el desarrollo de algunos acontecimientos sucedidos en las últimas horas. Declan me había vuelto a besar, esta vez con mucha más dulzura que en Santillana, y eso era una buena señal. Parecía que el irlandés quería retomar lo que fuera que hubiera entre nosotros, pero primero tenía una misión que cumplir. Y esa era la parte que no me gustaba de la situación.

Me tumbé en la cama y pensé sobre lo que podría ocurrir a continuación. Recé por que Declan estuviera equivocado con Arístides y el cubano no nos causara mayores problemas. Pero una vez más me equivoqué en mis apreciaciones hasta un punto que jamás hubiera imaginado.