LA HABANA, PRIMEROS MESES DE 1874
LA VERDADERA HISTORIA
Declan había tenido suerte al llegar a Cuba. El oficial Douglas le encontró un puesto de ayudante de uno de los maestres de provisiones del puerto de La Habana, y Mclister no se lo pensó dos veces a la hora de abandonar el Pegasus. Se despidió entonces de Emma Watson, que se dirigía a la hacienda Mendoza para comenzar también su labor como institutriz de los dos hijos del terrateniente español.
—Espero que nos veamos pronto —dijo Emma—. El ingenio de los Mendoza está tierra adentro, creo que no demasiado lejos de la ciudad.
—Pierde cuidado, te haré llegar recado en cuanto me instale en La Habana —le confirmó el joven irlandés.
Sabía que iba a echar de menos a Emma y, sobre todo, que sería difícil que se volvieran a encontrar, por mucho que la mujer se lo asegurara. No es que se hubiera enamorado de la institutriz, aunque al principio no le hubiera importado meterse bajo sus sábanas. Pero una vez pasado ese primer momento y, a través de sus profundas conversaciones en la cubierta del barco, Declan aprendió a apreciar y a respetar a la señorita Watson, una mujer interesante en más de un aspecto.
Mclister decidió entonces dejar de preocuparse por Emma; bastante tenía con sus propios problemas. Ahora lo que necesitaba era encontrar una pensión en la que vivir. Su nuevo jefe, el maestre de provisiones Samuel —un recio castellano oriundo de Toledo, afincado en Cuba desde hacía mucho tiempo—, le aconsejó que se dejara caer por la pensión de Tomasa, una negra liberta que había montado un negocio decente en la ciudad para no meterse en más líos con la justicia española después de obtener su salvoconducto oficial.
Declan no entendió la mitad de las palabras que le había dicho su nuevo jefe. Afortunadamente trabajaba con ellos un joven negro procedente de Jamaica, otro liberto que se ganaba la vida honradamente en el puerto. Se llamaba William, nombre que le puso su antiguo patrón en Kingston, y que había adoptado como propio tras dejar a un lado sus raíces africanas.
William se apiadó de Declan al ver su gesto indefenso y le tradujo al inglés lo dicho por su patrón. El muchacho llegó siendo un crío a Jamaica y casi había olvidado todo vestigio de su lengua materna, pero hablaba el inglés bastante bien, y también se defendía en español, algo poco habitual en su isla de origen.
—Gracias, amigo —dijo Mclister—. Yo te ayudaré en lo que pueda, pero necesito que en estas primeras semanas, hasta que aprenda mejor el español, me eches una mano con el idioma.
—Claro, blanquito —contestó William sonriendo a su nuevo compañero—. Eso está hecho.
Los primeros días en la isla fueron muy duros, pero Declan aprendió a sobrellevar las dificultades con entereza. Sin darse cuenta, ya había sobrevivido a un mes completo en Cuba, un tiempo que incluso se le hizo corto. Entre el trabajo y el estudio del idioma en sus escasos ratos libres, algo muy necesario para no andar tan perdido en La Habana, Declan no tenía tiempo para casi nada más.
Las largas y extenuantes jornadas de trabajo en el puerto pusieron a prueba la fortaleza de Declan. Casi no tuvo oportunidad de pensar en cuánto había cambiado su vida en los últimos tiempos. La tragedia ocurrida en su casa le corroía por dentro y le apretaba con fuerza las entrañas, pero el joven irlandés prefirió arrinconar sus penas en lo más profundo de su corazón para seguir adelante con su vida.
De todos modos, Mclister se las apañó y sacó tiempo durante esa época para otras cosas que también le preocupaban, como el encuentro con su antigua compañera de travesía, la señorita Watson.
La joven institutriz cumplió lo prometido y apareció por la capital pocas semanas más tarde, un encuentro que no se desarrolló como Mclister esperaba. Tras el saludo y las preguntas de cortesía, Declan sintió que a Emma le preocupaba algo que no le permitía relajarse del todo. El irlandés no pretendía llegar a nada en ese primer acercamiento después de su desembarco en la isla, pero intuía que su amiga lo estaba pasando mal por algún motivo.
—¿Ocurre algo, Emma? No sé si es por el cansancio del trayecto hasta La Habana, pero te veo algo distraída. ¿Va todo bien en la hacienda de los Mendoza?
Emma rompió a llorar por sorpresa, y Declan se asustó por lo inesperado de su reacción. Mclister no sabía cómo comportarse. No estaba acostumbrado a esas situaciones, pero intentó reconfortar a la muchacha lo mejor que pudo. La señorita Watson se recompuso enseguida, se enjugó las lágrimas y estiró su cuerpo, adoptando una pose digna que parecía más fachada que otra cosa, según le pareció a su interlocutor.
—La verdad es que no estoy bien, para qué voy a engañarte. Los hijos de Mendoza son insoportables y, aunque su padre es todo un caballero e intenta que mi estancia en Cuba sea lo más agradable posible, no me lo ponen nada fácil en esa casa. El servicio tampoco me trata muy bien: me ven como una remilgada y estirada, y no tengo muchos amigos en la plantación.
—Vaya, lo siento mucho. No sé en qué podría ayudarte yo.
—La verdad es que llevo días pensando en una idea descabellada. Estoy harta de Cuba, de su clima, de sus gentes y de todo lo que huela a cubano. No sé, no he caído con buen pie en la isla, y quiero marcharme de aquí. ¿Te vendrías conmigo?
—¿Y adónde irías? —preguntó Declan obviando las últimas palabras de Emma.
—Al norte, a los Estados Unidos. ¿Recuerdas que el Pegasus se dirigía a Virginia? Fui idiota, deberíamos habernos quedado en el barco y continuar travesía hasta un lugar más civilizado que este.
—Pero, Emma…
—Podríamos ir a Boston, o tal vez a Nueva York —afirmó Emma con un fulgor distinto en sus ojos—. Dejaríamos atrás este espantoso bochorno y nos instalaríamos en un sitio civilizado, donde además hablan nuestro idioma. ¿No sería maravilloso?
—No sé, la verdad…
Declan le dio largas a Emma, intentando no herir sus sentimientos. Parecía que la chica quería que ambos viajaran como una pareja y se instalaran en Nueva Inglaterra para comenzar juntos una nueva vida. Y eso era demasiado para el fogoso irlandés; no estaba preparado para ese tipo de relación.
—No te precipites, acabamos de llegar a Cuba. Deberías intentar encauzar las cosas en la hacienda durante las próximas semanas, y más adelante, si ves que no funciona, podrías replantearte la situación. ¿Te parece bien?
—Tal vez tengas razón, Declan. Bueno, ya veré lo que hago.
Declan no estaba dispuesto a abandonar la isla tan pronto, y menos si lo que le esperaba era casi una vida de casado junto a Emma. Sí, se había sentido atraído por Emma en el barco, y tal vez esa fue una de las razones principales para desembarcar en Cuba. Pero él tenía toda la vida por delante y no quería unirse para siempre a la primera mujer con la que se cruzara.
Mientras tanto, el irlandés continuó asentándose en su nuevo puesto. Y la idea concebida por Emma fue quedando cada vez más arrinconada en su mente. Y más al comprobar que el Caribe era un paraíso en todos los sentidos.
Su jefe ya le había advertido en varias ocasiones y tenía sus motivos. Era normal que a Declan se le fueran los ojos detrás de las caderas generosas de algunas mulatas que paseaban por el puerto, camino del trabajo. Las cubanas le sonreían sin cesar, o eso pensaba él nada más desembarcar en la isla, y a Declan le hervía la sangre. En Irlanda no era habitual encontrarse con mujeres de color, y menos con ese desparpajo y un donaire que le volvían loco.
—Ten cuidado con las cubanas —le recomendó Samuel—. Te lo digo por experiencia. Esas negras del demonio te sorben el seso, te vuelven loco con su movimiento de caderas, y después ya no puedes pensar en nada más.
—Sí, jefe —contestó Declan por inercia.
Declan no había entendido bien la frase y William le ayudó a comprenderla mejor. El irlandés creía que su jefe exageraba, pero los gestos de otros compañeros blancos le dieron a entender que el patrón llevaba toda la razón.
—Anda, Samuel, no asustes al muchacho —replicó Íñigo, otro de los compañeros más veteranos—. Ya le llevaremos a algún lupanar de La Habana para que se estrene. Así se le quitará ese mal color que se ha traído de su tierra.
Declan no entendía nada y se cabreó al verse en medio del carcajeo general de sus compañeros. Todo eran chanzas a su alrededor mientras le palmeaban la espalda, y por mucho que el irlandés atendiera o intentara comprender con la ayuda de William, siempre se le escapaba alguna frase suelta que no terminaba de asimilar.
Un par de meses después, una vez asentado en la ciudad y con algo más de conocimiento del español, Declan se atrevió a acompañar al resto de la cuadrilla con la que trabajaba. Aunque Mclister no estaba preparado para lo que se le venía encima.
—Ven, irlandés, anda. Antes de que te hagan un hombre tendrás que tomar un trago de este ron y ya verás como te sale pelo en el pecho, ja, ja.
—No digas tonterías, Felipe —terció Íñigo—. La paga de hoy nos la vamos a gastar en ron añejo del bueno, y en las putas de Madame Montparnasse, el lupanar con más clase de La Habana. ¿Verdad, Mclister?
El sabor dulzón del ron cubano se le subió enseguida a la cabeza a Declan, y el alcohol se apoderó de su cuerpo. William dijo que los acompañaría durante un rato, pero que se quería marchar pronto. Declan se lo agradeció con un gesto, aunque pronto no supo ni dónde se encontraba su mano derecha, ajeno a las burlas de sus compañeros. Y eso que él creía que los irlandeses eran buenos bebedores.
Mclister recordaba cómo le habían llevado a rastras hasta un edificio pintado de azul, con unos balcones algo recargados. Allí se encontraron con un negro alto y fuerte, vestido de etiqueta, que custodiaba la puerta como un perro guardián. Íñigo se acercó al hombretón y le dijo algo al oído mientras le metía la mano en el bolsillo y señalaba al irlandés, aunque este no se percató de nada. El portero del prostíbulo sonrió con su boca desdentada y les hizo pasar sin mayor miramiento.
—Madame Montparnasse, es un placer estar de nuevo en su casa —aseguró Íñigo como voz cantante del grupo, nada más encontrarse con la dueña del lupanar.
—Dichosos los ojos, don Íñigo. ¡Cuánto bueno por aquí! Veo caras conocidas entre sus amigos, pero también alguno que no me suena de nada. ¿Se encuentra bien ese chico? Parece un poco pálido.
Mclister estaba blanco como la pared. El alcohol le había hecho efecto, y el joven se encontraba en plena borrachera. Sus compañeros le sujetaban para que no perdiera pie, pero Declan estaba a punto de sucumbir a su primer duelo contra el ron cubano sin tan siquiera darse cuenta de su derrota.
—Sí, madame, no se preocupe. Acaba de llegar de Irlanda, y esta gente no sabe beber el rico ron de La Habana. Le hemos traído a su casa para que conozca las excelencias del lugar.
—Si usted lo dice —replicó la madame, poco convencida—. Ahora les envío a mis niñas para que elijan.
Acompañó a sus nuevos clientes hasta un saloncito reservado, donde pudieran sentarse y tomar algo, mientras esperaban el momento de ver llegar a las chicas. Pareció que Declan reaccionaba entonces y entre los vapores etílicos consiguió enfocar la vista una vez aposentado en un mullido sillón.
—De acuerdo entonces. Veamos, ¿dónde están esas lindas muchachas?
Íñigo dijo la última frase y pareció que alguien estuviera esperando para contestarle del mejor modo. De pronto irrumpieron en la salita cinco espectaculares bellezas que dejaron a los hombres con la palabra en la boca.
Dos mulatas estilizadas, del color del café con leche, precedían al resto de mujeres. A continuación apareció una chica blanca como la nieve, con un pelo rubio casi albino, vestida con un corpiño que dejaba poco a la imaginación. Y para terminar, otras dos negras que no podían negar su origen africano, oscuras como boca de lobo, y repletas de curvas sinuosas donde perder la conciencia.
Íñigo eligió a la rubia, una chica que ya había probado en alguna que otra ocasión con resultados más que satisfactorios. Raúl y el resto de compañeros no se decidían entre las dos negras y una de las mulatas.
La otra mulata, una joven de pelo corto y ojos negros inmensos, ya había elegido a su víctima. Se sentó dulcemente en las rodillas de Declan y comenzó a besarle y acariciarle delante de todo el mundo. La chica posó sus generosos pechos sobre Mclister, que reaccionó de inmediato, enterrando su cara entre aquellas calientes montañas de carne ante la algarabía general.
—Ya sabía yo que el chico reaccionaría —anunció Íñigo entre risas—. El irlandés es de sangre caliente, aunque ahora se le ha ido toda a una parte. La mulata le aliviará y él cumplirá como el que más. ¿A que sí, Mclister?
Declan asintió a duras penas, mientras se levantaba a trompicones y acompañaba a la joven cubana hasta su cuarto.
Perla, que así se llamaba la prostituta, dedicó sus mejores atenciones a Declan. El irlandés pasaba de un estado de semiinconsciencia, debido al alcohol ingerido, a otro de lujuria descontrolada cuando la mulata se aplicaba con sus artes milenarias, pero el joven no disfrutó del encuentro todo lo que hubiera deseado. De todos modos, Mclister salió de allí con una sonrisa estúpida en el rostro y se cruzó un rato después con algunos de sus compañeros de fatigas a la entrada del local.
—¡Vaya, vaya! —exclamó Íñigo—. Parece que el niñato no se ha vomitado encima, e incluso se tiene todavía en pie. ¿Tuviste problemas ahí dentro, Mclister?
El irlandés apenas pudo balbucear unas palabras ininteligibles.
—Venga, ya está bien —replicó Raúl—. El chico habrá hecho lo que haya podido, eso queda entre él y la mulata.
En ese momento, Perla salió de la habitación y les dirigió a los tres una mirada insinuante. A Declan le guiñó además un ojo y se despidió de él de forma cariñosa mientras se dirigía hacia otra zona del lupanar.
—Adiós, inglesito. Espero volver a verte por aquí, amol, ya verás lo bien que lo pasaremos la próxima vez.
Declan le hizo un gesto que pudo parecer de asentimiento, aunque en esos momentos lo único que quería era salir de allí, meter la cabeza bajo un chorro de agua helada y tumbarse para dormir la mona hasta el día siguiente.
—Anda, Declan, vamos para casa.
Mclister se dejó hacer y se apoyó en el hombro de Raúl para salir de allí. Se despidió de Perlita con un beso lanzado al aire, sin saber que la sabrosura de la mulata ya le había inoculado su terrible veneno, y le iba a crear adicción por las curvas de su cuerpo caribeño.
—Te lo advirtieron, irlandés. Estas morenas te sorberán el seso, la razón, el bolsillo y todo lo que pillen, incluido lo que seguro ya te imaginas —afirmó Raúl.
Mclister escuchaba entre tinieblas, pero su cerebro ya no respondía correctamente. La adrenalina le había hecho reaccionar en el cuarto, junto a la mulata, pero en ese momento le podían haber dejado allí tirado, no le importaba lo más mínimo. Solo quería descansar y dormir hasta que no pudiera más.
Declan sobrevivió a su primera juerga caribeña, preludio de muchas que quedaban por llegar. Se acostumbró pronto al ron cubano y, aunque tuvo que escuchar reproches por parte de otros compañeros de trabajo, se aficionó a acudir al local de Madame Montparnasse. Y es que la joven Perla le había cautivado, si no el corazón, sí por lo menos los bajos instintos; una calentura que le recorría el cuerpo de arriba abajo, y que no se le pasaba hasta que conseguía yacer con la mulata y olvidar completamente cualquier recuerdo relativo a Emma Watson.
El sexo con una mujer tan sensual como Perlita le parecía sublime al irlandés, acostumbrado a otro tipo de mujeres menos fogosas en su lejana tierra. Perla le trataba con dulzura y cariño, incluso se empeñó en enseñarle algo de español entre descanso y descanso de su gimnasia sexual.
Pero las fuerzas de Mclister menguaron debido al fastuoso ritmo de cópulas demandado por la cubana. Y, aparte de las energías, también los escasos ahorros de Declan desaparecieron de la noche a la mañana. Ya había tenido sus enfrentamientos con el patrón al pedirle demasiados adelantos de la paga y la situación comenzaba a sobrepasarle.
Una noche, Declan casi acabó molido a palos por el vigilante de la puerta. Llegó al lupanar a tiempo de ver cómo Perlita se alejaba del brazo de un caballero relamido, rumbo a su habitación del placer. A Mclister se le nubló la mente al imaginar que su hembra cabalgaba a lomos de aquel petimetre, y se fue en su busca. Declan le propinó un empellón al aristócrata, un buen cliente de la casa, y tuvo que salir de allí pidiendo disculpas, antes de que le sacaran a rastras y le impidieran regresar nunca más.
Declan llegó a su pensión en la noche de aquel sábado y se dejó caer en el jergón de su cuarto, abrumado por las circunstancias. Tenía mal aspecto debido al trajín de las últimas semanas. Entre su duro trabajo, las juergas con los amigotes y las largas veladas amatorias con Perlita, se encontraba a punto de caer enfermo. Necesitaba unos días de reposo; menos mal que llegaba el domingo y podría por fin descansar algo más de lo habitual.
Pero no pudo siquiera ponerse cómodo, ya que la Tomasa se acercó a su habitación con un recado para él.
—Vaya, señor Mclister, no tiene usted muy buen aspecto, si me permite decirle. ¿Le apetece un caldo o algo así?
—No hace falta, gracias. ¿Qué era eso tan urgente?
—Una señorita inglesa me ha dejado una nota para usted. Si me lo permite, señor, se trataba de una joven muy bella, y parecía de alta cuna.
—Gracias, Tomasa —contestó Declan alcanzando la nota y cerrando la puerta tras de sí.
El recado rezaba así:
«Declan, soy Emma Watson. Me encuentro alojada junto a la familia Mendoza en el Hotel Inglaterra y nos quedaremos hasta el lunes. Me gustaría charlar contigo si es posible, tengo novedades que contarte».
Ya era tarde, y a Declan no le pareció adecuado importunar a Emma a aquellas horas, aparte de que necesitaba descansar imperiosamente. Le había picado la curiosidad su misiva y deseaba ver a la joven inglesa. Quizás de ese modo se olvidara de Perlita, aunque no aspiraba a tener con la institutriz el mismo tipo de relación que con la mulata.
Un par de meses atrás la institutriz se había dejado caer de nuevo por La Habana, pero él no pudo acercarse a saludarla. Una jornada de trabajo especialmente dura, más el cansancio acumulado tras una noche tumultuosa entre las piernas de Perlita, le dejaron hecho una auténtica piltrafa y no acudió a la cita.
El sexo con Perla era brutal, una experiencia cercana al éxtasis, pero su salud tanto física como mental se estaba resintiendo, y eso no lo podía permitir. Declan decidió entonces acabar con esa situación.
La mañana del domingo Declan amaneció con la mente más despejada. Quizás podría retomar con Emma el asunto del que habían hablado en su último encuentro. Tal vez fuera hora de abandonar Cuba para siempre y encaminarse hacia los Estados Unidos.
Quizás se precipitara en sus conclusiones. Después de todo, si Emma continuaba en Cuba sería por algo. Otra opción sería aceptar la antigua proposición de la joven inglesa. Si Emma le volvía a ofrecer trabajar para Mendoza, ya fuera en la plantación o con alguno de sus socios comerciales en la isla, podría aceptar para alejarse de allí.
—Buenos días, caballero —le saludó el conserje del hotel al llegar a recepción—. ¿En qué puedo ayudarle?
Mclister se encontraba más cómodo con el idioma. Su acento seguía siendo horrible y, a veces, le costaba hacerse entender. Pero por lo menos ya iba comprendiendo mejor a las personas cuando se dirigían a él en ese lenguaje que le parecía tan complicado.
—Buenos días. He quedado aquí con la señorita Emma Watson, ¿podría avisarle de mi llegada?
—Claro, señor, ahora mismo.
Mclister se dirigió entonces hacia los sillones mientras esperaba a Emma. Se había dado un baño y acicalado lo mejor que pudo, pero Declan sabía que no se encontraba en su mejor momento.
Minutos después Declan vio aparecer a Emma por un lateral. Mclister se levantó al instante y se encaminó hacia Emma, muy sorprendido por su apariencia. La muchacha estaba radiante, casi resplandeciente, muy lejos del tono apagado que lucía en su anterior encuentro.
Su piel blanca se había tostado ligeramente y había adquirido un matiz dorado y saludable. Sus mejillas arreboladas la hacían más atractiva, y sus hermosos ojos —los mismos que le encandilaron en primera instancia en la cubierta del Pegasus— brillaban más que nunca. Y por si fuera poco, el envoltorio estaba también a la altura, ya que Emma llevaba un vestido de gasas y tules que la favorecían aún más.
—¡Mi querido Declan! —saludó Emma en inglés con afectación—. Es un placer volver a verte, ha pasado mucho tiempo.
Mclister se acercó algo azorado, abrumado ante la nueva y arrolladora personalidad de la inglesa. Y es que Emma había aparecido allí como una persona diferente, alguien más segura de sí misma, pero también con una pátina que no le terminaba de agradar. ¿Qué le habría sucedido desde la última vez que se vieron?
El irlandés no supo cómo saludar a su antigua compañera de travesía, y sus torpes movimientos le jugaron una mala pasada. Emma le ayudó de un modo particular, plantándose a dos metros de él y mostrándole su mano derecha, enguantada y flácida. Declan la cogió con delicadeza y simuló un beso en su dorso, al mismo tiempo que hizo algo parecido a una reverencia que le hizo sentirse fuera de lugar.
Acompañó a la dama hasta los cómodos sillones del vestíbulo, sin tan siquiera saber si ella prefería dirigirse en otra dirección. No le gustó la actitud de Emma, ni la manera de hablar ni de moverse.
Después de los saludos de rigor, Declan fue directamente al grano:
—¿Y qué tal va todo por la hacienda de los Mendoza? Siento que no nos pudiéramos ver la última vez que estuviste en La Habana. Me pilló en un mal momento y no pude escaparme.
—Sí, algo me comentaron. He estado bien, muy ocupada en el ingenio de los Mendoza —aseguró Emma sin especificar nada antes de cambiar de tercio—. ¿Y cómo te va a ti en la ciudad? ¿Tienes pensado seguir trabajando en los muelles? Parece que te explotan más de lo debido, no tienes muy buena cara.
Declan se sintió ofendido ante la nula sutileza de su interlocutora. Si la primera impresión no le había convencido en absoluto, aquellas frases insulsas le dejaron más frío aún. Tal vez había sido un error encontrarse de nuevo con ella. Cada uno debía haber seguido su propio camino en la isla.
—Vaya, muchas gracias. Tú, por el contrario, te encuentras radiante. Veo que el sol del Caribe te sienta a las mil maravillas.
—No pretendía incomodarte, lo siento. No debí haber hecho ese comentario de tan mal gusto. Además, yo quería decirte que…
—¿Sí…?
Declan necesitaba olvidarse del malentendido, retomar su vieja amistad con Emma y, por qué no, encauzar la conversación por los derroteros en los que había pensado en un principio. Tal vez la joven quisiera reiterarle el ofrecimiento de Mendoza, ya fuera para trabajar en su ingenio azucarero, o en cualquier otro lugar de la isla. Mclister estaba dispuesto a alejarse de La Habana, sobre todo para no volver a caer en la dulce tentación de la sedosa piel de Perlita.
—En la anterior ocasión que vine a La Habana no pudimos coincidir, pero ahora las circunstancias han cambiado. Ya no soy la institutriz de los Mendoza, y yo…
—¡Vaya, lo siento! Lamento que hayas perdido tu trabajo, espero que tengas ya algo en mente. Y si puedo hacer…
—Creo que no lo has entendido, Declan. Ya no soy la institutriz de los Mendoza, ahora soy algo mucho más importante en esa casa —aseguró Emma con orgullo en su voz.
—No comprendo lo que quieres decir.
Mclister tardó todavía unos segundos en asimilar la verdad. Si Emma ya no era la encargada de la educación de los jóvenes Mendoza, pero seguía estando alojada en el hotel junto a ellos, eso solo significaba una cosa. ¡No podía ser!
—Hemos venido todos juntos a La Habana para arreglar unos asuntos, y quería que lo supieras por mí. El señor Mendoza y yo vamos a casarnos en las próximas semanas, y me encantaría que pudieras acudir a la boda como uno de mis invitados.
—Yo, perdona…, no sé qué decir.
—No te preocupes, lo comprendo. Tienes tiempo de pensarlo, no hay problema.
Emma le tendió a Mclister un elegante sobre en color crema. El joven lo abrió y extrajo una delicada invitación, donde se daban los detalles del enlace nupcial. La vista se le nubló a Declan durante unos segundos y prefirió guardar la cuartilla en el sobre de nuevo; ya la estudiaría con calma más adelante. Ahora debía reaccionar y borrar de su rostro el gesto de perplejidad que le envolvía desde que Emma había pronunciado esas fatídicas palabras.
¿Y por qué se sentía así? Declan no lo sabía, pero suponía que la boda le alejaría de Emma para siempre. La joven se había acercado a él, invitándole incluso al enlace, pero más por los viejos tiempos que por cualquier otra cosa, casi por compromiso.
—Disculpa mi impertinencia, Emma, pero no lo comprendo. ¿Una boda con Mendoza? Creí que…
—Sí, ya lo sé, puede ser algo precipitado. Pero Antonio no lo cree así. Durante las últimas semanas hemos estrechado nuestra relación y creemos que es la mejor solución para todos.
Declan estaba estupefacto, no lo comprendía. Emma había pasado de pedirle que le acompañara a Estados Unidos, huyendo de Cuba, a decirle que se casaba con su jefe. ¿Qué había ocurrido?
Emma continuaba con su pose altiva delante del resto de huéspedes y visitantes del hotel, pero sus ojos denotaban otra cosa y Declan no quiso insistir. Tal vez la procesión fuera por dentro, algo que Mclister no podía comprender. ¿Estaba sufriendo la señorita Watson?
—Emma, yo… lo lamento. No quería molestarte, es solo que me ha sorprendido mucho la noticia.
—Sí, ya sé lo que piensas. Antes pretendía dejar atrás la isla y ahora he cambiado de parecer drásticamente. Una ya va teniendo una edad, y las oportunidades se presentan solo una vez en la vida.
—Tal vez deberíamos habernos marchado juntos de aquí, a Boston o Nueva York, pero en el momento que me lo sugeriste no estaba preparado. Lo siento —reflexionó Declan en voz alta—. No quisiera parecer descortés, pero el casamiento me parece algo precipitado, por no decir una auténtica locura.
—No, perdóname tú, fui una idiota al abordarte de ese modo. Estaba asustada ante el panorama que se me presentaba en la hacienda, pero afortunadamente todo ha cambiado.
—Emma, no me refería a eso. Es una decisión muy complicada, hay que sopesar los pros y contras antes de aventurarse de ese modo.
—Es lo que hay, no me quedan más salidas. —Emma bajó de nuevo la voz al confesarse—. Me he carteado con mis hermanos, y la situación en Inglaterra es cada vez peor para mi familia. Ellos no pueden ayudarme, ni hacerse cargo de mí.
—No te veo muy contenta.
—Lo sé y lo asumo con dolor en mi corazón. Antonio necesita una mujer para no ser dado de lado por las fuerzas vivas de la isla, y yo me desenvuelvo bien en esos ambientes. En palabras de Antonio, nuestra boda será todo un éxito.
—Ya veo, el contrato comercial por excelencia. ¿Y qué ganas tú con todo esto?
—Mucho, Declan: posición social, estabilidad, dinero, riquezas y poder. Seré la mujer de uno de los prohombres de la isla.
Mclister intentó relajar el gesto, pero le fue imposible contenerse. Emma había cambiado demasiado, le parecía otra persona, y por mucho que él intentara convencerla de lo contrario, ella ya había tomado su determinación.
—Muy bien, veo que lo tienes todo muy claro. No sé para qué me has hecho llamar entonces, la verdad.
—No te pongas así, Declan. Quería contártelo en persona y, por supuesto, invitarte a mi boda. ¿Irás al enlace?
—No lo sé, Emma. Tenía pensado largarme de La Habana, y tal vez de la isla, así que no te puedo asegurar nada.
Mclister no pensaba acudir a aquella boda por nada del mundo, pero prefería curarse en salud. Había soltado esa frase por despecho, porque no entendía la actitud de la antigua institutriz. Pero en el fondo le había sonado bien al pronunciarla en voz alta. Estaba harto de La Habana, y Cuba se le hacía cada día más pesada. Tal vez fuera hora de emigrar por fin a Norteamérica, aunque fuera por su cuenta.
—Vaya, lamento escuchar eso. Espero que sea para bien, por supuesto. Parece que nuestras vidas nos llevan siempre por derroteros distintos, pero seguro que volveremos a encontrarnos en alguna otra ocasión.
—Seguro que sí. Te deseo lo mejor, disfruta mucho de tu vida.
Mclister se levantó del sillón, se despidió de la señorita Watson y salió del hotel a buen paso, sin mirar atrás. Sintió la mirada de Emma clavada en su espalda, pero prefería abandonar el Hotel Inglaterra lo antes posible. Ambos intuían que no volverían a encontrarse, aunque no porque Mclister saliera de Cuba para siempre…
Los siguientes días fueron complicados en la vida de Declan Mclister. Preguntó en los muelles, pero al parecer no había oportunidad de viajar a Estados Unidos en las próximas semanas, por lo que se resignó a seguir en la isla una temporada.
Estuvo buscando otro tipo de trabajo en la ciudad, e incluso preguntó a conocidos por si tenían noticia de algún empleo en otra población de la isla. Si no podía salir de Cuba, por lo menos de momento, prefería alejarse de La Habana. De ese modo podría dejar atrás a Perlita, la hacienda Mendoza y todo lo que tuviera que ver con lo vivido hasta entonces en su peripecia americana.
Mclister cayó en un trastorno depresivo y sus compañeros lo notaron. Siguió trabajando en los muelles, pero su alegría de vivir se había evaporado. Ya no bromeaba con sus compadres, ni aceptaba las chanzas de los demás. De hecho, a Íñigo y a otros bocazas del muelle ya les había dejado las cosas muy claras. Aun así, los puños del irlandés tuvieron que emplearse a fondo en más de una ocasión para zanjar cualquier asunto.
El joven oriundo de Cove necesitaba el dinero para subsistir, pero Samuel estaba más que harto de su pupilo irlandés: desidia, insubordinación, bajo rendimiento y, además, broncas todo el día. Declan intentaba no frecuentar las tabernas del puerto, porque cada vez que acudía a una terminaba en una trifulca. La situación se volvió insostenible y, al final, Mclister perdió su empleo. Su jefe tuvo que despedirle al ver el cariz que estaba tomando la situación, aunque en el fondo apreciaba al muchacho y no le deseaba ningún mal.
—Esta es tu última paga, irlandés. Haz buen uso de ella, creo que tienes deudas por media ciudad. Yo de ti me plantearía las cosas de otra manera: al final acabarás destripado en cualquier callejón. O tal vez sirvas de comida para los peces de la bahía, tú verás.
Declan abandonó el puerto, camino de su pensión. La Tomasa tampoco le pasó ni una más, y le amenazó con echarle si no pagaba religiosamente. Las siguientes jornadas fueron horrendas. Estuvo cuatro o cinco días encerrado en su habitación, impidiendo siquiera que la Tomasa limpiara el cuarto. Con la única compañía de unas botellas de ron, Mclister se entregó a la autodestrucción total.
No comía, no salía a la calle, no dormía. Se empecinaba en flagelarse y castigarse por cosas que solo estaban en su cabeza: la muerte de sus padres, la boda de Emma, su mala suerte en la isla, su pasión devoradora por Perlita y otras tonterías que le dejaron el cerebro a punto de la licuefacción.
Fueron William y Raúl quienes consiguieron sacarle de allí a la fuerza. Le ayudaron a lavarse y vestirse, e intentaron adecentarle del mejor modo posible antes de poner un pie en la calle. Mclister había pasado los últimos días en penumbra, como un animal enjaulado, y el cambio fue demasiado brutal para sus sentidos inhibidos. La intensidad de la luz caribeña le atravesó el cerebro sin misericordia y aumentó la dolorosa jaqueca que ya le asediaba desde hacía días.
—No, por favor —gemía entre susurros—. Dejadme en paz, no quiero hacer nada.
—Venga, anímate —contestó Raúl—. Tienes que enderezar ese cuerpo y alegrar un poco esa cara, pareces recién salido de la tumba. Que te dé un poco el aire, ya verás como te sienta bien.
—¡No quiero! Este mundo es una mierda, y yo no quiero formar parte de él. Hubiera sido mejor morir yo en aquel incendio en lugar de mis padres.
Raúl no entendía nada, tampoco conocía la vida de Declan al detalle. William sin embargo asintió, ya que él sí conocía la desgracia de la familia Mclister, allá en Irlanda.
—Anda, no digas más tonterías —le contestó William en inglés, intentando llegarle al corazón—. Espabila, tenemos una sorpresa para ti.
—No me gustan las sorpresas, siempre acaban por joderme la vida, Will —respondió algo más calmado el irlandés en su propia lengua.
—¡Maldita sea! —gritó Raúl—. Hablad en cristiano de una puñetera vez o me voy de aquí y os dejo solos.
—De acuerdo, tranquilo —contestó William.
La sorpresa que le tenían preparada a su antiguo compañero fue la posibilidad de un empleo en una de las tabernas del puerto. No era la más elegante de la zona, pero tampoco una de las peores. Tal vez no fuera lo más apropiado para su situación, pero Mclister debía cambiar su comportamiento destructivo.
Cuando Declan conoció las intenciones de sus amigos protestó, pero no le quedó otro remedio. Intentó comportarse delante del dueño de la taberna y le aseguró que había trabajado de mesero en su lejana tierra. Ninguno de los allí presentes le creyó, pero todos parecían dispuestos a darle una oportunidad.
—Está bien, maldita sea —sentenció Julio, el dueño de la taberna La Milagrosa—. Este chico tiene cara de muerto, la verdad, pero sus ojos no me engañan. Es buena gente y por esta vez voy a ayudaros. Pero te lo advierto, Raúl. Si hay algún problema con él, te haré directamente responsable de lo que suceda en mi local.
—Todo irá bien, ya lo verás —contestó el interpelado—. ¿Verdad, irlandés? Declan trabajará como el que más y te demostrará que no te equivocas al contratarle.
—Habrá que comprobarlo, Raúl, no las tengo todas conmigo. Bueno, primero que se recupere un poco, le veo falto de forma —dijo Julio antes de dirigirse directamente a Declan—. A ti te espero el lunes que viene a las nueve en punto de la mañana, hay mucho que hacer en la taberna. Y no me falles.
Declan levantó las manos en señal de asentimiento, musitando unas escuetas gracias que casi nadie escuchó. Comprendió que era la única manera de olvidar el pasado, aunque tendría que tener mucha fuerza de voluntad allí dentro para no caer de nuevo en las garras del alcohol.
Mclister comenzó de nuevo y trabajó con ahínco para no pensar en nada más. Llegaba a la pensión destrozado, medio muerto después de una jornada agotadora. Y eso que pensaba que la labor en el puerto era más dura. En aquel tugurio de mala muerte era un simple empleado, pero no perdía la ilusión por prosperar en la isla.
Al final desestimó abandonar Cuba, al menos de momento. Su sueldo era escaso, pero intentaba ahorrar para un futuro que todavía se mostraba descorazonador.
Meses después, ya más afianzado en su nuevo puesto, llegó hasta sus oídos la noticia del enlace nupcial entre Emma Watson y Antonio Mendoza; una boda de la que se hicieron eco en las páginas de sociedad de los periódicos cubanos. Emma se había convertido en una persona muy importante en la isla, pero a Declan no le importaba. O eso se decía a sí mismo, castigándose por algo en lo que no tenía ni voz ni voto.
Por supuesto no acudió al evento, pero no se arrepentía. Él no pintaba nada en una boda de alto copete; se hubiera sentido como un pez fuera del agua en semejante ambiente. No le deseaba ningún mal a la nueva señora Mendoza, ni siquiera a su marido, pero prefería no volver a saber nada de ellos.
En esos días, alguien desconocido hasta entonces para Declan vino a sacarle de su ensimismamiento. Se trataba de un nuevo parroquiano que se encontraba de paso en la ciudad, ya que permanecería únicamente unos días en La Habana por negocios. El señor Maestro, que así se llamaba, era un terrateniente español que tenía su propiedad a muchos kilómetros de la capital, en la provincia de Cienfuegos. Y, por lo visto, aquellos días le gustaba acudir cada noche a La Milagrosa para tomar un trago mientras charlaba con aquel mesero tan poco habitual en la isla.
—Buenas noches, don Andrés. Veo que está de vuelta por aquí, me alegra verle —aseguró Declan nada más cruzar sus miradas.
—Sí, muchachu, ya estoy aquí de nuevo. Me he acostumbrado a tomarme una cerveza fresquita mientras charlo un rato contigo, por lo menos hasta que regrese a mi casa.
—Honor que me hace… Pero que no se entere mi jefe de que estoy de cháchara, que si no me veo de nuevo en la calle sin un penique.
—Ya será menos. Además, si te quedas sin trabajo siempre te puedes venir conmigo a Cienfuegos. Hombres como tú son necesarios para sacar este país adelante, y en mi casa no te iba a faltar de nada.
—Le tomo la palabra. Igual luego se arrepiente de su ofrecimiento.
A Declan le cayó simpático aquel señor. Al parecer había salido de su tierra natal, un pueblecito situado en la costa cantábrica española, en el norte del país, hacía más de treinta años. Llegó a Cuba con una mano delante y otra detrás, pero en ese momento tenía una próspera situación y era un hombre respetado en su comunidad.
—Tengo mis problemas, claro, como todo el mundo —aseguró Maestro—. Entre otras cosas, por abolir la esclavitud en mis propiedades, aunque también hay otros asuntos. La verdad es que los últimos años están siendo complicados.
—¿Y eso? —preguntó Declan con curiosidad.
—Las guerras no hacen bien a nadie, y da igual si te posicionas o no, siempre sales escaldado.
—Vaya, lo lamento.
—No te preocupes, ya pasó. Esta guerra se está acabando y los cubanos no obtendrán nada a cambio. Y, como nos descuidemos, Estados Unidos querrá sacar también beneficio. Si se les mete en la cabeza que Cuba se convierta en un nuevo estado norteamericano, los gringos lo conseguirán.
—Muy claro lo ve usted, don Andrés. No creo yo que España lo permitiera: no iba a regalar sus posesiones a los yankies sin luchar.
—Yo, por si acaso, he tomado una decisión de la que igual me arrepiento. Se supone que servirá para mejorar la producción en mis tierras, pero seguro que me granjeo enemigos al comprar esas máquinas y contratar ingenieros americanos para ayudarme a procesar mejor la producción. Y ahí tú podrías ayudarme.
—¿Yo? No sé en qué podría servirle.
—Los gringos no hablan bien el español, y yo solo chapurreo unas palabras de inglés. Tú dominas los dos idiomas, podrías ser el enlace entre los ingenieros y mis hombres. Además, seguro que luego podrías encargarte de otros menesteres en mi propiedad; pareces un chico listo.
—Muchas gracias, don Andrés. Pero no sé yo si sería capaz de realizar ese trabajo. Sí, hablo inglés y español, pero no tengo ni idea de maquinaria agrícola ni del funcionamiento de una plantación. Además, no sé si mi jefe estaría muy contento con mi marcha.
—Tu jefe no sé, pero creo que tú necesitas un cambio. Me da en la nariz que no estás muy a gusto en La Habana. Te ofrezco la oportunidad de comenzar una nueva vida, lejos de aquí pero sin salir de Cuba. ¿Qué me dices, muchachu?
—No lo sé, me gustaría pensármelo antes.
—Lo comprendo, pero no tengo mucho tiempo. En dos días regreso a Cienfuegos, y tardaré mucho en volver a La Habana. Tienes hasta mañana por la noche para pensártelo. Vendré aquí a esta misma hora y me comunicarás tu decisión. ¿De acuerdo?
—Muy bien, trato hecho. Le daré entonces una respuesta mañana mismo, y le aseguro que no será fácil tomar una decisión.
El terrateniente dejó una generosa propina encima de la barra y salió de la taberna despidiéndose de Declan con un leve gesto de cabeza. El irlandés se quedó pensativo unos momentos, sonriendo, mientras aquel señor se alejaba.
El señor Maestro consiguió finalmente convencer a Declan para que abandonara su trabajo en la taberna, dejara atrás La Habana y todos los infortunios vividos en la capital, y le acompañara a su plantación de Cienfuegos, conocida como La Hacienduca.
El viaje fue largo y penoso, los caminos interiores de la isla no estaban en tan buenas condiciones como los de la ciudad habanera y sus alrededores. Andrés Maestro poseía un carro cubierto donde había cargado sus provisiones, un vehículo distinto de los que Declan había visto entre los potentados de la capital —esas calesas tan elegantes donde las señoronas de La Habana se paseaban sin pudor—, pero que al montañés le servía muy bien para sus propósitos. Y en él se montaron al día siguiente de sellar su acuerdo con un apretón de manos; no les hacía falta nada más como hombres de palabra que eran los dos.
Les acompañó en el viaje un joven negro que trabajaba en casa del señor Maestro. Se trataba de Compay, el hijo del hombre de confianza de Andrés en su finca de Cienfuegos. El chico quería comenzar a ganarse el jornal y había acompañado al jefe de su padre hasta La Habana. De ese modo podría ayudarle a conducir el carromato, hacerse cargo de las bestias, cargar las provisiones y todo lo que el patrón demandara.
Debían atravesar algunas zonas conflictivas de Cuba donde todavía podían cruzarse con mambises, los cubanos que luchaban por la independencia de su pueblo, escondidos en campamentos clandestinos alejados de la civilización.
Andrés Maestro le explicó la situación a Declan, para que no le pillara de improviso llegado el momento. El irlandés no le hizo demasiado caso, pensando que eran fabulaciones de aquel hombre. Hasta ese momento, Mclister únicamente había vivido en la burbuja de La Habana, algo alejado de los verdaderos problemas importantes que ocurrían en otros puntos de la geografía cubana, por lo que le parecía algo irreal.
Afortunadamente, el viaje fue más plácido de lo que habían supuesto y no se cruzaron con demasiadas personas. A Declan únicamente le llamó la atención un grupo de individuos mal encarados con los que se cruzaron a medio camino: media docena de tipos armados hasta los dientes, acompañados por una jauría de perros muy agresivos.
—Buen día, amigo —saludó el cabecilla del grupo—. Disculpe las molestias, solo queríamos saber si se han cruzado ustedes por el camino con algún cimarrón.
—No, buen hombre —contestó Maestro—. La verdad es que estamos teniendo un camino muy tranquilo desde La Habana. Y, desde luego, no hemos visto ningún cimarrón suelto ni en grupo.
—Muy bien, señor, muchas gracias. Pero tengan cuidado, puede que haya alguno por los alrededores. Esos malditos esclavos se escapan y se unen a los grupos de cimarrones que viven en las cuevas y colinas de esta zona.
—Así lo haremos, pierdan cuidado. Espero que tengan suerte con la búsqueda. Buenos días.
El que llevaba la voz cantante del grupo saludó con una reverencia al paso del vehículo y se quitó de en medio para que los viajeros continuasen su camino. El irlandés no pudo reprimir más su impaciencia y abordó a don Andrés nada más dejar atrás a aquellos hombres.
El señor Maestro le confirmó a Declan que aquellos tipos eran rancheadores, encargados de perseguir a los esclavos que se escapaban de las plantaciones. Hombres duros que vivían en el filo de la ley y que utilizaban todos los medios a su alcance para la caza de los negros huidos.
—No es fácil la vida del negro en esta isla —sentenció Declan.
—No, no lo es. Ni sé si alguna vez podrán vivir en paz y armonía con los blancos y, sobre todo, con igualdad de derechos y deberes.
—Eso me parece bastante complicado, la verdad. Pero bueno, el primer paso es abolir la esclavitud, como ya se ha hecho en Estados Unidos y en otras islas de nuestro entorno.
—Te veo bien informado en ese aspecto, Declan. Pero sí, tienes razón. Y en Cuba caerá más pronto que tarde, ya lo verás.
—Ojalá sea cierto. Y esperemos que el resto de nuestro trayecto sea tranquilo y no nos crucemos con rancheadores, cimarrones o mambises.
—Dios te oiga, muchachu.