SUANCES, ABRIL DE 1881

UN HUÉSPED MUY PARTICULAR

 

Durante esos días el enfermo fue recuperando las fuerzas y también su estado de ánimo. O eso supuse al hablar con él. El extranjero se tomaba cada vez más confianzas conmigo y no se lo iba a permitir. Lo primero de todo, porque yo era una señorita respetable. Y lo segundo, porque el tal Mclister estaba en casa bajo nuestros cuidados y debía ser más respetuoso con todos los miembros de la familia.

La hinchazón de la cara del viajero disminuyó, y los traumatismos provocados por la paliza remitieron con más celeridad de lo esperado en un caso de esas características, o eso me dijo, al menos, don Anselmo. Al parecer nuestro nuevo huésped tenía una gran capacidad de curación y cicatrización dentro de su organismo. Eso me permitió observarle con más detenimiento cuando iba a su habitación para llevarle la comida, los medicamentos o cualquier otra cosa. Mi madre delegó en mí para atender al enfermo, ya que ella tenía otras cosas que hacer, aunque su mirada me dijo a las claras que me vigilaría muy de cerca. Sabe más el diablo por viejo que por diablo.

Declan tenía una mirada limpia, sin atisbo de maldad. Sus labios carnosos habían recuperado casi su forma habitual, y ahí pude atisbar un deje irónico, casi cínico, que dibujaba su boca en algunas ocasiones. De todos modos pensé que se trataba de una buena persona y que realmente había sido asaltado por unos desaprensivos. Quizás su actitud ante la vida fuera la única que un hombre de mundo se podía permitir para sobrevivir fuera de su hábitat natural.

Continué atendiéndole del mejor modo posible durante su convalecencia, mientras la impaciencia de mi madre crecía por momentos. Se veía a las claras que no quería tener al extranjero en nuestra casa y que había cedido solo por la mediación de don Anselmo.

—En cuanto el médico lo disponga, ese hombre tendrá que abandonar la habitación. Ya sabes cómo son las comadres del pueblo, y no quiero habladurías sobre mi familia.

—No sé a qué se refiere —contesté con fingida inocencia—. El pobre sigue muy malherido y no creo que deba moverse de momento.

—Eso lo tendrán que decidir los médicos, Amayuca, no tú. Y, por supuesto, las autoridades. Tampoco sabemos lo que le ocurrió realmente; tenemos solo su versión.

Cuando comuniqué que el extranjero se expresaba perfectamente en nuestro idioma, todos —incluido el médico— soltaron un suspiro de alivio. A nadie pareció sorprenderle que un irlandés hablara español con acento cubano, así que yo no iba a ser diferente. Pero, de todos modos, sabía que las horas de Mclister en Casa Abascal estaban contadas. Y eso me apenó, no podía negarlo.

Me había acostumbrado a demorarme unos minutos en su cuarto cuando acudía a atenderle. Me gustaba charlar con él, aunque tuviera que estar alerta para captar el tono burlón con el que a veces me respondía. Tal vez era simplemente un mecanismo de defensa. Al fin y al cabo él tampoco nos conocía y se encontraba en una casa extraña, mantenido y atendido por personas de las que no sabía apenas nada.

Yo siempre he sido muy curiosa y, aunque no quería molestar a nuestro invitado, a veces pecaba por exceso y le preguntaba cosas que quizás debería haber callado.

—¿Y cómo acabó en Cuba, señor Mclister? —pregunté—. No parece un destino natural para un irlandés, ¿me equivoco?

—No se equivoca, señorita Abascal. Si le parece, puede llamarme Declan. El señor Mclister era mi padre, que en paz descanse.

—Vaya, lo siento, lamento su pérdida —contesté azorada—. De acuerdo, Declan, pero solo si a mí me llama por mi nombre, Amaya.

—Por supuesto, Amaya. Y no se preocupe por nada. De hecho la muerte de mis padres fue el detonante para que yo acabara en Cuba.

Mis cejas se alzaron perplejas ante su afirmación. Callé por unos segundos, esperando algún tipo de explicación, y Declan consintió entonces en contarme algunas de sus peripecias.

—Ocurrió hace ya siete largos años, parece mentira lo rápido que pasa el tiempo…

El irlandés me narró entonces lo sucedido en su pueblo natal en aquella infausta noche. La tragedia acaecida en su familia le obligó a tomar una determinación, y sus decisiones le llevaron hasta Cuba.

—El destino final del barco era Virginia, previo paso por Florida, pero yo me quedé en Cuba. Estaba harto de la travesía por el océano y quería poner pie en tierra lo antes posible. Contraje una deuda antes de subir al buque, pero ya la había saldado y nada me ataba ya al Pegasus o al señor Douglas, el oficial al que servía. Además, fue llegar al Caribe y enamorarme de su luz. La Habana es una ciudad especial, y nada más conocerla sentí que aquel sería mi verdadero destino.

—Ya veo… Y ahora de nuevo en Europa. Aunque Suances no tiene mucho que ver con Irlanda, me parece a mí.

—Bueno, no es tan diferente. La costa del norte de España y la del sur de Irlanda tienen bastantes similitudes, la verdad. Pero es cierto, he dado muchos tumbos últimamente. Otro día hablamos de ello. Creo que ahora debería descansar un poco. Me encuentro algo fatigado y…

—Claro, claro —asentí ante su cambio de actitud. Quizás era pronto para contarme su historia, o tal vez el irlandés prefiriera olvidarse del asunto. Era hora de salir de allí. Bastante había molestado ya a nuestro huésped ante el aparente poco control que ejercía mi madre sobre mí en ese sentido—. En otro momento, ahora lo mejor será descansar para recuperar fuerzas.

El resto de la semana pasó en un suspiro. Nelu y mi abuelo se dejaban caer de vez en cuando por la habitación del Trasgu para saludar al irlandés y ver cómo se encontraba, pero mi madre les decía que no debían molestarle demasiado. El hecho de que Declan hablara español fue el detonante para que la curiosidad hacia su persona creciera en el resto de la familia. Ya no era yo la única que se sentía extrañamente atraída por nuestro peculiar visitante.

Sin embargo, hubo una excepción a esta regla. María ni siquiera se acercó a la habitación del irlandés, detalle que me sorprendió bastante. Ella también era curiosa por naturaleza, una joven lozana y pizpireta, llena de vida. Tal vez no quisiera saber nada de enfermos, o simplemente obedecía las órdenes de nuestra madre de no acercarse por allí. Hasta el comienzo de la siguiente semana, donde todo dio un giro radical en nuestras vidas.

El lunes por la mañana don Anselmo se acercó a nuestra casa, acompañado por don Severino, el médico oficial de Suances por aquel entonces. El viejo doctor ya había puesto en antecedentes de lo ocurrido a su sucesor y le había explicado las medidas tomadas para aliviar al enfermo, todavía postrado en la cama.

María y Nelu se encontraban en el colegio aquel lunes cuando los dos galenos llegaron a la habitación del Trasgu, flanqueados por mi madre. Yo me hice la encontradiza y los acompañé, pues temía que la severa mirada de mi madre me echara de allí al instante.

Don Severino examinó a Declan en presencia de don Anselmo. Yo permanecí a unos metros de distancia, junto a la entrada del cuarto, para no entorpecer su labor y pasar algo más desapercibida a ojos de mi madre.

—Tenía usted razón, don Anselmo. El joven está curando con prontitud. En unos días podrá abandonar la cama y empezar a hacer vida normal para recuperarse del todo. ¿Quién le hizo esto? —preguntó don Severino al paciente.

—No lo sé, doctor, la verdad es que no recuerdo nada. Estaba tomando algo en una taberna de Santillana del Mar y cuando desperté me encontraba ya en esta habitación. Entre medias hay una laguna en mi mente que no logro recordar.

—Es extraño, la verdad. Y después aparece usted en Suances, tras caer de un carromato cuyo origen desconocemos.

—Así es, doctor. No sé si me caí, o si me arrojaron al camino. Tampoco sé por qué acabé en Suances. Yo estaba buscando trabajo y me dijeron que por la zona podría encontrar algo, pero no recuerdo nada más.

—Ya veo. Bueno, habrá que avisar a las autoridades. Si unos maleantes le asaltaron, le dieron una paliza y le robaron su dinero, hay que denunciarlo cuanto antes.

—Sí, no se preocupe —respondió Declan con ese rictus que yo ya conocía—. En cuanto esté más recuperado acudiré a las autoridades. Ustedes ya han hecho bastante por mí. He perdido todos los ahorros que tenía, pero por lo menos puedo contarlo.

Se veía que Declan no quería más problemas, y no parecía tener intención de cumplir lo prometido. Tal vez lo que pretendía era librarse de las miradas inquisitorias de las personas que rodeaban su lecho y esperaba que se apiadaran de él por su estado. ¿Tendría Declan algo que ocultar? Lo averiguaría si estaba en mi mano.

—De acuerdo, joven. Don Anselmo ha hecho un buen trabajo, y veo que usted se recupera con rapidez. Siga con el tratamiento durante unos días más y acuda a mi consulta en cuanto pueda.

—Gracias, doctor, así lo haré.

Al mediodía le acerqué a nuestro huésped la comida e intenté entablar conversación con él, ya que le notaba algo distraído. Quise insistir y preguntarle lo que le sucedía, pero enseguida escuché a mi madre gritar través de las paredes:

—Date prisa, tenemos mucho por hacer todavía en el huerto.

Declan hizo un gesto con los hombros, dándome a entender que no podía quedarme de cháchara con él, por lo menos en ese momento. Y es que mi padre, que en gloria esté, había tenido la feliz idea, años atrás, de plantar un huerto en la parte lateral de la finca, justo al lado del edificio donde vivíamos nosotros. En primavera plantábamos lechugas, tomates, calabazas, maíz, vainas y otras verduras que había que recolectar en otoño, una tarea que odiaba profundamente.

Mi madre me recordaba siempre que el pequeño huerto nos proporcionaba comida para nosotros y, a veces, dependiendo de la cosecha, teníamos incluso excedente que podíamos vender. Y la primavera era la época en la que había que sembrar para luego recoger.

Siempre había cosas por hacer en Casa Abascal. Y yo había aprendido a buscarme tareas por mí misma, antes incluso de que mi madre me llamara la atención. A la fuerza ahorcan, y con los años había aprendido qué era lo mejor para mí. A veces metía la pata y me ganaba la reprimenda de todas formas. Pero otras veces, las menos, mi madre esbozaba una sonrisa de satisfacción mientras soltaba:

—Así me gusta, Amayuca. Una mujer de su tiempo no puede estar todo el día mano sobre mano; siempre quedan cosas por hacer en la casa. Y eso que todavía no tienes una familia que atender, ya verás cuando te cases y tengas hijos…

Yo ignoraba sus pullas, porque sabía a qué se refería. Con mi edad ya se iba acercando la hora de que me casara, según decían ella y sus comadres, para que me hiciera una mujer de provecho. Y eso no tenía por qué significar que tuviera que salir de Casa Abascal y empezar una nueva vida junto a mi supuesto marido. No, la matriarca de la casa esperaba que todos siguiéramos allí, bajo su cobijo. Al fin y al cabo yo era su mejor ayudante en las tareas domésticas, y no iba a dejarme marchar tan fácilmente.

Pero yo no estaba dispuesta todavía a enclaustrarme en vida con un hombre. Me consideraba aún muy joven para asumir ese tipo de responsabilidades y no quería ser como el resto de las mujeres de mi edad. Vivía en un pueblo pequeño, era cierto, pero tenía otras ambiciones. Años atrás hablaba de ello con mi padre, pero ahora me faltaba su consejo. Y, claro, mi mente recordó nuestras conversaciones sobre ese asunto.

Yo le contaba que de mayor quería ver mundo. Y él me daba la razón mientras me acariciaba la cabeza en un gesto muy suyo, consolándome y asegurándome que yo podría hacer lo que quisiera en la vida. Esos sueños de juventud se habían roto con su trágica muerte y maldije de nuevo el aciago día en que fue a Santander para tratar con los proveedores.

Esa misma tarde, cuando los pequeños regresaron del colegio, le pedí a María que me ayudara a doblar la ropa de cama que ya estaba seca. Afortunadamente llevaba días sin llover, y la ropa pudo secarse a la intemperie, y no dentro de casa junto a la lumbre, donde al final siempre acababa ahumada.

Nelu correteaba a nuestro lado sin parar, mientras nosotras nos afanábamos en terminar la tarea en el antepatio antes de que mi madre apareciera por la puerta, enfrascada todavía con otras tareas. Vi al niño salir de la casa grande con gesto travieso y pensé que seguramente habría hecho alguna trastada de la que más tarde nos enteraríamos.

Continuamos con la labor, y unos segundos después distinguí en el rostro de María el reflejo de una profunda sorpresa. Creí incluso intuir un ligero fulgor en sus ojos y noté cómo sus mejillas se tornaban sonrosadas. Yo me encontraba de espaldas a la casona de huéspedes y no pude ver el motivo de su desasosiego hasta que no me di la vuelta. Y entonces, casi a la vez, las dos hermanas dejamos caer al suelo la colcha que estábamos doblando.

—Señor Mclister, ¿qué hace usted levantado? —le escuché decir a mi madre tras aparecer justo a la espalda del irlandés.

—No se preocupe, señora Inés. Ya me encuentro mucho mejor y solo quería pasear un poco para que me diera el aire. Me voy a volver loco ahí encerrado…

Y dicho esto nos lanzó una sonrisa devastadora que tuvo un curioso efecto sobre nosotras. Yo me azoré al instante, pero reaccioné con rapidez. Me agaché a toda velocidad, antes de que mi madre se diera cuenta de que la colcha limpia se arrastraba por el suelo. De ese modo alejé de mí esos ojos retadores, pues temía que todos se dieran cuenta de mi desasosiego.

Miré con disimulo a María mientras me agachaba, y mi ansiedad aumentó por momentos. La muchacha contemplaba embelesada al irlandés, sonriendo como una boba mientras sus mejillas se arrebolaban sin darse cuenta. Mi madre también se percató de la situación y actuó con presteza, con cuidado de no llamar demasiado la atención.

—Nelu, acompaña a nuestro huésped hasta el huerto. Así podéis dar una pequeña vuelta por la finca, antes de que el señor Mclister regrese a su habitación para seguir descansando.

No se trataba de una recomendación, ni mucho menos. Era una orden, tanto para mi hermano como para Declan. Ambos se dieron cuenta a la perfección y obedecieron sin rechistar. Nelu asintió y se quedó al lado de Mclister, por si el irlandés necesitaba apoyarse en él mientras caminaba despacio, todavía con temor después de la paliza recibida.

—Gracias, señora Inés. No se preocupe, solo quiero respirar un poco el aire fresco. Enseguida regresaré a mi habitación y me portaré bien.

Esto lo dijo mirando hacia nuestra posición mientras nos guiñaba un ojo. María no perdía ripio y seguía a su aire mientras jugaba con un mechón de pelo que mordía sin disimulo; un gesto suyo característico que me hizo reaccionar, aunque mi madre volvió a adelantarse y bramó nuevas órdenes para nosotras.

—No tenemos todo el día. En la cocina hay tarea de sobra para las dos, que os veo muy ociosas hoy. Creo que las vainas y las patatas no se pelan solas, ¿verdad?

El gesto fiero de mi madre no admitía réplica, y ambas lo sabíamos. Desde luego el magnetismo de Declan no había hecho mella en su carácter, que seguía como de costumbre. El semblante de María se endureció ante sus órdenes, quizás decepcionada por perderse la diversión que tenía hasta ese momento. Y es que la aparición del joven irlandés la había sumido en un estado en el que nunca la había visto. ¿Sería algo casual?

Mi hermana acababa de cumplir los trece años, pero se estaba convirtiendo en una mujer a marchas forzadas. Meses atrás, después de las últimas Navidades, se asustó mucho al presentársele el período por primera vez. Tuvimos que tranquilizarla cuando la niña vio sangre entre sus piernas y creyó que le sucedía algo grave. Y, claro, nuestra madre comenzó a explicarle a María lo que ese hecho significaba para una mujer.

En esos pocos meses mi hermana había dado un cambio radical. Todavía tenía un rostro de niña inocente, pero su cuerpo se transformaba muy deprisa. Sus caderas se redondeaban, y un más que generoso busto para su edad empezó a crecer en su pecho. Aquellas curvas no habían pasado desapercibidas en nuestro entorno, incluyendo a algunos chicos de su colegio que empezaban a mirar a mi hermana de un modo mucho más atrevido.

Quise alejar los pensamientos extraños que se estaban apoderando de mi mente. ¿Qué me sucedía? No podía ser el aguijonazo de los celos, aunque algo extraño me ocurría. Y las miraditas entre Declan y María tenían mucho que ver.

Mi hermana me había superado en altura, y eso que todavía era una cría. Sus formas voluptuosas se empezaban a hacer evidentes, a pesar de que mi madre intentara disimularlo con ropa amplia. María era una niña preciosa y pronto se convertiría en una bella mujer.

Tenía el pelo rubio, recogido con dos infantiles coletas casi todo el tiempo. Ojos grandes de color miel y un rostro sonrosado repleto de diminutas pecas. Una pequeña ninfa que llamaba la atención, por mucho que a mi madre le costara trabajo aceptarlo. Mi padre se habría sentido orgulloso de su hija pequeña, aunque seguramente también lo habría pasado muy mal al intuir lo que acontecería entre el género masculino cuando la niña siguiera creciendo.

Yo era bajita, y con mi edad ya no iba a crecer demasiado. Tenía una melena larga, de color azabache, y unos ojos oscuros herencia de mi padre. No me consideraba guapa, pero mi madre decía que era «resultona». Tampoco tenía un pecho abundante y eso siempre me había creado algo de complejo, aunque mis rotundas caderas hacían de excelente contrapunto. Hasta que aquella mocosa devolvió la sonrisa a Declan y yo me sentí totalmente ignorada.

Con la confusión del momento no me había percatado del todo del increíble cambio de Declan desde la última vez que le había visto, allí en su habitación.

—Buenas tardes, señoritas —dijo el irlandés con tono guasón antes de desaparecer de nuestra vista.

Nosotras nos dirigimos hacia la cocina, mientras Nelu acompañaba a Declan en su corto paseo. Reprendí a María con la mirada, y ella agachó la cabeza avergonzada. Todavía era una niña, pero habría que vigilar sus actitudes. Y no por celos, o eso me decía a mí misma en ese instante, sino porque no hubiera malentendidos a partir de entonces.

En los segundos que transcurrieron hasta que Declan me dio la espalda pude contemplar su rostro totalmente rasurado y el pelo algo más arreglado. Quizás Nelu le había llevado útiles de afeitar y por eso salió de casa con ese gesto momentos antes. Aunque tal vez había sido mi abuelo el culpable de esa transformación, a juzgar por la ropa que llevaba puesta el viajero cuando apareció ante nosotras. Desde luego el irlandés tenía a los hombres de la casa de su parte, o eso creí entender en ese momento.

El güelu había sido un hombretón bastante grande en sus buenos tiempos, aunque los achaques de la edad le habían encorvado la espalda. Declan era alto y ancho de espaldas, y por eso pensé que su ropa solo podía pertenecer a mi abuelo. No le quedaba perfecta, pero con el pantalón de pana, la camisa y la chaqueta, más la mejora en un rostro donde casi habían desaparecido los moratones, hizo que el cuadro general ganara mucho. Y todas las mujeres de la casa, incluida mi madre, nos habíamos dado cuenta enseguida de la mejoría.

No es que creyera que Declan fuera de mi propiedad por haber sido la primera que le vio, allí tirado de cualquier manera en medio del camino, pero algún pensamiento similar cruzó por mi mente durante esa tarde. No podía negar la evidencia: Declan me parecía un hombre muy atractivo, y preferí que nadie se percatara de ello. La situación solo nos acarrearía problemas y el gesto adusto de mi madre me dio a entender que ella no pensaba tolerar ni una alegría a sus hijas.

Un rato más tarde escuchamos regresar a Declan y a Nelu desde el huerto, mientras charlaban animadamente de camino a la habitación del Trasgu. Me asomé a la puerta de nuestra casa y sorprendí a mi madre en una de las ventanas de la planta superior de la casona principal, oteando el horizonte como un ave rapaz y controlando tanto lo que hacíamos nosotras como Nelu y nuestro huésped. A la señora Inés no se le escapaba una y andaba con la mosca detrás de la oreja, algo que no podía ser bueno para ninguno de nosotros.

La mirada de hielo que me lanzó mi madre me obligó a resguardarme en la cocina y proseguir con la tarea, pero eso no me impidió escuchar lo que ocurría en el exterior, justo en la zona que delimitaba el edificio principal de Casa Abascal de lo que era nuestro humilde hogar, situado a escasos metros de la fachada principal de la finca.

—Gracias por acompañarme, Nelu. —Declan se había aprendido el nombre con el que llamábamos a mi hermano, y le trataba con franca familiaridad—. Toda la propiedad es muy hermosa; me ha gustado mucho pasear por el huerto, me trae buenos recuerdos del pasado…

—De nada. No se preocupe, le acompaño hasta su habitación.

Mi hermano era un pequeño diablillo, pero cuando quería se comportaba como un niño muy educado. Mis padres le habían enseñado buenos modales, aunque a veces se le olvidaran en sus múltiples travesuras. Algo que no le solíamos tener en cuenta. Para eso era el pequeño de los Abascal, el ojito derecho de mi madre y el más mimado de la familia.

—No me llames señor, o te llamaré yo Manuel… —replicó Mclister—. Me puedes llamar Declan, tampoco soy tan viejo.

—Claro, señ… Digo… Declan.

Los dos paseantes se quedaron unos segundos parados, justo antes de entrar en la casona. Tanto María como yo queríamos asomarnos para ver lo que sucedía en el exterior, pero ninguna nos atrevíamos. Actué como la hermana mayor y con un leve gesto obligué a María a continuar con su labor, mientras yo intentaba enterarme de lo que ocurría fuera.

—Disculpe, señora Inés —bramó Declan con voz potente. El paciente parecía recuperarse a buen ritmo y no le pasó desapercibida la ubicación de mi madre, asomada en la ventana superior para controlarnos—. Hoy me encuentro mejor y no me gustaría quedarme encerrado en la habitación. ¿Podría cenar con ustedes esta noche?

La petición inesperada tomó por sorpresa a mi madre, que balbuceó algunas palabras sin mucho sentido. Al momento se repuso y contestó también en voz alta, a sabiendas de que Declan no era el único que estaba pendiente de su respuesta.

—Ya lo veremos, señor Mclister. De momento vaya a su habitación, tiene que descansar.

Imaginé a Declan asintiendo levemente, obedeciendo las órdenes de la matriarca del clan Abascal. Yo ignoraba lo que mi madre pensaba en esos momentos, pero sabía que no sería una decisión fácil para ella.

Declan y Nelu entraron por fin en la casona, y ya no escuché nada más. Seguí con la tarea y me afané por terminar lo antes posible. Mi madre bajaría enseguida para ir preparando la cena de esa noche, y yo no quería pagar los platos rotos en caso de que se hubiera enfadado por lo sucedido.

—¿Vamos a cenar con Declan? —preguntó entusiasmada María—. No solemos comer con los huéspedes, pero madre podría hacer una excepción en este caso.

—No lo sé, la verdad. Nosotras a lo nuestro, no te distraigas. ¿Has terminado con las vainas?

—Sí, ya me queda poco. Estaría bien cambiar por un día nuestras costumbres. Además, así podríamos escuchar alguna de las aventuras de Declan en América, seguro que sus historias son tan interesantes como él.

—¡María! —grité—. Ni se te ocurra hablar así en presencia de madre o te caerá un buen castigo. No creo que una niña de tu edad tenga que pensar en esas cosas. Bastante tienes con la escuela y ayudar en casa; esas deben ser tus únicas prioridades en estos momentos.

Mi hermana agachó la cabeza, abochornada. Se había sincerado conmigo, confiando en la camaradería entre mujeres. Al fin y al cabo yo era su hermana mayor, pero ella no sabía que sus palabras me afectaban de mala manera. Nunca habíamos hablado de ese modo, ni comentado nada sobre ningún muchacho del pueblo. Para mí, María seguía siendo una niña, aunque los hechos se empeñaban en demostrarme lo contrario.

Al rato bajó mi madre para supervisar nuestro trabajo. No parecía muy satisfecha, y creí que nos iba a caer una reprimenda, cuando de repente apareció mi abuelo, dispuesto a terciar en aquella insólita situación.

El güelu cogió a mi madre del brazo, con un cariño no exento de firmeza, y la sacó de nuevo a la calle para hablar con más tranquilidad. Escuché rezongar a mi madre, que no quería levantar la voz para no dar tres cuartos al pregonero, aunque yo intuía los derroteros de la conversación. El abuelo querría convencer a madre para cenar todos juntos con el viajero, y ella parecía cerrarse en banda.

Minutos después entraron de nuevo los dos juntos. El rostro del anciano reflejaba satisfacción, y por el contrario la cara de mi madre aparecía más enrojecida de lo normal. ¿Se habría salido el abuelo con la suya? Suegro y nuera nunca se habían idolatrado, pero ambos se respetaban. Y parecía que esa vez el anciano había ganado la batalla, si es que aquella escaramuza familiar podía considerarse como tal.

—Amaya, termina con las dichosas patatas, no tengo todo el día. Y tú, María, ve a la casona y prepara la mesa del saloncito para seis personas. Cenaremos allí todos, pero no quiero una palabra más alta que otra. Y si hacéis que me arrepienta de esto pagaréis las consecuencias, os lo aseguro…

—Claro, madre, no habrá ningún problema —contestó María muy ufana mientras yo las miraba alucinada.

Mi madre comenzó a impartir órdenes a diestro y siniestro para que colocáramos la mesa y todo estuviera dispuesto antes de la cena.

Al parecer había dado su brazo a torcer, y eso era una novedad en casa. Mi madre tenía un fuerte carácter, pero a veces los pequeños gestos conseguían ablandarla. Ignoraba cómo la había convencido el güelu, pero debíamos procurar que esa noche nada saliera mal.

Todavía no sabía si las sensaciones extrañas que albergaba mi cuerpo se debían a algún tipo de sentimiento hacia el recién llegado; tendría que averiguarlo. Pero lo que no podía obviar era lo que había visto en María. Mi hermana pequeña tendría que cambiar durante la cena su actitud de adolescente enamorada, o mi madre ardería por combustión espontánea. La virtud de una hija era algo sagrado, y no se podía permitir que cualquier frase o comportamiento de mi hermana fuera malinterpretado por nuestro huésped.

Al rato dejé sola a mi madre en la cocina mientras ella preparaba la cena y me dirigí a mi habitación para cambiarme. No había necesidad de vestirse para una boda, pero tampoco quería que Declan me viera como una pueblerina. Así que me arreglé discretamente, sin querer llamar demasiado la atención.

En el pasillo de nuestro hogar me crucé con María, que regresaba de la casa grande tras preparar la mesa en la que cenaríamos un rato después. Quise ejercer entonces de hermana mayor, aunque se me olvidó actuar con mano izquierda y el resultado no fue el esperado.

—¿Ya has terminado? Espero que esté todo perfecto, no querrás enfadar a madre.

—No te preocupes, lo he hecho todo bien. No soy tonta, ni nada por el estilo. Podéis dejar de tratarme como si fuera una niña pequeña.

—Eres una niña pequeña, Mariuca, solo tienes trece años. Espero que lo recuerdes esta noche y tengamos la fiesta en paz.

María no se inmutó ante mi réplica. Parecía muy segura de sí misma. En ese instante la vi crecer por momentos, como si la niña inocente abandonara la infancia en un abrir y cerrar de ojos. Y tuve miedo. No sabía si por ella, por mí o por lo que podría suceder, pero sus palabras siguientes me produjeron un escalofrío.

—Ya soy una mujer, Amaya. Y, si lo soy para unas cosas, también lo seré para otras. No necesito tus consejos de hermana mayor.

—Perdona, no quería darte lecciones. Solo…

—Sí, ya lo sé. Descuida, soy una señorita y me comportaré como es debido. No voy a avergonzar a la familia delante de nuestro invitado. Aunque si el invitado es el que se fija en mí de esa manera, poco puedo hacer yo por impedirlo.

La insolencia de la mocosa me pareció inaudita, y el aguijón de los celos me golpeó con dureza. ¿Tenía razón María? Quizás yo era una incauta y Declan ya se había fijado en la pequeña Mariuca. La diferencia de edad era ostensible, eso era cierto, pero nada descabellado para una sociedad en la que las mujeres siempre han tenido que crecer deprisa para formar su propia familia.

Sabía que mi madre no permitiría nada semejante. Mi padre tenía otras ideas para el porvenir de su hija pequeña, y en casa haríamos lo imposible por cumplir sus deseos. Y eso no cuadraba con lo que tenía en mente mi dichosa hermanita, revolucionada por unas hormonas que podían traerle muchos quebraderos de cabeza.

—Como bien has dicho, ya eres mayorcita. Así que no te voy a dar ningún sermón. Pero por tu bien y por el de la familia, espero que te quites esas estúpidas fantasías de la cabeza. Creo que malinterpretas los gestos de amabilidad de un hombre hacia la familia que le ha acogido mientras se recupera, nada más.

—Si tú lo dices, hermana —me retó con la mirada—. Ya lo veremos…

María desapareció de mi vista, pero todavía portaba el gesto desafiante en su rostro. Nunca la había visto así y me preocupé. No ya por mí, eso era lo de menos, sino por la furibunda reacción de mi madre si la niña llegaba a hacer o decir algo que nos pusiera en un compromiso delante de un extraño.

No sabía qué hacer. ¿Avisaba a mi madre? No, eso sería la ruina. Además, yo también quería cenar con el apuesto irlandés, y si para ello tenía que ver como mi hermana se ponía en ridículo, lo daría por bien empleado. Pero no, allí había mucho más en juego y no podía permitir que la cena fuera un desastre.

Pensé entonces en sincerarme con el abuelo. Siempre había tenido una relación muy especial con él, y yo era su nieta preferida. O eso me decía el güelu a escondidas, sin saber si mis hermanos eran igual de correspondidos. Pero no, tampoco creí que fuera una buena idea.

Primero, porque no sabía lo que sentía mi hermana por el visitante. Y segundo, porque ni yo misma conocía mis propios sentimientos hacia nuestro invitado, y no quería levantar la liebre. Al fin y al cabo solo llevaba unos días en nuestras vidas, pero el irlandés errante amenazaba con trastornar toda nuestra existencia con aquellos ojos verdes como el mar.