SUANCES, ABRIL DE 1881

EL EXTRANJERO

 

Tras visitar a mi hermana Úrsula en el Convento de las Trinitarias, encaminé mis pasos hacia una de mis zonas predilectas de Suances: el camino que bordeaba el barrio de la Cuba, en la parte alta de la villa, con una vista maravillosa que alegraba el alma de cualquier persona, por muy atormentada que estuviera.

Me apoyé en un mojón y respiré profundamente para guardar en mi retina la imagen que se presentaba ante mis ojos. El crepúsculo se cernía sobre la ría de San Martín de la Arena, con los rojizos tonos del cielo norteño que contrastaba con la paleta de verdes y azules del entorno fluvial, en una fría y lluviosa primavera que comenzaba a despertar de su letargo. El Saja y el Besaya se unían para desembocar mansamente en el Cantábrico, ese mar bravo tan importante en la vida de todos los habitantes de la zona, mientras las pescadoras se afanaban por recoger sus aparejos en las márgenes de la playa de la Riberuca.

De pronto varios sonidos a mi espalda me obligaron a salir de mi ensimismamiento. El tronar de los cascos de un caballo y una voz potente que me resultó muy conocida terminaron por espabilarme instantes después en aquella mañana de sábado primaveral.

—¡Recoles! Ve con más cuidado, paisanu, por aquí también paseamos las personas. ¡Amaya, échate a un lado! Aquí el amigo lleva prisa… —exclamó don Anselmo, el antiguo médico del pueblo.

Al darme la vuelta casi me topé de bruces con un carro desvencijado, tirado por un caballo percherón que había conocido mejores épocas. El cochero azuzó al animal para que este acelerara el ritmo y pasó muy cerca de don Anselmo y de una servidora, mientras las pequeñas piedrecillas del camino, arrancadas por las ruedas metálicas del carro y los cascos del equino, saltaban en todas direcciones.

—Gracias por avisarme, don Anselmo, una ya no puede ni caminar tranquila por el pueblo.

—Tienes toda la razón, Amayuca. Me pareció verte en Babia y no quería que el carro te diera un susto de muerte —aseguró el galeno.

Don Anselmo había sido el médico del pueblo, un hombre muy querido en Suances, hasta que dejó de ejercer su profesión por los achaques de la edad. Él había ayudado a mi madre, la señá Inés, a dar a luz en casa a los cuatro vástagos de la familia Abascal.

Al pensar en mi familia recordé lo ocurrido ocho años atrás. La absurda muerte de mi padre, en una tragedia que sacudió Santander y España entera, estaba todavía muy presente en mi memoria. Una fugaz lagrimilla pugnó entonces por escapar de su madriguera para correr rauda por mi mejilla, pero la enjugué antes de que pasara a mayores. Yo solo tenía doce años cuando ocurrió todo, y ya me había tocado llorar bastante en una época tan dura para la familia, donde todos tuvimos que poner de nuestra parte para salir adelante sin nuestro progenitor.

Úrsula era la hermana mayor, acababa de cumplir veinticinco años y llevaba tres como novicia en el convento. Luego iba yo, con mis veinte primaveras, y después la pequeña María, que estaba a punto de cumplir los trece años. Y por fin Nelu, el benjamín, que tenía once. Además de mi madre, vivía también con nosotros mi abuelo paterno, Ángel, un anciano de sesenta años que no quería ser una carga, pero sus piernas ya no le sujetaban como antes y cada día se deterioraba más después de una larga vida de duro trabajo.

En ese momento escuchamos un golpe seco y un grito lastimero de procedencia desconocida. Miré hacia el final del camino, junto a la intersección con la calle principal de Suances, situada en el centro de la parte más antigua de nuestra villa, y encontré rápidamente el origen de aquellos sonidos. De la parte de atrás del carromato que casi nos atropelló instantes antes, había caído —o alguien había dejado caer, en ese momento no podíamos saberlo— el cuerpo de una persona. El duro golpe contra el suelo le había hecho emitir un quejido al dueño de ese cuerpo, un hombre para más señas, según pude distinguir en la distancia.

—Me voy a acercar corriendo, don Anselmo. Puede que ese hombre necesite ayuda y el desalmado del cochero le ha tirado como a un perro en medio de los charcos del camino.

—Ve, ahora te alcanzo. Yo no puedo correr como tú, es ley de vida.

Corrí los escasos cien metros que me separaban del desconocido mientras le veía retorcerse en el suelo de dolor; al parecer un dolor agudo por los lamentos que emitía el sujeto. Unos segundos después llegué a su altura y me encontré a un hombre hecho un ovillo, con la ropa destrozada y rastros de tizne, barro y sangre por doquier.

Me agaché a su lado e intenté darle la vuelta para verle de frente y averiguar si era grave lo que tenía. El hombre se quejó de nuevo, abrazó sus rodillas con los brazos y metió la cabeza en medio, como si quisiera protegerse. Supuse que era un borracho o un vagabundo, pero no podía precipitarme en mis conclusiones, no sabía nada de ese individuo.

Me quedé de pie, estática, sin saber muy bien qué hacer. Don Anselmo llegó entonces a mi lado y también quiso poner bocarriba el cuerpo de aquel desgraciado para saber a qué atenernos. Al tocarle en el costado izquierdo, el hombre gritó de dolor y volvió a refugiarse en su mundo interior, mientras hablaba en una extraña lengua que no comprendimos en ese instante.

Su respuesta, pronunciada con una voz grave y modulada por el miedo, me sonó a una sucesión de palabras sin orden ni sentido alguno, una lengua «bárbara» incomprensible para mí. Por sus gestos defensivos tal vez tenía miedo de que le golpearan, pero no estaba muy segura.

—No te entiendo, muchachu, pero déjanos ayudarte. Puede que estés herido y necesites atención médica —dijo don Anselmo.

El médico intentó averiguar lo que le sucedía al extraño personaje. No conocíamos su procedencia, pero vestía ropas que no eran habituales por la zona. Sus pantalones eran oscuros y estaban fabricados en un tejido basto similar a la pana, aunque la suciedad no permitía conocer el color original de la tela. Llevaba también una camisa gris, rasgada por varias partes, y una chaquetilla marrón que le quedaba pequeña. La gorra quedó a escasos metros de él tras haber caído de mala manera del carro, por lo que decidí recogerla y acercársela a don Anselmo.

Después de examinar durante unos minutos al hombre, todavía tendido en el suelo, don Anselmo llegó a su conclusión:

—No para de moverse y quejarse, y así no puedo hacer bien mi trabajo, querida. Pero juraría que este hombre ha recibido una paliza. No sé si antes o después de que se subiera a ese carro por su cuenta y riesgo u obligado por algún maleante, pero está lleno de contusiones por todas partes.

—¿Qué le ha podido suceder? Parece un hombre joven y fuerte. Quizás se haya metido en algún lío.

—No lo sé, jovencita, le han dado lo suyo. Tiene una ceja partida, el labio amoratado, chichones en la cabeza y moratones por todo el cuerpo. Se queja mucho del costado y temo que se haya dañado las costillas. Esperemos que no tenga ninguna fisura o algo más grave que le pueda afectar al pulmón o a otros órganos vitales.

—¡Madre mía! ¡Qué borricos! —exclamé algo asustada—. Pobre hombre, a saber quién le habrá hecho esto.

—Bueno, no sabemos si es un maleante que se ha metido en líos, o un simple viajero que ha sido atacado. De momento nuestro deber es atenderle, luego llamaremos a las autoridades. Voy a ver si puede tenerse en pie, nosotros no podríamos cargar con su cuerpo a cuchos.

—Claro, don Anselmo. Deberíamos llevarle a mi casa, es la que está más cerca —contesté al momento.

Me aproximé más al médico por si tenía que ayudarle a mover al extranjero. Le dije lo de llevarle a Casa Abascal casi sin pensarlo; me salió sin más. Si en ese momento hubiera reflexionado un poco, quizás mi vida podría haber sido muy distinta…

—¡Arriba, joven! ¿Puedes apoyarte en mí para caminar? —dijo el galeno mientras le daba ligeros cachetes al desconocido en la mejilla para intentar sacarle de su atolondramiento—. Nada, no vuelve en sí. A ver si tú tienes más suerte, Amayuca.

Don Anselmo se hizo a un lado y yo me agaché junto al hombre herido. Le di la vuelta de nuevo para ponerle de frente y entonces pude distinguir mejor las heridas de su rostro: una ceja abierta, con el párpado ligeramente hinchado; el grueso labio superior inflamado debido probablemente a otro golpe; cortes diversos por cara, cuello y cuero cabelludo. Un rostro de tez clara pero con buen color, quizás adquirido al sol mientras trabajaba al aire libre, manchado además con barro y costras de sangre que no dejaban atisbar bien los rasgos del recién llegado.

—Por favor, señor, tiene que dejarnos ayudarle. No tema, nadie va a hacerle daño —dije ante los inequívocos gestos defensivos de aquel desdichado.

Las últimas palabras las pronuncié en un tono más dulce, intentando que el hombre reaccionara de una vez. Al parecer surtió efecto mi táctica y el desconocido dejó de temblar segundos antes de abrir unos ojos todavía asustados.

El extranjero se topó de frente con mi cara a escasos centímetros de la suya, y momentos después consiguió enfocar del todo la vista. Unos profundos ojos verdes, del color de mi Cantábrico cuando está encrespado, me miraron entonces como si yo fuera una aparición. Abrió la boca para intentar hablar y pude entrever una hilera de dientes perfectos, blancos como la nieve de las montañas cántabras. El joven carraspeó —entonces pude distinguir que no tendría más de veinticinco años y pareció que quería sonreír. Primero con la boca dolorida y luego con el fulgor de unos ojos que se clavaron en mí de un modo que me turbó. Al momento escuché de nuevo su voz grave y aterciopelada que hablaba en ese idioma del demonio que no entendía nadie. Esta vez, sin embargo, su frase sonó más calmada, casi agradecida.

—No le entiendo nada, buen hombre —dije algo azorada mientras le ayudaba a levantarse—. ¿Usted sabe qué dice?

—Ni idea, hija, creo que habla en inglés. Quizás trabaje en las minas, o venga de Vizcaya. Creo que allí hay muchos ingleses debido al negocio del acero, por lo visto se están construyendo unas enormes fábricas en la zona con capital vasco e inglés —contestó el médico mientras le cogía del otro brazo para que el extranjero terminara de incorporarse—. ¿Puedes caminar, muchacho?

El desconocido hizo un gesto de asentimiento y se apoyó en don Anselmo, mientras yo andaba al quite. De ese modo comenzamos a caminar hacia mi casa, primero con pasitos cortos y luego algo más animados. El inglés se quejaba del dolor del costado, pero parecía más recuperado. Tardamos un buen rato en recorrer un camino que en circunstancias normales se podía hacer en pocos minutos, pero por fin llegamos a la entrada de Casa Abascal, la posada para huéspedes que mi familia regentaba desde hacía quince años.

Mi madre, la señá Inés para casi todo el mundo, nos había divisado de lejos y salió al porche para ayudarnos. Vestida completamente de negro —aquel era su último año de luto por la muerte de mi padre— apareció muy lozana con los brazos en jarras, dispuesta, después de saludar a don Anselmo, a averiguar lo que estaba sucediendo.

—Pero ¿qué le pasó a este pobre hombre? —preguntó con su genio característico—. Jesús, está hecho un eccehomo.

—Nos lo acabamos de encontrar tirado en el camino. He pensado que nuestra casa era la más cercana y aquí podría atenderle mejor don Anselmo —repliqué algo temerosa por el pronto de mi madre.

—Claro, faltaría más. ¿Quién es este joven?

—Lo desconocemos, señora Inés —contestó el médico mientras atravesábamos el amplio portalón de madera que daba acceso a nuestra pequeña finca—. El muchacho solo habla en su idioma, creo que es inglés, y no sabemos mucho más. Parece que le han dado una paliza, o por lo menos está lleno de golpes y contusiones.

—Cuidado no resbale el muchacho con la piedra del suelo, que está muy húmeda del rocío. Oye, Amaya, la habitación del Trasgu está recién arreglada. Le podéis llevar allí para que don Anselmo le atienda mejor. ¿Necesita usted algo más, doctor?

—Sí, prepáreme un caldero con agua caliente. Y, si tiene vendas, tráigamelas, o algún lienzo o una sábana vieja que pueda utilizar para comprimirle el pecho. Creo que tiene alguna costilla fracturada y habrá que inmovilizarle la zona. Aunque, claro, no tengo aquí mi instrumental.

Todos sabíamos que don Anselmo llevaba años sin ejercer la medicina, pero mi madre no quiso hacerle un feo. De todos modos el galeno conservaba en su casa un maletín vetusto de piel negra donde guardaba todas sus «herramientas», y era la única solución en esos momentos. El médico oficial del pueblo era por aquel entonces don Severino, pero había tenido que ir a las montañas durante unos días por un asunto familiar. Así que no quedaba otra que confiar en las buenas manos del anciano doctor.

Mi madre se ofreció a enviar a Nelu a casa del doctor para recoger su instrumental y a don Anselmo le pareció buena idea. Mientras tanto, depositamos al herido en la cama de la habitación señalada, situada en la planta baja de nuestra casona. El extranjero parecía haber vuelto al estado inicial en el que le encontramos, cercano a la inconsciencia, y el color de sus mejillas desaparecía a ojos vista.

La señá Inés se hizo cargo enseguida de la situación, comenzó a dar órdenes y corrió a buscar a mi hermano pequeño mientras don Anselmo se ponía a trabajar. Me dirigí entonces a la cocina para calentar agua en el llar, mientras de fondo escuchaba a mi madre pegándole voces a Nelu.

—¡Maldita sea, Nelu! —exclamó mi madre ya cabreada—. Te he dicho mil veces que no te subas a las quimas del tejo, un día vamos a tener una desgracia. ¡Bájate ahora mismo de ahí, carajo!

Mi hermano no se inmutó ante los gritos de mi madre. El pequeño de la casa hacía lo que le daba la gana, y más sin la presencia de un cabeza de familia que le metiera en vereda. Mis hermanas y yo le teníamos más respeto a madre y, además, siempre tapábamos a Nelu en sus travesuras. El niño no tenía maldad, pero entre todos andábamos malcriándole, sobre todo el güelu.

Imaginé que mi madre le daba precisas instrucciones a Nelu para acercarse a casa de don Anselmo y traer todo lo solicitado, aunque no escuché la conversación entre ellos. Al momento sí distinguí la voz infantil de mi hermanito, que gritaba mientras corría fuera de la finca. Esperaba yo que cumpliera bien con el encargo para no llevarse una reprimenda de mi madre. Y, sobre todo, para ayudar a ese joven desconocido que yacía ahora en una de nuestras habitaciones.

Con el agua ya caliente, me acerqué de nuevo a la habitación del Trasgu —todas las habitaciones para huéspedes de las que disponíamos en Casa Abascal poseían un nombre distinto, propio de nuestra mitología regional. Una idea que se le había ocurrido a mi padre antes de morir, y que llevamos a cabo tiempo después como un pequeño homenaje a su memoria—, pero no pude traspasar el umbral, ya que mi madre me interceptó.

—Dame el caldero, ya se lo llevo yo al doctor junto al resto de cosas que me ha pedido. Sigue tú con las habitaciones de arriba, que me faltan dos por terminar de arreglar.

—Claro, madre, ahora mismo —contesté algo apesadumbrada.

Un malestar desconocido aleteó entonces en mi estómago mientras subía las escaleras. No sabía si era enfado porque mi madre me alejara de la planta baja, preocupación por la salud de un hombre malherido o alguna otra cosa. Estaba intranquila, esa era la única realidad, y me costó concentrarme en la tarea.

Escuché voces y me asomé a la ventana de la última alcoba que me quedaba por recoger: la habitación de la Anjana. Era mi preferida de toda la casa y una de las más solicitadas por los clientes. Entonces vi llegar a Nelu, por lo visto con el encargo realizado a la perfección si me atenía a los gestos de mi madre, que le revolvió el pelo con dulzura antes de pasar ambos al interior del edificio.

Yo seguía inquieta y quería saber lo que estaba ocurriendo justo debajo de mí. Pero no deseaba ganarme una bronca de mi madre por desobedecerla, así que me apliqué a la tarea y terminé la faena en la planta superior de la casa. Si mi madre pasaba revista completa, quizás no estuviera demasiado conforme; no había puesto mi mejor empeño al arreglar las habitaciones, pero de momento tendría que valer. Tampoco me paré a reflexionar sobre lo que me estaba sucediendo, pero quería saber cómo se encontraba nuestro huésped.

Bajé silenciosamente las escaleras y me dirigí hacia la habitación del Trasgu. Allí me topé con Nelu, que acababa de entregarle al doctor su maletín y otra bolsa con material médico. Le guiñé un ojo y el muchacho, divertido y contento, se marchó de allí tras cumplir fielmente con el encargo.

—¿Todo bien, don Anselmo? —pregunté asomándome a la entrada de la habitación, deseosa de encontrarme de nuevo con aquellos ojos verdes maltratados por la vida—. Si quiere, puedo ayudarle en lo que necesite.

El doctor me pidió unos paños húmedos para bajar la fiebre del paciente, que comenzaba a delirar. Le administró también unos calmantes antes de aplicarle las compresas tibias y me conminó a cumplir lo estipulado:

—Espabila, Amaya, por favor. Mientras tanto, voy a auscultarle el pecho y a comprobar que no tenga daños graves en las costillas y en la zona lumbar, eso también puede ser preocupante. Quizás tengamos que trasladarle al hospital de Santander, aunque ahora mismo no está para muchos trotes.

—Perdone, don Anselmo. Ahora mismo vuelvo con los paños.

Salí corriendo de allí, algo azorada porque el médico me había tenido que llamar la atención. Y es que de nuevo me había quedado absorta, contemplando a ese desconocido que tanta curiosidad despertaba en mí. No sabía si era por la preocupación ante la posibilidad de que enfermara gravemente en nuestra propia casa, o por si finalmente le trasladaban a la capital, pero esperaba que don Anselmo pudiera contener la fiebre.

Salí del edificio principal de Casa Abascal, donde teníamos el saloncito con la chimenea y siete habitaciones para huéspedes, tres abajo y cuatro arriba, con dos baños para compartir. Crucé el pequeño antepatio y me encaminé hacia nuestra vivienda, situada justo enfrente. Allí vivíamos todos nosotros, la familia Abascal al completo, y en nuestra cocina se preparaba comida tanto para los huéspedes de la posada como para nuestra propia manutención.

Me di de bruces con mi madre, que estaba cocinando en el llar. Se acercaba el mediodía y, aunque no había mucho trabajo en la fonda por estar en temporada baja —faltaban todavía unos días para la Semana Santa de ese año—, mi madre siempre se las apañaba para no estar mano sobre mano, como solía decir.

Ella era puro nervio y no podía parar quieta, por lo que los períodos largos de invierno en los que a veces teníamos solo uno o dos inquilinos, como era el caso en ese momento, o ninguno dependiendo de la época, la sumían en la desesperación. Además, necesitábamos ese dinero de los huéspedes para salir adelante, ya que, aunque padre dejó algún dinero ahorrado, no nos podíamos permitir ningún lujo al tener cinco bocas que alimentar. Y eso que mi hermana mayor había ingresado de novicia en el Convento de las Trinitarias y solo la veíamos alguna vez de visita.

—¡No te quedes ahí parada! —gritó mi madre al verme allí mirándola sin reaccionar—. ¿No tienes nada por hacer?

—Sí, madre, perdone. Don Anselmo me ha encargado una cosa y yo…

—Esta niña va a acabar conmigo, mira qué cara de alelada tienes. ¿Qué te ha pedido el médico?

Mi madre tenía razón: seguía sin centrarme y parecía distraída. Le expliqué lo que me había dicho el médico y se preocupó enseguida por la salud del nuevo huésped organizándolo todo, como en ella era habitual.

Mi madre se arremangó, cogió unos paños limpios, llenó un pequeño barreño con agua fría y se marchó a toda velocidad en dirección a la casona, dejándome a mí a cargo de la comida. Los nervios me atenazaron sin remedio, e intenté concentrarme para no estropear el guiso que se estaba cociendo, una torpeza que ya había cometido en alguna otra ocasión.

En escasos minutos volví a perder la concentración. Mi mente desvariaba y me llevaba hasta el camino donde había encontrado tirado al extranjero. Recordé entonces su gesto al verme de frente, y esos ojos profundos como el océano donde cualquier mujer querría perderse. Me sobresalté al percatarme de que soñaba despierta, y me di un cachete en las mejillas para olvidarme de todo y centrarme en lo que me traía entre manos. No quería reconocerlo, pero la llegada de aquel desconocido me había trastocado más de lo que nunca hubiera podido imaginar.

Afortunadamente el guiso quedó perfecto y todos pudimos disfrutar de un estupendo cocido montañés, uno de los platos preferidos de mi padre, que en paz descanse. Él provenía de la zona de los Picos de Europa, y mi madre, originaria de la costa, había aprendido a cocinar el plato de cuchara preferido de Manuel Abascal.

Yo me senté al lado de mi hermana María, que parecía algo ensimismada, mientras Nelu revoloteaba a nuestro alrededor sin percatarse del gesto ceñudo de mi madre. Don Anselmo se unió también a la comida familiar tras asegurarnos que el enfermo se encontraba algo más repuesto. Al parecer, tras la aplicación de los paños húmedos y el suministro de medicinas, la fiebre había remitido en su mayor parte.

—Al extranjero le han dado una paliza de órdago —confirmó don Anselmo—. Con la compresión que le he realizado en el cuerpo espero que vaya mejorando, aunque deberá guardar reposo.

—¡Qué salvajes! —exclamó María, y eso que todavía no había visto al enfermo.

—A comer y a callar, Mariuca. Os tengo dicho que no os metáis en las conversaciones de las personas mayores. ¿Le van a llevar al hospital, don Anselmo? —preguntó mi madre.

—Será mejor no moverlo de aquí, doña Inés. Si mañana está mejor llamaré al alguacil. Debe descansar, eso es lo primordial —dijo don Anselmo. Y entonces, ante el gesto adusto de mi madre, añadió—: No se preocupe, yo me hago cargo de su manutención durante los próximos días.

—No es eso, don Anselmo, faltaría más. De su manutención ya hablaremos; ahora lo primordial es que se recupere del todo —contestó mi madre con la boca pequeña.

Yo conocía de sobra a mi madre y sabía que no estaría cómoda con la situación. En nuestra casa había dos varones, pero ella llevaba los pantalones en la familia. Nelu era muy pequeño, solo un crío, y no se podía contar con él. Y el abuelo se encontraba cada día más achacoso, aunque él no quisiera reconocer que empezaba a necesitar un bastón para caminar mejor.

Y, claro, meter a un desconocido en casa no era la idea que tenía para ese comienzo de primavera. Además, un extranjero con el que no podríamos ni entendernos. Don Anselmo me miró y pareció leer mis pensamientos, por lo que se apresuró a intervenir de nuevo.

—Si no le molesto demasiado, me quedaré aquí esta tarde, por si hay que atender al enfermo. El lunes regresará don Severino de las montañas y tendrá que tomar una decisión al respecto. Si cree que el enfermo debería ser trasladado al hospital, pues así se hará. Pero creo que de momento lo mejor es que se quede en esa habitación. Juraría que al pobre diablo le han robado las pocas monedas que pudiera llevar, así que insisto en hacerme cargo.

—De eso ya hablaremos más adelante, doctor, no se apure. Por supuesto que es usted bienvenido en nuestra casa, así podrá hablar con mi suegro esta tarde, si le apetece.

—Claro, don Anselmo, hace mucho que no coincidimos. Y de paso me puede contar qué tal su hijo por las Américas. Creo que le va muy bien, ¿no? —contestó mi abuelo.

Los dos ancianos hacían buenas migas y se enzarzaron en una conversación que duró media tarde. La jornada vespertina transcurrió sin incidentes, con el médico vigilando cada hora a un enfermo al que no le volvió la fiebre. Esa noche el hombre pudo incluso tomar un poco de sopa que le dio el propio doctor, y un rato después don Anselmo se marchó a su casa. Antes de partir quiso recordarnos que podíamos mandarle recado en cualquier momento, si surgía algún problema, y que él vendría a primera hora a nuestra casa para evaluar al paciente.

Llegó la hora de recogerse y todos marchamos a la cama. Recuerdo bien que esa noche me costó conciliar el sueño, aunque finalmente caí rendida. El gallo me despertó a las cinco con su canto monocorde, y ya me quedé desvelada en el lecho. Era domingo y además no tenía obligación de levantarme temprano, pero la intranquilidad se apoderó de mí y un aleteo de mariposas volvió a posarse en mi estómago.

Me encontraba inquieta y no pude dejarlo correr. Me vestí deprisa, salí al exterior y atravesé el patio húmedo antes de entrar en la casona con mi propia llave. No vi a mi madre por ninguna parte y en ese momento sentí que algo no marchaba bien, o eso intuí. La planta de abajo de la casa se encontraba en silencio, y la oscuridad me asustó un poco. Enseguida encendí un candil y subí a la habitación del Trasgu, una de las dos únicas ocupadas por esos días en Casa Abascal, junto a la de don Facundo, un viajante de lanas.

Con el corazón desbocado y respirando con dificultad, me paré un momento ante la puerta cerrada de la habitación. Tragué saliva, inspiré aire y llamé con los nudillos suavemente. Nadie me contestó, pero escuché sonidos confusos en el interior del cuarto. Y por fin me atreví a abrir la puerta.

Me asomé con cuidado, con el candil en mi mano derecha, y me adentré unos pasos en la habitación. La luz mortecina dibujaba sombras siniestras en la pared, y no se distinguían bien los muebles en la penumbra. No quería prender el candil de la habitación para no despertar al enfermo, que daba vueltas en la cama aparentemente dormido.

En uno de sus giros pude contemplar su rostro, algo demacrado según distinguí apenas con tan escasa luz. El inglés tenía las ojeras muy marcadas, pero parecía algo más recuperado. Mi intuición había sido equivocada. En ese momento pensé que tal vez fuera mejor dejarle descansar; si mi madre me sorprendía allí dentro, sola y a esas horas intempestivas, me iba a caer una buena bronca. Así que cerré la puerta, salí de la casona y me dirigí de nuevo hacia mi habitación intentando no hacer ruido.

Supuse que don Anselmo tardaría un rato en presentarse en nuestra casa; era muy temprano todavía. Me tumbé en mi cama, pero me fue imposible conciliar otra vez el sueño debido a mi alteración. En cuanto escuché a mi madre trastear en la cocina salí de nuevo de mi habitación, con la intranquilidad prendida aún en mi pecho. No me pareció que el inglés estuviera grave, pero prefería que don Anselmo, o en su lugar mi madre, diera su docta opinión.

—¿Qué haces levantada tan temprano, Amaya? —preguntó extrañada mi madre.

—Nada, es que estoy algo preocupada. ¿Sabe si nuestro huésped ha pasado mala noche?

—Me acerqué a medianoche y el extranjero no tenía fiebre: dormía como un bendito. Pero no tiene nada en el cuerpo aparte del poco caldo que tomó ayer, así que quizás esté hambriento. ¿Quieres ver si está despierto y le apetece desayunar?

—Claro, ahora voy. Espero hacerme entender por gestos, no entiendo una palabra de su idioma.

—No te preocupes, si tiene hambre ya lo dirá, tendremos que entendernos por señas. Hasta que venga don Severino, que no sé si chapurrea algo de ese idioma, habrá que apañarse.

Salí de allí a buen paso. Había amanecido ya y los candiles no eran tan necesarios, aunque la bruma sobre el cielo gris no presagiaba un día muy soleado. Prendí la llama del saloncito y del pasillo y me dirigí de nuevo, ahora con paso firme y no a hurtadillas como en mi anterior visita, hacia la habitación del Trasgu.

Con la sonrisa aflorando en mi rostro —a mi madre no podía engañarla y pareció intuir enseguida mi curiosa fijación por el extranjero—, llamé de nuevo a la puerta con los nudillos. Me pareció escuchar una voz gutural, aunque no distinguí bien los sonidos a través de la recia madera. Así que me armé de valor, entreabrí la puerta y me asomé de nuevo a la habitación del apuesto joven que dormitaba herido en nuestra propia casa.

—Disculpe, caballero, ¿se encuentra usted bien? Si lo desea, puedo traerle algo para desayunar —dije en voz baja al ver que nuestro invitado se estaba desperezando.

Yes, sí, pardon… —El extranjero me miró algo azorado cuando entré en la habitación y encendí la luz de su cuarto. Estaba destapado, con el pecho cubierto únicamente por las vendas que don Anselmo había enrollado en su torso. Me fijé también en el cabello ensortijado que le caía sobre la frente de un modo rebelde. Entonces el joven se dio cuenta de su desnudez y se tapó rápidamente con las mantas. Yo miré para otro lado, divertida por su aprensión, aunque sabía que una señorita no debía comportarse así de ninguna manera.

Abrí los postigos de la ventana y entró una leve claridad que quizás cohibió algo más a aquel hombretón tendido en el lecho, semidesnudo y casi a merced de una joven desconocida para él. Quise sonreírle para darle confianza, aunque no sabía si estaba haciendo lo correcto. Decidí acercarme a la cama y mirarle de frente para contemplar de nuevo esos ojos que ya nunca podría olvidar. Su mirada asustada me dio a entender que no estaba llevando del todo bien la situación.

—Le encontramos ayer, tendido en el camino —le recordé con sutileza—. Se había caído usted de un carromato que cruzaba nuestra villa, y estaba malherido. El médico y yo le trajimos hasta aquí, ¿no lo recuerda?

Yo acompañaba mis explicaciones de gestos para hacerme entender, pero el extranjero me miraba confuso. No comprendía nada de lo que yo le decía, y sus ojos reflejaban un miedo cada vez mayor. Seguramente no recordaba lo sucedido. Y, además, se hallaba en un lugar extraño, sin sus ropas, y junto a una joven impertinente que no paraba de hacerle preguntas en un idioma incomprensible para él.

—Perdone, soy una idiota. Usted no me comprende y yo aquí parloteando como una cotorra. A ver si esto lo entiende: ¿tiene usted hambre? —pregunté haciendo el inequívoco gesto de llevarme algo a la boca para comer.

—La verdad es que sí, señorita. Tengo bastante hambre.

Casi me caí de espaldas al oírle hablar en nuestro idioma con un acento extraño, un castellano hablado con un seseo desconocido en mi tierra, utilizando una cadencia dulce y musical. La sorpresa me hizo trastabillar y tropecé con la cómoda que se encontraba en el lateral de la alcoba. Enseguida me recompuse y reaccioné, algo cohibida porque aquel hombre me entendiera perfectamente.

—Vaya, no sabía que hablara mi idioma. Ayer deliraba por la fiebre y dijo algunas frases en un idioma extraño. En inglés, según don Anselmo, aunque no nos enteramos de nada. ¿Se acuerda entonces de algo?

—No, todo está muy confuso en mi mente. Yo estaba en una taberna en Santillana del Mar y de pronto me he despertado en esta habitación. No recuerdo lo sucedido, aunque creo que alguien me golpeó. —El extranjero soltó un bufido y a continuación dijo—: Me duele todo el cuerpo, creo que me atracaron.

—No se preocupe, el doctor vendrá enseguida a examinarle de nuevo. Disculpe, soy una maleducada. Mi nombre es Amaya Abascal, y se encuentra en la posada de huéspedes de mi familia, Casa Abascal.

—Mucho gusto, señorita Abascal. Mi nombre es Declan Mclister y soy un viajero irlandés que llegó hace unos meses de las Antillas —dijo el extranjero sonriéndome.

—Ah, claro, de ahí su curioso acento —dije en voz más alta de lo que pretendía—. Por lo menos podemos entendernos, señor Mclister, su idioma es muy complicado. Entonces, ¿no es usted inglés?

—No, por Dios, soy irlandés —contestó divertido.

—¿Y qué diferencia hay entre un irlandés y un inglés? ¿No es lo mismo? —pregunté intrigada.

—No, no es lo mismo —aseguró entre risas—. Y mejor no haga esa pregunta en las tabernas del viejo Dublín.

—Entiendo… —respondí sin comprender nada—. Así que de las Antillas. ¿Venía usted de Cuba?

—Así es, señorita Abascal, ha acertado usted. Veo que es una joven curiosa… —añadió justo antes de comenzar a toser.

—Perdóneme, señor Mclister, soy una metomentodo. Usted tiene que descansar y recuperarse, y yo aquí molestándole…

—No me molesta, al contrario… —contestó el irlandés con un brillo diferente en sus ojos.

—Entonces, ¿se encuentra con ánimo para comer algo? No sé exactamente lo que le gusta para desayunar, pero seguro que en la cocina podremos preparárselo.

—No lo dudo.

¿Estaba coqueteando conmigo aquel irlandés descarado? ¿O solo se burlaba de una vulgar pueblerina que no había visto tanto mundo como él? No pensaba dejarme amedrentar, y si quería jugar a ese juego yo tampoco me iba a quedar atrás.

—Mi madre prepara un bizcocho riquísimo y tenemos leche recién ordeñada, la más fresca de toda la región. ¿Le apetece?

—Si tienen café, lo preferiría. Nunca me ha gustado el té y en Cuba me acostumbré al café fuerte, con cuerpo. Y creo que probaré también un poquito de bizcocho, por favor. Dicho de ese modo por usted, suena muy bien… —añadió con un rictus irónico en sus labios.

El nuevo huésped seguía con sus chanzas, pero yo no debía permitir que me afectaran. Salí de allí resuelta, sin mirar atrás, y me dirigí de nuevo a la cocina.