A BORDO DEL PEGASUS, DICIEMBRE DE 1873

DE VIAJE HACIA EL NUEVO MUNDO

 

Declan Mclister se acordó de su amigo Sean nada más poner el pie en el barco. Aunque había hecho algún trabajo esporádico en el puerto de Cove y estaba acostumbrado a navegar en pequeñas embarcaciones que se alejaban poco de la costa, su cuerpo reaccionó de mala manera ante el largo viaje que se le presentaba.

Los primeros días sufrió lo indecible. Tras alejarse de Irlanda, ya en alta mar, el Pegasus tomó velocidad constante en su travesía hacia América. Y el joven Mclister comenzó a sentir náuseas y mareos que le revolvían el estómago cada vez más.

Realmente desconocía las tareas que debía realizar dentro del buque, pero Declan enseguida se dio cuenta de que no sería tratado como un grumete o un aprendiz. Douglas no quería perder su tiempo con el novato, por lo que simplemente le asignaba las tareas que nadie quería: limpiar letrinas, fregar la cubierta del barco, ayudar en cocina o en la bodega. Nada demasiado complicado para un marinero de agua dulce como aquel joven impetuoso, aunque tal vez el oficial se había equivocado al ofrecerle subir a bordo.

En ese momento le sobrevino una terrible náusea, y el irlandés se agarró a la vez boca y estómago para evitar que su oficial al mando le viera vomitar en cubierta. Eso sería una vergüenza para él, y no podía consentirlo. No creía que Douglas le devolviera a su pueblo, aunque todavía no se habían alejado demasiado del condado de Cork, y Declan quería continuar con el viaje hacia América.

—Anda, mequetrefe, descansa un momento. Ve a ver al médico en la cubierta de estribor, que así no me sirves de nada.

—Gracias, señor —balbuceó Declan, pálido como la luna llena.

El médico sonrió nada más verle. Los síntomas de Mclister saltaban a la vista incluso para un lego en la materia y el galeno ya había visto ese cuadro sintomático en muchas otras ocasiones.

—¿Es tu primera travesía? —preguntó el doctor.

—Sí, señor. Nunca había permanecido tanto tiempo en alta mar, y parece que los mareos no se me pasan. Incluso tengo sensación de vértigo.

—No te preocupes, es normal. Tu cuerpo se tiene que acostumbrar al vaivén de las olas. Le sucede a casi todo el mundo las primeras veces. Descuida, seguro que encontraremos una solución.

El doctor le dio a Mclister algunos sencillos trucos para controlar la situación: respirar aire fresco en cubierta cuando sus obligaciones se lo permitieran, acompasando el ritmo al inspirar y espirar; fijar la vista a lo lejos; cerrar los ojos para concentrarse y otros sencillos remedios que le ayudarían a sentirse mejor.

—Pero solo con estas indicaciones no vas a poder seguir trabajando en condiciones. Tendrás también que tomarte una cucharadita de este brebaje seis veces al día.

—¡Muchas gracias, doctor!

El remedio fue mano de santo y Mclister comenzó a mejorar. Consiguió retener en su estómago la comida que ingería. Y su cuerpo se lo agradeció. Su rostro recuperó el buen tono y pudo realizar sus tareas con mayor diligencia. Lo peor había pasado. Douglas se dio cuenta enseguida de su mejoría y le encomendó a Mclister otras tareas. Un día le pidió que le acompañara a la bodega para hacer un inventario de la carga.

—¡Maldita sea, esto es un desastre! —exclamó Douglas al comprobar cómo se había estibado la carga en la bodega del barco.

—¿Quiere que cambie algunas cajas de sitio, señor? —preguntó Mclister.

Declan se sentía con fuerzas renovadas y quería congraciarse con su oficial. Pensó que un poco de ejercicio le vendría bien, y aquel desbarajuste de cajas apiladas podría ayudarle a tonificar aún más sus músculos.

—Sí, Mclister. Bueno, primero tenemos que separar lo que desembarcaremos en La Habana. Veamos… —Douglas consultó su tablilla, donde tenía anotadas las indicaciones del capitán—. Aquí está, ya veo: doce cajas de vino, veinte cajas de conservas, ciento veinticinco botellas de güisqui de malta, quince sacos de sal…

Declan comenzó a trabajar a destajo sin que su oficial tuviera que repetirle las órdenes. Separó a un lado las cajas de vino y conservas, colocó los sacos de sal y se dirigió sin pestañear hacia el fondo de la bodega, donde se encontraba el güisqui escocés.

—Si colocamos aparte estas dieciséis cajas para obtener ciento veinticinco botellas sobrarían entonces tres botellas, señor —contestó al momento Mclister—. ¿Qué hago con ellas?

—Vaya, Mclister, parece que se te dan bien los números —dijo Douglas sin dejar entrever su asombro—. Deja las malditas dieciséis cajas en aquella esquina. Recuérdame después que abramos una caja y quitemos las tres botellas de más. No vamos a ir regalando por ahí güisqui del bueno así como así.

—Por supuesto, señor —contestó Declan algo azorado al darse cuenta de su error.

Aunque Declan asistió durante poco tiempo a la escuela, lo había aprovechado bien, y sus padres estaban orgullosos de él. Sin embargo, no era aconsejable jactarse de semejantes habilidades, y menos delante de alguien de superior condición.

Douglas le encomendó más tareas al joven, mientras todavía seguía dándole vueltas en la cabeza a lo ocurrido. ¿Cómo demonios había podido efectuar la cuenta tan rápido aquel alfeñique? El oficial tenía sus estudios y creía ser una persona preparada, pero el infeliz que tenía bajo su mando le había demostrado en un suspiro lo equivocado que estaba.

—Como veo que eres un chico listo, seguro que no te lo tengo que repetir dos veces. Quiero catorce cajas de té en esa columna y después…

Douglas le enumeró los pedidos que había que separar de la carga principal antes de dejarle a solas con la tarea. Unos bultos se descargarían en La Habana, otros en Florida, y el resto debía quedar para el destino principal del barco: Virginia. Mclister prestó atención a las palabras de su superior para no cometer ninguna equivocación. El oficial le había calado y ahora vigilaba cada detalle. Y, si a partir de entonces se equivocaba, sabía que le acarrearía problemas más adelante.

Un rato después, sudoroso pero satisfecho, Declan abandonó la bodega. Se lavó y caminó por la cubierta de popa, hasta que reparó en una figura que se asomaba por la barandilla del barco, a punto de caer por la borda.

—¡Tenga cuidado, señorita! —exclamó Mclister.

La joven se sobresaltó ante el grito a su espalda. Se dio entonces la vuelta para averiguar el origen de esas voces. El irlandés pudo comprobar en ese momento que la muchacha simplemente estaba asomada a la barandilla como él hacía días atrás, intentando que el aire fresco le devolviera a su rostro el color que había perdido debido al mareo.

—¿Cuál es el problema, si puede saberse? —preguntó la joven.

—Disculpe, ha sido una equivocación. Pensé que…

—¿No creería usted que yo pretendía saltar o algo parecido?

—No, no, nada de eso. Perdone si la he molestado…

Mclister no sabía cómo salir del atolladero, y los risueños ojos de la chica, azules como el cielo, no le ayudaban a concentrarse precisamente.

—Descuide, no me ha molestado, señor…

—Mclister, señorita. Me llamo Declan Mclister, a su servicio.

—Encantada de conocerle, señor Mclister. Yo soy Emma Watson.

Declan se fijó entonces mejor en la belleza de su interlocutora. Emma era una joven de tez pálida y mejillas sonrosadas. Contaba con unas graciosas pecas que adornaban un rostro al que la travesía había quitado algo de color, según le pareció al irlandés. Y su pelo rubio se encontraba recogido en un elegante peinado que tapaba parcialmente su sombrero.

Mclister se fijó también en su indumentaria. La muchacha llevaba un elegante vestido que no desentonaría en un salón de baile. Parecía una joven con clase, pero él no se amedrentaba por las diferencias sociales. Así que utilizó su mejor sonrisa para intentar caerle en gracia a su compañera de viaje.

—Un placer, señorita Watson. De todos modos, creo que puedo ayudarla.

—¿Ayudarme en qué, señor Mclister? —preguntó divertida la joven.

Declan supo que había despertado su curiosidad. En ese preciso instante dio gracias a su familia por haberle obligado a aprender a expresarse correctamente en inglés. La chica parecía de Londres o alguna ciudad cercana, y quizás se habría sentido más cohibida si le hubiera contestado en gaélico, o con el fuerte acento irlandés de Cork.

—Con los mareos, señorita. Todos los hemos sufrido, se lo aseguro. Yo el primero, no se vaya a creer. Pero tengo un remedio infalible que le permitirá disfrutar más del viaje.

—Eso suena interesante.

La intuición de Mclister no había fallado. Tal vez la medicina recetada por el doctor, de la que todavía conservaba más de la mitad del frasco, le ayudara en sus pretensiones. De ese modo podría ganarse el favor de la muchacha y después… No, tendría que olvidarse de confraternizar demasiado con una pasajera. Si Douglas se enteraba, le despellejaría vivo. O tal vez decidiera tirarle directamente por la borda. Cualquiera se la jugaba…

—Si me espera aquí un momento, se lo demostraré. Voy a buscar algo y vuelvo enseguida, ya verá como mi remedio es mano de santo para los mareos.

Declan tenía razón: la señorita Watson mejoró mucho con el brebaje del doctor y con los pequeños consejos que tan buenos resultados le habían dado también a él. La joven se lo agradeció, y Mclister supo que había ganado muchos puntos delante de Emma.

La travesía continuaba su camino y con el paso de los días Declan y Emma coincidieron en más de una ocasión, no siempre de forma fortuita. De ese modo el irlandés supo que la joven inglesa era una institutriz que viajaba a Cuba, acompañando a un rico terrateniente español, el señor Antonio Mendoza, y sus dos hijos.

Siempre que podía escaquearse de sus obligaciones, Declan intentaba localizar a la señorita Watson para charlar con ella. Aunque Emma era unos años mayor que él y de una clase social superior —detalles que no le importaban lo más mínimo al irlandés y parecía que tampoco a la joven inglesa—, ambos se sentían cómodos en compañía del otro.

Emma le explicó brevemente su historia a Declan. Había perdido su trabajo de institutriz en Londres, y determinadas circunstancias familiares le obligaron a aceptar un empleo muy lejos de su patria, en La Habana. Allí se haría cargo de la educación de Marcos y Juan, los hijos del señor Mendoza, un hacendado con intereses comerciales en varias islas del Caribe, Florida y la capital inglesa. El español había enviudado hacía poco tiempo, allá en Cuba, y necesitaba que alguien se encargara de sus vástagos.

—Espero no haberme equivocado, Emma —le confesó Declan tras narrarle también sus peripecias—. Tras la muerte de mis padres me ofusqué, y al conocer al oficial Douglas vi los cielos abiertos. Creí que comenzar una nueva vida en América sería lo mejor para mí, pero ahora no lo tengo tan claro.

—Le comprendo, Declan. Yo también tomé la decisión de forma apresurada, pero creí que sería una buena oportunidad para mí. El señor Mendoza es muy generoso y se porta bien como jefe. Aunque claro, todavía no sé cómo será mi vida en La Habana.

—Dicen que es una ciudad muy bella, como el resto de la isla. Afortunadamente me han contado que lo peor de la guerra entre cubanos y españoles ya ha pasado; no sé cuál será la situación exacta ahora mismo.

—Sí, el otro día me lo explicó mi patrón. Al parecer llevan más de seis años de guerra en diversas regiones interiores de la isla. El señor Mendoza me aseguró que en La Habana estaremos a salvo, y también en la hacienda y sus alrededores.

—¿Conoce las causas de la guerra? Al parecer los cubanos estaban hartos de los desplantes de la metrópoli. En principio buscaban la independencia, pero se hubieran conformado con otras contraprestaciones por parte de España. Y, por supuesto, querían erradicar la esclavitud, claro está.

—Vaya, no sabía…

—Las potencias colonialistas se comportan igual en todo el mundo; es normal que la gente se subleve. Estamos a finales del siglo XIX y el mundo únicamente avanza para los de siempre.

Declan albergaba un profundo sentimiento nacionalista irlandés y, aunque no podía comparar la situación de su país con la de otras colonias inglesas de ultramar, entendía perfectamente lo que ello conllevaba.

Emma miró a su interlocutor con una pizca de admiración. Se trataba de un chico muy joven, con toda la vida por delante, pero tenía ideas diferentes a las habituales. Un hombre comprometido con su tiempo que se creía capaz de cambiar la sociedad desde dentro, algo que le parecía imposible a la institutriz.

—Poco podemos hacer en ese sentido. El mundo gira muy deprisa y no se puede cambiar de la noche a la mañana.

—De la noche a la mañana no, eso está claro —contestó Declan—. Pero mire lo que ha ocurrido en los Estados Unidos: han sufrido su propia guerra debido a las diferencias de criterio sobre la esclavitud en sus territorios. El futuro ya está ahí y el resto de potencias tendrá también que pasar por el aro, se lo digo yo. Incluido su patrón.

—¿A qué se refiere? —preguntó Emma de forma inocente.

—No creerá que el señor Mendoza no tiene esclavos en su plantación, ¿verdad? Al parecer, según he oído, es uno de los más importantes hacendados de la isla.

—Le veo muy informado, señor Mclister.

—Uno de mis mejores amigos en el Pegasus es un mulato liberado, hijo de una esclava cubana y su dueño, un terrateniente español. Santiago lleva un par de años trabajando en este barco y se defiende bien en inglés. Yo, por mi parte, intento aprender el español y de ese modo nos vamos entendiendo. Entre lo que me ha contado él y lo que he entresacado yo de otras conversaciones, me he podido hacer una idea de la situación.

—Mejor dejemos el tema por hoy —dijo Emma para eludir el espinoso asunto del señor Mendoza—. De todas formas, si le apetece seguir aprendiendo español, yo le puedo prestar algunos libros que me he traído. Quizás podríamos practicar juntos. Yo necesito mejorar también en ese idioma.

Emma comenzó a ayudar a Declan en los estudios de español, momentos que los dos jóvenes aprovecharon para seguir conociéndose. Solían reunirse en una especie de sala de paso que se encontraba entre las dos cubiertas superiores, aunque el tránsito de pasajeros por la zona no facilitaba precisamente el estudio.

Después de varias jornadas de travesía, su relación cordial se afianzó y empezaron a tratarse con más familiaridad. Mclister se encontraba muy a gusto en presencia de Emma y, aunque su instinto le decía que no tendría ninguna oportunidad con ella, él no quiso rendirse antes de empezar.

Una de las tardes en que habían quedado para seguir con las lecciones, Emma no se presentó a la cita. Mclister, alarmado, se acercó con cierto recelo a la habitación de la señorita Watson. No pretendía incomodarla ni ponerla en un brete, solo necesitaba saber si se encontraba bien. El joven llamó a la puerta con los nudillos y confió en que nadie se percatara de su presencia en aquella parte del barco.

—Emma, perdona… ¿Te encuentras bien?

La señorita Watson tardó todavía un momento en recomponerse y acudir para abrir la puerta. Después del almuerzo le había sobrevenido un ligero malestar y se había retirado a descansar a su camarote, sin darse cuenta de que se había quedado dormida hasta una hora más tarde de lo previsto en un principio.

—Disculpa, me he quedado traspuesta… Lo siento, seguro que llevas un buen rato esperándome en cubierta.

—No, yo… —Mclister se quedó un poco perplejo al ver la reacción de Emma—. Lo siento, solo quería saber si estabas bien. No pretendía molestarte, ya me marcho.

—Espera, Declan, no te vayas.

Mclister se quedó clavado en el sitio, asombrado ante el atrevimiento de Emma. ¿Qué pensarían los vecinos de pasillo si veían que un grumete departía con tanta familiaridad con una pasajera de primera clase?

—Si quieres podemos estudiar hoy en mi camarote. Ya es tarde y tal vez nuestro sitio habitual esté ocupado. Si te parece bien, por mí no hay inconveniente.

Y dicho esto, Emma abrió su puerta de par en par. Declan no lo dudó un instante y, antes de que su interlocutora cambiara de opinión, entró en los dominios de la institutriz. La señorita Watson cerró la puerta y ambos obviaron lo inadecuado de aquel encuentro a ojos de la rígida sociedad en la que vivían.

Declan no quiso fisgar demasiado en el interior del camarote, por lo que sus ojos no se entretuvieron en observar el interior del cuarto. Sí comprobó que Emma contaba con una pequeña mesita auxiliar donde podrían acomodarse los dos a estudiar.

Mclister intentó concentrarse en la tarea, pero el entorno no era el más adecuado y su mente le jugaba malas pasadas, imaginándose escenarios que nada tenían que ver con la casta relación entre una profesora y su alumno.

Declan siempre había sido un joven de sangre caliente, y Emma le atraía muchísimo. En su fuero interno pensaba que la chica también sentía algo por él, aunque los convencionalismos de su diferencia de edad o de su posición evitaban que ninguno mencionara el asunto. Tal vez fuera hora de que él diera el primer paso, ya que, en opinión del irlandés, una dama nunca se rebajaría a ello.

Pero Mclister no quería que ella le malinterpretara, y menos en la intimidad de su habitación. ¿Y qué mejor momento que ese?, pensó el impetuoso irlandés. Allí nadie les molestaría y podrían dar rienda suelta a sus sentimientos; si es que de verdad sentían algo el uno por el otro, y no era únicamente una atracción física.

Emma se levantó de su lugar para buscar un libro que guardaba en su maleta. Declan la contemplaba absorto mientras ella rebuscaba, atento a sus movimientos. El barco se zarandeaba más de la cuenta y ya habían bromeado sobre los mareos que ambos tuvieron antes de acostumbrarse a los vaivenes de la mar. Hasta que una ola más potente de lo habitual hizo que la chica perdiera el equilibrio, se golpeara en la espalda contra la pared y rebotara de nuevo hacia el centro del camarote.

Declan se levantó como un resorte e intentó evitar que la joven cayera de bruces, con tan mala suerte que al final ambos rodaron desmadejados por el suelo ante el ímpetu de las olas que golpeaban el barco. Se incorporaron enseguida y se quedaron un momento sentados en el suelo, con sus rostros a escasos centímetros y las manos entrelazadas tras la caída.

—¿Estás bien? —preguntó Declan.

—Sí, no te preocupes —contestó Emma sin apartar la mirada de los profundos ojos de Mclister—. Solo ha sido un golpe de mar y la culpa es mía por dejarme zarandear de ese modo. Estoy bien, de verdad.

—Emma, yo…

Mclister se armó de valor y se lanzó sin pensárselo más. Tal vez le saliera mal su apuesta, la joven le cruzara la cara y lo denunciara después por haber intentado sobrepasarse, pero ya no podía remediarlo. Mclister no pensó en posibles consecuencias y confió en su buena fortuna y su magnetismo personal a la hora de la verdad.

El beso fue suave y temeroso al principio. Declan posó sus labios en los de Emma mientras sus manos sujetaban la cintura de la mujer. Ella se quedó un instante parada, sin reaccionar, pero la situación cambió drásticamente unos instantes después. Emma le devolvió el beso con pasión, hasta que se dio cuenta de su error.

—No, Declan, por favor… Esto no está bien.

—Yo, perdona, creí que…

—No te preocupes, no pasa nada. Ha sido la emoción del momento, nada más. Ambos nos hemos dejado llevar, es algo natural. No te apures, esto no tiene por qué salir de aquí.

—Será mejor que me marche, ya hablaremos mañana —aseguró Declan recomponiéndose tras el varapalo.

Mclister se despidió con un gesto y salió del camarote, asegurándose de no cruzarse con nadie en los pasillos de primera clase antes de abandonar la zona. Se había emocionado al verse correspondido por Emma, pero al final se impuso la cordura. ¿Afectaría eso a su futura relación con la institutriz?

El joven irlandés le dio vueltas en la cabeza al asunto de Emma Watson durante esos días en los que el Pegasus avanzaba inexorablemente hacia América. Además, estaba bastante harto del viaje y todavía quedaba mucho trecho hasta Virginia, después de las escalas en Cuba y Florida. ¿Y si desembarcaba en La Habana?

La relación entre ambos jóvenes pasó por unos días de frialdad tras el beso del camarote, pero se rehicieron en pocas jornadas y olvidaron ese momento para continuar con normalidad su relación de amistad. Declan decidió entonces compartir con su nueva amiga los temores que le embargaban, aun a riesgo de echarlo todo a perder.

—¿Qué opinas? —le preguntó Declan—. Ya sé que no conozco el idioma, pero quizás podría comenzar de cero en Cuba.

—Bueno, tal vez el señor Mendoza pueda ayudarte si decides desembarcar en La Habana —adujo Emma—. Si te guardas tus opiniones sobre la esclavitud, yo podría interceder ante mi patrón para que te buscara algún trabajo en la isla.

—¿Y deberle un favor a ese hombre? —preguntó orgulloso Mclister—. No sé yo, la verdad. Y tampoco quiero ponerte en un compromiso con tu patrón. Será mejor olvidarme…

La señorita Watson quiso insistir, y ambos jóvenes conversaron sobre el asunto durante varios días más. Al final llegaron a un acuerdo: Emma tantearía a Mendoza sobre el particular, sin darle demasiados detalles, para ver su reacción. Y, por su parte, Mclister hablaría de la situación también con su superior.

—Has hecho un buen trabajo, Mclister —afirmó Douglas—. Tu deuda está saldada, y por mi parte no te pondría mayor problema. Aunque me seguirían faltando brazos para el resto del viaje. Sería una pena, ahora que estaba empezando a hacer un hombre de ti.

—Solo es una idea, oficial, pero gracias por su comprensión.

—De todos modos estarás muy lejos de Virginia, Boston y todas esas ciudades a las que emigran tus paisanos. Sin olvidarnos de que desembarcarías en un país donde te será más difícil integrarte. ¿No tendrá algo que ver la señorita Watson con todo esto? —preguntó curioso el marino.

A Douglas no le había pasado desapercibida la relación entre la institutriz y el irlandés, pero no quiso llamarle la atención a su pupilo al comportarse Mclister como era debido. Había escuchado alguna habladuría en el barco, chismes de viejas, pero en el fondo sabía que los dos jóvenes únicamente se hacían compañía.

—No, oficial, no crea que yo… —Declan se asustó al ser pillado en falta, creía que su superior no estaba al tanto del asunto.

—Olvídalo, Mclister. En cuanto a tu idea de quedarte en Cuba, por lo menos de momento, quizás yo pueda serte de ayuda. No creas que este oficial se chupa el dedo. Ya he visto tus habilidades con los números y la intendencia en general.

—Yo, señor, no quería…

—Calla y escucha, grumete. Permaneceremos dos días en La Habana. Veré lo que puedo hacer. Conozco a gente en el puerto… Tal vez algún maestre de provisiones necesite ayuda para controlar la carga de los barcos que llegan y salen de la ensenada habanera.

—Gracias, señor. No sé cómo…

—No cantes victoria tan pronto. Durante ese tiempo permanecerás a mi lado, tendrás que cumplir con tu cometido y ayudar en las labores de desembarque. Si te encuentro un empleo, tú verás si lo aceptas o buscas otra cosa en caso de quedarte por tu cuenta. Y, si no encuentro nada, tendrás todavía unas horas antes de que el Pegasus parta hacia Florida, por si quieres continuar viaje con nosotros. Pero por ahora… ¡sigue con tus tareas!

—¡A sus órdenes, señor! Y muchas gracias por todo.

Declan disimuló como pudo la sonrisa que afloraba en su rostro: Cuba sería su próximo destino. Tal vez se equivocara y no encontrara en esa isla lo que andaba buscando, pero podría ser el primer paso para una vida mejor. Y, si no le iba bien, siempre tendría tiempo de emigrar finalmente a Norteamérica.

Pasó la noche en vela, como había supuesto. Pero había tenido un buen pálpito, magnificado por el leve recuerdo de un sueño donde parecía muy feliz. En su recreación onírica se había visto a sí mismo nadando en el mar, en el medio de una pequeña bahía de aguas cristalinas, justo al lado de una preciosa playa de arenas blancas jalonada de palmeras. Se veía contento, relajado, y eso le ayudó a decidirse.

Tal vez fuera el mismo paraíso en la tierra, o quizás su subconsciente le había jugado una mala pasada. De cualquier forma no pensaba echarse atrás, aunque no se lo comunicaría al señor Douglas hasta que hubieran desembarcado toda la mercancía. Si le encontraba algún empleo, bien. Y, si no, se buscaría la vida para sobrevivir.

De pronto se acordó de Emma. La institutriz se había ofrecido a hablar con su patrón. No quería hacerle ningún desprecio, pero no le apetecía trabajar para el hacendado español, por mucho que eso significara estar cerca de la señorita Watson. Ya se las apañaría para no perder el contacto con Emma en la isla y retomar lo que habían dejado a medias.

—Al final me quedo en La Habana —le comunicó cuando coincidieron en cubierta, antes de contarle la conversación con Douglas.

—¡Vaya, me alegro mucho! —La joven intentó disimular su entusiasmo, no quería que Declan se llevara una impresión equivocada—. El señor Mendoza me ha dicho que puedes contar con su ayuda, ahora o en un futuro próximo.

—Muchas gracias, Emma. De momento esperaré a ver qué me ofrece el oficial y, si no, ya veré qué hago.

—Muy bien, Declan. Seremos entonces vecinos en La Habana. Y, por supuesto, espero que prosigamos con las clases de español.