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—¿Estás segura de que la chatelaine pertenece a Irene Witton, la propietaria de la librería? —preguntó Lucas. Sus otros sentidos se estremecían y tenía erizado el vello de la nuca.

—No puedo estar totalmente segura —dijo Evangeline—, pero puedo decirte que la señorita Witton parece saber muchas cosas sobre las leyendas locales. Dispone de un surtido de mapas del tesoro. Más aún, sus iniciales son IW, las letras de la parte posterior del estuche. Y, por último, aunque no por ello menos importante, recuerdo perfectamente que cuando Clarissa elogió la chatelaine de Irene, esta mencionó que era nueva y que sustituía otra que había perdido. Dadas las circunstancias, no puedo imaginar que el estuche sea de nadie más. ¿Tienes alguna idea mejor?

—No.

La calle principal estaba concurrida. Las tiendas estaban llenas, los vendedores callejeros pregonaban sus souvenirs y los proveedores de antigüedades, verdaderas y falsas, no paraban de hacer negocio.

Pero la librería Chadwick estaba cerrada. En el escaparte había colgado un cartelito. Tenía las persianas bajadas.

—Hemos llegado demasiado tarde —dijo Lucas con una sensación gélida copándole los sentidos.

Evangeline se quedó mirando el cartel de CERRADO.

—Irene Witton debió de temer que empezáramos a sospechar. Ha recogido sus cosas y se ido de Little Dixby.

—Quizás —admitió Lucas—. Pero también es posible que no tuviera esa suerte.

—¿Qué quieres decir? No pensarás que… —Evangeline dejó la frase a medias porque Lucas ya la estaba llevando calle abajo—. Espera. ¿Qué estás haciendo?

—Ver si puedo establecer qué le pasó a Irene Witton. Quiero echar un vistazo al interior de la librería.

—No irás a entrar, ¿verdad?

—Calla. —Ladeó la cabeza para señalar a una persona que pasaba por la calle—. Preferiría no anunciar mis intenciones. En algunos barrios menos instruidos el allanamiento de morada es considerado ilegal. Aunque tengo la sensación de que esta vez nadie se quejará a las autoridades.

—¿Y si te equivocas? Witton vive encima de la tienda. —Evangeline alzó los ojos hacia las ventanas con los postigos cerrados—. Podría estar enferma.

—Si resultara que es así, nos disculparemos y diremos que temíamos por su salud cuando vimos el cartel en el escaparate.

Evangeline se tocó la bolsita que llevaba. Contenía la chatelaine.

—Parece una explicación razonable. Siempre y cuando esté de un humor razonable si la despierta el ruido de un ladrón que entra en su tienda.

—Te prometo que habrá muy poco ruido.

Lucas tomó la estrecha callejuela que cruzaba la calle principal, y Evangeline aceleró para seguirle el paso. Cuando llegaron al callejón al que daba la parte trasera de las tiendas, ambos se volvieron para asegurarse de que nadie los viera. Después, se dirigieron hacia la puerta de la librería Chadwick.

Después de llamar un par de veces sin obtener respuesta, Lucas puso una mano sobre el pomo, que giró sin dificultad.

—Olvídate del allanamiento de morada —ironizó.

—Si la señorita Witton se marchó a toda prisa, puede que no cerrara con llave la puerta trasera.

—Según mi experiencia, quienes no suelen cerrar con llave al marcharse son los asesinos que huyen de la escena del crimen.

—Pues claro, porque no tienen llave.

—A veces es así.

No añadió que había asesinos que no cerraban con llave la puerta de la escena del crimen porque querían que sus terribles actos fueran descubiertos: asesinos que ansiaban ver su obra plasmada en la prensa. Pero este asesinato no sería de este tipo. En esta situación había móviles en abundancia. No era necesario plantear la posibilidad de un asesino perturbado.

Abrió la puerta y entró en la trastienda de la librería. No necesitó que las corrientes de energía oscura que se arremolinaban en el ambiente le indicaran que había habido violencia y que había sido hacía poco. El cadáver de la mujer estaba tumbado boca abajo en el suelo. La sangre de la herida que tenía en la cabeza empapaba las tablas de madera. El pesado sujetalibros de hierro que había sido utilizado como arma estaba cerca. Vio los restos de cabellos y de piel pegados a él.

Evangeline soltó un grito ahogado de consternación.

—Tenías razón —dijo—. Hemos llegado demasiado tarde. Pero esto no tiene sentido. Suponíamos que si encontrábamos un cadáver en la librería, sería el de Irene Witton. Esta no es Irene Witton.

Lucas se agachó junto a la difunta y la volvió lo suficiente para que pudieran verle la cara. Evangeline se acercó más, con cuidado de no tocar el charco de sangre con la puntera de las botas de paseo ni con el dobladillo del vestido.

—No la reconozco —dijo.

—Yo, sí —comentó Lucas—. Es la señora Buckley, el ama de llaves que había desaparecido.

—¡Dios mío! —Evangeline miró a su alrededor, intranquila—. La sangre parece muy reciente.

—Sí —corroboró Lucas—. No lleva demasiado tiempo muerta. De hecho, la asesina sigue en este edificio.

Se oyó un suave crujido procedente de la escalera que conducía a las habitaciones del piso superior.

Evangeline se quedó inmóvil.

—Ya puede bajar, señorita Witton —indicó Lucas, que se había vuelto hacia la estrecha escalera—. Sabemos lo que ha pasado. No vamos armados.

Se oyó otro crujido de queja de las tablas de madera. Irene Witton apareció en lo alto de la escalera con una pistola sujeta con ambas manos.

—Pero yo sí —anunció.