2
Evangeline se sentó, tensa, en el borde de una de las butacas gastadas de la biblioteca; la solapa de la chaqueta de Lucas parecía tenerla cogida por el cuello. Lo observó mientras servía dos copas de brandy.
La luz de gas de los apliques revelaba una gran mesa de caoba, dos butacas de lectura y otras tantas mesitas auxiliares. Los muebles, junto con la alfombra raída y descolorida y las gruesas cortinas que cubrían las ventanas, habían pasado de moda hacía décadas. Los estantes estaban abarrotados de tomos encuadernados en cuero. Por la habitación había esparcidos varios ingenios científicos, incluidos un microscopio y un telescopio.
Lucas Sebastian era un misterio no solo para ella, sino también para los habitantes de Little Dixby. Había llegado hacía tres días para instalarse en Crystal Gardens y de inmediato se había convertido en motivo de especulaciones y habladurías.
Evangeline lo había conocido el día antes en la librería Chadwick, la única de la localidad. Lucas había entrado poco después de que ella hubiera cruzado el umbral. Se había presentado a ella y a la propietaria, Irene Witton.
La venta de libros era algo nuevo para Irene, que unos meses antes había comprado la tienda a la viuda del anterior propietario. Pero se trataba de una mujer ambiciosa y saltaba a la vista que estaba encantada de tener a Lucas como cliente. No había nada mejor para el negocio que el hecho de que se corriera la voz de que el dueño de la casa más importante de la zona compraba en su establecimiento.
Evangeline, en cambio, había sido incapaz de interpretar con tanta claridad sus propias reacciones ante Lucas. Cuando él entró en la tienda, algo hizo que se sintiese inquieta. Había sido una reacción instintiva, intuitiva. Aunque no la había tocado, había percibido que poseía unas grandes facultades psíquicas. Desde luego, le resultó imposible ignorar el sutil cambio de energía en la atmósfera de la tienda. Se le erizaron los pelos de la nuca y una extraña mezcla de entusiasmo y recelo recorrió su cuerpo.
—Tengo entendido que soy inquilina suya, señor Sebastian —dijo.
—Exacto, señorita Ames —respondió Lucas con una sonrisa—. El administrador de mi tío me informó de que había alquilado Fern Gate por un mes. Estaba muy contento. Según parece, no conseguía inquilino para la casa desde hacía dos años. Espero que esté disfrutando su estancia aquí, en Little Dixby.
Estuvo a punto de decirle que, aparte de alguna que otra apasionante entrada ilícita en los jardines de la vieja abadía, no se había aburrido tanto en toda su vida. En aquel momento, sin embargo, eso había dejado de ser cierto. Pero difícilmente podía decirle que su percepción de los placeres de la vida campestre había cambiado por completo cuando él había entrado en la librería Chadwick.
—El campo me resulta muy… estimulante —comentó en cambio.
Lucas enarcó las oscuras cejas. Y una expresión que muy bien podía definirse como de regocijo iluminó sus ojos verdes.
—Excelente —dijo—. ¿Mandará recado a Crystal Gardens si la casa necesita alguna reparación?
—Sí, gracias, pero estoy segura de que no será necesario.
—Nunca se sabe —dijo Lucas.
Eligió unos viejos mapas y una guía sobre las ruinas locales, pagó sus compras y se despidió. Evangeline e Irene lo contemplaron mientras salía a la calle y se perdía entre la multitud que llenaba Little Dixby en verano. La población estaba a tres horas en tren de Londres y era, desde hacía mucho tiempo, una atracción gracias a las ruinas romanas muy bien conservadas de sus inmediaciones.
Irene apoyó los codos sobre el mostrador de cristal con aire reflexivo. Era una solterona que rondaba los cuarenta. Evangeline estaba segura de que el que Irene no se hubiera casado no se debía a su aspecto físico. Era una mujer atractiva, instruida y con una figura excelente, cabello oscuro, ojos azules y una gran elegancia. La moderna chatelaine de plata que llevaba en la cintura para guardar las gafas estaba decorada con unas mariposas exquisitamente grabadas y unas turquesas preciosas.
Evangeline pensó que a los dieciocho o diecinueve años, en edad casadera, Irene tenía que haber sido toda una belleza. Pero la hermosura y la inteligencia no siempre eran suficientes en lo que al matrimonio se refiere, porque todo el mundo sabía que el matrimonio era una transacción comercial. La posición social y el dinero importaban mucho más que el amor verdadero y la conexión metafísica entre enamorados que los novelistas sensacionalistas loaban en sus historias.
—Así que ese es el nuevo dueño de Crystal Gardens —comentó Irene—. No puede decirse que sea lo que todo el mundo esperaba. Por lo menos, él no parece estar tan loco como su tío.
—¿A qué se refiere? —inquirió Evangeline, parpadeando.
—No lleva demasiado tiempo aquí —respondió Irene—. Pero seguro que ha oído algunos de los cuentos y las leyendas sobre Crystal Gardens, ¿no?
—Sí, pero no sabía que el anterior dueño estuviera loco —dijo Evangeline. Y tras vacilar un instante, añadió—: Bueno, he de admitir que mi criada me advirtió de que Chester Sebastian tenía fama de excéntrico.
—Una forma educada de decir que estaba loco de remate —puntualizó Irene, riendo entre dientes—. Ahora bien, Chester Sebastian era un botánico brillante, y por lo menos yo lo echaré mucho de menos.
—¿Por qué?
—Era muy buen cliente. Le conseguí unos cuantos libros y grabados raros sobre botánica. El precio no representaba ningún obstáculo para él. Sin embargo, no todos los habitantes de Little Dixby se mostraban tan benévolos con Chester Sebastian. Según me ha asegurado nada menos que una autoridad como Arabella Higgenthorp, la directora del club local de jardinería, Sebastian realizaba en Crystal Gardens toda clase de lo que ella denomina experimentos hortícolas antinaturales.
Evangeline pensó en la extraña energía que había percibido en los jardines de la vieja abadía.
—¿A qué cree que se refería la señora Higgenthorp al decir «antinaturales»?
—La gente afirma que Sebastian mezclaba las artes ocultas y la botánica con resultados desastrosos.
—¡Oh, por el amor de Dios! ¡Menuda tontería!
—No esté tan segura. —Irene abrió los ojos como platos con expresión burlonamente melodramática y bajó la voz hasta convertirla en un susurro—. Los lugareños están convencidos de que la muerte de Chester Sebastian se debió a esas oscuras fuerzas sobrenaturales que desató en sus jardines.
—Ridículo —dijo Evangeline. Pero debía admitir que había notado ciertas corrientes peligrosas de poder en Crystal Gardens. Sí, quizás hubiese que contemplar la posibilidad de que Chester Sebastian hubiera fallecido víctima de uno de sus experimentos botánicos psíquicos.
—No son más que tonterías, claro —dijo Irene con una sonrisa—, pero la historia encaja la mar de bien con otras leyendas locales. A los visitantes les encanta esta clase de cosas.
—¿Y compran guías y mapas relacionados con estas apasionantes leyendas locales? —preguntó Evangeline, divertida.
—Ya lo creo. En particular, el relato del tesoro perdido de Crystal Gardens ha disparado las ventas.
—¿Qué tesoro es ese?
—Se dice que hay un tesoro de oro romano enterrado en alguna parte de los jardines de la vieja abadía. —Irene hizo una mueca—. Pero si quiere saber mi opinión, si alguna vez existió, ya lo habrán encontrado hace años.
—Sin duda —se mostró de acuerdo Evangeline, y miró de nuevo hacia la calle, donde no vio a Lucas por ninguna parte.
Irene siguió su mirada y dejó de sonreír.
—Ahora, en serio: muchos sostienen que hay una vena de locura en la familia.
—¿De veras?
—Según las habladurías locales, Chester Sebastian aseguraba poseer poderes paranormales. —Hizo un gesto despectivo con la mano—. Hay que ser un perturbado o un farsante para afirmar algo así, ¿no le parece?
—Desde luego, da que pensar —repuso Evangeline, eligiendo cuidadosamente las palabras.
Sin embargo, no podía creer que Lucas estuviera loco; que resultara fascinante y tal vez fuese peligroso, sí, pero ¿loco?, para nada.
Sintiéndose súbitamente inspirada, corrió de regreso a Fern Gate Cottage para efectuar anotaciones detalladas sobre el protagonista de su nuevo libro. Iba por el cuarto capítulo, y John Reynolds acabaría por convertirse en el centro de la narración. Sus rasgos y su porte la habían eludido, pero ahora Evangeline sabía con precisión qué aspecto tenía: exactamente el mismo que Lucas Sebastian, es decir, cabello oscuro, ojos verdes, un semblante de rasgos duros y un aura de verdadero poder. En resumen, la clase de hombre que rompería las normas sociales cuando le viniera en gana.
El problema era que hasta aquel momento había planeado que John Reynolds fuera el malo de la historia.
—Pruebe esto —dijo Lucas tendiéndole una copa de brandy—. Es bueno para los nervios.
—Gracias. —Evangeline bebió un pequeño sorbo. Quemaba un poco, pero la hizo sentir bien, revigorizada. Pensó en el grito agonizante de Sharpy Hobson y la copa le tembló en la mano—. ¿No deberíamos avisar a la policía?
Lucas se sentó en la butaca que estaba delante de ella y repuso:
—Estoy seguro de que la policía local es razonablemente discreta, pero dadas las circunstancias dudo de que pudieran evitarse las habladurías, especialmente en una población tan pequeña como Little Dixby. Entre otras cosas, hay que tener en cuenta el asunto de su reputación.
Evangeline notó que se sonrojaba, pero no por el calor que le producía el brandy, sino por la mirada sugestiva que le dirigió Sebastian.
—Ah, claro —susurró.
—Si corre la voz de que estaba usted en Crystal Gardens vestida con camisón y bata a las dos y media de la mañana, todo el mundo creerá que tenía una cita íntima conmigo.
—Pero el hombre con el cuchillo…
—Que nos interrumpiera un intruso armado con un cuchillo solo añadiría elementos sensacionalistas a la historia. Por la mañana la noticia sería la comidilla de Little Dixby. En veinticuatro horas aparecería en los periódicos de Londres. Poco después los editores de novelas truculentas pregonarían su versión de los hechos. —Lucas tomó un trago de brandy y añadió—: Y algún artista tendría que hacer horas extras para crear la consiguiente ilustración morbosa.
—¡Por Dios! —exclamó Evangeline, pero sabía que tenía razón. La prensa haría lo imposible para realzar los aspectos más malsanos y a la vez excitantes de la historia, aunque no hubiera ninguno. Era previsible y explicaba por qué tantas mujeres decidían no denunciar a la policía a sus agresores. En su caso, posiblemente pusiera en peligro su incipiente carrera de novelista. El primer capítulo de Winterscar Hall iba a aparecer la semana siguiente en seis de los periódicos del señor Guthrie, incluido el Little Dixby Herald. Si se hacía público que la autora se había visto envuelta en un crimen que incluía un intento de asesinato y una cita ilícita con un hombre rico, Guthrie sin duda cancelaría el contrato. Recordó una cláusula de moralidad bastante vaga.
Dadas las circunstancias, la galantería de Lucas Sebastian resultaba sorprendente; asombrosa, en realidad. Ella se ganaba la vida como dama de compañía. No tenía familia ni conexiones sociales. Al igual que otras mujeres en su situación, se aferraba con uñas y dientes a su respetabilidad. Bastaría muy poco para que la perdiese. Por su experiencia, los hombres de la categoría y la riqueza de Sebastian rara vez se preocupaban por la reputación de las mujeres de su clase.
Se recordó que Lucas podía tener sus propios motivos para no querer que la policía acudiera a Crystal Gardens, empezando por el cadáver del laberinto.
—Comprendo su razonamiento, señor Sebastian —aseguró—, y aprecio sinceramente su consideración. Pero no podemos fingir que esta noche aquí no pasó nada.
—No estoy de acuerdo, señorita Ames —dijo Lucas, esbozando una gélida sonrisa—. Le sorprendería lo fácil que es hacer exactamente eso. Aunque usted esté dispuesta a sacrificarse en el altar de las habladurías locales, yo no.
—¿Perdón?
—Vamos, señorita Ames, reflexione. No es la única protagonista de este pequeño drama que sería objeto de grandes especulaciones si la historia apareciese en la prensa. Yo también estoy involucrado en ella.
¡Y Evangeline que había creído que a él le preocupaba su reputación! ¿En qué estaría pensando? Por un instante su romanticismo había podido más que su sentido común. Lucas se estaba protegiendo a sí mismo, no a ella. Porque ningún caballero desearía ver su nombre mancillado por la prensa amarilla.
—Por supuesto —dijo enérgicamente—. Lo entiendo. Perdóneme, no pensé en su posición.
—Da la casualidad de que mientras esté establecido aquí, en Little Dixby, necesito la mayor privacidad posible. Preferiría no verme envuelto en ninguna investigación policial, por no hablar de tener que tratar con los llamados caballeros de la prensa.
—Lo entiendo perfectamente —dijo Evangeline—. No tiene por qué entrar en detalles. —Evangeline no podía reprochárselo. Ella misma había tomado una decisión similar hacía dos semanas. Ambos tenían secretos que esconder.
—Comprenderá que debo hacerle algunas preguntas, señorita Ames —prosiguió Lucas—. Aunque he resuelto evitar a la policía y a la prensa por todos los medios, me gustaría saber en qué me he involucrado esta noche.
—Sí, claro —repuso ella—, pero me temo que no estoy en condiciones de responder a eso. —Vio que los ojos de Lucas brillaban con una pasión fría. O quizá fueran imaginaciones suyas. Todavía tenía los nervios de punta.
—¿Conocía a ese hombre, el tal Sharpy Hobson? —quiso saber él.
—Estoy segura de no haberlo visto en mi vida —fue la respuesta—. Pero le confieso que esta tarde tuve la desagradable sensación de que me estaban observando. Por la noche no pegué ojo, por eso estaba despierta cuando él entró en la casa.
—Lo que me lleva a otra pregunta —dijo Lucas—. Me alegra mucho que consiguiera escapar, fue toda una hazaña. ¿Cómo lo logró?
—Salí por la ventana del dormitorio. Hobson trató de seguirme pero no pudo pasar por ella. Tuvo que usar la puerta de la cocina. Eso me dio una ventaja aceptable.
—Corrió hacia aquí, hacia Crystal Gardens.
—Tampoco es que tuviera demasiadas opciones. Es usted el vecino más cercano.
Lucas asintió una vez, reconociendo que era verdad, y tomó un sorbo de brandy mientras reflexionaba en silencio.
—Habría llamado a la puerta principal para pedirle ayuda, pero me hubiese llevado unos instantes preciosos correr hacia la parte delantera de la casa —continuó Evangeline—. Hobson me estaba alcanzando. Por eso me metí en los jardines.
—Sabía cómo entrar por el muro —apuntó Lucas, mirándola fijamente.
—Admito que he estado explorando un poco antes de que viniera usted a instalarse —respondió Evangeline con un suspiro.
—Más que explorando, entrando sin permiso —la corrigió él, pero no parecía enojado.
—Bueno, aquí no vivía nadie por entonces. ¿A quién iba a pedir permiso?
—Estos jardines son muy peligrosos. Usted misma lo ha comprobado esta noche.
—Sí. —Evangeline se estremeció y tomó un traguito de brandy—. Pero hasta ahora no sabía lo peligrosos que son. Había oído las historias y las leyendas locales pero no me las creía.
—A pesar de ello, despertaron su curiosidad, ¿verdad?
—Me temo que sí.
—Dígame, señorita Ames, ¿siempre se deja llevar por la curiosidad?
Evangeline titubeó porque presentía que le estaba tendiendo una trampa.
—No siempre —repuso por fin—. Sin embargo, en este caso no parecía haber nada malo en ello.
—Los jardines la atrajeron no solo por las leyendas sino por la energía paranormal que percibía en ellos.
No era una pregunta. El curso que estaba siguiendo el interrogatorio de Lucas la intranquilizaba cada vez más. Afirmar que se poseían facultades psíquicas era siempre algo arriesgado, pero no consideró imprudente decírselo, convencida como estaba de que Lucas también poseía poderes paranormales.
—Sí —aseguró—. La energía de este sitio es fascinante.
—Ayer, cuando la conocí en la librería, estuve bastante seguro de que tenía usted una fuerte naturaleza psíquica —dijo Lucas, esbozando una sonrisa—. Sus facultades despiertan mi curiosidad por usted, Evangeline Ames. Pero, bueno, usted me ha interesado desde que el administrador de mi tío me informó de que la nueva inquilina de Fern Gate Cottage se ganaba la vida como dama de compañía.
Su intranquilidad se acrecentó. Ahora estaba segura de que se adentraba en aguas peligrosas, pero no veía la forma de evitarlo.
—¿Por qué despertó eso su curiosidad? —preguntó con mucha cautela.
—El alquiler de la casa es bastante bajo, desde luego. Dicho esto, jamás he conocido a ninguna dama de compañía que pudiera permitirse un mes de vacaciones en el campo aunque encontrara una ganga.
—Mis jefas son muy generosas —dijo ella con cierta frialdad, sintiéndose en terreno más firme. Al fin y al cabo, era de muy mala educación preguntar a alguien a la cara sobre su situación económica. Eso no se hacía, sencillamente—. Quienes tenemos la suerte de estar vinculadas a la firma de Flint y Marsh recibimos comisiones muy satisfactorias por nuestros servicios.
—Comprendo. Eso explica el vestido caro y el bonito sombrero que llevaba ayer cuando la vi en la librería, así como el hecho de que pueda permitirse el alquiler de la casa.
Se dio cuenta de que la respuesta que le había dado no lo había satisfecho. Se preparó para su siguiente pregunta.
—Hay otras cosas sobre usted que me resultan interesantes, señorita Ames.
—¿De veras? Qué extraño. Apenas nos conocemos.
—Gracias a los acontecimientos de esta noche, nuestra relación es mucho más cercana, ¿no le parece? —comentó él con una sonrisa—. De hecho, casi podría llamarse una relación íntima.
De repente fue muy consciente de que iba en bata y camisón. Echó un vistazo a la puerta. Sintió un instintivo deseo de huir, pero sabía que sería inútil intentarlo.
—Como le iba diciendo, hay varias cosas sobre usted que me resultan fascinantes —prosiguió Lucas. No dio indicios de haber advertido la creciente ansiedad de Evangeline—. Pero la que me viene esta noche a la cabeza es que en su último trabajo fue dama de compañía de lady Rutherford.
Evangeline se percató de que estaba conteniendo la respiración. Tomó un trago de brandy y se atragantó. Tosió un par de veces y por fin recuperó el aliento. Volvía a respirar. Respirar era importante.
—¿Y qué? —logró articular.
—Nada, en realidad. Es solo que me parece bastante raro que a los pocos días de haber dejado su puesto en el hogar de los Rutherford, un caballero que recientemente había pedido la mano de la nieta de lady Rutherford, y cabe añadir que su petición había sido rechazada, fue encontrado muerto al pie de una escalera. Da la casualidad de que la escalera se encontraba en un edificio deshabitado situado en una calle cercana a los muelles.
—¿Sabe eso? —se sorprendió Evangeline.
—La muerte de Mason y el lugar del incidente salieron en los periódicos —indicó Lucas. Sonaba casi como si se disculpara por tener que recordarle algo tan sencillo—. Lo mismo que el rumor de que hacía poco que el padre de la joven dama había rechazado su petición de mano sin más.
—Sí, por supuesto. —Evangeline recobró la compostura y adoptó lo que esperaba que fuera un aire de desconcierto comedido con un toque de impaciencia—. Perdóneme, pero es que me sorprende bastante que preste atención a esta clase de chismes de la alta sociedad.
—Pues sí, lo hago, señorita Ames, especialmente cuando averiguo que mi nueva inquilina tenía cierta relación con la familia Rutherford y que dejó de prestar sus servicios para ella el día después de que echaran a Mason.
—Se había acordado desde el principio que el puesto sería temporal. —Evangeline dirigió la mirada al alto reloj y fingió un ligero sobresalto de sorpresa—. ¡Cielos, mire qué hora es! Tengo que volver a casa.
—Por supuesto, pero no antes de que se termine el tónico para los nervios —dijo él señalando la copa de brandy.
Evangeline bajó la vista hacia la copa, se la llevó a los labios y la vació de un solo trago, un trago que resultó más largo de lo que esperaba.
Volvió a atragantarse, pero esta vez no tosió, sino que escupió el líquido.
—¿Está bien, señorita Ames? —Lucas parecía verdaderamente preocupado.
—Sí, sí, estoy bien. —Evangeline dejó la copa en la mesita que tenía al lado y agitó débilmente la mano como si se abanicara—. Pero me temo que está en lo cierto al preocuparse por el estado de mis nervios. La verdad es que creo que los tengo destrozados. Necesito mi cama y mis sales.
—Algo me dice que no ha usado sales en toda su vida.
—Hay una primera vez para todo —repuso ella, levantándose—. Discúlpeme, señor Sebastian. Le agradezco mucho todo lo que ha hecho por mí esta noche, pero ahora tengo que regresar a casa.
—Muy bien, la acompañaré. —Lucas dejó la copa y se puso de pie—. Ya seguiremos esta conversación mañana.
—Lo lamento mucho pero no será posible —dijo ella con gran soltura—. Mañana llegarán de Londres unas amigas mías. Pasarán dos días conmigo.
—Entiendo.
Evangeline pensó con rapidez. Lo último que quería hacer era estar sola en la casa cuando Lucas fuera a verla para proseguir la conversación.
—Puede que muchos más —rectificó—. Dos semanas, seguro. Planeamos explorar las ruinas locales. Son muy pintorescas, ¿sabe?
—Eso me han dicho.
La tomó del brazo para salir de la biblioteca y recorrer un largo pasillo. Evangeline volvió a sentir curiosidad.
—La muchacha que viene a ayudarme con las tareas del hogar mencionó que no ha contratado usted ningún criado —se atrevió a comentar.
—Con Stone me basta —respondió Lucas con cierta aspereza.
—Es una casa muy grande para que una sola persona pueda tenerla en condiciones.
—Stone y yo somos los únicos que vivimos en ella y es mi intención que siga siendo así. No nos quedaremos por mucho tiempo. Lo único que necesitamos es la cocina, la biblioteca y un par de dormitorios. El resto de la casa está cerrado; lleva años así. Cuando el tío Chester estaba vivo, él y su ama de llaves, la señora Buckley, solo tenían abiertas unas cuantas habitaciones.
—Ya veo. ¿Ha venido a poner en orden los asuntos de su tío, entonces?
—He venido para hacer algo más que eso, señorita Ames. Tengo la intención de averiguar quién lo asesinó.