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Ursula se puso en pie de un salto y recogió las cartas de Paladin. Las devolvió a la caja fuerte y se dirigió a la puerta del estudio. Adiós a su decisión de no ir a ver a Slater hasta que recuperase el sentido común. Tenía que verlo de inmediato y decirle que había descubierto la identidad del asesino de Anne. Claro que no tenía pruebas, pensó. Seguramente Valerie se fuera de rositas después de haber matado a otra persona.

Escuchó que se abría la puerta de la cocina al salir del estudio. Se detuvo para mirar por el pasillo.

—¿Señora Dunstan? —dijo—. Ha vuelto antes de tiempo. No la esperaba hasta mañana por la mañana.

Valerie, vestida de luto y con un velo negro prendido en un elegante sombrero, salió de la cocina. Empuñaba una pistola con una mano enguantada.

—Yo, en cambio, la he estado esperando —replicó.

—Fue usted quien asesinó a Anne —repuso Ursula. Retrocedió hasta la puerta del estudio—. No fue cosa de Cobb ni tampoco de su asesino. La mató porque descubrió que intentaba seducir al hombre que usted deseaba..., al héroe que se suponía que iba a rescatarla y a llevársela lejos para vivir un cuento de hadas.

—Durante meses, supuse que Anne tenía una aventura con mi marido. Fulbrook la usaba como mensajera, de modo que era lógico pensar que pudiera estar acostándose con él —explicó Valerie—. Me daba igual. Por mí podía quedárselo. Intenté advertirle de que solo era una puta a sus ojos, pero ella no me hizo caso.

—Su marido y usted han dirigido una empresa muy ambiciosa.

—Me daba igual el dichoso negocio, pero me gustaría admitir que fue mi idea desde el principio. Fui yo quien comprendió lo que implicaba controlar una droga tan poderosa.

—¿Fue idea suya chantajear a esos miembros del Club Olimpo? —preguntó Ursula.

—Pues sí. Fulbrook ya tenía dinero. Pero pensé que si le demostraba la forma de ejercer poder real en las altas esferas de la sociedad y del Gobierno, tendría que tratarme con respeto. Sin embargo, mi encierro fue más duro que nunca.

—Temía perderla porque era la fuente de su flamante poder —replicó Ursula—. Sé que puede parecerle una pregunta muy rara dadas las circunstancias, pero ¿por qué no se limitó a envenenarlo? Es evidente que posee los conocimientos botánicos para hacerlo. Envenenó a Anne.

—Se me pasó por la cabeza matar a Fulbrook en muchas ocasiones durante los primeros meses de mi matrimonio. Pero temía que me arrestasen por asesinato. Además, todo el personal de servicio testificaría en mi contra. Justo cuando empezaba a perder la esperanza, el malnacido de mi esposo me informó de que nos íbamos a Nueva York para conocer a cierto empresario.

—Conoció a Damian Cobb y se convenció de que la salvaría.

—Damian me quería. —La pistola tembló en la mano de Valerie—. Sé que me quería. Tuvimos una aventura en Nueva York, delante de las narices de mi marido. Ni se enteró. Fue una sensación excitante. Fulbrook odiaba tener que tratar a Damian como a un igual. Ni se le pasó por la cabeza que Damian pudiera resultarme atractivo. Fue todo maravilloso.

—Cuando volvió a Londres, contrató a una secretaria profesional y le dictó sus cartas de amor. Anne le enviaba los poemas a Cobb, que se hacía pasar por Paladin.

Valerie esbozó una sonrisa embobada.

—Cuando Damian me contestaba, ponía mucho énfasis en fingir que era un editor entusiasmado por mis poemas.

—¿Cuándo se dio cuenta Anne de que estaba manteniendo correspondencia en secreto con su amante?

—La verdad es que muy pronto. Nuestra Anne era muy lista y vivaracha, y yo estaba muy sola. Cometí el error de confiar en ella. Era mi única amiga y siempre estaba dispuesta a traerme la última carta de Nueva York, emocionada por formar parte del secreto. Fui yo quien le sugirió a Fulbrook que la convirtiéramos en nuestra mensajera, por cierto. Creía que me sería leal. Pero me equivoqué. Me traicionó, de la misma manera que lo hizo Damian.

—Creía que Damian Cobb era un personaje heroico, pero en realidad la estaba manipulando.

—Fui una tonta, pero jamás volveré a serlo —sentenció Valerie.

—Fue el cinturón de cadena de plata, ¿verdad? Cuando Anne empezó a ponérselo se dio cuenta de que Cobb se lo había regalado.

—Lo llevó puesto a mi casa. —Valerie alzó la voz—. Fingió que se lo había regalado un cliente agradecido, pero yo sabía la verdad.

—¿Cómo se enteró?

—Reconocí la marca del joyero. —A Valerie se le llenaron los ojos de lágrimas por la rabia. La pistola que sostenía temblaba con violencia—. Damian lo compró en la misma joyería donde compró el broche que me regaló.

—¿Cobb le regaló una joya?

Valerie metió la mano en el bolsillo de su capa y sacó una pequeña bolsa de terciopelo azul. La arrojó al escritorio.

—Me dijo que pensase en él cada vez que lo llevara puesto bajo la ropa —masculló—. Lo prendía en mis enaguas todos los días. Mire la marca del dorso. ¡Mírela!

Ursula aprovechó la oportunidad para colocarse detrás del escritorio, para dejar el mueble entre Valerie y ella. No era mucha protección, cierto, pero era lo único que tenía a mano.

Cogió la bolsa de terciopelo y volcó su contenido. Un broche exquisito cayó en la mesa. Recordó el día que Valerie se acercó corriendo a ella en el invernadero, con las faldas por las rodillas. Vio algo pequeño y brillante prendido en sus enaguas.

Ursula examinó la marca del dorso del broche.

—Tiene razón —reconoció—. Parece que ambos objetos proceden de la misma joyería. Sin embargo, si le sirve de consuelo, creo que podemos decir sin temor a equivocarnos que su broche costó muchísimo más que el cinturón de plata de Anne. Claro que Cobb habría sabido que si Anne aparecía en la oficina luciendo una magnífica pieza de joyería, sus compañeras, así como sus clientes, habrían hecho demasiadas preguntas incómodas.

—Yo no tuve que hacer pregunta alguna —masculló Valerie—. Se pavoneó con ese dichoso cinturón delante de mí. Cuando le pedí echarle un vistazo, estuvo encantada de dejar que lo examinase. Me contó la misma historia que a usted: me dijo que era un regalo de un cliente agradecido. Pero cuando vi la marca del joyero, supe sin lugar a dudas que me había traicionado.

—¿Anne sabía de la existencia del broche?

—No. No me atrevía a lucirlo en público por temor a que uno de los criados se lo dijera a Fulbrook. Él sabría quién me había regalado el broche. Pero lo lucí todos los días en secreto.

—¿Cómo asesinó a Anne? —quiso saber Ursula—. No le permitían salir de la casa. Dijo que la servidumbre siempre la observaba.

—Durante los últimos meses me he convertido en una experta con la droga. En ciertas concentraciones, puede matar. Me pasé horas probando la versión venenosa en ratones y en ratas. Sabía que Anne disfrutaba de la ambrosía y que guardaba la droga en un pequeño frasco de perfume que Rosemont le había dado. Me temo que se había convertido en una adicta. Le dije que me llevara el frasquito para poder darle una muestra de la última versión de la droga. Sabía que no podría resistirse.

—Se dijo que, con Anne muerta, las cosas volverían a ser como antes entre Cobb y usted.

—Se daría cuenta de que me necesitaba —sollozó Valerie—. Era la única que quedaba que podía ofrecerle los secretos de la ambrosía. Y luego apareció usted, insistiendo en ocupar el lugar de Anne como mi secretaria.

—¿Por qué me lo permitió?

—Porque comprendí que podría tener un motivo oculto. Anne hablaba a menudo de lo lista que era usted, de cómo se reinventó tras un gran escándalo. Dijo que se lo había legado todo a usted. Empecé a preguntarme si también le había legado los secretos que sabía acerca de la ambrosía.

—La puse nerviosa, así que decidió ponerse en contacto con el periodista que arruinó mi reputación hace dos años.

—Anne me habló de él y de su periódico. Le expliqué a Fulbrook que tal vez fuera usted peligrosa. Reconoció que debíamos ser cuidadosos a la hora de librarnos de usted porque, si aparecía muerta, Slater Roxton causaría problemas sin lugar a dudas. Le di la idea a mi marido de revelar su identidad a ese periodista, a Otford. Estaba convencida de que arrastraría su nombre por el fango de la prensa sensacionalista. Creía que sería su fin, que Roxton no querría relacionarse con usted después de descubrir que estuvo envuelta en un gran escándalo. Después, podría ahogarse en el río sin provocar un revuelo.

—¿Por qué ha venido a matarme? No tuve nada que ver con la relación entre Anne y Damian Cobb.

—Fue todo culpa suya. —Valerie aferró la pistola con ambas manos—. Fue usted quien envió a esa puta a mi casa.

—Anne y Cobb no tenían una aventura romántica. Anne quería convertirse en su socia mercantil.

—No me lo creo ni por asomo. Y aunque fuera verdad, ya da igual. Los dos me traicionaron. De no haber sido por usted, todo habría acabado como se suponía que debía acabar. Yo estaría de camino a Nueva York con Damian.

—Cobb la quería a usted, no a Anne —insistió Ursula—. Y puedo demostrarlo.

La mentira le salió con una facilidad pasmosa. Tal vez porque se había vuelto una adepta tras la debacle del escándalo que supuso el divorcio de los Picton, pensó. O tal vez las palabras brotaron sin dificultad porque necesitaba desesperadamente distraer a Valerie.

Fuera como fuese, funcionó. Valerie se llevó una sorpresa.

—¿De qué habla? —susurró.

—Anne no le entregó las últimas cartas. No las entregó porque seguía intentando convencer a Cobb de que la convirtiera en su socia. Quería destruir su relación. Sabía que si la tenía a usted no la necesitaría a ella.

Valerie la miró con expresión estupefacta.

—No —susurró ella.

—He guardado sus últimas cartas en mi caja fuerte. ¿Quiere verlas? Están todas dirigidas a usted.

—No creo lo que dice. Enséñemelas.

—Por supuesto.

Ursula se arrodilló delante de la caja fuerte, la abrió con manos temblorosas y tanteó en busca de la pistola que guardaba dentro. Con la otra mano, cogió el sobre que contenía la copia del folletín.

Se puso en pie muy despacio, con la pistola oculta entre los pliegues de sus faldas.

—Tal vez lo mejor para todos los implicados sea quemar las cartas —dijo—. Podría ser una situación muy bochornosa si la prensa se hace con ellas.

—¡No! —chilló Valerie.

Ursula arrojó las cartas a las llamas.

Valerie gritó y cruzó la estancia a la carrera hacia la chimenea. En su desesperación por salvar las cartas, soltó la pistola, que cayó a la alfombra, para poder coger el atizador.

Ursula salió de detrás del escritorio. Recogió la pistola del suelo en silencio. Valerie parecía ajena por completo a lo que sucedía. Sollozaba, histérica, mientras atacaba las llamas con el atizador.

Una sombra apareció en la puerta. Sobresaltada, Ursula se dio la vuelta a toda prisa y vio a Slater. Él también llevaba una pistola en la mano.

Slater comprendió lo que sucedía con un solo vistazo y se guardó la pistola en el gabán. Miró a Ursula.

—¿Estás bien? —le preguntó él.

Su voz sonaba gélida. Sus ojos, en cambio, refulgían.

—Sí —contestó. Intentó que la voz le saliera tan tranquila y controlada como a él, pero incluso ella se daba cuenta del tremor—. Fue ella quien asesinó a Anne.

—Lo sé.

Valerie se dejó caer en la alfombra, presa del histerismo más absoluto.

Slater rodeó a Ursula con un brazo y la acercó hacia sí. Juntos, vieron cómo Valerie lloraba hasta que el cansancio pudo con ella.