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—Ya os dije que creo que Cobb quiere crear un monopolio que controle la droga —señaló Slater—. Más aún, estoy convencido de que planea dirigir el negocio desde Nueva York, no desde Londres. Y no quiere competencia a este lado del Atlántico.
Estaban congregados a la mesa del desayuno. Lilly reinaba en un extremo, mientras comía con delicadeza un poco de salmón ahumado. Slater estaba sentado en el otro extremo, dando buena cuenta de una pila de huevos con tostadas mientras explicaba las conclusiones a las que había llegado. Ursula, sentada en el centro, creía que parecía bastante vigoroso esa mañana, teniendo en cuenta que era un hombre que apenas habría dormido unas cuantas horas. Su apetito tampoco se había visto afectado.
Slater no le dijo nada acerca de la puerta cerrada con llave. En el caso de que se hubiera llevado una decepción, disimulaba muy bien. Su entusiasmo y su energía le resultaron muy irritantes.
—¿Y dices que crees que lady Fulbrook piensa llevarse algunas de las plantas de la ambrosía cuando huya a Nueva York con Cobb? —preguntó Lilly.
—Así es. —Slater comió un poco más de huevo—. Plantas o semillas, al menos. Sea como sea, no me cabe la menor duda de que ordenará la destrucción de las plantas de su invernadero. Cobb querrá asegurarse de que nadie más puede continuar produciendo la ambrosía cuando lady Fulbrook y él se marchen.
Ursula soltó el tenedor de golpe.
—Semillas.
Lilly y Slater la miraron.
—¿Qué pasa? —preguntó Slater.
—Cuando descubrí las joyas y el cuaderno de taquigrafía de Anne Clifton, también descubrí unos paquetitos con semillas —contestó Ursula—. Creo que es muy posible que dichas semillas sean de la planta de la ambrosía.
Las delicadas cejas pintadas de Lilly se arquearon un poquito.
—Tal vez quisiera cultivar las plantas en su propio jardín.
—O vender las semillas al mejor postor —repuso Slater—. Alguien como la señora Wyatt habría pagado muy bien por ellas.
Un escalofrío recorrió la espalda de Ursula.
—Creo que Anne planeaba usarlas para ganarse un puesto en la organización de Damian Cobb.
Slater sopesó esa posibilidad.
—Mmm...
—Habría sido un movimiento muy osado por su parte —dijo Lilly en voz baja—. Cobb es un hombre peligroso.
—Anne era muy osada —afirmó Ursula—. Y no podemos olvidar que llevaba meses actuando de mensajera entre lady Fulbrook y Cobb. Puede que creyera conocer a Cobb, comprenderlo. No le caían demasiado bien los hombres, pero estaba segura de que era capaz de manipularlos. Al fin y al cabo, era una mujer muy atractiva. Tal vez lady Fulbrook le estuviera escribiendo cartas de amor a Cobb, pero creo que Anne intentaba seducirlo.
Slater frunció el ceño.
—¿Por qué lo dices?
—No he tenido la oportunidad de leer todas las cartas que recibió de Cobb. Están escritas con el seudónimo que utilizaba al cartearse con lady Fulbrook: el señor Paladin. Pero me doy cuenta de que se estaba llevando a cabo cierta negociación muy delicada. A simple vista, Paladin se muestra interesado en sus relatos cortos, pero estoy segurísima de que no era de lo que hablaban en realidad.
—Anne pasó mucho tiempo en compañía de lady Fulbrook en el invernadero —comentó Slater—. Tal vez aprendiera a cultivar la planta de la ambrosía.
—Desde luego, eso explicaría los versos tan extraños que anotó en su cuaderno de taquigrafía —repuso Ursula—. Hay varias referencias a cantidades y a número de veces. Recuerdo un verso en particular: «la flor es delicada y potente. Tres partes de diez visiones alucinantes provocan. Siete matan.»
—Tu amiga estaba inmersa en un juego muy peligroso, desde luego —comentó Slater en voz baja.
—Lo sé —reconoció Ursula—. Pero sí puedo decir algo: si Cobb quiere destruir todas las plantas que hay en el invernadero especial de lady Fulbrook antes de volver a Nueva York, va a tener que hacer algo muy drástico. Esa habitación del invernadero está atestada de esas malditas plantas de la dichosa ambrosía.
Se produjo un breve silencio. Ursula masticó un trozo de tostada durante unos segundos antes de darse cuenta de que tanto Lilly como Slater la observaban.
—¿Qué pasa? —preguntó tras tragar el bocado—. ¿He dicho algo raro?
Lilly soltó una carcajada y siguió comiendo salmón.
Slater carraspeó.
—Creo que ha sido lo de «malditas plantas de la dichosa ambrosía» lo que nos ha sorprendido. Parecías un poco molesta.
—Porque estoy molesta. —Ursula tragó lo que le quedaba de tostada y cogió la taza de café—. Con lo poco que avanza nuestra investigación.
Lilly enarcó las cejas.
—Creía que Slater y tú estabais haciendo grandes progresos.
—Eso es muy subjetivo —replicó Ursula. Miró a Slater—. Si no me falla la memoria, ibas a revelar lo que has descubierto en los diarios de la señora Wyatt. Pero ¿qué pruebas nos puede aportar eso para arrestar a alguien por el asesinato de Anne?
La señora Webster apareció en la puerta antes de que Slater pudiera contestar. Llevaba una bandeja de plata. Con un solitario sobre.
—Acaban de entregar este telegrama, señor —anunció el ama de llaves con esa voz resonante tan peculiar.
Slater hizo una mueca y aceptó el sobre.
La señora Webster se marchó, hizo mutis por el foro, para volver a la cocina.
Ursula y Lilly miraron a Slater mientras este abría el sobre. Leyó deprisa el contenido y levantó la vista.
—Es del director del museo de Nueva York. Tenía razón, Damian Cobb es bastante conocido en los círculos filantrópicos. El director dice que hay rumores sobre la procedencia de su fortuna, pero que nadie hace muchas preguntas. Aunque eso no es lo más interesante que dice el telegrama.
—Por el amor de Dios —protestó Ursula—, no nos dejes en ascuas. No estamos en un melodrama. ¿Qué dice el dichoso telegrama?
Slater enarcó una ceja al escuchar el tono furioso de su voz, pero no replicó.
—Según el director del museo, el personal de la mansión de Cobb en Nueva York asegura que se marchó en viaje de negocios hace diez días.
—La travesía del Atlántico dura una semana —calculó Ursula—. Incluso menos. Tenías razón, Slater. Cobb lleva en Londres unos cuantos días.
La señora Webster reapareció en la puerta.
—El señor Otford ha venido a verlo, señor —anunció la mujer—. ¿Le digo que espere a que terminen de desayunar?
—No —contestó Slater—. Si ha venido a esta hora, debe tener algo interesante para nosotros. Hágalo pasar, por favor.
—Sí, señor. —La señora Webster hizo ademán de salir al pasillo.
—Será mejor que prepare otro plato para el desayuno, señora Webster —dijo Slater—. Estoy seguro de que tendrá hambre.
—Sí, señor.
La señora Webster se marchó. En un abrir y cerrar de ojos, Gilbert Otford entró en la estancia. Se detuvo en seco y miró con expresión venerante el paradisíaco aparador lleno de comida.
—Buenos días, señoras —saludó. No apartó la vista de las bandejas de servicio—. Señor Roxton.
—Buenos días, Otford —replicó Slater—. Por favor, siéntese a la mesa.
—Será un placer, señor. Gracias.
Hubo bastante actividad antes de que el señor Otford se sentara en frente de Ursula. Tenía el plato lleno de salchichas, tostadas y huevos. Se dispuso a comer con entusiasmo.
Slater parecía conforme con esperar a que Otford consiguiera reducir la cantidad de comida de su plato antes de empezar a hacerle preguntas, pero la paciencia de Ursula había llegado a su límite.
—En fin, señor Otford. —Lo miró con expresión elocuente—. ¿Qué tiene que contarnos?
—Me ha costado una pequeña fortuna conseguir que una de las criadas y que un lacayo aflojaran la lengua —respondió Otford, que no se molestó en tragar el trozo de salchicha antes de hablar—. Los que trabajan en el club tienen órdenes de no hablar de lo que sucede allí dentro. Si pillan a alguien yéndose de la lengua será despedido sin referencias. Nadie quiere perder su trabajo en el club porque el salario, tanto dinerario como en especie, es excelente.
—¿Eso es todo lo que ha conseguido con el dinero del señor Roxton? —preguntó Ursula—. ¿Solo ha averiguado que pagan bien a los criados?
Otford miró a Slater, perplejo.
—¿Está molesta por algo?
De repente, Slater puso mucha atención en su taza de café, de la que bebió.
—Señor Otford —dijo Ursula con retintín—, le he hecho una pregunta.
—No, señora Grant..., esto, señora Kern —se corrigió Otford a toda prisa—. No es lo único que he averiguado. Solo estaba preparando el terreno para lo interesante.
—Ya era hora —repuso Ursula.
Slater bebió otro sorbo de café antes de mirar a Otford.
—¿Qué decía? —lo instó a continuar, casi con amabilidad.
—Ah, sí. —Otford abrió su cuadernillo de notas—. Aquí tengo toda la información que despertó mi curiosidad. Es evidente que hay dos tipos de miembros: los normales y la élite, cuyos componentes se conocen como «miembros de la Cámara de las Visiones». Aquellos que pertenecen a la Cámara acceden a formas de la droga más intensas, además de a servicios muy exclusivos.
—¿Servicios exclusivos? —repitió Ursula—. ¿Cuáles son?
Otford se removió en la silla. En esa ocasión, miró a Lilly en busca de ayuda. Esta le sonrió con dulzura y se dirigió a Ursula.
—Creo que el señor Otford se refiere a la clase de servicios exclusivos que solo un prostíbulo de lujo como el Pabellón del Placer podría proporcionar —explicó la madre de Slater.
—Ah. —Ursula pegó la espalda al respaldo de la silla, colorada. Puso especial cuidado en no mirar a Slater a la cara. Estaba segura de que su inocencia le haría gracia—. Prosiga, señor Otford.
El aludido carraspeó y se concentró en sus notas.
—Los servicios disponibles solo para los miembros de la Cámara de las Visiones incluyen escoger a compañeros de cualquiera de los dos sexos y de distintas edades, el uso de ciertos objetos y... esto... de cierto equipo, diseñados para aumentar el placer físico...
—Le he pedido que continúe con lo que ha averiguado, señor Otford, no que nos dé una lista detallada de los servicios que el burdel ofrece a los miembros de la Cámara —masculló Ursula.
Otford tragó saliva con dificultad.
—Lo siento. Le pido disculpas. Me he confundido.
—Y no es el único —dijo Slater en voz baja.
Ursula lo fulminó con la mirada, pero Slater fingió no darse cuenta.
—Continúe, Otford —dijo él—. ¿Ha conseguido averiguar cómo entregan la droga en el Club Olimpo?
—Una pregunta excelente —comentó Ursula.
—Gracias —respondió Slater con un tono muy humilde.
Otford empezó a hablar muy deprisa.
—Uno de los criados dijo que la ambrosía la entregaba un hombre con una carreta. Los días en los que se acordaba una entrega, Fulbrook siempre estaba presente para supervisar la descarga de los fardos. La droga se almacena en el sótano, cerrado con llave, junto con las bebidas alcohólicas y los puros, pero en una habitación separada.
Slater meditó esas palabras.
—Supongo que Fulbrook es quien tiene la llave de esa habitación, ¿no?
—Sí, según el criado. —Otford guiñó un ojo—. No quiere decir que no se pierda un poco de droga de vez en cuando, claro. Por experiencia, sé que los caballeros como Fulbrook dejan de ver a la servidumbre pasado un tiempo. El criado me dio la impresión de que tanto él como sus amigos se hacen con un poco de droga, y alguna que otra botella de brandi y unos cuantos puros, de vez en cuando.
—Ha hecho un trabajo magnífico, Otford —dijo Slater.
El aludido sonrió de oreja a oreja.
—Gracias, señor. Debo admitir que ha sido todo fascinante. Esta historia podría ser un bombazo... un bombazo absoluto.
Ursula entornó los ojos.
—Tal vez sería más entretenida si no hubiera unos cuantos asesinatos de por medio.
Otford se ruborizó y cogió la servilleta para intentar ocultar una tos.
Slater se repantingó en la silla.
—El siguiente paso es encontrar al hombre que hace la entrega.
Otford gruñó.
—Seguro que hay miles de carretas en Londres.
Ursula se irguió de repente.
—Los establos emplazados cerca de la tienda de Perfumes y Jabones de Rosemont.
Slater la miró con una sonrisa de aprobación.
—Tiene sentido que Rosemont hubiera alquilado el uso de una carreta, y también es muy probable que el cochero pertenezca al establecimiento más cercano que ofreciera esos servicios.
—Por el amor de Dios, ¿por qué iba alguien a situar una perfumería cerca de unos establos? —preguntó Lilly, aunque no se dirigía a nadie en particular.
—Porque Rosemont no fabricaba delicados perfumes —contestó Slater—. Estaba preparando una peligrosa droga, de la que fabricaba cantidades ingentes... Fabricaba lo suficiente no solo para satisfacer las demandas del Club Olimpo y del negocio particular de la señora Wyatt, sino también del mercado norteamericano. Necesitaba un medio para transportar su producto por toda la ciudad y también llevarlo a los muelles, donde embarcaba hacia Nueva York.
—Vaya... —dijo Ursula en voz muy baja.
Todos la miraron, a la espera de que dijera algo brillante.
—Vaya... ¿qué más? —preguntó Slater.
—Acabo de caer en que tal vez tenga dotes para este asunto de las investigaciones —comentó mientras intentaba aparentar cierta modestia.
—No lo recomiendo —terció Slater—. Sería más recomendable seguir con la profesión de taquígrafa.
—¿Por qué? —preguntó Ursula, molesta una vez más.
—No sé si alguien ha reparado en el detalle, pero los ingresos que se perciben por las investigaciones privadas son bastante limitados. Además, el precio de dicho negocio puede ser muy alto. He perdido la cuenta de todo el dinero que he gastado en sobornos, tarifas y otros gastos del caso.
—Mmm. —Parte del entusiasmo de Ursula se evaporó—. No había tenido en cuenta el aspecto económico...