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—No me puedo creer que Anne nos haya dejado. —Matty Bingham se secó las lágrimas con un pañuelo—. Con ese ánimo que siempre tenía. Tan simpática. Tan llena de vida.

—Sí, así era ella. —Ursula Kern aferró su paraguas con más fuerza mientras observaba cómo los enterradores cubrían el ataúd con enormes terrones de tierra—. Era una mujer moderna.

—Y una excelente secretaria. —Matty se guardó el pañuelo en el maletín—. Un motivo de orgullo para la agencia.

Matty era una solterona ya en mitad de la treintena, sin familia y sin contactos. Al igual que la mayoría de las mujeres que acababan trabajando para la Agencia de Secretarias Kern, había abandonado cualquier esperanza de contraer matrimonio y formar una familia. Del mismo modo que Anne y las demás, había abrazado la promesa que les ofrecía Ursula: un empleo respetable como secretaria profesional, un campo que por fin se estaba abriendo a las mujeres.

El día era fúnebre de por sí. El cielo estaba encapotado con unos nubarrones grises y la llovizna era constante. Ursula y Matty eran las únicas dolientes congregadas en torno a la tumba. Anne había muerto sola. Ningún familiar había reclamado el cuerpo. Ursula se había hecho cargo de los gastos del funeral. Era, en su opinión, no solo su responsabilidad como jefa de Anne y única heredera, sino también un último gesto de cariño y amistad.

Un vacío inmenso se abría paso en su interior. Anne Clifton había sido su mejor amiga durante los dos últimos años. Habían creado un vínculo basado en aquellas cosas que tenían en común: la falta de familia y la existencia de un pasado angustiante que ambas se habían cuidado de enterrar.

Cierto que Anne tenía sus defectos (algunas de las otras secretarias de la agencia la acusaban de ser ligera de cascos), pero Ursula sabía que en el fondo todos los comentarios encerraban cierta carga de admiración. La audaz determinación de Anne para abrirse camino en la vida en contra de todo pronóstico la había convertido en el modelo viviente de la «mujer moderna».

Una vez que el ataúd desapareció debajo del montón de tierra, Ursula y Matty se volvieron y se alejaron en busca de la salida del cementerio.

—Has sido muy amable al pagar los gastos del funeral —comentó Matty.

Ursula atravesaba en ese momento la verja de hierro.

—Era lo menos que podía hacer.

—Voy a echarla de menos.

—Y yo —replicó Ursula.

«¿Quién se hará cargo de los gastos de mi funeral cuando yo muera?», se preguntó.

—Anne no parecía de las personas inclinadas a quitarse la vida —apostilló Matty.

—No, no lo parecía.

 

 

Ursula cenó sola, como de costumbre. Cuando acabó de comer, se dirigió a su pequeño y acogedor estudio.

El ama de llaves ya estaba en la estancia, encendiendo el fuego en la chimenea.

—Gracias, señora Dunstan —dijo Ursula.

—¿Seguro que se encuentra bien? —le preguntó la señora Dunstan con delicadeza—. Sé que para usted la señorita Clifton era una amiga. Es duro perder a una persona tan cercana. Yo misma he perdido a unas cuantas a lo largo de los años.

—Estoy bien —le aseguró Ursula—. Voy a hacer un inventario de las posesiones de la señorita Clifton y después me iré a la cama.

—Muy bien, pues.

La señora Dunstan salió al pasillo y cerró la puerta tras ella sin hacer ruido. Ursula esperó un momento y después se sirvió una generosa copa de brandi. El ardiente licor la ayudó a disipar el frío que la embargaba desde la muerte de Anne.

Al cabo de un rato, atravesó la estancia para acercarse al baúl que contenía las pertenencias de su amiga.

Sacó los objetos uno a uno, y fue sintiendo una creciente inquietud: un frasquito de perfume vacío; una bolsita de terciopelo con unas cuantas joyas; el cuaderno de taquigrafía de su amiga, y dos paquetes de semillas. Cada objeto por sí mismo tenía una explicación. Pero en conjunto planteaban dudas perturbadoras.

Tres días antes, cuando el ama de llaves de Anne descubrió el cadáver de esta, mandó llamar de inmediato a Ursula. No había nadie más a quien avisar. En un principio, se negó a aceptar la idea de que Anne hubiera muerto bien por causas naturales o bien porque se había quitado la vida. De modo que llamó a la policía, la cual concluyó de inmediato que no había señales de juego sucio.

Pero Anne había dejado una nota. Ursula la había encontrado arrugada junto al cadáver. Para la mayoría de la gente, los símbolos escritos con lápiz habrían sido garabatos sin más. Anne, sin embargo, era una experta taquígrafa que conocía el método Pitman. Al igual que sucedía con muchos secretarios profesionales, había llegado incluso a desarrollar su propio código cifrado personal.

La nota era un mensaje, y Ursula sabía que estaba dirigido a ella. Anne era muy consciente de que nadie más podría descifrar su código.

 

Detrás del inodoro

 

Ursula se sentó a su escritorio y bebió un poco más de brandi mientras contemplaba los objetos. Al cabo de un rato, cogió el frasquito de perfume vacío. Lo había encontrado en el pequeño escritorio de Anne, no con las demás cosas. Era poco característico de su amiga el no haber mencionado la compra de un nuevo perfume, pero aparte de eso no parecía haber nada misterioso en el frasquito.

El cuaderno, la bolsita de terciopelo y las semillas, sin embargo, eran harina de otro costal. ¿Por qué había escondido Anne esos tres objetos detrás del inodoro?

Un rato después abrió el cuaderno de taquigrafía y empezó a leer. Descifrar los símbolos manuscritos de Anne era un proceso lento, pero dos horas más tarde sabía que esa tarde se había equivocado en algo. Hacerse cargo de los gastos del funeral no iba a ser el último gesto de amistad.

Podía hacer algo más por su amiga: encontrar a su asesino.